El hermetismo es una tradición filosófica y religiosa basada principalmente en textos pseudoepigráficos atribuidos a Hermes Trismegisto (el tres veces grande). Algunos de los principios del cuerpo doctrinal hermético son: a) el pensamiento simbólico, b) el hombre como símbolo emblemático del mundo (relación microcosmos-macrocosmos), c) el anima mundi, d) la teoría de las correspondencias entre niveles, e) la complementariedad de los contrarios, f) la meditación como técnica de ascensión de la mente individual a la región de la Gran Mente, y g) la vida como transmutación personal. Según los hermetistas, la alquimia no sería una mera protociencia, sino un lenguaje codificado mediante símbolos que le permitirían al iniciado "acceder a una percepción de orden suprahistórico, en la cual la naturaleza y el propio hombre [...] se hallan en un estado de creación".
La teoría hermética ha sido una influencia decisiva en diversas corrientes filosóficas, religiosas y esotéricas, así como en el arte, principalmente en la literatura, la música y la pintura, teniendo gran importancia durante el Renacimiento y La Reforma. La tradición reclama ser descendiente de una prisca theologia, idea de que existe una simple y verdadera teología, la cual está presente en todas las religiones y fue dada por Dios al hombre en la Antigüedad.
Muchos escritores cristianos, incluyendo a Lactancio, Tomás de Aquino, Giordano Bruno, Marsilio Ficino, Campanela y Giovanni Pico della Mirandola, consideraron a Hermes Trismegisto un sabio profeta pagano que previó la llegada del cristianismo. Sin embargo, algunos teólogos católicos lo condenaron o consideraron su doctrina como una herejía, en gran medida por su secretismo iniciático y su sincretismo. Uno de los primeros en hacerlo fue Agustín de Hipona en su obra La Ciudad de Dios.
El libro Poimandres, del cual Marsilio Ficino formó su opinión, establece que a Hermes "le llamaban Trismegisto porque era el filósofo más grande, el sacerdote más grande y el rey más grande". La enciclopedia bizantina Suda (siglo X) establece que: "Era llamado Trismegisto a cuenta de su alabanza hacia la trinidad, diciendo que hay una naturaleza divina en la trinidad".
El hermetismo filosófico se erige sobre la base de un conjunto de escritos supuestamente aparecidos en Egipto bajo el período de dominación romana (entre los siglos I y IV d. C.), y puestos bajo la advocación de Hermes Trismegisto. Probablemente, el hermetismo sea el "intento helénico" de sistematizar filosóficamente parte de las doctrinas religiosas y místicas de la cultura tardo-egipcia (aunque no hay por qué descartar otras influencias "orientales", como la israelita, por ejemplo). Asimismo, es muy probable que esta sistematización filosófica o "culta" se llevara a cabo sobre la base de otros escritos anteriores de ciencias ocultas (el llamado hermetismo técnico o popular). Esta definición se ciñe a estos escritos tardoantiguos, que servirán de base para toda la vasta producción hermética posterior.
La tradición hermética se "fundiría" con parte del entramado neoplatónico y el cristianismo incipiente durante la Antigüedad tardía, y con la religión católica, el cisma luterano, y la cábala cristiana, a través de los filósofos (platónicos, herméticos) y magos del Renacimiento y el Barroco, pero en ningún caso se difuminaría el esqueleto de su filosofía. Asimismo, el hermetismo inspiraría, por su potencia seductora, muchas corrientes ocultistas decimonónicas. Su universo viviente y su exaltación del espíritu humano, servirían en el siglo XIX tal como sirvieron en el Renacimiento: para que muchos díscolos y extraños personajes se enfrentaran al mecanicismo, al materialismo y al racionalismo militante impuesto desde la "pedantería académica" (aristotélica o positivista) y la Ilustración.
Un caso aparte es la tesis (debida en buena parte a Yates) que erige a la filosofía hermética como uno de los motores propiciadores del advenimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII. Aunque esta aventurada teoría ha recibido diversas críticas, su fundamento más sólido está en la concepción de magia natural renacentista y barroca, así como en la exaltación del hombre y su intervención en el mundo físico, que define (por supuesto con muchos matices) la filosofía hermética.
Es muy difícil deslindar el hermetismo filosófico (místico) del hermetismo técnico (ocultista). Sin embargo, se puede afirmar con mucha seguridad que los filósofos herméticos estuvieron vinculados a conceptos comunes a scientias del periodo como la astrología y sobre todo la alquimia, y a cierta clase de magia ceremonial greco-egipcia. Aunque por encima de todo hay que considerar al hermetismo como un constructo filosófico (una amalgama de estoicismo, medioplatonismo, neopitagorismo y algo de aristotelismo), pero con fines "prácticos" (la meta de todo buen hermetista es alcanzar la comunión con Dios mediante la revelación teúrgica, la recepción del noûs divino o la palingenesia).
No se ha incidido demasiado en la tesis de Festugière que trata de deslindar la "gnosis optimista" de la "gnosis pesimista", en el sentido de considerar a la filosofía hermética como una forma degenerada de filosofía mística griega. Sin embargo, para algunos autores esta separación y esta supuesta "degeneración" no se sostienen en los textos [cita requerida]. Por otro lado, es evidente que los filósofos herméticos no pretendían erigir un ensamblaje filosófico infalible, parangonable al discurso platónico.
La ordenación aquí ofrecida de los filósofos herméticos tardoantiguos tiene un valor eminentemente didáctico. La finalidad de esta ordenación es facilitar la comprensión de las doctrinas contenidas en el Corpus, el Asclepio, en los Extractos de Estobeo y en las Definiciones Armenias. Por lo tanto, la estructura ofrecida a continuación es, en cierto modo, subjetiva. Se han incluido aquí aquellas cuestiones y conceptos que habría que destacar del ecléctico constructo filosófico hermético tardoantiguo.
El hermetismo es completamente unitario en cuanto a la tríada fundamental que estructura la realidad. Debemos considerar a Dios como un cosmos inmóvil, al cielo como un cosmos móvil y el hombre como un cosmos racional (DH I 1), capaz de elevarse hasta el creador y demiurgo. En esta procesión hipostática el hombre es imagen del cosmos, y el cosmos es producto de Dios, cuyo aliento (pneûma) conduce el movimiento de los astros (CH III 2) y une a todos los seres en una cadena simpática. Sobre las otras «fuerzas» que actúan en la creación, tales como la providencia, la necesidad, el destino y la eternidad volveremos más adelante; baste ahora con poseer una visión clara sobre los pilares que sustentan el engranaje de lo creado y su absoluta dependencia (CH XVI 17: Dios-cosmos inteligible-cosmos sensible-sol-ocho esferas-demonios-hombres). Esta dependencia, importantísima para mantener el edificio hermético y sus “aplicaciones prácticas”, es reiterada constantemente en los Hermetica. Las diferentes concepciones de estas hipóstasis fundamentales y los seres intermedios (nos referimos sobre todo al sol como segundo demiurgo entre el cosmos y el hombre) no deben confundirnos, antes bien son intentos de conciliar nuestra tríada primera mediante entidades enlazadoras.
El hermetismo debe ser considerado como una «filosofía plena de vida»: el universo hermético está vivo, y sus entidades regidoras actúan eternamente. La muerte y el vacío no tienen cabida en el hermetismo.
El Dios supremo es el principio fundamental sobre el que se articula toda la doctrina hermética. Dios es a la vez padre y bien, creador y demiurgo. Dios es el bien supremo y el óptimo artesano de la creación.
La otra denominación de Dios es la de «padre», en su capacidad de crear todas las cosas. Pues lo propio de un padre es crear (CH II B 17). Y por eso se maldice a los hombres estériles, que no han sabido imitar su obra.
Según esta cosmovisión, Dios se valió del «Verbo» para engendrar al cosmos: El creador habría hecho la totalidad del cosmos no con las manos, sino con la palabra. Piensa por ello que está presente, que existe eternamente, que creó todas las cosas, que es uno y único y que creó todos los seres por su propia voluntad (CH IV 1).
En el hermetismo, las formas de aludir a Dios son aparentemente contradictorias, Dios es a la vez visible en lo creado, posee todos los nombres, es omnicorpóreo y goza de la fecundidad de ambos sexos, pero asimismo es incognoscible, innombrable, invisible y está envuelto en las brumas del misterio. Verdaderamente, esta forma de aludir a Dios y a sus atributos solo pretende expresar que la totalidad de lo real es Dios mismo, siguiendo una tradición teológica de origen egipcio (Ra es «aquel que es y no es»).
En CH V 1-2 se nos dice que si Dios no fuera invisible no podría abarcar la totalidad de lo creado, no podría ser eterno, porque lo invisible es eterno. Dios, por tanto, solo puede ser aprehensible por sus propias obras, puesto que se manifiesta en y a través de ellas y sobre todo a quienes él quiere mostrarse. La obra de Dios es visible en el hombre. Dios solo puede conocerse a través de su artesanía (CH V 6). Por eso Dios está más allá de cualquier denominación, por eso es el invisible a la vez que el más evidente. Aquel que es contemplado por el pensamiento pero que también es visible a los ojos (CH V 10).
Si Dios lo es todo, principio de la creación y creación misma, cuando hablamos de lo que es, hablamos de Dios, pues él contiene todo lo que es y nada es posible exterior a él, ni él fuera de nada (CH IX 9). Obsérvese que aquí no se establece una doctrina panteísta sin más, sino más bien una inmanencia absoluta de Dios, una forma de identificación total entre el creador y lo creado, que bien pudiera haber inspirado a Giordano Bruno. Si Dios es el Bien supremo, por fuerza es el engendrador de la Belleza y se debe tener la audacia de afirmar, Asclepio, que la esencia de Dios, si Dios la tiene, es la belleza; y que es imposible que lo bello y lo bueno se dé en ninguno de los seres del cosmos, pues todas las cosas que nuestra mirada abarca son meros simulacros y apariencias engañosos (CH VI 4). La voluntad de Dios es el principio creador, la energía que despliega genera la creación toda, y su esencia [es] querer que todas las cosas sean; pues Dios padre, el bien, no solo es el ser de todas las cosas, incluso cuando ya no son, [sino la realidad más íntima de todos los seres]. Esto es lo que es Dios padre, el bien, y no cabe atribuirle ninguna otra cosa (CH X 2).
Asimismo, y aquí debemos hacer hincapié, no cabe la muerte en Dios, porque la voluntad de Dios es la vida y si todas las cosas están vivas, tanto las terrestres como las celestes, y la vida es una, entonces la vida es generada por Dios y Dios ella misma. En suma, todas las cosas nacen de Dios y la vida es la unión de pensamiento y alma; y así la muerte no consiste en la destrucción de las cosas reunidas sino en la disolución de la unión (CH XI 14). Porque ¿cómo podrían existir cosas muertas en Dios, imagen del todo y totalidad de la vida? (CH XII 16).
Una bella alegoría nos muestra a Dios como un músico perfecto, que nunca desfallece, y que no solo ejecuta la armonía de los cantos, sino que marca el ritmo de la melodía apropiada a cada instrumento (CH XVIII 1). Y así, encontramos en el Asclepio: Saber de música no consiste, por tanto, sino en conocer la distribución ordenada del conjunto del universo y cuál es el plan divino por el que se asignó un lugar a cada cosa; pues la ordenación que, en un plan artístico, reúne en un mismo conjunto las cosas singulares, completa un concierto muy dulce y verdadero que produce una música divina (Asc. 13).
Siguiendo la doctrina pitagórica, la unidad, como reflejo de Dios en todas las cosas, nos lleva a la concepción de la mónada como elemento analógico e inmanente a lo creado. La unidad, puesto que es principio y raíz de todo, está en todas las cosas como raíz y principio. Como principio de todas las cosas, pues nada hay sin ella, no se origina de la nada sino desde sí misma. Y como tal principio, la unidad contiene todos los números y no está contenida en ninguno, a la vez que genera todos los números sin ser ella generada por ninguno (CH IV 10).
Ya hemos trazado suficientemente la voluntad creadora de Dios, ahora dilucidemos la Creación en sí. La cuestión de la Creación es una de las más complejas, dispersas y contradictorias de los Hermetica. Los tratados CH I Poimandres, CH III, y SH XXIII Kore Kosmou son los textos que mejor recogen los diferentes génesis herméticos. Se ha querido ver en CH I influencias del Génesis bíblico, pero probablemente el parecido resulte fruto del interés de los hermetistas por el pasaje del Antiguo Testamento, es decir, que ambas construcciones, la egipcia y la israelita, fueran muy parecidas y fácilmente confundibles.
En cualquier caso, la caída del hombre es el eje esencial del génesis hermético. Y aquí la diferencia entre la gnosis optimista y la pesimista se muestra con total crudeza: ¿ha caído el hombre en un tormento de humillaciones o por el contrario ha sido ensamblado en una creación maravillosa y única? Para los filósofos del Renacimiento no cabía dudar, y en cualquier caso, no es aceptable considerar que los hermetistas representaron una tierra eminentemente malvada, una cárcel de hombres más propia de las corrientes gnósticas.
Al hombre, por su excelencia y piedad, le está permitido acceder a los misterios de Dios, pero no podrá alcanzar semejante conocimiento mediante el pensamiento dialéctico. Será por medio de la revelación y la recepción del Noûs (véase más abajo el capítulo llamado “Palingenesia”) por las que el hombre pueda elevarse y atravesar el cielo hasta Dios mismo. Así, Poimandres, el Noûs del poder supremo, desciende sobre aquel que desea ser instruido sobre los seres, comprender su naturaleza y llegar a conocer a Dios (CH I 3), y en pleno éxtasis teúrgico comienza su labor mistagógica.
Lo incorpóreo que sostiene al cosmos es un Noûs total que totalmente se contiene a sí mismo. Un pensamiento total que se contiene totalmente a sí mismo, libre de cualquier cuerpo, estable, impasible, intangible, inmóvil él mismo en sí mismo, capaz de contener todas las cosas y salvaguarda de todos los seres, cuyos rayos son el Bien, la Verdad, el arquetipo del aliento vital y el alma arquetípica (CH II B 12).
Asimismo, y enlazando con la doctrina de la libertad, el noûs es un don divino: aquellos hombres que opten por la senda de la sabiduría accederán al Bien, rechazando el mal (CH IV, 3-6). El pensamiento es una recompensa para las almas virtuosas, y aquellos que se sumerjan en la gran crátera participarán del conocimiento y se convertirán en hombres perfectos, y no caerán en la ignorancia de los hombres irracionales, dominados por las pasiones y los apetitos corporales.
Esta jerarquía obedece a cuatro momentos de un mismo proceso: Dios, cosmos y hombre.
Se dice que Dios generó el cosmos mediante la palabra, es decir, que el pensamiento se hizo actividad mediante el Verbo divino. El hombre está dotado de pensamiento y palabra, y ambos están dotados del mismo valor que la inmortalidad. La palabra es distinta de la voz, porque la palabra que contiene en sí el valor del pensamiento está llena de sabiduría y poder (dýnamis). La palabra habita el pensamiento, y por eso es común a todo hombre, y solo la voz es distinta: —En efecto hijo, es diferente de uno a otro [la palabra], pero la humanidad es una sola: igualmente es una palabra y se traduce de una lengua a otra; de modo que, en realidad, encontramos un solo y mismo concepto en Egipto, Grecia o Persia… (CH XII 13). Si hay diferentes formas de expresar el pensamiento, aquella lengua que guarde en sus entrañas el misterio divino será la más alta y bella de todas, la más cercana a Dios; para Giordano Bruno, siguiendo el pasaje de CH XVI 2, esa lengua era la egipcia, y para Pico della Mirandola la hebrea, entroncando así con la tradición cabalística. Con todo, lo cierto es que el griego, lengua bárbara falta de poder, no era la más adecuada para expresar las «opiniones herméticas».
Considerando lo anterior, no debe extrañarnos que Jámblico defina la teología egipcia como una «mistagogia oculta en los símbolos» (Sobre los mist. VII 1). El hermetismo, debido a su raíz egipcia es deudor de un lenguaje simbólico, muy alejado de la «lengua de los filósofos». Las palabras en el hermetismo deben estar imbuidas de noûs, y si no es así, siempre es mejor el silencio (véase más abajo el capítulo «Silencio hermético»). Como se ve, este es un ejemplo claro de la mecánica y nada coherente separación entre el hermetismo llamado técnico y el filosófico. El hermetismo es una «filosofía de poder», no un saber más con el que demostrar y enseñar los procesos cósmicos mediante un lenguaje llanamente racional. Los hermetistas eran teúrgos; si eran o no filósofos depende de lo que se esté dispuesto a aceptar bajo el término filosofía.
El Pneûma es el impulso o energía cósmica que ordena el curso de los astros y vivifica a todos los seres de la creación. Por lo tanto, los procedimientos mágicos y astrológicos se valen de este éter, de esta sustancia común de los astros para poder llevar a cabo sus «obras milagrosas».
La eternidad es un concepto fundamental en el hermetismo, sobre todo en el tratado XI del Corpus y en el Asclepio. La eternidad no es una hipóstasis, dios o entidad mal encajada entre Dios y el cosmos, es un atributo de Dios y la creación toda. La eternidad es el pilar que sustenta lo creado. Dios gobierna eternamente el cosmos y sus seres vivos. La Creación es una eternidad viviente y el cosmos provee de vida eternamente a todos los seres que lo habitan (Asc. 29-31).
Con lo expuesto anteriormente ya deberíamos tener una base lo suficientemente sólida como para comprender el mecanismo esencial del hermetismo. El cosmos fue formado jerárquicamente (gracias al Verbo divino, se asienta en el Noûs primordial (lo incorpóreo), se mueve gracias al soplo divino (pneûma) y extiende su actividad en la eternidad, que se vale de la providencia (Prónoia), el destino (Heimarméne) y la necesidad (Anánke) para regir y mantener unido el todo en un orden perfecto, a pesar del azar consustancial a lo material (Asc. 40). La providencia es la razón perfecta en sí misma del Dios celestial, la voluntad y el proyecto divinos; el destino es la necesidad de que se cumplan todos los acontecimientos, enlazados unos con otros como los eslabones de una cadena, bajo el gobierno de los astros; la necesidad es una resolución inquebrantable e inalterable de la providencia (las definiciones de providencia, necesidad y destino, son las expuestas por Xavier Renau Nebot en Textos Herméticos, Madrid: Gredos, 1999, pp. 556-557).
Solo Dios es eterno, mientras que el cosmos, que ha llegado a ser por causa del padre, es siempre-vivo (aeízoon) e inmortal.
El cosmos está en perpetuo movimiento debido a una causa incorpórea (aliento vital, alma), en el seno de lo incorpóreo (Noûs), es decir, de un pensamiento total que totalmente se contiene a sí mismo (CH IIB 12). El movimiento se equilibra debido a la repercusión de los opuestos. Hay que dejar constancia una vez más que el movimiento no se produce en el vacío. El vacío no existe para el hermetismo.
El movimiento es el principio del cambio en el cosmos. La totalidad de lo creado se rige por la irresistible fuerza generadora de la rotación y la desaparición, de la revolución y la renovación.
No existe la muerte en el hermetismo, solo destrucción y renovación perpetuas, porque “muerte” es “aniquilación pero nada hay en el cosmos que sea aniquilado. En efecto, el cosmos es un segundo dios y un ser vivo inmortal y es por tanto imposible que muera parte alguna de este viviente inmortal, pues todo lo que existe es parte del cosmos y privilegiadamente el hombre, el ser vivo racional. (CH VIII, 1). Como señala Xavier Renau Nebot, la apocatástasis es una manifestación de la doctrina del eterno retorno, típica de las teologías solares y, en particular, de la religión egipcia.
El cielo está gobernado por el primer círculo de los treinta y seis decanos (SH VI 1-9), a través de los arcontes y los planetas, cuyo usiarca es el Pantomorfo. Este primer círculo linda con la esfera de las estrellas fijas (SH VI 12) y el Zodiaco. A continuación giran las Siete Esferas, regidas por la Fortuna y el Destino, mediante las cuales todas las cosas cambian según ley natural en un movimiento perpetuo.
El Noûs demiúrgico, dios del fuego y el aliento vital, fabricó los siete gobernadores (CH I 9), los planetas, gobernados por el sol, cuyo usiarca es La Luz. El sol es el demiurgo segundo (CH XVI 4-9), generador de la vida, garante del orden cósmico, luz sensible vehículo de la luz inteligible y centro del cosmos.
El cosmos sensible está gobernado por el sol y fragmentado por las ocho esferas. El mundo sublunar está regido por la íntima relación entre la luna y la tierra, y se encuentra sometido al cambio perpetuo, siendo la morada del hombre y de las almas. Sobre el Hades en el hermetismo, véase Asc. 17 y la extensa nota sobre esta cuestión en Textos Herméticos.
La respuesta a por qué el hermetismo fue tan estimado en el Renacimiento es bien sencilla: su exaltación del ser humano. Frente a las corrientes gnósticas, que depreciaban toda relación entre el hombre y la naturaleza, el hermetismo enseña que el cosmos ha sido creado para que el hombre, a través de aquel, pueda contemplar al creador (Asc. 8). El hermetismo es antropocéntrico porque tiene fe en lo que de divino hay en la naturaleza humana.
La astrología hermética nos enseña que el hombre es un reflejo del cielo (melotesia), es un microcosmos en simpatía con el macrocosmos. Los influjos decánicos, zodiacales, planetarios y demoníacos tienen una importante repercusión en el cuerpo y el alma humanos.
La excelencia del hombre que ha realizado la Gran Obra propuesta por la Alquimia es el núcleo de la antroposofía hermética (véanse Asc. 9-10 y 23, CH I 12-14, CH IV 2, CH X 24, CH X 25, CH XII 12, DH VI 1, DH VIII 6 y DH IX 6), y precisamente fue un fragmento del Asclepio el que sirvió a Pico della Mirandola para crear su maravilloso Discurso sobre la dignidad del hombre:
El hombre puede considerarse en el hermetismo en virtud de una doble naturaleza: una mortal y otra inmortal. En cuanto mortal está sometido al cambio (SH IIA 11-12), y en cuanto inmortal está capacitado para elevarse hasta el propio pensamiento de Dios mediante sus propios méritos.
El alma en el hermetismo es principio y causa incorpórea del movimiento en la región sublunar. Las almas habitan en el aire y son gobernadas por la luna (SH XXIV 1). Además toda alma es inmortal y está siempre en movimiento (SH III, 1). Las almas no son entidades independientes, son fragmentos que existen en virtud de una sola: el Alma del Mundo . Esta Alma del Mundo parece ser una emanación del propio Dios, no un atributo más del cosmos. El soplo divino (pneûma), unido al cuerpo, conduce al alma (irracional). Esta alma llanamente irracional puede elevarse al noûs divino (alma racional).
El alma es el recipiente donde son vertidas las faltas de los hombres, y una vez el cuerpo se disuelve, podrán elevarse o ser castigadas por su impiedad y apego a las pasiones corporales. Las almas atravesarán los elementos en un proceso de purificación progresiva, reencarnándose hasta alcanzar el coro de los dioses, pues este es el premio que espera a los que viven en la piedad con Dios y atienden al mundo con diligencia. Pero quienes no lo hagan y vivan en la impiedad, verán denegado su retorno al cielo y comenzarán una migración ignominiosa e indigna de un espíritu santo, encarnados en cuerpos ajenos (Asc. 12). Las almas son ordenadas por los centinelas de la providencia, el Psicoguardián y el Psicoguía. El Psicoguardián ‹es el vigilante› de las almas ‹aún no encarnadas› y el Psicoguía es el que conduce y señala sus cometidos a las almas mientras se incorporan (SH XXVI 3).
El alma se eleva hacia las alturas, atravesando las siete esferas. En la primera abandona la actividad de aumentar y disminuir; en la segunda, la maquinación insidiosa; en la tercera, el deseo; en la cuarta, el ansia de poder y la ambición; en la quinta la audacia impía y la temeridad de la desvergüenza; en la sexta, la sórdida avaricia; y finalmente, en la séptima esfera, abandona la mentira traicionera. Llega así a la naturaleza ogdoádica, uniéndose a las potencias, a las almas divinizadas. Se completa así la anábasis del alma (CH I 25-26).
La diosa Isis representa el receptáculo universal terrestre. En el seno de la madre y la doncella del cosmos sublunar solo hay cabida para el cambio eterno, para el movimiento y la generación continuos. La materia es el elemento pasivo del cosmos, aquello que necesita ser activado por la energía incorpórea para nacer. No obstante, la materia contiene el principio de la fecundidad, el poder y la capacidad natural de concebir y dar a luz (Asc. 14). Los cuerpos están compuestos de materia en distinta proporción. La proporción material se mide por la magnitud de los elementos terrestre, acuático, aéreo e ígneo (DH 1-6). Estos elementos son mezclados y disueltos eternamente debido a la velocidad del movimiento del cosmos (CH IX 7).
La materia es considerada, en general, como un recipiente tenebroso y sucio, una cárcel para el alma, sujeta al cambio, a lo inaprensible, a las pasiones y los apetitos indignos. No obstante, en la medida en que ha recibido participación de todo, accede también de algún modo al Bien: el cosmos es bueno en calidad de creador, pues crea todas las cosas y, en este limitado sentido, participa del Bien; pero no así en todo lo demás, pues es un ser pasible, móvil y creador de seres pasibles (CH VI 2).
El eje del pensamiento hermético está dominado por el dualismo luz-oscuridad, masculino-femenino, bueno-malo… Bien y mal confluyen en el cosmos como potencias necesarias para el orden. Dios es la fuente absoluta del bien, y el mal es una realidad ineludible no achacable a la voluntad divina, pues dispondremos de lo que procede de Dios, pero es también que lo que procede de nosotros lo acompañe y no quede rezagado. Por eso solo nosotros, y no Dios, somos los responsables del mal, en la medida en que lo prefiramos al Bien (CH IV 8). Por lo tanto el mal y el sufrimiento fueron sembrados en el mundo para que el hombre, mediante el pensamiento, la ciencia y el entendimiento, ascienda con humildad hasta el conocimiento de Dios, la Suma Bondad (Asc. 16). El hermetismo se enfrenta así a las corrientes gnósticas que consideran el cosmos como una totalidad malvada y tenebrosa, ajena al verdadero Dios (CH XIV 8).
La gnosis pesimista, de probable origen “oriental”, hace hincapié en la maldad del hombre (SH XI, sent. 19, CH VI 3-6). Solo mediante la piedad y el conocimiento de lo divino es capaz el ser humano de elevarse desde su propia esencia malvada. El hombre es libre para rechazar las pasiones y las vanas ataduras mundanas y encaminarse por la senda de la piedad y la sabiduría, aunque esté sometido al destino, porque nada en el cielo es esclavo, nada sobre la tierra es libre (SH XI, sent. 26).
El hermetismo no es una corriente religiosa, no posee una liturgia común o un libro sagrado único e inapelable. El hermetismo es una filosofía del conocimiento de Dios, una alianza entre sabiduría y piedad que se vale de la experiencia revelatoria y el ritual teúrgico para alcanzar la sabiduría divina. Para los hermetistas, la filosofía solo consiste en el esfuerzo por conocer a Dios mediante la contemplación y la santa piedad. La ciencia del conocimiento de Dios lo ocupa todo, y la filosofía pura, la que solo está pendiente de la piedad para con Dios, únicamente deberá interesarse en las otras ciencias en la medida en que, a través de ellas, podamos maravillarnos de cómo el retorno de los astros a sus posiciones iniciales, sus estaciones fijadas de antemano y todos sus cambios están regulados por el número, y que, al conocer las dimensiones, las cualidades y las cantidades de la tierra, las de las profundidades del mar, las de la potencia del fuego y las actividades de la naturaleza de todos ellos, el hombre se vea llevado, por la admiración, a adorar y colmar de elogios el arte y la sabiduría de Dios (Asc. 13).
La excelencia del hombre se cifra ante todo en la piedad, que es el origen de la bondad y ésta solo puede ser perfecta si la virtud del desprecio la ha fortificado contra todo deseo de cosas ajenas; porque ajenas a todo aquello que nos emparenta con los dioses son las cosas de esta tierra que se poseen por un deseo del cuerpo y a las que se denomina «posesiones», pues no nacen con nosotros sino que se poseen posteriormente, lo que nos da el sentido de la palabra posesiones (Asc. 11).
El hombre debe recoger las semillas divinas: la virtud, la templanza y la piedad, huyendo de la ignorancia del vulgo con el fin de alcanzar el conocimiento primordial. Pero el conocimiento es virtud de muy pocos, y la muchedumbre odia a los hombres buenos y sabios (CH IX 4), porque no todos los hombres disfrutan de la capacidad de pensar, pues hay dos tipos de hombres, el material y el esencial; el material, que vive entre el mal, retiene, como decía, la semilla demoníaca del pensar, el segundo, ligado por esencia al Bien, es conservado sano y salvo por Dios (CH IX 5).
Dios mismo guía al hombre piadoso que desea conocer la esencia divina, ya que tener esperanza en conseguirlo es el camino [adecuado, derecho] y fácil que conduce hasta el bien; él te acompañará en cualquier recodo del camino, él se te manifestará en todas partes, donde y cuando menos te lo esperes, estés despierto o dormido, mientras navegues o cuando camines, de noche o de día y tanto si hablas como si callas. Pues nada existe que no sea él (CH XI 21).
En el hermetismo la condición indispensable para la salvación es la regeneración. La regeneración consiste en un segundo nacimiento en el estado divino, en la recepción del noûs. Para llevar a buen término esta regeneración el hombre piadoso ha de buscar la sabiduría inteligible en el silencio y la semilla del verdadero Bien, y ha de ser fecundado por la voluntad divina mediante la determinación inquebrantable, la ascesis y la pureza moral. Esta pureza moral pasa por vencer los doce vicios constituidos a partir del círculo del Zodiaco, a saber: la ignorancia, la aflicción, la incontinencia, el deseo, la injusticia, la codicia, la mentira, la envidia, el fraude, la ira, la imprudencia y la malignidad. Estos doce vicios son dominados por las diez potencias o virtudes, que son: el conocimiento de Dios, el conocimiento de la alegría, la templanza, la fortaleza, la justicia, la generosidad, la verdad, el bien, la vida y la luz.
El propio valor de la palabra en el hermetismo impide la vacuidad de la palabra proferida. El pensamiento ha de inundar la palabra, y ante el éxtasis revelatorio el silencio es lo más prudente. La Belleza de Dios solo podrá ser contemplada cuando ya nada puedas decir sobre ella, pues conocerla supone un silencio divino y una inactividad de los sentidos (CH X 5). Asimismo, la divulgación de los misterios de la regeneración es proscrita por su impiedad: tan recónditos y grandiosos secretos no podrán ser propalados al vulgo ignorante, so pena de caer en el absurdo y la confusión. Por lo tanto, evita las conversaciones con la multitud, no quiero impedírtelo, pero más bien les parecerás ridículo, pues solo lo igual se asocia con lo igual y lo distinto no es jamás amigo de lo distinto. De hecho, estas palabras no tienen legítimamente sino unos pocos oyentes, y quizás no tengan ni esos pocos (SH XI 4).
Alcanzar a Dios implica elevar el pensamiento sobre la naturaleza mortal, sublimar la esencia del alma, pues cuando la belleza ilumina todo el pensamiento, inflama el alma entera y la atrae hacia arriba a través del cuerpo, transfigurando (al hombre) por completo para la esencia. Pues es imposible, hijo, que tras contemplar la belleza del Bien, el alma sea divinizada en un cuerpo de hombre (CH X 6).
El hermetismo es una filosofía de poder. Su finalidad última es el conocimiento de Dios, y para ello se vale del ritual teúrgico, y no solo de los meros razonamientos e intuiciones utilizados por el resto de creencias y filosofías. Es cierto, el hermetismo utiliza la magia para conocer y dominar las fuerzas cósmicas, pero no se trata de magia común, dirigida a hacer el bien o el mal según la voluntad del mago, sino de un poder derivado de la recepción del noûs, capaz de acercar al teúrgo-filósofo a la naturaleza divina de la creación. A nivel práctico, este poder basado en la simpatía cósmica consigue animar estatuas y crear imágenes divinas, insuflándoles aliento vital. El hombre puede modelar sus dioses a semejanza de sus propios rasgos faciales, construyendo estatuas capaces de conocer el porvenir, generar sueños adivinatorios, crear y curar enfermedades e influir sobre el estado de ánimo, de acuerdo con nuestra propia naturaleza y méritos (Asc. 23-24 y 37). El hombre se acerca a Dios imitando a la divinidad en su acto creador.
Hemos seguido en todo momento la excelente edición crítica de Renau Nebot.
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