Italia, bajo la República romana y durante el posterior Imperio, era el nombre que se daba a la península itálica, la cual constituía, de iure, el territorio metropolitano de la misma Roma y que, en cuanto extensión natural del Ager Romanus, gozaba de un status administrativo, fiscal, jurídico, cultural y social único, privilegiado y distinto de los de las provincias y de cualquier otro territorio bajo dominio romano situado fuera de ella.
Durante la República, Italia, que se extendía entonces desde el Rubicón hasta Calabria, no era una provincia, sino más bien el territorio de la ciudad de Roma, teniendo así un estatus especial: por ejemplo, los comandantes militares no podían llevar sus ejércitos dentro de ella y, por ello, cuando Julio César pasó el Rubicón con sus legiones, marcó el comienzo de una guerra civil.
Inicialmente, en época griega, el nombre de Italia abarcaba una porción de Italia que cambió a lo largo del tiempo. Según Estrabón (Geografía, v 1), al principio el nombre indicaba la tierra entre el estrecho de Mesina y la línea que unía el golfo de Salerno y el de Tarento; más tarde, en época romana, Italia se amplió hasta incluir toda la península, así como el norte de Italia continental hasta los pies de los Alpes y parte de la península de Istria, hasta la ciudad de Colonia Pietas Iulia (ex ciudad italiana de Pola).
Con el final de la guerra Social del siglo I a. C., Roma había permitido a sus aliados itálicos entrar con pleno derecho en la vida política romana, dando la plena ciudadanía romana a todos los pueblos itálicos (es decir, a aquellos itálicos que no la habían ya recibida en los siglos anteriores).
Finalmente, Julio César, dio la ciudadanía romana a los pueblos de la «Galia Transpadana», esto es, la parte de la Galia Cisalpina (Italia septentrional) que quedaba al otro lado del rio Po, extendiendo así Italia hasta los Alpes.
Entre finales de la República y comienzo del Imperio, y sobre todo desde la concesión de la ciudadanía romana a todos los itálicos gracias a la Lex Plautia Papiria, Italia, a diferencia de los territorios provinciales (además de constituir el territorio metropolitano de Roma ya desde las varias etapas de la República), poseía también el estatus de Domina Provinciarum (Soberana de las Provincias) y, en los primeros siglos de esplendor imperial y cuál patria ancestral de los romanos, los títulos de Rectrix Mundi (Gobernadora del Mundo) y Omnium Terrarum Parens (Madre de todas las Tierras).
Algunas ciudades provinciales, es decir, situadas fuera de Italia, que se distinguían por particulares méritos, podían ser premiadas con el ius italicum, máxima concesión que una ciudad provincial podía recibir del estado romano, la cual hacia que a los habitantes de tal comunidad se le concediesen todos los privilegios de los itálicos, como si su ciudad estuviera jurídicamente situada en la misma Italia y no en una provincia; este honor podía ser otorgado exclusivamente por los emperadores y de manera excepcional.
Las ciudades romanas de Italia fueron abundantemente embellecidas con teatros, anfiteatros, termas, circos y templos. Alrededor del año 7 a. C., Octavio Augusto, creó una nueva división administrativa exclusiva para Italia (inexistente en las provincias) formada por once regiones (la misma ciudad de Roma quedaba incluida dentro de la Regio I Latium et Campania), en parte aún existentes en la administración política de la Italia contemporánea; estas fueron, tal como relata Plinio el Viejo en su Historia Natural (iii 46):
Italia se vio aún más favorecida por Augusto y por muchos de sus herederos, con la construcción, entre otras estructuras públicas, de una densa red de calzadas que atraviesan toda la península itálica y que persisten aún hoy en día.
La economía italiana floreció: la agricultura, la artesanía y la industria tuvieron un apreciable crecimiento, permitiendo la exportación de bienes en todas las provincias del Imperio. La población italiana creció también: Augusto ordenó tres censos, para documentar la presencia de ciudadanos varones en Italia. Eran 4,063.000 en el año 28 a. C. y 4,937.000 en el 14 d. C. Incluyendo a las mujeres y los niños, la población total de Italia, en el comienzo del siglo I, estaría alrededor de los diez millones.
Hasta el año 212, Italia era también el único territorio donde todos sus habitantes libres gozaban de plena ciudadanía romana y, fuera de ella, en las provincias, la ciudadanía romana se limitaba a las ciudades provinciales con status de colonia romana y de municipia optimo iure, por eso la gran mayoría de los habitantes provinciales libres estaba compuesta por peregrini, es decir, por no ciudadanos; hasta la Constitutio Antoniniana del año 212, cuando, a través de un edicto del emperador Caracalla, se otorgó la ciudadanía romana a todos los hombres libres dentro del Imperio.
A partir de la mitad del siglo III, tras el otorgamiento de la ciudadanía romana a todo el Imperio, Italia (y con ella la misma Roma) comenzó a declinar, en favor de las provincias. A finales del siglo III, Italia, como otras zonas del Imperio, padeció los ataques de pueblos bárbaros (véase Anarquía militar y Crisis del siglo III).
Diocleciano dividió el Imperio en cuatro partes, llamadas diócesis. La Diócesis Italiae, gobernada por el Augusto de Occidente, fue a su vez repartida en dos zonas (Italia Suburbicaria e Italia Annonaria), ambas internamente repartidas en territorios menores y administrados cada uno por correctores:
Siempre en el siglo III, bajo Diocleciano, fueron añadidas al territorio de Italia dos ex provincias senatoriales: la de Sicilia y la de Sardinia et Corsica (siedo estas dos ex provincias, Sicilia y Sardinia et Corsica, los primeros dos territorios romanizados fuera de Italia, hacia la mitad de siglo III a.C.), confluyendo así en la Diócesis Italiae y más exactamente en la subdivisión de Italia Suburbicaria, administrada directamente por Roma.
En el tardo Imperio, cuando los bárbaros se convirtieron en uno de los problemas más importantes, los emperadores se vieron obligados a salir de Roma y de Italia, e incluso a establecerse provisionalmente en las provincias, incrementando así aún más el declive de Italia. En 330, Constantino I, trasladó la capital del imperio a Constantinopla, con la corte imperial, la administración económica, así como las estructuras militares (como la Armada romana, que hasta entonces tenía su flotas en los puertos italianos de Ostia, Miseno y Rávena).
Tras la muerte del emperador Teodosio, en 395, Italia se convirtió en parte del Imperio romano de Occidente. Luego vinieron los años de las invasiones bárbaras, y la capital de todo el Imperio de Occidente, que por aquel entonces era Mediolanum (Milán), se trasladó a Rávena, en el año 402. Posteriormente, Alarico, rey de los visigodos, saqueó la misma Roma en el año 403; algo que no había ocurrido nunca durante siete siglos. La Italia Septentrional fue atacada por los hunos de Atila, y Roma se vio nuevamente saqueada por los visigodos bajo el mando de Alarico, en el año 410.
Según la Notitia Dignitatum, una lista de oficiales y funcionarios civiles y militares que se considera actualizada hasta los años 420 para la parte occidental del Imperio romano, Italia, en aquellos últimos años imperiales, estaba gobernada por un prefecto, el Praefectus Praetorio Italiae (que gobernaba al mismo tiempo tanto Italia como los territorios de Ilírico y de África), un Vicarius, y un Comes Rei Militaris. Más específicamente, las regiones italianas estaban gobernadas por ocho Consulares (uno en Venetiae et Histriae, uno en Aemiliae, uno en Liguriae, uno en Flaminiae et Piceni Annonarii, uno en Tusciae et Umbriae, uno en Piceni Suburbicarii, uno en Campaniae y uno en Siciliae), dos Correctores (uno en Apuliae et Calabriae y uno en Lucaniae et Bruttiorum) y tres Praesides (uno en Alpium Cottiarum, uno en Samnii y uno en Sardiniae et Corsicae).
Con los emperadores subordinados en la práctica a sus generales, muchos de ellos bárbaros, el gobierno imperial controlaba débilmente Italia, cuyas fronteras, en especial las costas, eran atacadas constantemente, particularmente por los vándalos desde norte de África.
En 476, con la deposición del último emperador de Occidente, Rómulo Augústulo, a manos de Odoacro, rey de los hérulos, y el retorno de las insignias imperiales a Constantinopla, terminó el Imperio romano de Occidente. En las décadas siguientes Italia permaneció unida; primero bajo el gobierno de Odoacro, rey de los hérulos, y luego bajo los ostrogodos, cuyo rey, Teodorico, saneó las finanzas y promovió la cultura en todo el Regnum Italiae, manteniendo las antiguas instituciones romanas.
Utilizando como pretexto la sucesión de Teodorico, el emperador Justiniano envió a su general, Belisario, para "reconquistar" Italia. Tras largas guerras, que arruinaron a la península, los bizantinos derrotaron y expulsaron de Italia a los ostrogodos, sustituyendo su gobierno por un exarcado bizantino, el Exarcado de Italia. El territorio bajo control imperial fue, no obstante, reduciéndose progresivamente en favor de los nuevos invasores; los lombardos, que, a pesar de ser solo un pequeño número de individuos (menos de 100.000, entre hombres, mujeres y niños), en comparación a los casi 7 millones de itálicos nativos, lograron hacerse con el control de las instituciones políticas y militares de Italia, también gracias al vacío institucional dejado por la administración bizantina, fundando en 569 el Reino Lombardo de Italia, con capital en Pavia; y donde, en el curso del tiempo, la nueva élite lombarda fue adoptando gradualmente la cultura, la religión, la lengua y las costumbres latinas de los itálicos autóctonos, hasta ser totalmente absorbida por estos últimos. Desde entonces, y después de casi 800 años de unión, Italia quedó dividida en varios reinos y estados, y no volvería políticamente a reunirse de nuevo hasta el siglo XIX.
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