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Julio César Arana del Águila



Julio César Arana del Águila (Rioja, San Martín, 1864-Magdalena del Mar, Lima, 1952) fue un empresario cauchero y político peruano. Amasó una cuantiosa fortuna con la explotación del caucho en la región amazónica. Su empresa, la Casa Arana, se convirtió en 1907 en la Peruvian Amazon Rubber Company, con participación de capitales británicos y con sede en Londres. Al desatarse los llamados escándalos del Putumayo, en la región fronteriza entre Perú y Colombia, fue sindicado como el responsable de la explotación y la muerte de miles de indígenas amazónicos, a los que empleaba como trabajadores esclavizados. Los resultados de una investigación realizada por Roger Casement, a instancias del gobierno británico, motivaron que fuera procesado judicialmente, pero el inicio de la primera guerra mundial frustró el proceso. Llegó a ser senador por Loreto y presidente de la Cámara de Comercio de esa región. Como senador, se opuso a la aprobación del Tratado Salomón-Lozano.

Hijo de un sombrerero, solo tuvo estudios elementales. Se inició en el comercio y la explotación del caucho y otros productos, en Yurimaguas, en plena selva peruana, a partir de 1881. La explotación del caucho, a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX había despertado en toda esa zona la llamada fiebre del caucho.[1]

En 1889 se trasladó a Iquitos y en algunos años amplió sus operaciones caucheras en las riberas del Putumayo.[1]

La cercanía de la zona con Colombia le permitió enlazarse con compañías de ese país, como Larrañaga, Ramírez y Cía., de La Chorrera, entre otras, cuyas explotaciones se realizaban en la riberas del río Igaraparaná y el río Caraparaná, afluentes del río Putumayo.[1]

En 1899, Arana observó que a lo largo del Putumayo, zona toda ella cauchera, había una extensa población indígena; imaginó entonces las grandes ventajas que le reportaría una mano de obra esclava a fin de competir hasta la destrucción de sus rivales más inmediatos, los Casa Suárez, Fitzcarrald, Vaca Díez y demás siringueros o extractores de caucho. Aprendió los procedimientos criminales de la Calderón, compañía cauchera del Putumayo que, a partir de 1900, esclavizaba a los indígenas para colocarse en envidiable situación productiva. Los infelices habitantes naturales de las riberas de los ríos Cara-paraná, al alto Cahuinarí e Igara-paraná –es decir, los huitoto, andoque, bora y nonuya– fueron utilizados para la extracción de goma, su carga y transporte y los oficios propios de los campamentos. Sus tradiciones como el cultivo, la caza y otras actividades propias de sus comunidades les fueron entonces prohibidas.[2]

Sus éxitos comerciales catapultaron a Arana a la alcaldía de Iquitos en 1902. A partir de esa fecha asumió diversos cargos públicos, entre ellos el de presidente de la Cámara de Comercio y de la Junta Departamental.[1]

La bonanza de sus negocios lo llevó a instalar una sucursal en Manaus, Brasil, en 1903, con la intención de evitar la intromisión de agentes comisionistas. Dueño ya de una sustanciosa fortuna, constituyó la sociedad J.C. Arana y Hnos. y rápidamente adquirió la cesión de derechos de los ocupantes de muchos gomales, llegando a tener hasta 45 centros de recolección. No bastándole los negocios en territorio peruano, abrió exitosamente agencias en Londres y Nueva York, sustituyendo la sociedad familiar por la Peruvian Amazon Rubber Company, constituida en Londres en 1907 y respaldada con un capital de £ 1 000 000. En esta nueva compañía se mantuvo como gerente, asesorado por cuatro directores ingleses.

Su creciente poder le permitió adquirir gran número de explotaciones caucheras en la margen colombiana del Putumayo. Sus anteriores propietarios alegaron ante el gobierno colombiano que el método de adquisición de Arana consistía en la amenaza directa con sus hombres armados. El gobierno colombiano desoyó estas protestas. Los competidores de Arana contribuyeron entonces a difundir su fama de desalmado genocida. Esta imagen del cauchero sin escrúpulos sirvió de argumento, años después, de la novela La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, cuyo escenario es la frontera del Perú y Colombia. Rivera se valió de testimonios directos para escribir su célebre relato.

La explotación del caucho a escala multinacional requería de cientos de trabajadores sin apenas retribución, producción constante y el dominio de una zona que no importaba mucho a ningún gobierno.

En las explotaciones caucheras de la Peruvian Amazon Rubber Co., guardias armados obligaban a los indígenas al trabajo sin descanso. Había allí dependencias donde se les torturaba si no aportaban las cantidades de caucho requeridas.

El autor Wade Davis hace un recuento de algunos de los hechos más horripilantes en su libro El río, exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica:[3]

Un joven ingeniero ferroviario estadounidense, Walter Hardenburg, en 1908, de paso por el Putumayo, presenció también grandes vejaciones y asesinatos a los nativos, así como homicidios y persecución a los colombianos.

En 1909, el periódico londinense Truth, publicó el testimonio de Hardenburg bajo el título The Devil's Paradise (El paraíso del diablo). Walter relataba con detalle sus observaciones y otros testimonios que había logrado recoger durante sus meses de estadía en Iquitos; denunció la existencia de un verdadero régimen de esclavitud en el Putumayo, en el cual los indios eran forzados a trabajar, sometidos a la tortura en el cepo y al látigo, expuestos a hambrunas y a las pestes provocadas por las precarias condiciones de trabajo, entre otras formas de represión. Algunos de los hechos relatados por Hardenburg incluían que a los indígenas

En 1910 continuaron las denuncias sobre las brutalidades de la Casa Arana y Hardenburg afirma que más 40 000 indígenas habían sido asesinados. Truth también insistió en que era una «compañía limitada inglesa con directores y accionistas ingleses». Esta verdad horrorizó al público británico.[2]

En 1907, el ciudadano peruano Benjamín Saldaña presentó la primera denuncia contra la Casa Arana, por crímenes y abusos contra los indígenas del Putumayo. Un juez de Iquitos, Carlos A. Valcarcel, acogió la demanda.[4]

El fiscal de la Corte Suprema del Perú, José Salvador Cavero, en agosto de 1910, denunció los crímenes del Putumayo y propuso el nombramiento de una comisión judicial que se constituyera en la región para averiguar los hechos. La veracidad de los hechos se comprobó gracias a la enérgica actitud de los jueces de Iquitos Rómulo Paredes y Carlos A. Valcarcel. Se sindicaron a 215 personas como culpables (la mayoría de las cuales nunca fueron capturadas).[5]

En el ámbito internacional se empezó a hablar de los «crímenes del Putumayo», a raíz de las horrendas noticias sobre torturas y asesinatos de indígenas cometidos por empleados de las firmas caucheras de Sudamérica. Entre estas se hallaba la Peruvian Amazon de Julio Arana, cuyos accionistas y directivos eran británicos. Además, los empleados o capataces a quienes se sindicaba como los ejecutores de las atrocidades eran provenientes de la colonia británica de Barbados.[6]

Es por todo ello que esas noticias tuvieron mucho eco en Inglaterra, país cuyos políticos buscaban pretextos para intervenir en Sudamérica. La defensa de los indígenas se les mostraba como una excelente excusa para intervenir. Cabe señalar el doble rasero con que los británicos actuaban, en tiempos en que, bajo el imperio británico, ocurrían excesos similares (en Irlanda, Sur de África, Australia, Jamaica y la India). Tampoco los Estados Unidos, país adonde también llegaron los ecos estridentes del escándalo, se libraba de hipocresía, con el asunto de la reducción de los nativos americanos.[5]

En 1910, la corona británica envió al cónsul inglés en Río de Janeiro, Roger Casement, para que investigara los hechos. En sus informes, Casement comprobó la esclavitud que sufrían los indígenas, a quienes se aplicaba la pena de muerte si intentaban huir, así como recogió testimonios de los castigos atroces que recibían si no cumplían la cuota de caucho que se les imponía, castigos que incluían mutilaciones y torturas con fuego. Así como otros abusos de violaciones y concubinatos forzosos impuesto a las mujeres indígenas. Calculó en 30 000 los indígenas asesinados. Confirmaba así la versión de Hardenburg. Su informe se publicó en julio de 1912, que quedó plasmado en el Libro Azul Británico.[7]

Casement envió a las autoridades peruanas la lista de los inculpados en los crímenes, que sumaban 255 personas. Solo se capturaron a unos cuantos, todos empleados de nivel inferior. La Casa Arana, en todo momento negó su culpabilidad institucional y achacó toda responsabilidad al personal subalterno, especialmente a los negros barbadenses. Reclamó con energía que se individualizara a los culpables. También prometió cambiar el sistema de la recolección del caucho para evitar abusos.[5]​ Los inculpados más prominentes huyeron, por lo que nunca fueron juzgados y al final prescribieron los delitos.

En 1913, Arana tuvo que defenderse ante la Cámara de los Comunes en Londres, donde se había creado una comisión especial para investigar los crímenes del Putumayo. La principal defensa de Arana fue presentarse como «civilizador de indios», a los cuales describía como salvajes y caníbales. En breve tiempo redactó diversos escritos en Inglaterra y España con la intención de apuntalar su defensa, uno de los cuales es el libro Las cuestiones del Putumayo (Barcelona, 1913).[8]

Arana adujo a su favor que él no había tenido una vigilancia directa y personal sobre los métodos empleados para la recolección del caucho, por lo que ignoraba si se habían cometido las crueldades espantosas que se achacaba al personal subalterno, entre ellos los negros de Barbados, así como a algunos de sus directores, entre ellos el colombiano Ramón Sánchez y el boliviano Armando Normand. Aseveró que él no podía haber dado órdenes para cometer semejantes crímenes, basándose en la razón de que jamás habría diezmado a la población indígena, ya que eso habría ido contra sus propios intereses (su negocio requería de mucha mano de obra).[8]

La defensa de Arana la asumió el doctor Carlos Rey de Castro, quien señaló que el escándalo fue desatado por las siguientes razones:[5]

Los que sostenían la culpabilidad de Arana, consideraban que había una abundancia de pruebas en su contra que hacían prácticamente inútil su defensa, que se basaba fundamentalmente en desacreditar a quienes le acusaban. Sin embargo, Arana salió bien librado ante la justicia peruana. Se dice que usó sus influencias sobre las autoridades, entre ellos un ministro de Estado, parlamentarios y autoridades de la región.[5]

Hay que tener en cuenta contexto internacional entre Perú y Colombia para entender el estallido del llamado escándalo de Putumayo. Ambos países se disputaban una extensa región amazónica fronteriza, entre el Putumayo y el Caquetá, justamente donde se hallaban las caucherías explotadas por la empresa de Arana. El 6 de julio de 1906 se había celebrado un modus vivendi entre ambas naciones, que neutralizó la zona en disputa y facilitó, indirectamente, por la ausencia de autoridades civiles, policiales o militares, la acción de gente inescrupulosa. Cuando en octubre de 1907, la cancillería colombiana pidió unilateralmente el cese del modus vivendi, la cancillería peruana pidió a Arana que ayudara con sus empleados a repeler una posible invasión colombiana. Se produjeron así choques entre peruanos y colombianos. El gobierno peruano veía por eso a la empresa de Arana como un símbolo tangible de la defensa del territorio patrio. Mientras que Colombia, interesada en apoderarse de esa zona, desató una campaña intensa y vilipendiosa contra Arana y su empresa. Ciertamente, causa suspicacia el hecho que las denuncias de los crímenes se enfocaran sobre Arana y los caucheros peruanos, mas no sobre los caucheros colombianos, quienes también cometieron tropelías en aquella zona.

Los gobiernos colombianos antes de 1930, nunca hicieron algo frente a las atrocidades de la compañía de Arana, porque por un lado, poco o nada les interesaba lo que les sucediera a los indígenas, y por otro, desde los orígenes de la explotación del caucho en el Amazonas colombiano, tenían buenas relaciones con Arana. Por ejemplo, en el gobierno del general Reyes (1905-1910) el cónsul en Manaus era un cauchero peruano, y el mismo general en tiempos de juventud había tenido negocios con Arana, ya que su familia y él tenían el negocio de la explotación de la quina, y utilizaban las mismas rutas que el caucho. Por tanto, alquilaban las embarcaciones de la Casa Arana.

En la actualidad, los indígenas que habitan el norte del río Putumayo, recuerdan las historias de sus abuelos, como las más atroces que hayan vivido estas naciones, principalmente los Uitoto, pero también los Nonuya, Muinane, Andoke, Bora y Miraña.

Instalado nuevamente en el Perú, tras una estadía en Argentina, Arana se interesó otra vez por la política, y en el gobierno del Oncenio (años 1920) fue elegido senador suplente por el departamento de Loreto. Cuando el senador titular, Julio Ego-Aguirre Dongo, asumió como ministro de estado, ocupó dicho escaño durante varios años. Su labor en el parlamento estuvo orientada a promover el progreso de la región amazónica, con iniciativas como la creación de un régimen de protección a las propiedades indígenas, en 1923; la reducción de los cánones tributario para la explotación del petróleo, también de 1923; y la creación del Colegio Nacional de Iquitos, efectuado mediante la Ley N.º 5100 de 18 de mayo de 1925.[1]

Fue uno de los más tenaces opositores al Tratado Salomón-Lozano (suscrito en 1923), porque estipulaba que el Perú debía renunciar, a favor de Colombia, la margen izquierda del río Putumayo –donde Arana tenía propiedades concedidas por el gobierno peruano– y se desconocía la nacionalidad peruana de sus pobladores. Incluso encabezó una campaña propagandística en contra del tratado y escribió un folleto titulado El protocolo Salomón-Lozano, que fue decomisado por el gobierno (1927). Cuando el tratado fue sometido a su aprobación por el Congreso, Arana se contó entre los siete legisladores que votaron en contra, frente la abrumadora mayoría de 102 representantes que votaron a favor (20 de diciembre de 1927). Los otros seis fueron los senadores Julio Ego-Aguirre Dongo y Pío Max Medina, y los diputados Santiago Arévalo, Toribio Hernández Mesía, Vicente Noriega del Águila y Fermín Málaga Santolalla.[9]

Su vida política duró hasta la caída del gobierno de Leguía (27 de agosto de 1930), tras lo cual decidió retirarse de la vida pública. Alejado desde hacía tiempo de la selva, murió en Lima en 1952, en el olvido.[1]

Julio C. Arana es notoriamente una de las figuras más controvertidas de la amazonía peruana y de la historia del Perú, pues para unos fue un inclemente explotador de indios, mientras que otros lo vieron como un fervoroso defensor de la soberanía de su país.

El premio Nobel de Literatura 2010 Mario Vargas Llosa describe a Julio C. Arana en su novela El sueño del celta:

Por su parte, casi un siglo atrás, ya el escritor colombiano José Eustasio Rivera había denunciado los crímenes de la casa Arana en su novela La Vorágine (1924).



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