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Estatutos de limpieza de sangre



Los estatutos de limpieza de sangre fueron el mecanismo de discriminación legal hacia las minorías españolas conversas bajo sospecha de practicar en secreto sus antiguas religiones —marranos en el caso de los antiguos judíos y moriscos en el de los antiguos musulmanes— que se estableció en España durante el Antiguo Régimen. Consistían en exigir (al aspirante a ingresar en las instituciones que lo adoptaban) el requisito de descender de padres que pudieran asimismo probar descendencia de cristiano viejo. Surgen a partir de la revuelta de Pedro Sarmiento (Toledo, 1449), a consecuencia de la cual se redactó la Sentencia Estatuto y otros documentos justificativos, que a pesar de ser rechazados incluso por el papa Nicolás V, tuvieron una gran difusión en gobiernos municipales, universidades, órdenes militares, etc.

Su principal problema, y que causó el rechazo inicial por el papado, era el hecho de que presuponían que ni siquiera el bautismo lavaba los pecados de los individuos, algo completamente opuesto a la doctrina cristiana.

Posteriormente, y para justificar una segregación de posiciones de poder (incluido el económico) que podían adquirirse durante la colonización española de América los estatutos se emplearon para impedir que ciertos españoles libremente pudiesen asentarse en las Américas, limitando su emigración. La inmigración es una de las faces también de los estatutos de sangre.

Hace años Américo Castro situó el origen de la idea de la "limpieza de sangre" en la tradición judía: "Quienes realmente sentían el escrúpulo de la limpieza de sangre eran los judíos. Gracias a las traducciones de A. A. Neuman conocemos las opiniones legales («responsa») de los tribunales rabínicos, lo cual permite descubrir su antes velada intimidad. Aparece ahí una inquietud puntillosa por la pureza familiar y el qué dirán, por los «cuidados de honor» tan característicos de la literatura del siglo XVII. El judío minoritario vivió a la defensiva frente al cristiano dominador, que lo incitaba o forzaba a conversiones en las que se desvanecía la personalidad de su casta. De ahí su exclusivismo religioso, que el cristiano no sentía antes de fines del siglo XV, si bien más tarde llegó a convertirse en una obsesión colectiva".[1]

El hispanista británico Henry Kamen también ha relacionado los orígenes de los estatutos de limpieza de sangre con el concepto de "honor", pero no lo achaca a los judíos sino a los cristianos, entre los que el honor en su nivel más simple se basaba en la opinión que tuvieran los vecinos acerca de una persona y que quedaba comprometido por un crimen, por una conducta inapropiada. Era, pues, un concepto social. Los marginados no tenían honor. Tampoco los que profesaban otra religión, como judíos y musulmanes. En el siglo XV con las conversiones masivas de judíos tras las terribles matanzas de 1391 y el ascenso social de estos cristianos nuevos, "lo que comenzó como una discriminación social se convirtió... en antagonismo social y en racismo". Se fue difundiendo la idea, sobre todo en Castilla, de que los "cristianos viejos poseían honor por el mero hecho de no llevar sangre judía en sus venas... «Aunque pobre —dice Sancho Panza—, soy cristiano viejo y no debo nada a nadie»".[2]​ Entre la nobleza hispana era costumbre desnudar el brazo de la espada a fin de mostrar que las venas se podían ver claramente bajo la piel, es decir, que ellos provenían de familias hispanas puras, sin mezcla con gente de piel oscura (esta costumbre dio origen a la leyenda de que la nobleza es de "Sangre azul")[3]

Los primeros casos de marginación de los judeoconversos aparecen en las décadas iniciales del siglo XV -en 1436 la ciudad de Barcelona prohibió que los conversos pudieran ejercer como notarios; en 1446 Villena obtuvo un privilegio del rey de Castilla por el que los conversos no podían residir en su término- pero fue en las décadas centrales del siglo —durante las que tanto la Corona de Castilla como la Corona de Aragón atravesaron por una grave crisis política y social— cuando la discriminación hacia los conversos cobra mayor significación. El caso más importante fue el de la revuelta anticonversa de Toledo de 1449, encabezada por Pedro Sarmiento, durante la cual se aprobó la "Sentencia-Estatuto".[4]

La "Sentencia-Estatuto" de Toledo fue el primer estatuto de pureza de sangre,[5]​ "Vistas sus herejías, sus crímenes y sus rebeliones contra los cristianos viejos de la ciudad, juzgaron que los conversos eran indignos de ocupar cargos, privados o públicos, en la ciudad de Toledo y en todo el territorio de su jurisdicción».[6]

Sin embargo, el rechazo que suscitó la Sentencia-Estatuto entre juristas y eclesiásticos muestra que la idea de la discriminación hacia los "cristianos nuevos" no estaba tan extendida. El jurista Alfonso Díaz de Montalvo señaló que un judío bautizado no podía ser tratado de forma diferente a un gentil bautizado. El secretario del rey Fernán Díaz de Toledo, de origen converso, redactó una Instrucción dirigida a su amigo Lope de Barrientos, obispo de Cuenca y canciller del rey, en la que destacaba los orígenes conversos de las principales familias nobles de Castilla. El cardenal dominico Juan de Torquemada, también de origen converso, en su Tractatus contra Medianitas et Ismaelitas (1449) asimismo criticó la Sentencia-Estatuto. Pero la refutación más importante fue la de Alonso de Cartagena —obispo de Burgos e hijo del converso Pablo de Santa María— quien en su Defensorium Unitatis Christianae (1449-1450) señaló que la Iglesia católica era el hogar natural de los judíos, un argumento que fue continuado por Alonso de Oropesa, también converso y general de los jerónimos, en su Lumen ad revelationem gentium (1465).[7]

Según Henry Kamen, "fue sin duda la Inquisición la que, a partir de 1480, dio mayor impulso a la propagación de la discriminación [contra los conversos]. El antagonismo social, del que ya muchos españoles eran conscientes, fue aumentando en ese momento con el espectáculo de miles de judaizantes, a los que se había hallado culpables de prácticas heréticas y a los que se había condenado a la hoguera. Parecía como si la religión verdadera debiera ser protegida excluyendo a los conversos de todos los cargos importantes". Precisamente la primera institución que adoptó un estatuto de limpieza de sangre, el Colegio Mayor de San Bartolomé, en Salamanca, lo hizo en 1482, el mismo año en que empezó la Inquisición a actuar en la ciudad. Por esas fechas, el Colegio de San Clemente en Bolonia, que acogía a muchos castellanos, excluyó a "aquellos que habían huido de Sevilla [en 1480, año en que empezó a actuar allí la Inquisición] por no ser christianos viejos". En 1488 extendió la prohibición a todos los conversos, tras conocerse el asesinato del inquisidor Pedro Arbués en Zaragoza en 1485, que se había licenciado en el colegio. Otros colegios mayores también adoptaron estatutos discriminatorios, como el de Santa Cruz de Valladolid en 1488 o el de San Ildefonso en 1516. Asimismo algunas instituciones eclesiásticas también los adoptaron, como el monasterio de Santo Tomás de Aquino de Avila —petición que fue formulada al papa en 1496 por el inquisidor general Tomás de Torquemada— o los cabildos de las catedrales de Badajoz (1511) y de Sevilla (1516).[8]

Sin embargo la Inquisición adoptó una norma de "limpieza de sangre" menos restrictiva pues en su reglamento aprobado por Torquemada en 1484 sólo se excluía a los conversos e hijos y nietos de conversos condenados por el Santo Oficio. Esta práctica fue respaldada y extendida a todas las instituciones por los Reyes Católicos cuando en 1501 promulgaron dos decretos en los cuales se establecía que ningún hijo de condenado por la Inquisición podría ocupar ningún cargo o ser notario, escribano, médico o cirujano.[9]​ Asimismo ningún hijo ni nieto de quemado por la Inquisición hasta la segunda generación, podría tener oficio de Consejero real, oidor, secretario, alcalde, alguacil, mayordomo, contador mayor, tesorero, ni ningún otro cargo, sin especial permiso de la Corona.

Los Reyes Católicos establecieron la discriminación a los conversos que habían sido penitenciados por la Inquisición —y a la primera o segunda generación de sus descendientes— pero no a todos los conversos en general. Los estatutos de limpieza sangre que incluían a todos los conversos fueron decididos por cada institución de forma independiente.[10]

Al parecer la primera orden religiosa que aplicó la exclusión de los conversos fue la de los dominicos en 1489, a la que siguieron los jerónimos en 1493, después de que pocos años antes la Inquisición condenara y quemara a cinco de sus miembros por judaizar. Los franciscanos la aprobaron treinta años más tarde, en 1525, no sin una fuerte oposición interna.[7]

En cuanto a las sedes episcopales muy pocas adoptaron estatutos de limpieza de sangre (Sevilla, Córdoba, Jaén, Osma, León, Oviedo y Valencia), aunque la más importante, Toledo, sí que lo hizo, no sin que se produjera una fuerte polémica en la que se vio envuelto el papado y la monarquía, y en la que se puso de manifiesto las fuerte oposición que existía a su implantación. Durante muchos años los miembros del cabildo de la catedral de Toledo se habían resistido a que se introdujera un estatuto de limpieza de sangre para acceder al mismo, hasta que el nuevo arzobispo nombrado en 1546 Juan Martínez Silíceo, que se sentía muy orgulloso de ser un cristiano viejo, se opuso al nombramiento de un converso -cuyo padre había sido condenado por la Inquisición- para una canonjía vacante de la catedral. Silíceo logró que el papa revocara el nombramiento —en una carta le dijo que si se le admitía convertiría la sede toledana en una "nueva sinagoga"— y a continuación, el 23 de julio de 1547, convocó una reunión del cabildo en la que por 24 votos contra 10 se aprobó un estatuto de limpieza de sangre. Inmediatamente protestaron los arcedianos de Guadalajara y de Talavera, que amenazaron con apelar al papa, y también se opuso el ayuntamiento de Toledo porque despertaría "odios y perpetuas enemistades", por lo que pidió la intervención del príncipe Felipe, que gobernaba los reinos peninsulares en ausencia de su padre, el rey Carlos V. Aquel pidió la opinión al Consejo de Castilla que recomendó la suspensión del estatuto por considerarlo "ynjusto y escandaloso" y porque "de la execución dél se podrían seguir muchos ynconvenientes", opinión que fue compartida por una junta del clero convocada a tal efecto, y por la Universidad de Alcalá que lo condenó como fuente de "discordia sembrada por el diablo". Así que en septiembre de 1547 el estatuto fue suspendido, pero en 1555 el papa lo aprobó y a continuación Felipe, ya rey, lo ratificó. Al parecer fue convencido por varios de sus consejeros antijudíos y por el propio arzobispo Silíceo, cuando afirmó que "todas las herejías que han ocurrido en Alemania y Francia fueron sembradas por descendientes de judíos, como ya hemos visto y vemos diariamente en España".[11]​ En su afán por conseguir la introducción del estatuto de limpieza de sangre en la catedral de Toledo, el cura Melchor Izo llegó a falsificar una supuesta Carta de los judíos de Constantinopla enviada a los judíos de Zaragoza en 1492 para aportarla como "prueba" de la existencia de un complot de los judíos para a través de los conversos acabar con los cristianos y "violar sus templos, y profanar sus sacramentos y sacrificios".[12]

En la Universidad de Salamanca se intentó introducir un estatuto de limpieza de sangre en 1562 pero el claustro resolvió "que por agora no se hiciese". Tres años antes había sido nombrado catedrático de hebreo un conocido converso, Martín Martínez de Cantalapiedra, como antes de él lo había sido otro, Pablo Coronel.[13]

Hacia 1570-1580 las instituciones que exigían pruebas de sangre eran relativamente pocas, aunque los conversos vieron muy limitadas sus posibilidades de ascenso social al no poder acceder a algunas de ellas, como los colegios mayores o las órdenes militares. Según Henry Kamen, las "comunidades del estatuto", como se las llamaba, se reducían "a los seis colegios mayores de Castilla, a algunas órdenes religiosas (jerónimos, dominicos y franciscanos); a la Inquisición [que aprobó su estatuo de limpieza de sangre en 1572] y algunas catedrales (Toledo, Sevilla, Córdoba, Jaén, Osma, León, Oviedo y Valencia). Prácticamente sólo un sector secular se veía afectado por los estatutos: las órdenes militares, (la orden de Santiago adoptó uno de estos estatutos en fecha tardía, en 1555) y su órgano administrativo, el Consejo de Órdenes. Algunos asuntos legales, como el del mayorazgo, también establecieron condiciones de limpieza de sangre. Finalmente, un puñado de municipios y de hermandades, repartidas por Castilla, practicaban también la exclusión". Sin embargo, alguna de estas instituciones eran muy importantes, como es el caso de los colegios mayores, ya que la exclusión de los conversos significaba cerrarles el paso a ocupar los altos cargos eclesiásticos y estatales, o el de las órdenes militares, ya que las encomiendas eran una de las formas de acceder a la nobleza. "El panorama, evidentemente, era negro para los conversos", afirma Kamen.[11]

"El reducido número de instituciones provistas de estatuto... desmiente la idea de que una especie de obsesión por la limpieza de sangre estaba asolando el país", afirma Kamen, y además "los estatutos nunca formaron parte del derecho público español y nunca figuraron en ningún cuerpo de derecho público. Su validez estaba restringida sólo a aquellas instituciones que los habían adoptado". Por otro lado, los estatutos existían casi exclusivamente en la Corona de Castilla. En Cataluña eran desconocidos. Asimismo los estatutos siempre fueron muy criticados, no gozaron de amplia aceptación y en muchos casos no se cumplieron -por ejemplo, en 1557, un año después de que Felipe II confirmara el estatuto de la catedral de Toledo, fue nombrado como canónigo un converso-, además de que se podían burlar mediante el soborno o la presentación de pruebas falsas.[14]​ Y para entrar en la nobleza no se exigía la limpieza de sangre, aunque los conversos condenados por la Inquisición por herejía podían ser excluidos.[15]

Sin embargo, la barrera de la limpieza de sangre existía. Los que tenían que acceder a determinados cargos debían demostrar que entre sus antecesores no había habido nadie condenado por la Inquisición o que era judío o musulmán. Si las pruebas genealógicas que presentaba no eran consideradas suficientes, se nombraba una comisión que visitaba las localidades donde podía obtener información y tomar declaraciones juradas a testigos acerca de los ascendientes del pretendiente —en ocasiones un simple rumor era suficiente para dudar de su "limpieza de sangre"—. El proceso podía durar años y eran frecuentes los sobornos y el perjurio para demostrar que se era "cristiano viejo".[16]

Pero lo que más preocupaba a los contemporáneos era que la "infamia" que recaía sobre una persona también recaía sobre su familia y sus descendientes. De ahí que las sentencias de los tribunales que conllevaban vergüenza pública fueran más temidas que la pena de muerte. Se consideraba que el estigma que recaía sobre una persona y sobre un linaje era perpetuo, y ni siquiera el bautismo lo podía borrar. Esta doctrina —"básicamente racista", según Kamen— fue fomentada por la Inquisición con su costumbre de colgar en un lugar visible los sambenitos una vez que los condenados habían finalizado el período de castigo "para que siempre aya memoria de la infamia de los herejes y de su descendencia". Incluso cuando los sambenitos se hacían viejos se reemplazaban por otros nuevos para que la "infamia" de un linaje no se olvidara. Esta costumbre se mantuvo hasta finales del siglo XVIII. "Estos sambenitos eran profundamente odiados no solo por las familias afectadas, sino también por las comarcas a las que pertenecían las iglesias donde se colgaban, a las que acarreaban ignominia".[17]

Los estatutos de limpieza de sangre fueron criticados por ciertos sectores como en el caso de la catedral de Toledo o el de la Universidad de Salamanca. Una de las personas que mostró una oposición más firme a los estatutos fue Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, quien en una ocasión afirmó que le habría gustado descender de los judíos porque así podría ser "pariente de Cristo Nuestro Señor y de Nuestra Señora la gloriosa Virgen María". Al culto que había a la pureza de sangre Ignacio de Loyola lo calificaba como "el humor español". Así pues, los jesuitas admitieron a los conversos, de quienes el rector del colegio jesuita de Alcalá escribió en una carta a Ignacio de Loyola: "se encuentra entre ellos más virtud que entre los cristianos viejos y los hidalgos". El sucesor de Ignacio de Loyola como general de la Compañía en 1556 fue un converso, Diego Laínez, lo que suscitó la oposición entre ciertos sectores de la Iglesia. Francisco de Borja, sucesor de Laínez y cristiano viejo, escribió en una carta que para el Señor "no hay acepción de personas ni distinción entre griego y judío, entre bárbaro y escita". Las presiones sobre los jesuitas aumentaron, siendo presentados a veces como un grupúsculo de judíos, hasta que en 1593 aprobaron la exclusión de los conversos. Pero la medida fue abolida quince años después al aprobarse que se permitiría entrar a los conversos que hubieran sido cristianos desde hacía cinco generaciones ("la mayoría de los conversos de España para esa fecha habían sido, de hecho, cristianos de cinco generaciones, como resultado de las conversiones obligatorias de 1492", por lo que los conversos podían volver a ser admitidos en la Compañía). Poco antes el jesuita Juan de Mariana había escrito en su tratado El rey (1599) una dura crítica a los estatutos de limpieza de sangre argumentando que "las notas de la infamia no deben ser eternas, y es preciso fijar un plazo fuera del cual no deben pagar los descendientes las faltas de sus antepasados".[18]

Ese mismo año de 1599 se publicó el alegato más rotundo que se había escrito nunca contra los estatutos y que causó una gran conmoción porque su autor había sido miembro de la Inquisición y además era un prestigioso teólogo dominico de 76 años. Se trataba de Agustín Salucio quien en su Discurso planteó dos críticas a los estatutos: que ya no tenían vigencia porque ya no había conversos que judaizaran y que habían traído más males que bienes —"de la paz dicen que no la puede aver estando dividida la república en dos vandos", afirmaba—. Y concluía: "Gran cordura sería assigurar la paz del reyno limitando los estatutos, de manera que de chistianos vejos [sic] y moriscos y confessos, de todos se venga a hazer un cuerpo unido y todos sean christianos viejos y seguros".[19]

El libro de Salustio, que recibió el apoyo de muchas autoridades civiles y eclesiásticas, abrió una enorme crisis en el seno de la Inquisición. La primera reacción del Consejo de la Suprema Inquisición fue prohibir el libro, pero no pudieron detener su difusión porque Salucio había enviado copias a los procuradores de las Cortes de Castilla, quienes reclamaron la intervención del rey Felipe III para que tomara una resolución ya que «en España más estimamos a un hombre pechero y limpio que a un hidalgo que no es limpio». El valido del rey, el duque de Lerma encargó un informe al inquisidor general quien elogió el libro de Salustio, pero a pesar de ello el libro continuó prohibido.[20]

Al libro de Salustio le siguieron otros que criticaban los estatutos, algunos de ellos escritos por miembros destacados de la Inquisición. Pero hasta la llegada al poder en 1621 del Conde-Duque de Olivares tras subir al trono Felipe IV no se hizo nada por cambiarlos. En 1623 la Junta de Reformación decretó nuevas normas que modificaban la práctica de los estatutos. Se eliminaban las pruebas de limpieza cada vez que se ascendía o se cambiaba de empleo, no se haría caso de los "rumores" para determinar la limpieza de sangre y tampoco de los testimonios orales que no estuvieran apoyados en pruebas sólidas, así como se prohibía la difusión de las obras en las que aparecían listados de familias de origen judío, como el "Libro verde de Aragón".[21]​ Sin embargo, los "consejos, tribunales, colegios mayores y comunidades con estatutos" a los que iba dirigida la reforma parece que la incumplieron, a pesar de que como escribió un miembro de la Junta de Reformación eran[22]

En 1626 el Consejo de la Suprema Inquisición, a instancias del Conde-Duque de Olivares, hizo público, según Henry Kamen, "el más extraordinario documento que jamás saldría de su seno".[23]​ Se trataba de una crítica frontal hacia los estatutos en la que entre otras cosas se decía:[23]

Sin embargo sólo dos años después, el Consejo de la Suprema declaró por mayoría de votos que "tenemos por cierto que es justa y loable la observancia de los estatutos de limpieza". A pesar de todo las críticas a los estatutos continuaron y en ellas se volvió a reiterar que "es cosa absurda y de gran perjuycio".[4]

Según Henry Kamen, la limpieza de sangre "nunca se aceptó oficialmente en el derecho español, ni en la mayor parte de las instituciones, iglesias ni municipios de España. El daño más profundo fue el que hizo, como sucede con otras discriminaciones raciales, en el ámbito del estatus, el rango social y la promoción. Pero en ningún momento llegó a convertirse en una obsesión nacional. [...] A finales del siglo XVII, los pocos estatutos que aún perduraban estaban siendo abiertamente ignorados y contravenidos a cada paso". La única excepción fue el caso de los chuetas de Mallorca cuya discriminación se mantuvo hasta la segunda mitad del siglo XIX.[24]

Los ministros ilustrados del reformismo borbónico criticaron los estatutos aunque no los abolieron —el conde de Floridablanca los condenó porque "se castiga la más santa acción del hombre, que es su conversión a nuestra santa fe, con la misma pena que el mayor delito, que es apostatar de ella"—. Por otro lado, en el siglo XVIII la idea de limpieza de sangre se entendió también como limpieza de oficios, es decir, de no haber desempeñado ningún oficio o comercio servil.[25]​ Como prueba de su larga pervivencia se puede citar que en una fecha tan tardía como 1804, el rey Carlos IV estableció que ningún caballero de orden militar se podía casar sin que un consejo determinara la pureza de sangre de la cónyuge.[26]

Los estatutos de limpieza de sangre fueron abolidos por una Real orden del 31 de enero de 1835, en el marco de la Revolución liberal española que puso fin al Antiguo Régimen, aunque hasta 1859 se mantuvo para los oficiales del ejército. Una ley de mayo de 1865 abolió las pruebas de limpieza de sangre para los matrimonios y para ciertos cargos civiles y militares.[25][27]​ Ese mismo año se permitió que aquellos cuya pureza de sangre no se podía establecer (es decir, los nacidos fuera de matrimonio) podían ingresar en la educación religiosa superior[28]​ y un año después, se eliminó el examen de pureza de sangre como condición de admisión a la educación superior laica. En 1870, la pureza de sangre dejó de ser un criterio para la admisión a cargos de profesor o en la administración pública.[29]

Numerosos edictos figuran en la Recopilación de las Leyes de Indias, que impedían a los conversos, sus descendientes y a los reconciliados por la Inquisición, trasladarse a América.[30]​ Esa reiteración repetida se ha considerado indicio, por algunos autores, de que estas disposiciones habrían sido ignoradas muchas veces.[31]



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