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El crash de 1929



El crash de 1929 (en inglés The Great Crash, 1929) es un libro del economista estadounidense John Kenneth Galbraith (1908-2006), en el que analiza las causas y las consecuencias del crac de la Bolsa de Nueva York de 1929 que dio origen a la Gran Depresión.

Galbraith basa todo su análisis del crac de 1929 en la tesis de que determinados sectores de la economía estadounidense estaban en los años 20 dominados por inversores especulativos:

Galbraith escribió el libro durante una pausa en la preparación de otro de sus principales trabajos, La sociedad opulenta, a petición de Arthur M. Schlesinger, Jr., profesor de Historia de la Universidad de Harvard.

El libro fue publicado por primera vez en 1954, en el 25 aniversario del crac de 1929, cuando su recuerdo e influencia estaban todavía muy presentes. Desde entonces no ha dejado de ser reeditado. En la introducción a una reedición de los años 90, el autor afirma:

En España, la obra fue publicada por primera vez por la Editorial Seix Barral en 1965 (bajo el título El crac del 29, ISBN 978-84-322-0123-3). Posteriormente fue reeditado en varias ocasiones por la Editorial Ariel, la última en 2007 (ISBN 978-84-344-5357-9).

El crash de 1929 se convirtió pronto en una de las obras más vendidas de Galbraith. Acerca de su trayectoria comercial, el autor comenta en la misma introducción anterior:

El libro está dedicado a Catherine Atwater Galbraith, su mujer durante 68 años.

El libro se estructura en nueve capítulos que siguen básicamente un esquema cronológico.

Como principal antecedente de la crisis bursátil, Galbraith sitúa el espectacular desarrollo del mercado inmobiliario en Florida (EE. UU.), especialmente, a partir de 1925. Así, Galbraith menciona la participación de Carlo Ponzi, conocido creador del esquema que lleva su nombre (un tipo de estafa económica piramidal) en la compraventa de terrenos cerca de Jacksonville (Florida).

Galbraith extiende este panorama lleno de especuladores al terreno bursátil, avalado por los sucesivos récords de Wall Street en términos de índices bursátiles (para lo que utiliza el índice de The New York Times sobre 25 valores industriales, en lugar del más habitual Dow Jones) y de acciones intercambiadas en el mercado (en 1928: 3,9 millones de acciones el 9 de marzo; 5,1 millones el 12 de junio; 6,6 millones el 16 de noviembre).

Asimismo, el autor destaca como otro importante factor de desequilibrio la utilización de las operaciones bursátiles a plazo con fianza, por las que un inversor puede solicitar un crédito bancario para adquirir acciones en la bolsa, depositando como garantía las propias acciones adquiridas. Estos créditos estaban sujetos a un interés entre el 5 y el 12 por ciento (muy inferiores a las revalorizaciones habituales en la bolsa en esos años). Esto no solo hizo que muchos estadounidenses solicitasen créditos para especular en bolsa, sino que llevó a muchos ahorradores (tanto particulares como empresas, nacionales y extranjeros) a ofrecer sus ahorros a las entidades bancarias de Wall Street con el único fin de financiar la especulación.

En este capítulo, Galbraith identifica las autoridades competentes para hacer frente al colapso de la Bolsa de Nueva York, destacando a la Presidencia de los EE. UU., la Secretaría del Tesoro, el Consejo de la Reserva Federal estadounidense, y el Banco de la Reserva Federal de Nueva York (este último por ser el más poderoso de los doce bancos del sistema de la Reserva Federal, así como el más cercano al epicentro de la burbuja). Asimismo, analiza por qué las medidas adoptadas fueron tan leves.

En primer lugar, destaca los siguientes inconvenientes para contraer el tamaño de la burbuja bursátil:

Galbraith destaca cómo, para seguir aumentando el negocio bursátil, se produjo en la década de 1920 un proceso de concentración empresarial en EE. UU. Dada la extraordinaria demanda de títulos en los que invertir, las compañías se lanzaron a un proceso de consolidación que permitiese aumentar la oferta de valores.

Este proceso de concentración se produjo entre compañías que pertenecían a las mismas ramas de la industria, pero que competían en diferentes zonas geográficas, por lo que no eran realmente competidoras. Así, se crearon bajo sistemas holding compañías a nivel nacional, especialmente en los sectores de energía eléctrica, agua y gas. La sociedad matriz del holding poseía las acciones de las empresas filiales y ejercía el control. Asimismo, para proceder a la compra de nuevas sociedades filiales, emitía nuevos títulos, que iban a parar a los mercados de valores.

Paralelamente a la aparición de los holdings, se produjo la expansión de los trusts de inversión mobiliaria, compañías que poseían carteras de valores pero no suponían la creación de nuevas empresas o la modificación de empresas existentes. Los trusts tenían una gestión profesionalizada y diversificaban los valores de sus carteras entre múltiples empresas y sectores económicos, lo que permitía reducir el riesgo de las inversiones. De este modo, se convirtieron, al módico precio de una comisión de gestión, en el vehículo ideal para los especuladores.

Muchos de los nuevos títulos creados no se negociaron en Wall Street, sino en otras bolsas situadas a lo largo y ancho del país, lo que de nuevo contribuyó a extender la especulación a nivel nacional.

Por otro lado, Galbraith sostiene que algunos miembros de la prensa estadounidense aceptaron sobornos para difundir información favorable sobre determinados valores en negociación, a los que contrapone el comportamiento de otros medios de comunicación que mantuvieron una conducta "responsable", caso de The New York Times.

En cuanto al tópico de que la inmensa parte de la población estadounidense participaba en aquellos momentos en la bolsa, Galbraith sostiene la opinión contraria. Aparte de señalar un importante aumento del número de mujeres que intervenían en el mercado, sitúa la cifra total de participantes en 1,4 millones de personas (sobre un total de 120 millones de habitantes, lo que arroja apenas el 1 por ciento de la población del país), y el número de especuladores por debajo del millón.

El mercado se convirtió cada vez más en un mercado a corto plazo, en el que recibir información con el mínimo retraso se convertía en un factor crucial para sacar provecho de las operaciones de compraventa de títulos. A título de anécdota, Galbraith comenta cómo, en agosto de 1929 (dos meses antes del crac) algunos barcos comenzaron a incorporar equipos de comunicación aptos para invertir, de modo que los pasajeros no permanecieran ajenos al mercado durante la travesía entre EE. UU. y Europa.

Galbraith señala que se produjo una fase depresiva de la economía estadounidense en otoño de 1929, es decir, con un pequeño adelanto sobre el desplome bursátil. No obstante, surgió un amplio número de voces que descartaron la posibilidad de que la economía fuese a entrar en recesión.

La medida tuvo efecto y la especulación se mantuvo en el mercado. Los volúmenes de contratación permanecieron elevados, así como las emisiones de nuevos títulos. Septiembre y las primeras semanas de octubre trajeron días de caídas en las bolsas, pero también de subidas.

Galbraith muestra en este momento el que será un elemento clave en el pánico bursátil: el retraso del ticker (indicador telegráfico utilizado en la época para transmitir la información bursátil) en comunicar los resultados del día en jornadas de caída de los índices. En jornadas alcistas, un retraso en el ticker suponía simplemente que el inversor conocía sus ganancias después del cierre del mercado. Sin embargo, una vez que las dudas se instalan entre los inversores y se admite la posibilidad de jornadas bajistas, el retraso del ticker puede traducirse en fortísimas pérdidas, por lo que el efecto se amplifica.

Es sobresaliente el colapso bursátil que al día de hoy se sigue tomando como un modelo para inversores actuales.

El jueves 24 de octubre se produjo el Jueves Negro, primer día de pánico bursátil. La apertura de la sesión fue normal, con escasas variaciones en los precios. No obstante, el volumen de contratación comenzó a aumentar, los precios a caer y el ticker a retrasarse.

A las doce en punto se produjo una reunión de seis de los principales banqueros de Wall Street. En la reunión se decidió aportar al mercado los recursos necesarios (cantidad estimada entre 20 y 30 millones de dólares) para sostener el mercado, así como realizar declaraciones que tranquilizasen a los inversores. Estas medidas fueron efectivas, la confianza regresó y las cotizaciones se dispararon nuevamente al alza. El volumen de contratación ascendió a 12,9 millones de acciones.

Por tanto, la primera oleada de pánico se limitó a apenas unas horas, y provocó unas pérdidas muy limitadas que fueron, de hecho, inferiores a las del día anterior.

El lunes 28 de octubre, Lunes Negro, volvieron las pérdidas a las bolsas estadounidenses con una intensidad desconocida hasta entonces. El volumen de contratación, de 9,2 millones de acciones (de las cuales, 3 millones en la última hora de sesión bursátil), fue inferior al del jueves 24, pero la caída fue mucho mayor y, además, no se produjo recuperación al final de la jornada: el índice industrial de The New York Times descendió 45 puntos, por solamente 12 el jueves.

Nuevamente, los banqueros de Wall Street que se habían reunido la tarde del jueves se congregaron durante dos horas para decidir la línea a seguir. Tras comprobar que la fiebre vendedora se había instalado en el mercado de forma imparable, renunciaron a mantener el nivel de precios con nuevas aportaciones de fondos.

El martes 29 de octubre, Martes Negro, constituyó la jornada más trágica de la historia de las bolsas mundiales. Desde el mismo comienzo del mercado, las órdenes de venta inundaron el mercado. El volumen de contratación rompió cualquier registro anterior: 16,4 millones de acciones (según Galbraith, si se hubiera mantenido durante toda la jornada el ritmo de la primera media hora, al cabo del día se habrían negociado 33 millones de títulos). A pesar de ello, muchos valores de diversos sectores económicos no encontraron comprador alguno, haciendo imposible casar las órdenes de venta. El ticker, a su vez, terminó sus comunicaciones con un retraso de dos horas y media sobre el cierre del mercado.

El índice industrial de The New York Times descendió 43 puntos, un poco menos que en la sesión anterior gracias a una leve recuperación al final de la jornada. No obstante, los peores resultados fueron cosechados por los trusts de inversión, algunos de los cuales sufrieron pérdidas superiores al 50 por ciento.

Los banqueros de Wall Street, a estas alturas, no se planteaban siquiera el sostenimiento de los precios de los valores, e incluso circuló el rumor de que habían contribuido al desplome de la bolsa procediendo a ventas masivas de títulos.

El miércoles 30 de octubre se produjo una fuerte recuperación de la bolsa cuyas causas, según Galbraith, podrían estar en el anuncio (quizás concertado) de determinadas empresas de que aumentarían sus dividendos. No obstante, estas ganancias fueron insuficientes para compensar las pérdidas de los días anteriores. Dados los resultados cosechados en las últimas sesiones, y al agotamiento de trabajadores e inversores tras unas jornadas frenéticas, se planteó la posibilidad de cerrar la bolsa durante unos días.

Finalmente, el jueves 31 se realizó una sesión abreviada (tres horas) y el viernes y sábado Wall Street permaneció cerrada. Salvo excepciones, las jornadas a partir del lunes 4 de noviembre fueron negativas.

Galbraith afronta en este momento el que es uno de los grandes mitos relacionados con el crac bursátil: los suicidios. Según las tasas oficiales, el número de suicidios en 1929 no fue significativamente más elevado que en los años anteriores, si bien se mantuvo una leve tendencia al alza que se remontaba a 1925. No obstante, sí se produjo un gran incremento en 1930, 1931 y 1932, que remitió a partir de 1933. El autor considera la creencia de un aumento de los suicidios en 1929 como un mito amparado por la gran cobertura mediática que recibió en su momento, así como por la relevancia que supuso el suicidio de algunas importantes figuras de las finanzas.

Asimismo, Galbraith constata cómo, tras producirse la quiebra bursátil, muchas compañías iniciaron investigaciones internas que descubrieron un elevado número de estafas, principalmente de empleados que utilizaban los fondos de la empresa para operar en nombre propio en el mercado.

El Gobierno de Herbert Hoover adoptó determinadas medidas para afrontar la situación, principalmente una rebaja fiscal. Galbraith crítica abiertamente estas medidas, a las que califica de tímidas, insuficientes y, en ocasiones, destinadas más a contentar a la opinión pública que a obtener resultados eficaces.

Durante el primer trimestre de 1930, las bolsas mostraron una fuerte recuperación, pero posteriormente se produjo una caída sostenida hasta junio de 1932. El 8 de julio de 1932, el índice industrial de The New York Times se situaba en 58 (frente a 224 el 13 de noviembre de 1929, y a 453 el 13 de septiembre de 1929). Ese día, apenas se negociaron en Wall Street 720.000 títulos. Había empezado la Gran Depresión.

Tras el crac de octubre de 1929, surgieron reputadas voces que negaron que se fuera a producir una depresión de la economía estadounidense, entre ellas las del presidente Herbert Hoover y de la Harvard Economic Society (HES), que agrupaba a algunos de los principales economistas de la Universidad de Harvard. La HES mantuvo hasta octubre de 1931, ya con la depresión muy avanzada, que la situación económica mejoraría rápidamente.

Asimismo, se realizaron diversas actividades para buscar responsables de la quiebra bursátil, con los responsables de Wall Street como principales acusados. Importantes miembros de la bolsa tuvieron que rendir cuentas ante la justicia o las comisiones del Congreso de los Estados Unidos .

Galbraith analiza la trayectoria posterior al crac de tres de los principales miembros de las finanzas norteamericanas: Albert H. Wiggin, del Chase National Bank (hoy parte de JPMorgan Chase); Charles E. Mitchell, del National City Bank (precursor del actual Citibank); y Richard Whitney, presidente de la Bolsa de Nueva York entre 1930 y 1935.

No obstante, Galbraith señala como principal resultado de estas reflexiones sobre el funcionamiento del mercado bursátil la creación, en 1934, de la Securities and Exchange Commission (SEC), que se encarga desde entonces de vigilar el comportamiento de las bolsas estadounidenses.

Tras estudiar el desarrollo del crac bursátil de 1929, Galbraith se propone estudiar hasta qué punto constituyó el origen de la Gran Depresión de los años 30. El autor sostiene que la situación económica en 1929, en contra de la opinión general, era extraordinariamente débil, y que el crac de la bolsa no fue más que el detonante de la situación.

En primer lugar, Galbraith rechaza, como explicación única del fenómeno especulativo de los años 20 que provocó el crac, las facilidades para obtener crédito (primero, porque en otras ocasiones históricas ese crédito fácil no desembocó en especulación, y segundo porque los tipos de interés de 1928 y 1929 eran demasiado elevados para hablar de crédito fácil). En cambio, señala como causas más probables el sentimiento de confianza reinante en el país y el aumento de la tasa de ahorro de los inversores durante los años 20.

Asimismo, rechaza las explicaciones habituales sobre el origen de la depresión (inevitabilidad de los ciclos económicos, con periodos consecutivos de expansión y contracción; agotamiento de los factores productivos durante los años 20; debilitamiento del consumo), y enumera los cinco puntos débiles de la economía en 1929 que, a su juicio, provocaron la depresión:

En opinión del autor, en los años 50 (fecha de publicación de su estudio) estos puntos débiles habían sido en buena medida neutralizados, a través de unos mayores poderes de la Reserva Federal y la SEC, una distribución de la renta más equitativa en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, una balanza de pagos más equilibrada y una mejor estructura de las empresas y el sistema bancario.

Del mismo modo, Galbraith alaba las mejoras del sistema norteamericano de protección social producidas tras la guerra (programas agrícolas que sostienen el nivel de gasto de los agricultores; ampliación de la cobertura por desempleo y de las pensiones, etc.) y las considera elementos de estabilidad de la economía.

En conclusión, el autor considera que la probabilidad de un nuevo auge especulativo similar al de los años 20 era pequeña en los años 50, y que, en caso de producirse, sus efectos serían menores sobre la población.



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