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Cine Independiente Argentino



El Nuevo Cine Argentino, o NCA, es un movimiento estético perteneciente al cine argentino contemporáneo, surgido durante la década de 1990.[1]​ Representó un quiebre con respecto al cine argentino de finales de los años 1980 y principios de los 90, al introducir nuevos elementos narrativos y un marcado estilo realista. Entre los principales directores del movimiento se puede citar a: Israel Adrián Caetano, Bruno Stagnaro, Daniel Burman y Lucrecia Martel.

El nuevo cine argentino se constituyó como un ámbito en el que se representan y se discuten las transformaciones sociales. Este elemento será el hilo conductor en las producciones que empezaron a sucederse a mediados de los ´90: la búsqueda de una descripción crítica de un mundo en transformación. Existen pautas comunes que caracterizan y destacan fuertemente al Nuevo Cine Independiente Argentino. Entre ellas se encuentra la forma del relato, que rompe con la linealidad y juega, en las historias contadas, con la suerte y el azar. Se pasa de lo previsible a lo inesperado, a la sorpresa, que también es una característica de la realidad social: no se sabe qué acontecerá en el futuro. Y esta premisa es trasladada al audiovisual, con distintas estrategias, como son la creación de un realismo donde la sociedad es reflejada en su fragmentación e individualismo posmoderno, y en donde la cotidianidad de los personajes y las historias que transitan se transforman en el hilo conductor del film.[2]

Se encuentra indisolublemente ligado a la palabra «independiente». Sin embargo, el concepto detrás del término varía cuando se aplica a esta corriente cinematográfica: puede ser considerado independiente en sus modos de producción -aunque en varias ocasiones el Estado Argentino lo subsidie-,[3]​ o independiente en la marginalidad de su estética y temas, pero no en cuanto a su inserción al circuito nacional e internacional de festivales, al cual se circunscribe.[4]​ Muchas de las películas filmadas en este período fueron producciones costeadas por los mismo directores. Un ejemplo es Bolivia de Israel Adrián Caetano, que utilizó rollos de película que habían sobrado de otra producción.[5]

El cine postdictadura de los 80 y principios de los 90 partía de la necesidad de transmitir un mensaje a los argentinos como grupo social homogéneo, representado muchas veces por una familia (Esperando la carroza, La historia oficial). El director priorizaba el enunciado de su corrección ideológica y su deseo de enmendar injusticias históricas mediante los textos dichos por los personajes. La trama era una alegoría de lo que pasaba afuera de la película y que ya estaba reflejado en los diarios. Las películas eran alegorías que forzaban lo que sucedía en el mundo exterior (por ej. las películas de Eliseo Subiela).[6]

El sintagma Nuevo Cine Argentino (NCA) se impuso al de "Generación del noventa" que fue propuesto por oposición al de "Generación del sesenta", movimiento cinematográfico renovador que tuvo lugar aproximadamente de 1955 a 1969. Fue primeramente acuñado por la crítica y aparece como título de un libro en 2002 (el de Bernardes, Leres y Sergio Wolf).[7]​ En 2003 Fernando Martín Peña escribió un libro[8]​ que se proponía acercar las generaciones del sesenta con las del noventa encontrando continuidades que contrarrestan la pretensión de orfandad que sostenían muchos de los realizadores.[9]

El puntapié inicial del movimiento lo da Martín Rejtman, escritor y cineasta, con su primera película, Rapado.[10]​ Filmado en 1991 pero estrenado comercialmente en 1996, se basa en el libro homónimo de relatos de Rejtman. Minimalista al extremo, la simple puesta del filme sienta las bases para gran parte del cine que vino después. Otros antecedentes fílmicos son Picado fino (Esteban Sapir, 1995), las películas de Raúl Perrone (Ángeles, 1992; Labios de churrasco, 1994) y las de Alejandro Agresti (El amor es una mujer gorda, 1987; Boda secreta, 1989; El acto en cuestión, 1993).[9]

En 1994 se produce la sanción de la Ley de cine (ley Nº 24.377/94), que establece la autarquía del INCAA y la forma de finaciamiento, lo que dio un impulso a la producción de películas con respecto a los años previos.[11][12]​ El nuevo cine encontró dos aliados importantes en la crítica especializada (sobre todo de las revistas El amante y Film) y los festivales como el BAFICI y el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Todos estos factores contribuyeron a consolidar este nuevo cine.[9]​ Otro hecho paralelo de importancia fue la creación por Ley 25.119 de 1999 de la Cinemateca y Archivo de la Imagen Nacional (CINAIN).[13][14]

En paralelo durante este período se produce un crecimiento sostenido en el número de alumnos y de escuelas de cine en Argentina. Se produce una gran cantidad de cortometrajes y surgen dos importantes corrientes: el costumbrismo social, austero y realista, generalmente en blanco y negro; y un cine más ligado a indagar en cuestiones de identidad y género (conocido como Gender Cinema en otros países), personal e intimista.

En 1995, se estrena, bajo el nombre de Historias breves, un conjunto de cortos ganadores de un concurso del INCAA.[15]​ Lo que empezó como una simple muestra pasó a tener una importante repercusión crítica y de público. Casi todos los realizadores tenían alrededor de veinticinco años, y habían pasado por alguna escuela de cine. Dentro de este proyecto se pueden citar los nombres de Israel Adrián Caetano, Bruno Stagnaro, Sandra Gugliotta, Daniel Burman, Lucrecia Martel y Ulises Rosell, que luego toman un rol preponderante en el movimiento del Nuevo Cine Argentino.

Los primeros en llegar al largometraje son Caetano y Stagnaro con el éxito de crítica y de público de Pizza, birra, faso (1997) y Daniel Burman con su ópera prima Un crisantemo estalla en Cincoesquinas (1997), una sorprendente aventura con toques de Spaghetti western, que remite a un nuevo mundo, completamente ficcional e imaginario, ligado a una Latinoamérica mítica y mística. Pizza, birra, faso creó una vertiente costumbrista dentro del nuevo cine argentino que fue la más difundida y exitosa internacionalmente. En este marco se inscriben: Mundo grúa (1999, Pablo Trapero), Bonanza (2001, Ulises Rosell), Modelo '73 (2001, Rodrigo Moscoso), La libertad (2001, Lisandro Alonso) y Bolivia (Israel Adrián Caetano, 2001), entre otros títulos.

En la vertiente más experimental del nuevo cine argentino se destaca el nombre de Pablo César quien dirigió obras importantes como la película musical Fuego gris (1994), basada en música original de Luis Alberto Spinetta, y Afrodita, el jardín de los perfumes (1997), su relectura -con un estilo influenciado por Pier Paolo Pasolini- de un mito imaginario de Malí (África). Dentro de este estilo se puede mencionar tambiéń la ópera prima de Mariano Galperín, 1000 boomerangs (1994), que aborda con un humor absurdo y sutil el paso de una banda de rock inglesa de paso por La Pampa. A esta película le siguió Chicos ricos (2001), esta vez con el moderno aporte de la música original de la banda Trineo. Otro punto alto de esta vertiente es la ópera prima de Eduardo Capilla, + bien (2001), protagonizada por Gustavo Cerati y Ruth Infarinato, con una originalísima puesta visual y narrativa y la música original del mismo Cerati.

En lo que respecta a directoras mujeres se destaca la obra de Lucrecia Martel. La ópera prima de Martel, La Ciénaga (2000) fue producida por Pedro Almodóvar y, si bien tuvo escaso éxito comercial, fue bien recibida por la crítica internacional, ganando premios en el festival de Sundance, La Habana y obteniendo una nominación al Oso de Oro en el Festival de Berlín.[16]​ Se destacan también los cortos de Eloísa Solaas (Lila y Todas las cosas), Violeta Uman (Clarilandia, gotas de amor) y Albertina Carri (Barbie también puede estar triste) y los largometrajes de Daniela Cugliándolo (Herencia) y de Verónica Chen (Vagón fumador).

Agustín Campero, en su libro acerca del nuevo cine argentino "Nuevo Cine Argentino. De Rapado a Historias extraordinarias",[10]​ señala el decaimiento del NCA entre 2005 y 2006, cuando empieza a percibirse un cierto anquilosamiento, estilización y repetición, señalando que al mismo tiempo van surgiendo desde los márgenes otras posibilidades de hacer cine en Argentina.[9][10]

En los primeros años del siglo XXI aparecen nuevas películas de los directores fundacionales del nuevo cine argentino que fueron bien recibidas por la crítica: Fabián Bielinsky dirige Nueve reinas (2000) y El aura (2005); Lucrecia Martel estrena La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008); Pablo Trapero dirigió El bonaerense (2002) y Leonera (2008), entre otras películas; Lisandro Alonso por su parte dirigió Los muertos (2004), Fantasma (2006) y Liverpool (2008); a esto se le suman las películas de Caetano Un oso rojo (2002) y Crónica de una fuga (2006). Stagnaro por su parte abandonó el cine para dedicarse a la televisión. Entre los nuevos cineastas se destaca Mariano Llinás, quien dirigió el documental Balnearios (2002) y el film de culto Historias extraordinarias (2008). En esa década, un hito aparte lo constituyó Nada por perder (2001), una película independiente dirigida por Quique Aguilar que fue pionera en materia de cinematografía digital, y es considerada años después de su estreno como una película de culto.[17][18][19][20]



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