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Arquitectura efímera barroca española



La arquitectura efímera tuvo una especial relevancia en el Barroco español, por cuanto cumplió diversas funciones tanto estéticas como políticas, religiosas y sociales. Por un lado, fue un componente indispensable de apoyo a las realizaciones arquitectónicas, efectuado de forma perecedera y transitoria, lo que permitía un abaratamiento de los materiales y una forma de plasmar nuevos diseños y soluciones más atrevidas y originales del nuevo estilo Barroco, que no se podían hacer en construcciones convencionales. Por otro lado, su volubilidad hacía posible la plasmación de un amplio abanico de producciones diseñadas según su diversa funcionalidad: arcos de triunfo para el recibimiento de reyes y personajes de la aristocracia, catafalcos para ceremonias religiosas, túmulos para pompas fúnebres y diversos escenarios para actos sociales o religiosos, como la fiesta del Corpus o la Semana Santa.

Estas realizaciones solían estar profusamente decoradas, y desarrollaban un programa iconográfico que enfatizaba el poder de las clases dirigentes de la época, tanto político como religioso: en el ámbito político exaltaba el poder omnímodo de la monarquía absolutista, mientras que en el religioso loaba el dominio espiritual de la Iglesia contrarreformista. Solían tener un alto componente propagandístico, como vehículos de ostentación de estas clases dominantes, por lo que iban dirigidas principalmente al pueblo, que era el receptor de estas magnas ceremonias y espectáculos.

Aunque no han quedado vestigios materiales de este tipo de realizaciones, son conocidas gracias a dibujos y grabados, así como a relatos literarios de la época, que los describían con todo lujo de detalles. Muchos escritores y cronistas se dedicaron a este tipo de descripciones, dando lugar incluso a un nuevo género literario, las «relaciones».

La arquitectura es el arte y técnica de construir edificios, de proyectar espacios y volúmenes con una finalidad utilitaria, principalmente la vivienda, pero también diversas construcciones de signo social, o de carácter civil o religioso. El espacio, al ser modificado por el ser humano, se transmuta, adquiere un nuevo sentido, una nueva percepción, con lo que adquiere una dimensión cultural, al tiempo que cobra una significación estética, por cuanto es percibido de forma intelectualizada y artística, como expresión de unos valores socioculturales inherentes a cada pueblo y cultura. Este carácter estético puede otorgar al espacio un componente efímero, al ser utilizado en actos y celebraciones públicas, rituales, fiestas, mercados, espectáculos, oficios religiosos, actos oficiales, eventos políticos, etc.[1]

En el Barroco las artes confluyeron para crear una obra de arte total, con una estética teatral, escenográfica, una puesta en escena que ponía de manifiesto el esplendor del poder dominante (Iglesia o Estado). La interacción de todas las artes expresaba la utilización del lenguaje visual como un medio de comunicación de masas, plasmado en una concepción dinámica de la naturaleza y el espacio envolvente, en una cultura de la imagen.[2]

Una de las principales características del arte barroco es su carácter ilusorio y artificioso: «el ingenio y el diseño son el arte mágico a través del cual se llega a engañar a la vista hasta asombrar» (Gian Lorenzo Bernini). Se valoraba especialmente lo visual y efímero, por lo que cobraron auge el teatro y los diversos géneros de artes escénicas y espectáculos: danza, pantomima, drama musical (oratorio y melodrama), espectáculos de marionetas, acrobáticos, circenses, etc. Existía el sentimiento de que el mundo es un teatro (theatrum mundi) y la vida una función teatral: «todo el mundo es un escenario, y todos los hombres y mujeres meros actores» (Como gustéis, William Shakespeare, 1599).[3]​ De igual manera se tendía a teatralizar las demás artes, especialmente la arquitectura. Era un arte que se basaba en la inversión de la realidad: en la «simulación», en convertir lo falso en verdadero, y en la «disimulación», pasar lo verdadero por falso. No se muestran las cosas como son, sino como se querría que fuesen, especialmente en el mundo católico, donde la Contrarreforma tuvo un éxito exiguo, ya que media Europa se pasó al protestantismo. En la literatura se manifestó dando rienda suelta al artificio retórico, como un medio de expresión propagandístico en que la suntuosidad del lenguaje pretendía reflejar la realidad de forma edulcorada, recurriendo a figuras retóricas como la metáfora, la paradoja, la hipérbole, la antítesis, el hipérbaton, la elipsis, etc. Esta transposición de la realidad, que se ve distorsionada y magnificada, alterada en sus proporciones y sometida al criterio subjetivo de la ficción, pasó igualmente al terreno de la pintura, donde se abusa del escorzo y la perspectiva ilusionista en aras de efectos mayores, llamativos y sorprendentes.[4]

El arte barroco buscaba la creación de una realidad alternativa a través de la ficción y la ilusión. Esta tendencia tuvo su máxima expresión en la fiesta y la celebración lúdica: edificios como iglesias o palacios, o bien un barrio o una ciudad entera, se convertían en teatros de la vida, en escenarios donde se mezclaba la realidad y la ilusión, donde los sentidos se sometían al engaño y el artificio. En ese aspecto tuvo especial protagonismo la Iglesia contrarreformista, que buscaba a través de la pompa y el boato mostrar su superioridad sobre las iglesias protestantes, con actos como misas solemnes, canonizaciones, jubileos, procesiones o investiduras papales. Pero igual de fastuosas eran las celebraciones de la monarquía y la aristocracia, con eventos como coronaciones, bodas y nacimientos reales, funerales, victorias militares, visitas de embajadores o cualquier acontecimiento que permitiese al monarca desplegar su poder para admirar al pueblo. Las fiestas barrocas suponían una conjugación de todas las artes, desde la arquitectura y las artes plásticas hasta la poesía, la música, la danza, el teatro, la pirotecnia, arreglos florales, juegos de agua, etc. Arquitectos como Bernini o Pietro da Cortona, o Alonso Cano y Sebastián Herrera Barnuevo en España, aportaron su talento a tales eventos, diseñando estructuras, coreografías, iluminaciones y demás elementos, que a menudo les servían como campo de pruebas para futuras realizaciones más serias.[5]

Durante el Barroco, el carácter ornamental, artificioso y recargado del arte de este tiempo traslucía un sentido vital transitorio, relacionado con el memento mori, el valor efímero de las riquezas frente a la inevitabilidad de la muerte, en paralelo al género pictórico de la vanitas. Este sentimiento llevó a valorar de forma vitalista la fugacidad del instante, a disfrutar de los leves momentos de esparcimiento que otorga la vida, o de las celebraciones y actos solemnes. Así, los nacimientos, bodas, defunciones, actos religiosos, o las coronaciones reales y demás actos lúdicos o ceremoniales, se revestían de una pompa y una artificiosidad de carácter escenográfico, donde se elaboraban grandes montajes que aglutinaban arquitectura y decorados para proporcionar una magnificencia elocuente a cualquier celebración, que se convertía en un espectáculo de carácter casi catártico, donde cobraba especial relevancia el elemento ilusorio, la atenuación de la frontera entre realidad y fantasía.[6]

En España, la arquitectura de la primera mitad del siglo XVII acusó la herencia herreriana, con una austeridad y simplicidad geométrica de influencia escurialense. Lo barroco se fue introduciendo paulatinamente sobre todo en la recargada decoración interior de iglesias y palacios, donde los retablos fueron evolucionando hacia cotas de cada vez más elevada magnificencia. En este período fue Juan Gómez de Mora la figura más destacada,[7]​ con realizaciones como la Clerecía de Salamanca (1617), el Ayuntamiento (1644-1702) y la Plaza Mayor de Madrid (1617-1619). Otros arquitectos de la época fueron Alonso Carbonel, autor del Palacio del Buen Retiro (1630-1640), o Pedro Sánchez y Francisco Bautista, autores de la Colegiata de San Isidro de Madrid (1620-1664).[8]

Hacia mediados de siglo fueron ganando terreno las formas más ricas y los volúmenes más libres y dinámicos, con decoraciones naturalistas (guirnaldas, cartelas vegetales) o de formas abstractas (molduras y baquetones recortados, generalmente de forma mixtilínea). En esta época conviene recordar los nombres de Pedro de la Torre, José de Villarreal, José del Olmo, Sebastián Herrera Barnuevo y, especialmente, Alonso Cano, autor de la fachada de la Catedral de Granada (1667).[9]

Entre finales de siglo y comienzos del XVIII se dio el estilo churrigueresco (por los hermanos Churriguera), caracterizado por su exuberante decorativismo y el uso de columnas salomónicas: José Benito Churriguera fue autor del Retablo Mayor de San Esteban de Salamanca (1692) y la fachada del palacio-iglesia de Nuevo Baztán en Madrid (1709-1722); Alberto Churriguera proyectó la Plaza Mayor de Salamanca (1728-1735); y Joaquín Churriguera fue autor del Colegio de Calatrava (1717) y el claustro de San Bartolomé (1715) en Salamanca, de influencia plateresca. Otras figuras de la época fueron: Teodoro Ardemans, autor de la fachada del Ayuntamiento de Madrid y el primer proyecto para el Palacio Real de La Granja de San Ildefonso (1718-1726); Pedro de Ribera, autor del Puente de Toledo (1718-1732), el Cuartel del Conde-Duque (1717) y la fachada de la Iglesia de Nuestra Señora de Montserrat de Madrid (1720); Narciso Tomé, autor del Transparente de la Catedral de Toledo (1721-1734); el alemán Konrad Rudolf, autor de la fachada de la Catedral de Valencia (1703); Jaime Bort, artífice de la fachada de la Catedral de Murcia (1736-1753); Vicente Acero, que proyectó la Catedral de Cádiz (1722-1762); y Fernando de Casas Novoa, autor de la fachada del Obradoiro de la Catedral de Santiago de Compostela (1739-1750).[10]

El esplendor de la arquitectura efímera se produjo en la Edad Moderna, en el Renacimiento y —especialmente— el Barroco, épocas de consolidación de la monarquía absoluta, cuando los monarcas europeos buscaban elevar su figura sobre la de sus súbditos, recurriendo a todo tipo de actos propagandísticos y enaltecedores de su poder, en ceremonias políticas y religiosas o celebraciones de carácter lúdico, que ponían de manifiesto la magnificencia de su gobierno.[11]

Cabe remarcar que si bien este período fue de una cierta decadencia política y económica, en el ámbito cultural fue de un gran esplendor —el llamado Siglo de Oro—, con un magnífico florecimiento de la literatura y las artes. Por otro lado, si bien en el terreno político la monarquía se mostraba resueltamente autoritaria, el modo de gobernar traslucía un fuerte componente populista; mientras que en el ámbito religioso se conjugaba la fe estricta con una visión del mundo de carácter realista y crítico.[12]​ Estos elementos coadyuvaron la voluntad de un arte cercano al pueblo, que mostrase de forma fácil y directa los aspectos morales e ideológicos que las clases dominantes querían transmitir a sus súbditos. Así, según el historiador José Antonio Maravall, el arte y la cultura barroca era «dirigida», ya que su objetivo era la comunicación; «masiva», ya que se dirigía al pueblo; y «conservadora», ya que buscaba perpetuar los valores tradicionales.[13]

Estas distracciones ayudaban al populacho a sobrellevar sus penurias: según Jerónimo de Barrionuevo, «bien son menester estos divertimentos para poder llevar tantas adversidades».[14]​ Esta evasión de la realidad lleva a Antonio Bonet Correa a calificar este período de «espacio y tiempo utópicos», ya que no deja de suponer un alivio pasajero a la cruda realidad de la mayoría de la población, sumida en la miseria.[15]

La arquitectura efímera se realizaba generalmente con materiales pobres y perecederos, como madera, cartón, tela, estuco, caña, papel, estopa, cal o escayola, que sin embargo quedaban realzados por la monumentalidad de las obras y por sus diseños originales y fantasiosos, así como por la suntuosidad de la decoración ornamental. Eran obras donde participaban tanto la arquitectura como la escultura, la pintura y las artes decorativas, y donde cobraba especial relevancia la escenografía. Se podía realizar tanto en el interior de edificios —generalmente templos religiosos— como en las calles de pueblos y ciudades, a través de numerosas tipologías constructivas, como arcos de triunfo, castillos, pórticos, templetes, catafalcos, pabellones, galerías, columnatas, logias, edículos, pirámides, obeliscos, pedestales, baldaquinos, tramoyas, altares, doseles, etc.[16]​ También tenían relevancia las esculturas, tapices, telas y pinturas; estas últimas a menudo representaban arquitecturas fingidas o paisajes, siendo habitual la representación de «parnasos», montes con vegetación, ríos y fuentes en los que figuraban dioses, musas y personajes históricos.[17]​ Otros elementos decorativos eran enramadas, tapices florales, guirnaldas, cornucopias, espejos, candelabros, escudos y banderas. Además de todo ello, hay que tener en cuenta elementos móviles como carruajes o pasos de procesiones, séquitos y comitivas, mascaradas, mojigangas, juegos de cañas y autos de fe, además de otros elementos como fuegos artificiales, corridas de toros, naumaquias, justas y simulacros bélicos, música, danza, teatro y otros géneros del espectáculo.[18]

Quizá el elemento más emblemático de la arquitectura efímera barroca era el túmulo funerario, ya que significaba más que ningún otro la concepción de lo transitorio, la fugacidad de la vida, que se traduce en la fugacidad de la fiesta, de la celebración efímera. Las pompas fúnebres representan, al igual que la arquitectura efímera, el azar, el vacío, lo fugaz de la existencia, contraponiendo la temporalidad corporal a la inmortalidad del alma. Son por ello frecuentes en la decoración de túmulos y catafalcos las referencias a la muerte, a través de esqueletos, calaveras, relojes de arena, cirios y otros elementos alusivos al fin de la existencia humana. La evolución tipológica de los túmulos derivó de los catafalcos tipo monumento heredados del Renacimiento manierista a los catafalcos tipo pira del pleno Barroco, de planta turriforme y templete con cúpula, derivando hacia finales del Barroco en catafalcos tipo baldaquino; ya a finales del siglo XVIII evolucionarían al catafalco tipo obelisco, de corte neoclásico. Cabe señalar que los túmulos funerarios estaban reservados a la familia real, hasta que en 1696 Carlos II aprobó su apertura a miembros de la aristocracia y la jerarquía eclesiástica.[19]

Muchos arquitectos utilizaron la arquitectura efímera como banco de pruebas para fórmulas y soluciones originales y más audaces que en la arquitectura convencional, que luego probaban en realizaciones estables, con lo que esta modalidad ayudó poderosamente al progreso de la arquitectura española. Algunos de los arquitectos de más renombre efectuaron este tipo de obras, como Juan Gómez de Mora, Pedro de la Torre, José Benito Churriguera, Alonso Cano, José del Olmo y Sebastián Herrera Barnuevo.[20]​ Incluso artistas de renombre intervinieron en este tipo de obras, como El Greco, en el diseño del túmulo de Margarita de Austria-Estiria (1612);[21]Rubens, en la entrada del cardenal-infante Fernando de Austria en Amberes en 1635;[22]Velázquez, en la decoración de los esponsales de Luis XIV y María Teresa de Austria, en la Isla de los Faisanes (1660); o Murillo, en la celebración de la Inmaculada Concepción en Sevilla (1665).[23]

Cualquier evento era adecuado para la celebración efímera: los monarcas celebraban de forma fastuosa cada hecho relevante en sus vidas, como nacimientos, bautizos, onomásticas, bodas, ceremonias de entronización, visitas a ciudades, victorias militares, acuerdos diplomáticos, funerales, etc.[24]​ En cuanto a las celebraciones religiosas, destacaban las del Corpus Christi y Semana Santa, celebradas con procesiones, viacrucis, rogativas, misas colectivas y autos sacramentales, donde se solían montar grandes tramoyas para los festejos, y junto a las procesiones religiosas se añadían elementos folclóricos como máscaras, mojigones, fanfarrias, gigantes y cabezudos.[25]​ También formaban parte de las celebraciones efímeras los llamados Monumentos de Semana Santa que se montaban con gran pomposidad en el interior de los templos e iglesias (el caso de la Catedral de Sevilla es en el barroco el ejemplo más paradigmático). Otras celebraciones estuvieron motivadas por actos puntuales, generalmente canonizaciones, como la de Luis Bertrán en 1608, Francisco Javier, Ignacio de Loyola, Isidro Labrador y Teresa de Jesús en 1622, Tomás de Villanueva en 1658, Francisco de Borja en 1671 o Pascual Baylón en 1690; o bien decretos pontificios, como el breve de Alejandro VII en que reconocía la Inmaculada Concepción de la Virgen (1662). [26]​ Una especial significación tuvo la canonización de Fernando III en 1671, ya que aglutinó en un mismo interés a Iglesia y monarquía, conjugando los valores de las clases dirigentes del Antiguo Régimen.[27]

El mecenazgo de la monarquía y la Iglesia comportó un cierto soporte a profesionales de la arquitectura, las artes plásticas y decorativas y la artesanía, que contaban así con encargos laborales en una época de crisis económica en que había escaso trabajo a nivel civil.[28]​ Por otro lado, la arquitectura efímera llegó a un nivel de popularidad que otorgaba un gran prestigio al profesional que la realizaba: así el concurso celebrado para la adjudicación de las exequias de María Luisa de Orleans en 1689, ganado por un desconocido hasta entonces José Benito de Churriguera, sirvió a este para lanzar con gran éxito su carrera profesional.[29]

Cabe señalar que de estas realizaciones efímeras no han quedado vestigios materiales, y son solo conocidas por grabados y dibujos, y por relatos escritos que describían pormenorizadamente todos los detalles de estas celebraciones. Dichos relatos dieron origen a un nuevo género literario, el de las «relaciones», las cuales tienen como principal referente de partida a Juan Calvete de Estrella, autor de El túmulo Imperial, adornado de historias y letreros y epitaphios en prosa y verso latino (1559).[30]​ Esta literatura abundaba en descripciones minuciosas de los eventos celebrados por la monarquía y la Iglesia, con especial énfasis en los elementos simbólicos, plasmados a menudo en jeroglíficos y escudos, cuyos lemas, generalmente en latín, traducían al castellano en verso. Por otro lado, estas crónicas no dejaban de traslucir los valores políticos, sociales y morales que abanderaban los poderosos personajes que patrocinaban estos fastos.[31]

En el siglo XVIII siguieron las mismas tipologías festivas, ya que los Borbones mantuvieron los mismos protocolos y repertorios de celebraciones y solemnidades. La evolución en las arquitecturas efímeras fue principalmente estilística, sobre todo a partir del primer tercio del siglo, en que el fomento de la Academia de Bellas Artes de San Fernando promovió las líneas clasicistas, en un movimiento que sería bautizado como neoclasicismo. Por otro lado, el auge de la Ilustración comportó la disminución de los grandes fastos religiosos de signo contrarreformista. Los nuevos eventos tenían un carácter más didáctico, con una distinción más clara entre lo sacro y lo profano, y cobraron mayor relevancia la música y la ópera.[32]



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