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Amor a los enemigos



El amor a los enemigos como extensión del amor al prójimo destaca entre las exigencias más novedosas y graves presentadas por el cristianismo desde sus inicios.[1][2][3]​ El Evangelio de Mateo (5, 38-48) y el de Lucas (6, 27-36) ponen esta enseñanza en labios de Jesús de Nazaret.

Además, aparecen alusiones a la exigencia de amar a los enemigos en tres de las cartas auténticas de Pablo de Tarso: en orden cronológico, la Primera epístola a los tesalonicenses (5,15), la Primera epístola a los corintios (4,12), y la Epístola a los romanos (12,14.17.20),[4]​ como así también en la Didaché (1, 3),[5]​ el escrito de los Padres apostólicos probablemente más antiguo.

El precepto del amor a los enemigos fue valorado casi de forma unánime por las principales corrientes del cristianismo primitivo y por los Padres de la Iglesia como una enseñanza fundamental,[6]​ y los estudiosos actuales lo consideran como auténtico del Jesús histórico,[7][8][9][10][11]​ y característico de él: «amor a los enemigos, extranjeros y desclasados como cima del mandamiento del amor».[7]

En varias civilizaciones, religiones y corrientes filosóficas se verificó la existencia de consejos o enseñanzas tendientes al trato benevolente de los enemigos.[12][13][14]​ Sin embargo, la radicalidad de las palabras de Jesús de Nazaret —quien otorga al amor a los enemigos el carácter de mandato—, sumada al perdón y excusa de sus propios enemigos durante su crucifixión, distinguen su mensaje de todas las concepciones anteriores.[1][15]

John Nolland propuso algunos posibles precedentes históricos del precepto de amar a los enemigos.[12]​ En los Consejos de la sabiduría de la literatura asirio-babilónica se sugiere el apartamiento de los altercados y la pacificación de los enemigos.[16]​ La obra egipcia Instrucciones de Amenemope (5, 3-6; 22, 3-8) aconseja la misericordia hacia los enemigos o rivales.[17]

En la Antigua Grecia regía en general la idea fundamental de hacer el daño a los enemigos, principio enunciado por distintos poetas, oradores y filósofos renombrados.[18]

Sin embargo, esta concepción no fue uniforme. En la Historia de la Guerra del Peloponeso Pericles insistió en vencer a los enemigos mediante la magnanimidad y la tolerancia.[24]

Aunque con limitaciones, la idea del amor a los enemigos tuvo algunos antecedentes en el mundo romano: en ciertas obras de la escuela cínica,[25]​ y en los escritos de Séneca.[13]​ En su tratado De Beneficiis (IV, 26, 1), Séneca pone en boca de su interlocutor imaginario la misma idea que aparece en el Evangelio de Lucas (6, 35):[14]

El precepto del amor al prójimo se expresa en Levítico 19,18 pero, a diferencia de lo observado en otros pueblos, no aparece de forma explícita en el pueblo de Israel ningún precepto de «odiar al enemigo», ni en el Antiguo Testamento, ni en la enseñanza rabínica tal como esta se conservó.[26]​ Para Morton Smith, resulta comprensible que el odio al enemigo no se mencionara explícitamente en el Antiguo Testamento como un mandato: no hace falta enseñar a nadie a odiar a sus enemigos.[27]

En el Libro del Eclesiástico se encuentra un pasaje en el que se ordena hacer el bien solamente a los buenos:[14]

En ciertos pasajes de los Libros proféticos se piden castigos sobre los enemigos y los que obran el mal.[28]

Entre los Libros sapiensales, algunos Salmos enfatizan el pedido de castigo y exterminio de los enemigos:[14][29]

En general, esos salmos no identifican un enemigo preciso. Del contexto surge que se trata de enemigos muy variados: políticos opresores, conquistadores, explotadores, perseguidores, prepotentes, todos ellos signos del carácter conflictivo de un mundo carente de verdad, de gratuidad y de altruismo.[30]

Mucho más numerosos son los textos del Antiguo Testamento que, sin hablar de odio a los enemigos, limitan el ejercicio del amor a Israel y excluyen de él a los enemigos de Dios, por ejemplo, los paganos. Pero en otros pasajes del Antiguo Testamento se ordena comportarse bondadosamente con los enemigos.[14]

Cabe notar que en ambos pasajes, el imperativo de mantener un comportamiento bondadoso parece aplicar únicamente a un enemigo privado, porque ambas exhortaciones se formulan en singular («tu enemigo»). Por otra parte, en un pasaje del Nuevo Testamento aparece una antítesis sobre lo que se inculcaba hasta entonces: el amor que se había de practicar con el prójimo y el odio a los enemigos:

Theissen y Merz sugieren que podría tratarse de una referencia directa a los compromisos de los esenios. En la sociedad judía, los esenios constituían un grupo que combinaba el amor ferviente a los miembros de la propia comunidad con el odio a los otros, de lo que existe clara constancia en las fuentes.[32]​ La praxis de los esenios de Qumrán se resumía en la regla que prescribía «amar a los hijos de la luz... y odiar a todos los hijos de las tinieblas» (1QS 1, 9-10),[33][34]​ interpretación que no era de su exclusividad.[35]​ Según Theissen y Merz, en la tradición del Antiguo Testamento existía sin dudas el compromiso de odiar a los enemigos, por ser «enemigos de Dios».[32]​ El historiador y político romano Tácito (c. 55-120) escribió que los judíos eran prontos a la misericordia y caritativos entre sí, pero que odiaban como enemigos mortales a todos los demás que no eran de su gente (Historiae V, 5).[36]​ Como hipótesis alternativa, las palabras «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo» podrían haber sido tomadas simplemente de la sabiduría popular y, por lo tanto, haber sido conocidas por los oyentes de Jesús y por la audiencia del evangelista Mateo.[37]

La inmensa mayoría de los estudiosos coinciden en señalar que la exigencia del amor a los enemigos fue una enseñanza novedosa y representativa del Jesús histórico,[3][7][8][10][11]​ que no se dio en ninguna otra enseñanza moral.[9][38]​ Incluso los críticos más radicales de los textos sinópticos —como Rudolf Karl Bultmann y Herbert Braun—[39]​ consideraron que el amor a los enemigos fue un mandato propio y característico de la predicación de Jesús,[40]​ y una de las áreas en que Jesús radicalizó las demandas de la Torá.[41]

El biblista Joseph A. Fitzmyer considera que el aspecto novedoso del amor a los enemigos en Jesús de Nazaret es su carácter de mandato. Esa radicalidad distingue las palabras de Jesús de Nazaret de todas las concepciones anteriores.[15]​ En palabras del profesor Salvador Vergés, «en una historia comparada de las religiones se puede constatar que ninguna de ellas presenta nada parecido».[42]

En el Evangelio de Mateo 5, 44 y en el Evangelio de Lucas 6, 27 se encuentra una repetición exacta del mandamiento de Jesús de Nazaret en griego koiné:[43]

Entre aquellos biblistas actuales que aceptan la existencia de la hipotética fuente Q como antecedente del Evangelio de Mateo y del Evangelio de Lucas, la gran mayoría considera que los pasajes en que Jesús de Nazaret hace referencia al amor a los enemigos provienen de esa fuente.

Para la comunidad en que se habría conformado la fuente Q, el mandato de amar a los enemigos podría significar el rechazo del odio que propugnaban los zelotes y los esenios y la superación del amor dirigido únicamente al prójimo.[44]

En los pasajes de los evangelios se menciona el término «enemigos» en plural, por lo que se interpreta que la expresión no debe limitarse a algún enemigo personal,[45]​ sino que incluye además a la relación entre grupos, con lo que supera claramente las exigencias del Antiguo Testamento.[46]​ Se trata de un imperativo cuya aplicación se extiende a los opositores religiosos y a los políticos déspotas.[47]

En los evangelios canónicos, los enemigos de Jesús de Nazaret se concentraron en las figuras de los fariseos, escribas y saduceos, con quienes discutió ásperamente.[48]​ Se trata de grupos religiosos que desarrollaron una escalada de acciones contra él:[49]

Durante su ejecución, Jesús los perdonó y excusó,[1][v]​ lo que se considera en el cristianismo un grado de perdón superior a la mera renuncia a toda venganza.[50]

Así, en la tradición judía y en la Biblia cristiana se puede concluir una evolución en cinco etapas referida al comportamiento hacia los enemigos:[51]

Luego de Jesús, el precepto del amor a los enemigos apareció citado con frecuencia inusual en la prédica de la Iglesia primitiva. Sin referirlo directamente, en los escritos de san Pablo se verifican posibles reminiscencias de ese mandato,[52]​ en tres de sus cartas auténticas. Según comentó el Apóstol en la Primera epístola a los corintios, él siguió en su propia persona el precepto de bendecir a quienes lo insultaban, de soportar la persecución y de responder con bondad ante la difamación:

También la Primera epístola de Pedro evoca el mandato de Jesús:[52]

Con frases de similar tenor aparece en la Didaché,[5]​ el escrito de los Padres apostólicos probablemente más antiguo:

Justino Mártir (Apol. I, 15, 9: «τι καινον») y Tertuliano (De Patiencia, 6: «principale praeceptum») citan expresamente el precepto del amor a los enemigos, y consideran que es lo nuevo y propio del cristianismo,[52]​ una ley fundamental.[53]​ También se menciona en la Segunda epístola de Clemente (13-14).[53]

Según William Klassen, algunos autores argumentaron que, al referirse a los enemigos, Jesús de Nazaret apuntó con sus ilustraciones a la vida personal y que la doctrina no se debe aplicar a la enemistad internacional o cívica, mientras que otros estudiosos en número creciente están convencidos de que el término «enemigo» se aplica en un sentido más amplio.[54]

Según Antonio Royo Marín, son enemigos de una persona:

Theissen y Merz señalan que el mandato de Jesús de Nazaret de amar a los enemigos no hace referencia únicamente a un enemigo personal, sino que incluye también a los enemigos como grupo.[45]​ En tal sentido el mandamiento abarca a quienes detentan el poder de perseguir y discriminar.[55]

José María Cabodevilla expresa de forma vívida la dificultad del amor a los enemigos, al identificarlos simplemente con aquellos que han «destrozado algo muy valioso en nuestra vida»:

Álvarez Tabares consideró el texto de Mateo 5,43-48 sobre el amor a los enemigos como «la máxima ética de mayor exigencia para los cristianos venidos del judaísmo».[57]​ Para Paul Ricoeur, el amor a los enemigos desborda cualquier imperativo ético normativo y constituye un «mandato supra-ético».[58]​ Como explica el Catecismo de la Iglesia Católica, el mandato de amar a los enemigos es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo.[59]

El mandato evangélico no implica no tener enemigos: el propio Jesús no se hizo ilusiones acerca de los fariseos o de Herodes.[1]​ El amor no suprime la calidad de enemigos que puedan detentar los opresores, ni la radicalidad del combate contra ellos.[60]​ El ejercicio del amor a los enemigos, a diferencia del amor de amistad, no proviene de la esfera del sentimiento: no se puede sentir afecto por obligación, y menos hacia alguien que resulta naturalmente odioso por no mostrar ningún costado de amabilidad perceptible a los sentidos.[61]​ El amor a los enemigos que prescribe el mandato de Jesús atañe exclusivamente a la voluntad, el único campo que permanece en la total responsabilidad y albedrío de cada ser humano.[61]Agustín de Hipona formula las razones para amar a todos, independientemente de la simpatía que se les tenga:

Luis H. Rivas indicó que la enseñanza de Jesús de Nazaret no se enfoca en la solución de problemas específicos. No se trata de un «modelo» a repetir de forma automática con independencia de las circunstancias, sino de un principio rector y orientativo a tener en consideración por parte de aquellos que buscan seguir las enseñanzas de Jesús.[63]​ En palabras de Agustín de Hipona:

Siguiendo a Tomás de Aquino, Royo Marín señala que, reunidas las debidas circunstancias, no se puede tachar de inmoral el deseo del justo castigo del culpable, porque los malechores se animarían a persistir en sus maldades y tropelías si quedaran siempre impunes, lo que acarraría trastornos graves a la convivencia en paz de la sociedad.[64]​ El mismo autor indica que en el marco del cristianismo no es moralmente lícito ejercitar la venganza por propia autoridad, aunque se puede buscar la reparación de la injuria y frenar o cohibir al delincuente en el acto delictivo. Pero en ningún caso es moralmente lícito tomar la justicia por mano propia, a no ser que la legítima autoridad encargada de administrarla no pueda imponer la reparación. Sobre esta base, es moralmente lícito abrir pleito y recurrir a la autoridad pública encargada de la administración de justicia, para pedir el castigo de un enemigo al que se considera malhechor, deponiendo todo odio interior y buscando únicamente el bien del culpable y de la sociedad, y la reparación de los derechos conculcados.[64]​ Por otra parte, Alfonso María de Ligorio es más riguroso en cuanto al deseo de castigo, por parecerle que apenas puede tenerse tal intención sin que se coloree con algo de odio o de enemistad, ya que un ser humano no suele manifestar el mismo celo por el castigo de los demás culpables, sino solo por los que lo han ofendido a él, lo cual resulta muy sospechoso.[65]

La novela Don Quijote de la Mancha presenta el amor a los enemigos como algo que no entra en el marco de la ley natural, y que es característico del cristianismo.[66]​ Entre los «sermones» que Don Quijote pronuncia como caballero andante con autoridad propia se cuenta el discurso sobre el amor a los enemigos (II, 27).[67]

En La vida de Lazarillo de Tormes se menciona el amor a los enemigos como «el mandamiento de Dios más dificultoso».[68]

En su obra La cuna y la sepultura, Francisco de Quevedo escribe «cuán agradecida cosa es amar a los enemigos» que tanto se aborrecen.



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