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Vigilancio



Vigilancio (en latín: Vigilantius; Calagorris, c. 370-c. 400) fue un hereje galo.

Era natural de Lugdunum Convenarum ―actual Saint-Bertrand-de-Comminges (Aquitania)― que era la capital del país de Comminges (en el sur de Francia). En su juventud hizo algunos progresos en las letras pero no parece que estudiase mucho las santas escrituras ni la tradición de la iglesia; no obstante se ganó la estimación de Sulpicio Severo y de san Paulino de Nola. Cuando viajó a Palestina para visitar los «santos lugares, san Paulino escribió una carta de recomendación para san Jerónimo (340-420). Desgraciadamente, Vigilancio cometió la imprudencia de meterse en la disputa que tenía por entonces san Jerónimo con Juan de Jerusalén y Rufino de Aquilea, quienes lo acusaban de origenismo (la creencia de que las almas viven antes de la concepción humana). Vigilancio tomó el partido de estos últimos. Pero como al poco tiempo reconoció su error, el anciano santo lo perdonó y ―cuando regresó Vigilancio a las Galias― escribió en su favor a san Paulino.

Cuando Vigilancio llegó a Galia, empezó a repetir las acusaciones contra san Jerónimo y esparció algunos libelos para difamarle. El santo ―advertido de las actividades de Vigilancio― lo reprendió en una severa carta escrita en tono de desprecio. Vigilancio escribió varias obras acerca de sus ideas, pero fueron destruidas durante el Medioevo. Solo se tiene alguna noticia gracias a las críticas escritas por san Jerónimo.

Vigilancio se preciaba de erudito pero prefería una agudeza a una razón sólida. Aspirando a hacerse célebre escribió y en sus escritos se burló de todas las cosas que le parecían dar materia para sus chistes:

Vemos que las costumbres de los idólatras casi se han introducido en la iglesia so pretexto de religión. Se encienden cirios en los templos a la mitad del día; se besa y se adora un poco de polvo: sin duda se quiere prestar un gran servicio a los mártires alumbrando con malos cirios a aquellos a quienes el cordero sentado en su trono ilumina con todo el resplandor de la majestad.

Vigilancio combatía el celibato y los votos monásticos como «manantiales de desórdenes». Sus ideas pueden reducirse a tres capítulos:

El culto de los santos tiene dos partes: el honor que se les tributa y la invocación. El culto de los santos estaba generalmente establecido en la iglesia, cuando Vigilancio lo contradijo con burlas y chistes y con la nota de idolatría. Los protestantes lo han combatido con las mismas razones y han supuesto que fue desconocido en los primeros siglos.

La iglesia católica supone que los santos conocen nuestras necesidades y pueden interceder por nosotros: este es un punto de doctrina fundado en el antiguo y nuevo testamento. Vigilancio dice que mientras vivimos podemos orar los unos por los otros, a lo que san Jerónimo responde:

En este pasaje responde san Jerónimo a lo que había dicho Vigilancio sobre que no eran escuchadas las oraciones de los que invocaban a los santos y hace ver lo contrario con varios ejemplos. Orígenes al principio del siglo III habla expresamente de la invocación de los santos. Eusebio de Cesarea que vivió parte del siglo III y que ciertamente no era ignorante ni supersticioso, asegura que eran visitados los sepulcros de los mártires y que los fieles les dirigían sus oraciones y súplicas. San Hilario, san Ambrosio, san Efrén, san Basilio, san Gregorio Nacianceno, etc., todos son unánimes respecto del culto de los santos y la iglesia griega está acorde con la latina sobre este punto.

El culto de las reliquias es un sentimiento que la religión autoriza: cuando Moisés salió de Egipto, llevó consigo los huesos de José. El respeto de [[]]Josías a los cuerpos de los profetas y los milagros obrados por los huesos de Eliseo y las vestiduras de san Pablo justifican la veneración que tienen los cristianos a las reliquias de los santos. Los cristianos que acompañaron a san Ignacio al lugar de su martirio recogieron con mucho cuidado los huesos y los pusieron en una urna: guardaban este depósito como un tesoro inestimable y todos los años se juntaban el día de su martirio para regocijarse en el Señor por la gloria de aquel santo. Los fieles de Esmirna no perdonaron diligencia para recoger las reliquias de san Policarpo.

Este respeto y veneración se hallaban generalmente autorizados en la iglesia cuando Vigilancio lo contradijo: este es un hecho probado por san Jerónimo. Dice a Vigilancio:

El respeto de los fieles a las reliquias fue general después de Vigilancio y solo contradijeron este culto los petrobrusianos, los valdenses y los pretendidos reformados haciéndole uno de los motivos fundamentales de su cisma y alegando que la iglesia católica cometía idolatría. Pero es cosa cierta que nunca la iglesia católica ha tributado a las reliquias un culto que se limitase a ellas, ni tuviese relación ninguna con la idolatría, como hizo ver Bossuet en su Exposición de la fe. Si ha habido o hay abusos en el culto de las reliquias, la iglesia los condena.

El canon 26 de los apóstoles únicamente permitía casarse a los lectores y a los cantores. Según Sócrates y Sozomeno esta era la antigua tradición de la iglesia en la que tuvo por bien de fijarse el I Concilio de Nicea y que es observada todavía hoy por las diferentes organizaciones orientales. En Occidente es más antigua la ley del celibato. Se halla en el canon 33 del concilio de Elvira (que se cree que fue celebrado el año 300), y la confirmaron el Concilio de Arlés (en el 314), el papa Siricio (en el 385), el Concilio de Cartago (en el 397), el Concilio de Toledo (en el 400), el papa Inocencio I (en el 404), el Primer Concilio de Tours (en el 461), el Concilio de Agde (en el 506), el Primer Concilio de Orleans (en el 511), el Concilio de Orange (en el 529), etc., y las capitulares de los reyes de Francia.

Algunos obispos fueron acusados de haber cedido a las ideas de Vigilancio, pero parece que no tuvo muchos seguidores más que a algunos eclesiásticos cansados del celibato. La incursión de los bárbaros en las Galias que ocurrió por entonces, produjo otras desgracias más capaces de llamar la atención que los desvaríos de un sectario. Además Vigilancio se refugió en la diócesis de Barcelona, donde se encargó del cuidado de una iglesia: de aquí se presume que la refutación de sus escritos hecha por san Jerónimo le hizo volver en sí y atajó los progresos de su doctrina.

Como los protestantes la han abrazado, han hecho de Vigilancio uno de sus héroes y han dicho que era un hombre distinguido por su saber y elocuencia, ua eclesiástico animado del espíritu de la reforma, un hombre honrado que hubiera querido desarraigar los abusos, los errores y la falsa piedad con que se dejaba seducir la muchedumbre ignorante y crédula; pero los partidarios de la superstición fueron más fuertes que él, atajaron los efectos de su celo, le redujeron al silencio y le pusieron en el número de los herejes. Por otra parte han pintado a san Jerónimo como un doctor fogoso y fanático, animado por el único motivo de un resentimiento personal y que trató a su adversario con un arrebato escandaloso sin objetarle más que invectivas, falsas suposiciones y siniestras interpretaciones de su doctrina.



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