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Justino Mártir



Justino Mártir (en latín: Iustinus Martyr; griego: Ἰουστῖνος ὁ Μάρτυρ [Ioustinos ho Martyr]), también conocido como Justino el Filósofo (Flavia Neapolis, Palestina, ca. 100/114 - Roma, 162/168) fue uno de los primeros apologistas cristianos.

Nació en el año 100 d.C. en la ciudad de Flavia Neapolis (actual Nablus, en Cisjordania; llamada Siquem en el Antiguo Testamento).[1]​ Aunque afirma ser samaritano, su familia era pagana de habla griega, por lo que fue educado con ese contexto cultural.[2]​ En su Diálogo con Trifón cuenta que estudió filosofía con diferentes maestros que por una u otra razón le decepcionaron y, tras convertirse al cristianismo (antes reconoce haber profesado la filosofía platónica) en Éfeso, en tiempos de Adriano, dedicó el resto de su vida a difundir lo que él consideraba la verdadera filosofía. Su concepto de la misma radica esencialmente en el sincretismo judeo-alejandrino. Parece ser que viajó bastante, y que al final de su vida se instaló en Roma, donde fundó el Didascáleo romano, una escuela de filosofía cristiana. Sufrió martirio en la capital del Imperio, al parecer debido a sus disputas con el cínico Crescencio,[2]​ durante el reinado de Marco Aurelio, siendo Junio Rústico prefecto de la ciudad (entre 162 y 168).

Justino es uno de los mártires que demuestran, desde el punto de vista histórico, cómo la Iglesia celebraba el culto desde sus inicios. En los Hechos de los Apóstoles (Hch 2:42) se lee «Perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones». De allí que su famoso discurso eucarístico sea citado siempre como referencia de cómo vivían la fe los primeros cristianos.

“El día que se llama día del Señor (que antes los paganos llamaban día del sol), un día después del sábado, tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los Profetas. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas. Luego nos levantamos y oramos por nosotros… y por todos los demás dondequiera que estén, a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar la salvación eterna.

“Luego se lleva al que preside el pan y una copa con vino y agua mezclados. El que preside los toma y eleva alabanzas y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y da gracias largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones.

“Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo ha respondido «amén», los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes el pan y el vino «eucaristizados». (Primera Apología, año 155)

“A nadie le es lícito participar en la Eucaristía, si no cree que son verdad las cosas que enseñamos y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y no vive como Cristo nos enseñó. Porque no tomamos estos alimentos como si fueran un pan común o una bebida ordinaria, sino que así como Cristo, nuestro salvador, se hizo carne y sangre a causa de nuestra salvación, de la misma manera hemos aprendido que el alimento sobre el que fue recitada la acción de gracias, que contiene las palabras de Jesús y con que se alimenta y transforma nuestra sangre y nuestra carne, es precisamente la carne y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarnó.

“Los apóstoles, en efecto, en sus tratados llamados Evangelios, nos cuentan que así les fue mandado, cuando Jesús, tomando pan y dando gracias dijo: “Haced esto en conmemoración mía. Esto es mi cuerpo”. Y luego, tomando del mismo modo en sus manos el cáliz, dio gracias y dijo: “Esta es mi sangre”, dándoselo a ellos solos. Desde entonces seguimos recordándonos unos a otros estas cosas. Y los que tenemos bienes acudimos en ayuda de otros que no los tienen y permanecemos unidos. Y siempre que presentamos nuestras ofrendas alabamos al Creador de todo por medio de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo”. (Primera Apología, año 155)

La primera mención de Justino se encuentra en la Oratio ad Graecos de Taciano, quien lo llama "el muy admirable Justino", cita una frase suya e informa que el cínico Crescencio lo denunció a las autoridades. Ireneo (Haer. I., xxviii. 1) habla de su martirio y explica que Taciano fue su discípulo, le cita en dos ocasiones (IV., vi. 2, V., xxvi. 2) y muestra su influencia en otros lugares. Tertuliano, en su Adversus Valentinianos, lo llama filósofo y mártir, y el primer antagonista de los herejes. Hipólito de Roma y Metodio de Olimpia también lo mencionan y lo citan. Eusebio de Cesarea lo trata con cierta extensión en su Historia eclesiástica (iv. 18), y le atribuye las siguientes obras, de las cuales sólo se tienen por auténticas las dos primeras (que en realidad conforman un solo escrito) y la última:[2]

La idea del Logos siempre le llamaba la atención a Justino. Es demasiado asumir una unión directa con Filón de Alejandría, en este detalle. La idea del Logos era extensamente familiar a hombres cultos, y la designación del Hijo de Dios como Logos no era nueva a la teología cristiana. El significado está claro, sin embargo, en la manera en la cual Justino identifica al Cristo histórico con la fuerza racional vigente en el universo, que conduce hasta la reclamación de toda la verdad y virtud para los cristianos y a la demostración de la veneración de Cristo, que despertó tanta oposición, como la única actitud razonable. Es principalmente para esta justificación de la veneración de Cristo que Justino emplea la Idea del Logos.

Justino ve al Logos de Dios como un Dios engendrado:

Considera al Logos un Dios subordinado a Dios, manifestando un claro subordinacionismo:

El siguiente pasaje es motivo de controversia y de interpretación, para entender cuál es el sentido, en el cual, Justino considera a los ángeles semejantes a Cristo y dignos de ser también homenajeados:



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