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El Criticón



El Criticón es una novela de Baltasar Gracián publicada en tres partes en 1651, 1653 y 1657. Está considerada como la obra maestra de su autor y como una de las cumbres de la narrativa filosófica española,[2]​ junto al Quijote y La Celestina.[3]El Criticón recoge y amplía toda su obra anterior en forma de ficción novelesca.[4]​ Se la valora como la obra cumbre del conceptismo barroco español.[5]

La obra adopta la forma de una gran alegoría que abarca toda la vida del hombre, representado en sus dos facetas de impulsivo e inexperto, Andrenio (del griego ἀνήρ, ἀνδρως [aner, andros]: ‘varón’, ‘hombre’); y el prudente y experimentado Critilo (del griego κρίνειν, κριτής o κριτικός [krínein, krités o kritikós]: respectivamente, ‘discernir’, ‘juez’, ‘capaz de juzgar’). Es la obra literaria que resume la visión filosófica del mundo de Gracián bajo la forma de una gran epopeya moral. En ella se unen invención y didactismo, erudición y estilo personal, desengaño y sátira social.

Tras sus anteriores tratados, Gracián proyecta una obra de fabulación que resuma su pensamiento y amplíe a la vez su espectro como creador. La novela fue escrita en sus años de plena madurez y contiene su visión final acerca del mundo y de la vida humana. Se trata de una mirada amarga y desolada, aunque su desengaño alberga una esperanza en los dos virtuosos protagonistas, que consiguen escapar a la mediocridad reinante alcanzando la fama eterna.

Su estilo supone la quintaesencia del conceptismo, y está presidido por la brevedad y la intensificación semántica de la lengua. Destaca el recurso de la antítesis y todo tipo de juegos de palabras junto con la abundancia de sentencias y máximas de origen culto o de proverbios y refranes populares que adecua a sus intenciones adaptándolos o transformándolos de modo original.

El autor exhibe constantemente una técnica perspectivista que desdobla la visión de las cosas según los criterios o puntos de vista de cada uno de los personajes, pero de forma antitética, y no plural como en Cervantes. La novela refleja, con todo, una visión pesimista de la sociedad, con la que se identificó uno de sus mejores lectores, el filósofo alemán del XIX Arthur Schopenhauer.[6]​ Efectivamente El Criticón influyó notablemente en filósofos del ámbito germánico, como el citado Schopenhauer o Friedrich Nietzsche, y se ha visto a su autor como un precedente del existencialismo.

Un náufrago, Critilo, hombre experimentado, es arrojado a las costas de la isla de Santa Elena, donde conoce a Andrenio, el hombre natural, criado por un animal al margen de toda civilización, y a quien Critilo enseña a hablar. Andrenio le cuenta cómo nació en una cueva cerrada y tras un terremoto, vio la luz y la hermosa Naturaleza, comprendiendo que solo podía ser obra del Supremo Artífice. Son rescatados por una flota española y juntos comienzan una larga peregrinación alegórica en diversas etapas en la Corte de España, Francia y Roma en busca de Felisinda (la felicidad), esposa deseada por Critilo y madre de Andrenio, para al final de su vida alcanzar la Isla de la Inmortalidad.

Las tres partes del Criticón, publicadas en 1651, 1653 y 1657, constituyen una extensa novela alegórica de carácter filosófico; esta novela reúne en forma de ficción toda la trayectoria literaria de su autor. El Criticón conjuga la prosa didáctica y moral con la fabulación metafórica, y con ello, cada «crisi» (capítulo), alberga una doble lectura —si no más— en los planos real y filosófico. En ella se unen invención y didáctica, erudición y estilo personal, desengaño y sátira social.

En la Primera Parte, subtitulada «En la primavera de la niñez y en el estío de la juventud», los protagonistas Critilo y Andrenio se encuentran, cuentan sus peripecias vitales que les han llevado a conocerse en la isla de Santa Elena y emprenden viaje a España, comenzando por la Corte.

La Segunda, que aparece con el epígrafe de «Juiciosa cortesana filosofía en el otoño de la varonil edad», transcurre por tierras de Aragón y Francia. En la Tercera Parte, titulada más llanamente «En el invierno de la vejez» entran por las tierras septentrionales de Alemania y acaban en la meca del peregrino cristiano, Roma, para ser anunciados a la muerte y llegar a la inmortalidad cruzando las aguas de tinta de la fama. Los tres volúmenes ofrecen un equilibrio estructural en lo externo muy notable. Las dos primeras partes están divididos en trece «Crisi(s)» (capítulos) cada una, y la tercera tiene doce.

El contenido del relato se configura temporalmente a través de un eje cronológico que comprende el ciclo vital del hombre, asociado a las estaciones del año, tal y como aparece esbozado en el último capítulo —Realce XXV— de El Discreto. Éste progresa de manera lineal, pero recorrido por constantes digresiones e interrupciones del hilo narrativo. En estos remansos aparecen cuadros alegóricos donde se da cuenta de todo un mundo de relaciones entre conceptos y figuras de la ficción.

Parece seguro que había un plan preconcebido, pues existen rasgos de un diseño previo en El Criticón al comprobar la simetría que supone que el arranque y desenlace de la obra sucedan en una isla.[7]​ Es la misma tesis que recoge Ricardo Senabre,[8]​ que apunta también la existencia de principios estructurales basados sobre todo en la antítesis. Esta se hace presente ya en los dos protagonistas medulares, Andrenio-Critilo, y recorre toda la obra, desde los distintos comportamientos que ante determinadas situaciones tienen cada uno de los protagonistas, hasta la abundancia de periodos bimembres en frases e incluso en la figura literaria de la anfibología. Por otro lado, si nos atenemos a los temas que recorren la obra, encontramos una recurrente antinomia entre el engaño y el desengaño, eje temático que estructura toda la narración.

En fin, Correa Calderón[9]​ considera que El Criticón es una serie de cuadros alegóricos yuxtapuestos, que constituyen a modo de fantasías morales, enlazados tan solo por la andadura de sus dos protagonistas, al modo de lo que ocurre en los libros satíricos de la época, tal El Diablo Cojuelo, de Luis Vélez de Guevara, adoptando pues una estructura de pequeños módulos alegóricos independientes ensartados en el hilo del camino de los dos peregrinos.

Además de la alegoría, para tramar esta obra se sirve del ciclo de peregrinación de la novela bizantina, y de su construcción en serie episódica, por la multitud de peripecias y aventuras que sufren los personajes y de la estructura de novela picaresca por la visión satírica de la sociedad de sus personajes principales, Critilo, hombre juicioso que personifica el desengaño, y Andrenio, hombre natural que representa la inocencia y los impulsos primitivos.

Algunos de los moldes genéricos a los que podría asimilarse el Criticón fueron desvelados por el propio Gracián en el prólogo «A quien leyere» de la primera parte:

Empezando por la epopeya griega, como en la Odisea de Homero, la obra tiene su paralelo en los peligros que acechan a Ulises durante su viaje y las virtudes que el héroe debe poner en juego para vencerlos. También se han encontrado paralelos en la novela bizantina, griega o helenística, la de Heliodoro en particular, cuyas digresiones, narraciones intercaladas y extensos diálogos pudieron influir en el autor.

Entre sus contemporáneos, se han rastreado numerosas influencias concretas que demuestran su conocimiento de las novelas de John Barclay (El «Barclayo» de Gracián): Satyricon y Argenis, novelas con un hilo de búsqueda amorosa a través de numerosos incidentes, al estilo de las bizantinas, pero con la finalidad de satirizar sucesos y personas de la época, si bien Gracián no pone en solfa personas concretas en clave, sino que su demoledora crítica se orienta hacia tipos representativos y figuras abstractas y alegóricas.

Como ya ensayó en El Discreto y estudió de forma teórica en la Agudeza, Gracián pone en juego para componer su magna obra otros subgéneros de la época, como son emblemas, aforismos, apotegmas, apólogos, diálogos o fábulas. Esta es la línea que comenzaron en la literatura latina la fábula menipea y retomaron los humanistas, con Erasmo al frente. Del antiguo género parte la médula esencial del Criticón: Luciano de Samosata, Apuleyo o el Séneca de la Apokolokintosis. Lázaro Carreter, en un estudio de 1986, define El Criticón como una «epopeya menipea».[12]

Otro precedente posible para el arranque de la obra se viene citando al menos desde 1861. En este sentido se observan algunas concomitancias con El filósofo autodidacto de Abentofail, que a su vez recoge teorías filosóficas del zaragozano Avempace. En esta obra árabe uno de los personajes, criado en una isla desierta entre las fieras, llega a las verdades metafísicas a través del ejercicio puro de la razón. Sin embargo esta influencia es improbable porque este relato árabe se tradujo al español por vez primera, muerto ya Gracián, en 1671. Quizá se mantenía como cuento popular y folclórico en la existencia probada de un cuento muy parecido extensamente difundido entre los moriscos aragoneses, que pudo servir de fuente tanto a Gracián como a Abentofail.[13]

También se ha mostrado el paralelo con Cervantes, sobre todo por el protagonista dual, que representa dos caracteres humanos. Si bien Gracián no citó al autor del Quijote, excepto para ridiculizar la figura del ingenioso hidalgo, las concomitancias son notables. No obstante hay evidentes diferencias, pues los personajes de la obra cumbre de Cervantes son dos seres humanos física y psicológicamente bien caracterizados, que pasan hambre, necesidades y sufren emociones. En cambio, Andrenio y Critilo funcionan como paradigmas del hombre, son figuras abstractas, que cumplen el objetivo de oponer la figura del Hombre (en su doble faceta ingenuidad-sabiduría) a las asechanzas del mundo.

Más claras aún son las relaciones de El Criticón con la novela picaresca. La narración de una serie de episodios ensartados por el hilo conductor de un protagonista común y la intención moralizante, además de dibujar un mundo de desengaño y falta de valores éticos ha hecho a la crítica pensar en el molde común de la picaresca. Sin embargo, en la obra de Gracián, los protagonistas no son meros sinvergüenzas que pretenden vengarse de lo que la sociedad les ha llevado a ser. El pícaro acaba su vida desde la posición de la ignominia, mientras que Andrenio y Critilo alcanzan la atalaya de la virtud y la fama imperecedera por vencer a las dificultades, trampas y engaños del mundo. En Gracián un mundo pícaro no justifica que sus protagonistas también se lancen al vicio, como apunta Montesinos.[14]

Sin embargo, según apunta Senabre,[15]​ desde nuestra perspectiva de lectores actuales El Criticón no es sino una novela, pues parte de la fabulación. Novela alegórica y filosófica, sí, pero los componentes de ficción están presentes. Hay que recordar que el concepto de novela tal y como hoy lo entendemos no existía en el siglo XVII y en este sentido tampoco Cervantes consideraba novela al Quijote, lo que no impide que no tengamos problemas en aplicarle hoy esta denominación. La novela, como decía Pío Baroja, es «un saco donde cabe todo», y en esta amplitud de miras es donde hay que situar la obra culminante de Gracián, pues se trata de una narración en prosa de hechos imaginarios. Ni siquiera llega Gracián a los extremos de alejamiento de la realidad de Luciano de Samosata, que ya en el siglo II contó en su Historia verdadera un viaje a la Luna o una guerra espacial.

Aunque El Criticón se plantea como una novela bizantina en la que los dos protagonistas buscan el encuentro con Felisinda (la Felicidad), la búsqueda de la mujer de Critilo y madre para Andrenio, pronto se descubre un imposible. Tras este desengaño, el verdadero objetivo de los protagonistas es alcanzar la madurez como personas, la virtud y la sabiduría. Por tanto, se abandona enseguida esta tenue intriga para convertirse en una reflexión alegórica y filosófica sobre el estado del mundo según la óptica satírica y desengañada del pensamiento graciano. En este sentido, como dijimos, es en el que Fernando Lázaro Carreter va más allá y considera que la obra es una fábula menipea.

Gracián leyó y admiró el Guzmán de Alfarache (1599), de Mateo Alemán, y le interesó sobremanera lo que hay allí de moralidad, de intención didáctica, de alegoría. Pero en el Guzmán la voz del moralista está separada de la del pícaro (aunque sean la misma persona, uno mozo, que realiza las fechorías, y otro adulto, que las rememora y moraliza a partir de ellas). En El Criticón, en cambio, la alegoría recorre de principio a fin la novela, y está perfectamente imbricada en la trama que se desarrolla. Alegoría y acción comparten tiempo y voz narrativa. Otra gran diferencia con la picaresca es que esta voz no es autobiográfica, sino una tercera persona externa a los personajes. Es aquí, en la plena ficción alegórica continuada (lo que Gracián mismo denomina «agudeza compuesta fingida» en su tratado literario Agudeza y arte de ingenio) donde hay que ver la esencia genérica de esta obra.

Por oposición a sus anteriores obras, en que adoptó el modelo genérico del tratado, aquí Gracián emprende la invención de un relato de ficción alegórica. En el repertorio de subgéneros didácticos de El Discreto ya había versión abreviada de la crisi(s), dado que así se calificaba entonces el realce VI («No sea desigual»).

Es alegórico el plan general de la obra de comprender la existencia humana en cuatro estaciones. También lo es representar la vida como una peregrinación, el homo viator, con gran tradición desde la Biblia hasta los ascéticos y místicos de los siglos XVI y XVII. Hay muchas más, todas avaladas por la tradición cristiana: la «rueda del tiempo», la «danza de la muerte», el «castillo interior», el «gran teatro del mundo», el «mundo al revés»... Así, hasta sesenta y tres pasajes, según cómputo de Romera-Navarro.

Otro procedimiento alegórico son los nombres de los protagonistas de la novela. Critilo es el hombre juicioso, en el que predomina la razón, prudente, sagaz, adiestrado por la experiencia, como atestigua la raíz griega kríno, ‘juzgar’, que le da nombre. El nombre de Andrenio procede del griego aνηρ, aνδροs aner, andros ‘hombre’, que simboliza al hombre instintivo e inexperto, que se deja arrastrar por sus inclinaciones naturales. «Hombre», entre los jesuitas, tiene el sentido del hombre moldeable, mientras que «persona» alude al hombre sabio y racional, y lo encarna Critilo.

Todos los nombres propios de la novela componen una nueva trama alegórica, pues están hechos a partir de sustantivos comunes que mantienen su significado simbólico. Así sucede con Hipocrinda (que representa la hipocresía), Sofisbella (la sabiduría), Vejecia (vejez), Falsirena (falsa sirena), Felisinda (felicidad), Virtelia (virtud) y un largo etcétera.

En otros casos encontramos un nombre común que se generaliza por antonomasia, como sucede con el plural de los nombres propios (los Nerones, Tiberios, Calígulas...) y anteponiendo el artículo «un» («un Catón», «un Séneca»). De este modo, el nombre se convierte en un adjetivo de un rasgo característico (valentía, sabiduría...).

Otro procedimiento alegórico en los nombres se consigue mediante el anagrama. Así «La biblioteca de Salastano» es la de Lastanosa, con lo cual quedará medianamente completo el catálogo de los juegos nominales en El Criticón.

La alegoría tiene desde sus orígenes en la literatura una función moralizante, y ello se corrobora en la última «crisi» de El Criticón en la que los dos protagonistas llegan a la Isla de la Inmortalidad con el Peregrino como guía. Una vez allí, El Mérito les pide la patente y les pregunta si está autentificada por el Valor y la Reputación. Las firmas que dan el salvoconducto a Andrenio y Critilo son todos los episodios de las «crisis» de la novela.

El Criticón puede ser considerado como una «summa» del estilo conciso y cargado de significado del conceptismo barroco. Si los manieristas, como Herrera o Góngora tuvieron por modelo el estilo oratorio de Virgilio y Cicerón, Gracián se fija en el estilo lacónico de Tácito, Séneca y Marcial, su paisano. Pero ello no significa que sea un estilo llano, al modo de Cervantes. La dificultad es patrimonio tanto de cultistas gongorinos como de conceptistas. La diferencia estriba en que entre estos últimos, el esfuerzo del lector está destinado a descifrar los múltiples significados ocultos tras cada expresión lingüística. La concisión sintáctica, además, obliga a suponer elementos elididos frecuentemente, ya sean palabras con significado léxico o conectores lógicos.

La prosa de Gracián, siguiendo lo que decíamos arriba, se compone de oraciones independientes y breves, separadas por signos de puntuación (coma, punto y coma y punto) y no por nexos de subordinación. Predominan, pues, la yuxtaposición y la coordinación. La poca presencia de oraciones subordinadas en periodos complejos, lejos de facilitar la comprensión, la hace ardua, pues el lector debe suplir los elementos relacionantes, deduciéndolos del sentido, de la idea que se expresa, lo que no siempre es fácil. La profundidad de Gracián, pues, está en el concepto, no en la sintaxis.

La riqueza semántica, casi siempre polisémica, es otra de las características del estilo de El Criticón. Esto está en línea con la alegoría, pues la lectura se ha de hacer en distintos planos de significado. Al menos uno natural y otro simbólico. Y esto sucede tanto en el plano morfológico como en el oracional y textual, pues cada «crisi» constituye una unidad significativa que también requiere una lectura a varios niveles. La doble interpretación del plano real y el alegórico o filosófico es lo que confiere una densidad extraordinaria a la magna novela graciana.

Por otro lado Gracián usa constantemente el contraste, la antítesis. En sintonía con el mundo, según la visión del aragonés, compuesto de apariencia engañosa y verdad escondida, toda la novela gira en torno a una visión dual y contrapuesta, representada por la perspectiva de Andrenio y Critilo o por la de los dos protagonistas con respecto al vulgo. El oxímoron, la paradoja y el contraste serán también, en consonancia, figuras literarias utilizadas asiduamente por el jesuita.

Otro rasgo estilístico de la prosa de El Criticón es la búsqueda de la precisión léxica, para la que en muchas ocasiones se recurre al neologismo de creación. Así aparecen términos como «conreyes», «descomido», «desañar», «despenado» o «reconsejo», nuevos en el acervo del léxico español. Otras veces recurre a acepciones caídas en desuso y que él pone en primer plano (plausible=admirable, plático=práctico, brujulear=sondear el carácter, sindéresis=capacidad natural para el juicio correcto, etc.) o a cultismos traídos de nuevo a enriquecer el idioma, como «crisis» (estimación, juicio), «especiosidad» (perfección), «delecto» (capacidad de discernimiento), «deprecar» (pedir con insistencia), «exprimir» (expresar), «convicio» (ofensa), «intensión» (efectividad). Otras veces trae a colación nombres propios para crear vocablos comunes: «su minerva» (su inteligencia o sabiduría). Por último encontramos aragonesismos que concurren a aumentar el caudal del vocabulario español: «podrecer» (pudrir), «defecarse» (decantarse el vino de impurezas, y por extensión, lustrarse, perfeccionarse), entre otros..

El Criticón tuvo cierto éxito editorial en su tiempo, ya que a las ediciones príncipes de las tres partes respectivas en Zaragoza, Huesca y Madrid se sumaron las de Lisboa en 1656, 1657 y 1661, y dos ediciones de las tres partes en Barcelona en 1664 y 1682.[16]​ Sin embargo, a partir de este siglo, el descrédito general en que cayó el estilo barroco hizo que no apareciera ninguna edición independiente de El Criticón hasta la edición de Julio Cejador de 1913.[17]

Así, durante los siglos XVIII y XIX, solo se publicó incluido en ediciones sucesivas de Obras completas de Gracián. Sin embargo, en toda Europa aparecieron traducciones desde la primera versión al inglés de 1681 y a lo largo de todo el siglo XVIII en Francia, Italia, Inglaterra o Alemania.[18]

La fortuna crítica de su obra más acabada no empieza sino a principios del siglo XX con los comentarios de Azorín, que lo llamó «un Nietzsche español».[19]​ La repercusión de Gracián había estado fundada sobre todo en el Oráculo manual y arte de prudencia, que había sido ampliamente difundido en Francia y, leído y traducido más tarde por Schopenhauer en Alemania, era el punto de partida del conocimiento de la obra del aragonés.

Tras la reedición de su obra cumbre, apareció la magnífica edición crítica de Miguel Romera-Navarro (1938-1940),[20]​ que vino a dar un aldabonazo al conocimiento y estimación crítica de esta obra graciana y de toda su producción literaria. Se trata de una edición en tres volúmenes que aclara todo pasaje, cita, fuente y dificultad lingüística de El Criticón y que, todavía hoy, es la edición de referencia.

En los años cincuenta y sesenta el mayor esfuerzo crítico con respecto al autor se desarrollaba en los ámbitos universitarios de Alemania, que aplicaban enfoques filosóficos a la apreciación de El Criticón. El primer libro dedicado exclusivamente al estudio de esta obra aparece en 1966.[21]​ Poco después, el auge académico de las universidades de Estados Unidos (que contaba con la labor académica en la Universidad de Pensilvania de Miguel Romera-Navarro acerca del autor) iría sustituyendo a la apreciación centrada en la interpretación del pensamiento del jesuita de la crítica germánica. Desde los años setenta del siglo XX, el alcance de los estudios sobre El Criticón en particular, y la obra de Gracián en general, es internacional.[22]

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