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Jornada de ocho horas



La jornada de ocho horas hace referencia a la reivindicación del movimiento obrero por la reducción de la jornada laboral y el establecimiento de las ocho horas de trabajo diarias o 48 horas a la semana, también conocido como el movimiento por la jornada reducida, que tuvo su origen en las pésimas condiciones de trabajo de la Revolución Industrial en Gran Bretaña a mediados del siglo XVIII.

En España en 1593 Felipe II estableció, por un Edicto Real, la jornada de ocho horas: «Todos los obreros de las fortificaciones y las fábricas trabajarán ocho horas al día, cuatro por la mañana y cuatro por la tarde; las horas serán distribuidas por los ingenieros según el tiempo más conveniente, para evitar a los obreros el ardor del sol y permitirles el cuidar de su salud y su conservación, sin que falten a sus deberes» (Ley VI de la Ordenanza de Instrucción de 1593).[1][2]

Estas mismas condiciones laborales se aplicaron también a los indígenas americanos, que contaban con una legislación propia y se organizaban en «repúblicas de indios» donde elegían ellos a sus alcaldes, excepto aquellos que trabajaban en las minas, cuya jornada se reducía a siete horas.[1]

Durante la Revolución industrial la producción en grandes fábricas transformó la vida laboral tradicional, tanto de la mano de obra de origen rural como gremial, imponiendo largas jornadas y condiciones de trabajo próximas a la esclavitud.

No se aplicaba la regulación, establecida desde 1496 en Gran Bretaña, según la cual la jornada de trabajo duraba como máximo 15 horas: desde las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche. Las condiciones de trabajo sin regulación ni control deterioraban la salud, el bienestar y la moral de los trabajadores. Entonces el uso de trabajo infantil era común. En 1860 el periódico The Daily Telegraph explicaba los horarios de los niños que trabajaban:

Desde 1810, Robert Owen difundió la idea de que la calidad del trabajo de un obrero tiene una relación directamente proporcional con la calidad de vida del mismo, por lo que para cualificar la producción de cada obrero, es indispensable brindar mejoras en las áreas de salarios, vivienda, higiene y educación; prohibir del trabajo infantil y determinar una cantidad máxima de horas de trabajo, de diez horas y media,[4]​ para comenzar. Para 1817 formuló el objetivo de la jornada de ocho horas y acuñó el lema de «ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo, ocho horas de descanso» (8 hours labour, 8 hours recreation, 8 hours rest).

El movimiento cartista, iniciado hacia 1838 presentó el 2 de mayo de 1842 al parlamento inglés un conjunto de propuestas entre las que se destacaba la reducción y limitación de la jornada laboral.

El 8 de junio de 1847, en Inglaterra, una ley concedió a mujeres y niños la jornada de diez horas. Todos los obreros franceses conquistaron la jornada de 12 horas después de la revolución de febrero de 1848.

La Asociación Internacional de los Trabajadores definió como reivindicación central la jornada de ocho horas, a partir de su Congreso de Ginebra en agosto de 1866, declarando que la limitación legal de la jornada de trabajo era una condición previa sin la cual fracasarían todos los otros intentos de mejoras y la emancipación misma de la clase obrera.[5]​ Se estimaba como «una gran disputa entre la dominación ciega ejercida por las leyes de la oferta y la demanda, contenido de la economía política burguesa, y la producción social controlada por la previsión social, contenido de la economía política de la clase obrera».[6]​ Esta decisión contribuyó decisivamente a generalizar en el mundo, una lucha que ya era adelantada por los trabajadores de varios países.

En Estados Unidos la jornada laboral estaba fijada en 18 horas. En Filadelfia, los carpinteros se declararon en huelga en 1791 por la jornada de diez horas. Desde 1829 se había formado un movimiento para solicitar a la legislatura de Nueva York la jornada de ocho horas. Para 1830 la reducción de la jornada laboral se había convertido en una demanda generalizada. El 16 de agosto de 1866 el Congreso Obrero General, en Baltimore declaró como primera y más importante exigencia de los trabajadores, "la promulgación de una ley fijando en ocho horas para todos los Estados Unidos la jornada normal de trabajo".[5]​ La Federación Estadounidense del Trabajo, en su cuarto congreso, realizado el 17 de octubre de 1884, había resuelto que desde el 1 de mayo de 1886 la duración legal de la jornada de trabajo debería ser de ocho horas, yéndose a la huelga si no se obtenía esta reivindicación y recomendándose a todas las uniones sindicales que tratasen de hacer promulgar leyes en ese sentido en sus jurisdicciones. Esta resolución despertó el interés de las organizaciones, que veían la posibilidad de obtener mayor cantidad de puestos de trabajo con la jornada de ocho horas, reduciendo el paro.

Así, en 1868, el presidente Andrew Johnson (1865-1869) promulgó la llamada Ley Ingersoll, que estableció la jornada de ocho horas, aunque con cláusulas que permitían aumentarla a 14 y 18 horas. Aun así, debido a la falta de cumplimiento de la Ley Ingersoll, las organizaciones laborales y sindicales se movilizaron para hacerla cumplir. La prensa calificaba el movimiento como «indignante e irrespetuoso», «delirio de lunáticos poco patriotas», y manifestando que era «lo mismo que pedir que se pague un salario sin cumplir ninguna hora de trabajo». El 1.° de mayo de 1886, 200.000 trabajadores iniciaron la huelga mientras que otros 200 000 conquistaron las ocho horas con la simple amenaza de parar. En Chicago donde las condiciones de los trabajadores eran mucho peor que en otras ciudades del país las movilizaciones siguieron los días 2 y 3 de mayo.[7][8]

A finales de mayo de 1886 varios sectores patronales estadounidenses accedieron a otorgar la jornada de 8 horas a varios centenares de miles de obreros. El éxito fue tal, que la Federación de Gremios y Uniones Organizadas expresó su júbilo con estas palabras: «Jamás en la historia de este país ha habido un levantamiento tan general entre las masas industriales. El deseo de una disminución de la jornada de trabajo ha impulsado a millones de trabajadores a afiliarse a las organizaciones existentes, cuando hasta ahora habían permanecido indiferentes a la agitación sindical».

En Australia la lucha por las ocho horas se libró ampliamente desde 1855 y la jornada de ocho horas se estableció en el sector de la construcción desde 1858, pero solamente se generalizó paulatinamente en el país.

En América Latina la demanda de la reducción de la jornada laboral fue enarbolada por los trabajadores en numerosas huelgas, hasta conseguir durante las primeras décadas del siglo XX la aprobación de leyes laborales que dispusieron la jornada de ocho horas. Así, por ejemplo, el artículo 123 de la Constitución mexicana de 1917 estableció las 8 horas. En 1915, se aprobó en Uruguay la Ley 5350,[9]​ conocida como Ley de Trabajo Obrero, que en su artículo número 1 estableció: "El trabajo efectivo de los obreros de fábricas, talleres, astilleros, canteras, empresas de construcción de tierra o en los puertos[...] no durará más de ocho horas". Esta es la primera ley nacional en ser aprobada con este contenido.

En 1917, justo después de la Revolución de Octubre en Rusia, el gobierno bolchevique instauró la jornada de ocho horas diarias y la semana de 48 horas.[10]

En el periodo de entreguerras, esta legislación se generalizó en los países industrializados y emergió la idea de una legislación internacional.[11]

En 1919, en España, después de la Huelga de La Canadiense que tuvo lugar en Barcelona durante 44 días, y que contó con más de 100 000 participantes que paralizaron efectivamente la economía, el gobierno español aceptó las demandas de los trabajadores que incluían una jornada de ocho horas, el reconocimiento de los sindicatos y el reintegro de los trabajadores despedidos. El Conde de Romanones fue relevado del gobierno en abril de 1919 después de firmar el 3 de abril de 1919 el llamado "Decreto de la jornada de ocho horas"[12]​ El 3 de abril fue aprobado el decreto y a partir del 1 de octubre de 1919 la jornada máxima total de trabajo fue de 8 horas al día y de 48 a la semana, convirtiendo a España en el segundo país europeo con jornadas de este tipo, tras la Unión Soviética.[13]

El 23 de abril de 1919, a propuesta del gobierno Clemenceau, temeroso de una huelga general, el Senado ratificó la ley de las ocho horas[11]​ y declaró el 1.º de mayo de 1919 un día festivo.

La Organización Internacional del Trabajo, fundada en 1919, se inspiró en esta ley para su convenio n.º 1 sobre las horas de trabajo.

Actualmente, la defensa de la jornada de ocho horas para los trabajadores depende de la lucha contra las diferentes formas de disfrazar la relación laboral, mediante contratos de servicios, honorarios u obras, que con sistemas de pago a destajo, por tareas, piezas o peso y con la tercerización, eluden la aplicación de las normas laborales vigentes en casi todos los países y logran de hecho imponer jornadas de trabajo indefinidas. Además de recibir un mal trato por parte de los dueños y poseer una calidad de vida baja.

El concepto histórico contemporáneo de jornada laboral va de la mano de industrialización de la producción durante la revolución industrial y la conversión del trabajo humano en fuerza de trabajo, como un factor de producción que pasa a formar parte de una economía de mercado con la teoría del valor-trabajo de los economistas clásicos (Adam Smith, David Ricardo, Karl Marx).

En la Tabla 1 puede apreciarse la evolución de las horas de trabajo por año, semana y día por persona en el Reino Unido desde 1785 al 2000. En este país se ha pasado en unos 200 años de 3.000 horas anuales a 1.489, prácticamente la mitad; de igual modo ha descendido el horario semanal y diario, si bien con la advertencia de que los días anuales no trabajados han ido aumentado y, a la vez, disminuyendo los días laborales semanales, desde 6 días, en algunos desde 7, hasta 5 los días laborales. Puede apreciarse un constante incremento de la productividad por hora trabajada y PIB per cápita y su explosión desde los años 1950 hasta los 2000 período en el que se ha cuadriplicado y triplicado respectivamente. Sin embargo esto último no podría argumentarse como resultado de la reducción de la jornada laboral puesto que en el mismo periodo de tiempo los avances en tecnología han permitido mayor eficiencia en los procesos productivos.



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