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Romance (poesía)



El romance es un tipo de poema característico de la tradición literaria española, ibérica e hispanoamericana compuesto usando la combinación métrica homónima (octosílabos rimados en asonante en los versos pares). No debe confundirse con el subgénero narrativo de igual denominación.

Es un poema característico de la tradición oral española. Fue muy popular durante el siglo XV cuando se hicieron recopilaciones de los romances en los libros denominados "romanceros", aunque la mayoría de los investigadores consideran que se transmitía oralmente desde varios siglos antes[1]​. El primer romance del que se tiene constancia escrita fue hallado en el cuaderno de apuntes de Jaume Olessa, un estudiante mallorquín italiano de derecho, en 1421. Los romances son generalmente poemas narrativos de una gran variedad temática, según el gusto popular del momento y de cada lugar pueden contener otras temáticas y ser cantados con ritmos locales. El romance fue concebido como poema para ser cantado o declamado por los trovadores o juglares que llevaban composiciones propias o de terceros a los pueblos donde llegaban.

Sin embargo, otros investigadores como el hispanista Daniel Eisenberg ha puesto en tela de juicio el origen del romance como composición oral, basándose en Cervantes, "un informante ideal", quien comenta que los romances estaban escritos antes de existir como textos orales, y no se veían como poesía, sino como historia; y por lo tanto, según Eisenberg, los ataca, en El retablo de Maese Pedro y otros pasajes de Don Quijote por su falta de veracidad histórica.[2]

No se ha podido precisar con exactitud el origen del romance pues su oralidad lo hace bastante volátil y difícil de rastrear. Los investigadores de la poesía medieval española tienen varias teorías que relacionan el romance y los cantos épico-líricos, pues la similitud de algunos temas y episodios hace difícil desligar estas dos formas literarias.

Existen tres teorías sobre el origen del romance: la primera, llamada por algunos "teoría tradicionalista o de la cantinela" considera que el romance fue una forma anterior a los cantares de gesta. La segunda denominada "teoría individualista", tiende a creer que el romance fue una composición hecha por clérigos que deseaban realizar propaganda eclesiástica y conocían los hechos históricos de su contexto. La última, y más aceptada, es la teoría formulada por Menéndez Pidal, llamada "neotradicionalista", trata de conciliar las teorías anteriores planteando que el romance proviene de algunos fragmentos de la épica que se deseaban ampliar.

Esta teoría se remonta a la tradición germánica, la cual, considera a la forma del romance "el alma creadora del pueblo".[3]​ Eruditos como Ferdinand Wolf consideran que este es el origen legítimo del romancero, y que de esta forma lírica se derivó la épica-lírica, ya que los poemas breves se fueron agrupando por temáticas hasta construir el cantar de gesta, la manifestación más popular de la épica.

Los investigadores que tienden hacia la teoría individualista creen que el origen de la épica era el Mester de Clerecía (u «oficio de los clérigos»), hecha por hombres poseedores de la cultura, no necesariamente eclesiásticos, que conocían y redactaban los hechos históricos. Por lo tanto, en esta teoría se considera que los romances son producto de autores clérigos concretos, que empezaron a escribir poemas épicos ligados a un monasterio con la intención de generar propaganda eclesiástica de los cultos sepulcrales de héroes allí enterrados y reliquias de santos, para tal fin usaban a los juglares como medio de difusión de la cultura de sus monasterios.

El Neotradicionalismo plantea que los romances surgieron de la fragmentación de las grandes epopeyas medievales como el Cantar del Cid o Poema de Mio Cid y El cerco de Zamora. En este proceso, los poemas épicos cantados por los juglares circulaban no sólo en las cortes aristocráticas sino también en las plazas plebeyas, donde se generaba un ejercicio de recepción y memoria del cantar. De esta manera, ingresaron en el imaginario colectivo de las personas, quienes fueron transmitiendo oralmente de generación en generación los fragmentos que tenían mayor interés, en este proceso los romances no se conservaron de forma íntegra, se fueron modificando según el contexto y dieron paso a distintas versiones de un mismo romance, llegando incluso a mezclar unos con otros. M. Milá y Fontanals fue el precursor de esta teoría que posteriormente desarrollarían Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal.

El más antiguo de los romances viejos que conservamos hoy, el de Gentil dona, gentil dona, se copió hacia 1421 en el cartapacio[4]​ del estudiante mallorquín Jaume de Olessa, el cual se conserva en la Biblioteca Nacional de Florencia. Otros romances de la primera mitad del siglo XV son El arzobispo de Zaragoza (1429), ambientado en tiempos de Alfonso V, y algo posterior Alfonso V y la conquista de Nápoles (anterior a 1448), ambos encontrados en cartapacios notariales. El Cancionero de Estúñiga (1460-63), el cual recoge romances de Carvajales, el Cancionero de Palacio, el Cancionero de Herberay des Essarts (1462-65) y el Cancionero de Rennert (1475-1500), del British Museum estos últimos dos, ofrecen breves muestras manuscritas de romances.

No fue sino hasta el siglo XVI que se imprimieron romances, gracias al auge de la Imprenta en España, algunas veces en pliegos sueltos, otras en compilaciones con forma de libro. Como dice Paloma Díaz-Mas:

En cuanto a las recopilaciones en forma de libro, uno de los primeros cancioneros que se conserva es el Cancionero General de Hernando del Castillo, que tuvo nueve ediciones desde 1511 hasta 1573 y contenía 48 romances de poetas cortesanos que imitaban lo popular [6]​. Otros ejemplos surgieron, como el Libro de los cincuenta romances fechado hacia 1525, el cual no es tan ampliamente conocido como las grandes colecciones de romances tales como: el Cancionero de Romances en que están recopilados la mayor parte de los romances castellanos que hasta ahora se han compuesto, recopilado y clasificado por Martin Nucio en Amberes en 1547 por primera vez, la Silva de Romances impresa en Zaragoza alrededor de 1550, año en que también Guillermo de Miles costeaba los Romances en que están recopilados la mayor parte de los romances castellanos que hasta ahora se han compesto. Esteban de Nájera imprimió en Zaragoza la primera parte de la Silva de varios romances, que tuvo dos continuaciones. El humanista Lorenzo Sepúlveda apublicó en Amberes (1551) unos Romances nuevamente sacados de historias antiguas. Y junto a Alonso de Fuentes publicó en Medina del Campo (1570) el Cancionero de romances sacados de las crónicas antiguas de España. En 1573 Juan de Timoneda editó en Valencia lo que denominó Rosas: Rosa de amores, Rosa española, Rosa gentil y Rosa real, todas ellas colecciones de romances. En Alcalá de Henares Lucas Rodríguez publica el Romancero historiado (1579) y Pedro Moncayo, en Huesca, hace lo propio con la Flor de varios romances nuevos y canciones (1589), de la que se hacen después nueve continuaciones, también denominadas Flores,[7]​ que juntas y unidas se publicarán al filo del siglo siguiente con el título de Romancero General (Madrid, 1600).[8]

Con los siglos XVII y XVIII este ímpetu recompilador decrece y llega prácticamente a extinguirse. Solo en los años finales del Siglo de las Luces y sobre todo en el siglo XIX la inquietud por la recuperación del romancero vuelve a florecer, espoleada por el romanticismo y su necesidad de recuperar las raíces de la identidad nacional. Agustín Durán, ancestro de Antonio Machado, publica su Romancero general o colección de romances castellanos anteriores al siglo XVIII. Poco después, los alemanes Fernando José Wolf y Conrado Hofmann completan la colección con dos volúmenes publicados en Berlín, titulados Primavera y flor de romances. Años más tarde Marcelino Menéndez Pelayo recoge y amplía esta obra en su Antología de poetas líricos castellanos, obra que ha llegado a ser llamada "la Biblia del Romancero", tanto por lo completo de sus testimonios como por la profundidad crítica de los estudios allí contenidos.[9]

Manuel Milá y Fontanals, maestro de Menéndez Pelayo, escribió asimismo dos obras claves: Observaciones sobre la poesía popular con muestras de romances catalanes inéditos y De la poesía heroico-popular castellana.[10]

En los primeros setenta años del siglo XX la labor principal de recopilación fue la de Ramón Menéndez Pidal, ayudada cor su esposa María Goyri, con la cual oyó de labios de una lavandera durante su viaje de novios (1900) en Burgo de Osma un romance cantado que daba cuenta de que la tradición seguía viva: el romance por la muerte del príncipe don Juan. Ellos y una larga serie de colaboradores de su escuela prosiguieron sus trabajos. Sus hallazgos se condensan en once gruesos volúmenes y en infinidad de fichas y apuntes. Su descendiente Diego Catalán continuó esta labor, así como Manuel Alvar, Julio Caro Baroja, Francisco Aguilar Piñal y otros muchos.[11]

Los romances han llegado a nosotros a través de los siguientes caminos:

Existen diferentes clasificaciones de los romances atendiendo a distintos criterios, este ha sido un problema para la crítica desde siempre porque temáticamente pueden llegar a ser muy diversos y a la vez muy similares. Se encuentran clasificados según:

Los romances generalmente poseen una estructura narrativa en la que se puede distinguir un marco, una situación inicial, una complicación y una resolución. El marco está formado por los personajes, el lugar y el momento de la acción; mientras que en la situación inicial, se plantea un conflicto o un problema. Dicho conflicto se desarrolla en la complicación y por último, en la resolución, el conflicto se soluciona para bien o para mal, o queda en suspenso, lo cual es una característica típica de algunos de los mejores romances: el final trunco o abierto. A partir de ello surgen tres estructuras: el romance escena, el romance historia y el romance con estibillo:

—¡Ay de mi Alhama!—

—¡Ay de mi Alhama!—

—¡Ay de mi Alhama!—

—¡Ay de mi Alhama!—

—¡Ay de mi Alhama!—

—¡Ay de mi Alhama!—

—¡Ay de mi Alhama!—

—¡Ay de mi Alhama!—

—¡Ay de mi Alhama!—

—¡Ay de mi Alhama!—

—¡Ay de mi Alhama!—[15]

Esta es la clasificación más utilizada a la hora de hablar del romance español, fue propuesta por Menéndez Pidal, sin embargo sigue generando discusiones porque permanecen ligados a periodos históricos y porque no es exclusiva, ya que algunos romances puede pertenecer a más de una categoría.

Algunos de los recursos formales más usados son:

En este apartado se mencionan los recursos no textuales de los cuales puede constar un romance para cargarse de sentido y significado.

Las tonadas de los romances son de carácter popular. Desde el punto de vista formal, estas tonadas suelen componerse de dos frases melódicas, la primera de cadencia suspensiva y la segunda conclusiva. Existen romances cuyo fraseo melódico es más largo y elaborado que el citado, aunque en estos casos se recurre a la repetición de uno o varios versos para lograr el perfecto encaje de la letra y la música.

El Romancero provocó, como ya había hecho en el Siglo de Oro, la imaginación de los poetas del Romanticismo europeo e hispánico, como Victor Hugo. Durante el siglo XIX se proliferaron las traducciones de estas baladas españolas al inglés, al francés y al alemán. Vale la pena comentar que los romanceros antiguos existen también en otros idiomas, como el Catalán o el Portugués. En Austria Barbara Elisabeth Glück escribió un Romancero (1845) y en Alemania la imitó Heinrich Heine con otro Romanzero (1851).

A su vez el romance llegó hasta América Latina en la época de la colonia de forma oral y escrita. Muchos romances fueron adaptados por los locales a su cultura y contexto, generando así nuevas versiones del romance, en el cuál se conserva a veces la forma, o a veces el contenido, pero se cambia la intención y el contexto. De estos ejemplos se tienen en toda Latinoamérica, con los Corridos mexicanos, el joropo en Venezuela, los cantos del Pacífico en Colombia o las coplas populares en Argentina.[16]

Siguiendo la tradición de la lírica popular de la península ─las jarchas mozárabes, las cantigas gallego-portuguesas o los villancicos castellanos─, el romance como ejercicio de autor cortesano de los siglos XIV y XV hereda ciertas marcas de oralidad sobre sus personajes (que se reciben ya caracterizados y completamente construidos), por ejemplo su sentido atemporal, su condición estereotípica y su manifestación como un haz de rasgos semánticos en la intriga.[17]​ En este sentido, el personaje mujer en el romancero conserva su etopeya tradicional, que es doble. Por un lado, aparece sumisa, devota, fiel y desdichada; por otro, aparece maliciosa, calculadora, vengativa y valiente.[18]

Sin embargo, es difícil tratar el tema de la mujer categóricamente, extrapolándolo de la literatura. No se puede pretender reconstruir una visión del mundo medieval a través del romancero, que no existe como un “todo”, como una unidad temática y cultural. Los romances responden a diferentes épocas, regiones y públicos. La diferencia más importante recae en la producción y la recepción, porque el tratamiento de los motivos y los temas cambia entre el estadio popular y el cortesano.[19]​ Aun así, se puede hablar del valor y la relevancia de la mujer dentro del género del romance.

Pese a que la mayoría de los romances fueron escritos por hombres[20]​, no se puede invisibilizar la influencia de la mujer en el romancero; bien sea en los temas literarios sobre la mujer (el amor cortesano), en los personajes (que muchas veces son mujeres), en la voz lírica o narrador (aunque los autores sean hombres, los romances son escritos desde el punto de vista femenino: Yo poético femenino[20]​) y en la transmisión y preservación de la tradición de los romances[21]​. La mujer ha sido dejada en un segundo plano en la historia del romancero, y su importancia ha sido reducida a ser la inspiración de los poemas o la protagonista que encarna casi siempre valores pasivos o negativos[22]​; es decir, se construye a la mujer desde una óptica masculina[20]​, según los intereses masculinos; esto inclina la balanza del lado del caballero valiente (capaz de traicionar y reivindicarse), mientras la mujer aparece como una dama sumisa, fiel y casta (que si es deshonrada queda deshonrada de por vida).[22]

Temáticamente, la presencia protagónica o coprotagónica de la mujer en el romancero se reduce al amor y la honra en variedades de formas. Son muchos los poemas que tratan sobre seducciones, incestos, adulterios, relaciones sexuales, enamoramientos, desamores, casamientos, pérdida de la honra, etc. En el romancero viejo (siglos XIV y XV) las conductas femeninas varían según aquello que se represente. Cuando han mancillado la honra de la mujer, las soluciones pueden ser el matrimonio, la muerte (o el suicidio), y en algunos casos la venganza. Cuando el tema es la seducción, si es de la mujer hacia el hombre puede suceder porque la mujer es malcasada, porque requiere una prueba de amor, porque sigue su impulso erótico o en raras ocasiones porque desea asesinarlo; si es del hombre hacia la mujer, en algunos casos la seducción se hace en contra de su voluntad y ella decide castigarlo o perdonarlo, y otras veces es seducida porque la quieren engañar.[19]

A través del romancero se filtran las voces femeninas, y con ellas algunos deseos y necesidades que son opacados por el idealismo. El amor cortesano, al situar a la mujer en un pedestal y ser idealizada por el hombre, crea una representación alejada de la realidad, un molde que con el tiempo se rompe y da paso a una nueva serie de valores, que se evidencian en la poesía popular y en los debates del siglo XV. Por ejemplo, en la autora Christine de Pizan o en Teresa de Cartagena que forman parte de la defensa de las mujeres y toman la palabra (véase: Querella de las mujeres). No cabe duda de que al representar un contexto particular en la historia, el romancero demuestra valores propios de su tiempo y espacio, normas y conductas que se intentan perpetuar o trasgredir: el hogar como espacio de la mujer, el matrimonio como algo sagrado, el problema del adulterio, la venganza, etc. Y en últimas, la tragedia del amor imposible o del amor triunfante e idealizado[21]​. Se podría resumir el papel de la mujer en el romancero como protagonista de una tragedia en una situación límite, sumisa ante el caballero o controlándolo (la que tiene el poder e incluso se venga), simplemente no hay un espacio para el diálogo entre ambas partes[21]​.




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