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Conspiración de Catilina



La conjuración de Catilina fue una conjura política fraguada por Lucio Sergio Catilina con la intención de tomar el poder en la República Romana en el año 63 a. C. por la vía militar.

Durante la república romana tardía, el senador Lucio Sergio Catilina comenzó a ganarse la enemistad de la aristocracia romana quién le temía, a él y a sus planes económicos que promovían la cancelación completa de las tabulae novae y las reivindicaciones de ampliar el poder de las asambleas de la plebe. Catilina se postuló varias veces por el consulado sin éxito, lo que quebró definitivamente sus ambiciones políticas. La única posibilidad de obtener el consulado era ya a través de medios ilegítimos, la conjuración o la revolución.

Privado de sus apoyos políticos, Catilina derivó hacia el populismo más exacerbado y comenzó a reclutar un nutrido grupo de hombres de las clases senatoriales y ecuestres descontentos con la política del Senado. Promoviendo su política de condonación de deudas, Catilina reunió a muchos pobres bajo su bandera. Envió a Cayo Manlio, un antiguo centurión del ejército, para liderar la conjura en Etruria, donde éste consiguió reunir un ejército, especialmente entre los veteranos de Sila.[1]​ Envió también a otros hombres a tomar posiciones importantes a lo largo de la península itálica e inició una pequeña revuelta de esclavos en Capua. Mientras el malestar de la población se dejaba sentir por los campos romanos, Catilina hizo los preparativos finales para la conjura en Roma. La acción debía iniciarse simultáneamente en varios puntos de Italia, especialmente en Etruria, donde, como puso al descubierto la rebelión de Lépido, existía un particular descontento entre la población y los veteranos. Sus planes incluían los incendios y la matanza de senadores, tras los cuales se uniría al ejército reunido por Manlio. La revolución siempre según los planes iniciales habría de alcanzar finalmente a la ciudad de Roma, donde la promesa de un programa social sostendría a Catilina como dictador o como cónsul. Para llevar estos planes a cabo, Cayo Vornelio y Lucio Vargunteio deberían asesinar a Cicerón al amanecer del 7 de noviembre del 63 a. C.

Aunque los políticos populares como Craso y César estuvieron al corriente de la conjuración, parece lo más probable que permanecieran alejados de ella por considerar los planes demasiado radicales o difíciles de llevar a cabo. Cicerón tuvo, sin embargo, conocimiento de lo que se tramaba cuando Quinto Curio, uno de los senadores, le alertó del peligro a través de su amante Fulvia, convirtiéndose en uno de sus informadores. De este modo, Cicerón pudo escapar de una muerte segura.

Poco después, Cicerón denunciaría a Catilina ante el senado en el primero de los discursos de las Catilinarias.[2]​ De ese momento es una de sus más famosas frases:

Se dice que Catilina reaccionó de forma airada asegurando que, si él se quemaba, lo haría en medio de la destrucción general.[3]​ Inmediatamente después de esto salió en dirección a su casa, mientras el Senado autorizaba a Cicerón a hacer uso del senatus consultum ultimum. En la noche del 22 de octubre del 63 a. C, Catilina huyó de Roma bajo el pretexto de que se dirigía a un exilio voluntario en Masilia. Sin embargo, se dirigió hacia el campamento de Manlio en Etruria. Mientras Catilina preparaba su ejército, y los conspiradores continuaban con sus planes, supieron que una delegación de los alóbroges estaba en Roma buscando amparo contra la opresión de su gobernador.

Justamente por ese tiempo se hallaban de embajada en Roma dos bárbaros pertenecientes a la tribu de los alóbroges,[4][5]​ así que Léntulo no tuvo mejor idea que tratar de atraerlos a su causa. La idea era que, al estallar la revolución, cruzasen los Alpes con su caballería y se unieran a los sublevados. Para conquistar su favor, Léntulo se valió de los servicios de Publio Umbreno, personaje conocido de los galos por haber hecho asiduamente negocios en su país, y de Publio Gabinio Capito, un líder conspirador de la clase ecuestre. Umbreno expuso a los embajadores de los alóbroges toda la conjura, incluyendo nombres, fechas, planes y lugares. A fin de convencerlos les narró la consabida historia, según la cual los augurios indicaban que Publio Cornelio Léntulo Sura iba a ser el tercer Cornelio que gobernase Roma. De esta manera la conjura fue revelada.

La delegación tomó rápidamente ventaja de esta oportunidad e informó a Cicerón, quien instruyó a los delegados para obtener un provecho tangible de la conjuración. Cinco de los líderes conspiradores escribieron cartas a los alobroges para que los delegados mostraran a su pueblo que existía una esperanza en esta conjura, pero estas cartas fueron interceptadas en su camino hacia la Galia en el puente Milvio. Entonces Cicerón leyó estas cartas incriminatorias en el Senado. La sesión senatorial del 5 de diciembre fue decisiva: en ella Catón solicitó la pena de muerte para los conjurados, que Cicerón aplicaría inmediatamente pese a la brillante defensa realizada por César, quien dijo:

Los cinco conspiradores fueron ejecutados sin juicio en la prisión del Tuliano.[6]​ De esta forma se puso fin a la conjura en Roma.

Tras haber sido informado de la noticia sobre el desastre en Roma, Catilina (declarado hostis (enemigo) desde el 15 de noviembre) y su poco equipado ejército iniciaron la marcha hacia la Galia, para luego volverse hacia Roma en multitud de ocasiones, en un vano intento de evitar el combate. Inevitablemente, Catilina se vio forzado a luchar, por lo que eligió enfrentarse al ejército de Antonio cerca de Pistoria (la actual Pistoia), con la esperanza de que Antonio perdiera la batalla y desanimara al resto de los ejércitos. El mismo Catilina luchó con bravura en la batalla, y una vez constatado que no existía esperanza de victoria, se lanzó contra el grueso del enemigo. En el recuento de los cadáveres, todos los soldados de Catilina se encontraron con heridas frontales,[7]​ y el cadáver del mismo Catilina se halló adelantado a sus propias líneas. Se le cortó la cabeza y ésta fue llevada a Roma, como prueba pública de que el conspirador había muerto.

La acusación de tratar de acabar con la República, en los términos que fue planteada, es, según diversos autores, exagerada y vacía de significado.[8]



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