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Paul Valéry



¿Qué día cumple años Paul Valéry?

Paul Valéry cumple los años el 30 de octubre.


¿Qué día nació Paul Valéry?

Paul Valéry nació el día 30 de octubre de 1871.


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La edad actual es 152 años. Paul Valéry cumplirá 153 años el 30 de octubre de este año.


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Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry (Sète, 30 de octubre de 1871–París, 20 de julio de 1945) fue un escritor, poeta, ensayista y filósofo francés. Como poeta es el principal representante de la llamada poesía pura; como prosista y pensador (él se consideraba antifilósofo), la lectura y comentario de sus textos ha sido muy notable, desde Theodor Adorno y Octavio Paz hasta Jacques Derrida, que le comentó hasta en su último seminario.

Fue educado en Sète durante su infancia, pensó ya adolescente en dedicarse a la carrera de marino, pero diversos contratiempos lo obligaron, en 1884, a renunciar a la preparación de ingreso en la Escuela Naval. En 1889 inició estudios de Derecho en el Liceo de Montpellier. Según sus recuerdos, “la estupidez y la insensibilidad me parecen inscritas en el programa. Mediocridad de alma y ausencia total de imaginación entre los mejores de la clase”. Durante ese tiempo sus actividades principales consistían en añorar la frustrada carrera de marino (“Estoy ebrio de la belleza de las cosas del mar, y me esfuerzo por asir su hermosura arriesgada y triunfal”, escribía en 1891) y en descubrir, a partir de la lectura de A contrapelo de Huysmans, la literatura, principalmente la obra de poetas como Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y luego Mallarmé. Para ese entonces ya encontraba en el arte “la única cosa sólida”, en la metafísica “nada más que necedad”, en la ciencia “una potencia demasiado especial”, en la vida práctica “una decadencia, una ignominia”. En Montpellier conoció a Pierre Louys, y, por su intermedio, a André Gide, con quien consolidará una amistad duradera. Ellos fueron los primeros oyentes de los versos que había escrito y que se publicarían en la revista La Conque (fundada por Gide, Léon Blum y Henry Béranger), y del poema Narcisse parle, publicado después en L`Ermitage.

En 1892, en la noche del 4 al 5 de octubre, ocurrió en su vida una crisis que se conoce como la Noche de Génova, por haber sucedido en esa ciudad portuaria. El hecho comenzó a gestarse en junio de 1891, cuando Valéry se cruzó por azar en la calle con una mujer catalana, de la cual quedó prendado. Era una mujer diez años mayor, a quien volvió a ver en otras ocasiones pero sin atreverse a abordarla. Según el testimonio de su amigo Henri Mondor, “su languidez, el ligero balanceo de su talle, sus trajes de amazona y una coquetería de turbadora soltura lo habían herido y luego enamorado, cada día más, con desgarramientos, obsesiones, presagios extraños. Apenas sabía su nombre. Ella a él no lo conocía.” En una carta posterior a Guy de Pourtalès, Valéry le confió: “Creí volverme loco allí en 1892, en cierta noche blanca —blanca de relámpagos— que pasé sentado deseando ser fulminado”. Y en otro texto más o menos contemporáneo del suceso: “Noche infinita. CRÍTICA. Quizá efecto de esta tensión del aire y del espíritu… Me siento OTRO esta mañana. Pero —sentirse Otro— esto no puede durar. Ya sea que uno vuelva a ser, y que triunfe el primero; o que el nuevo hombre absorba y anule al primero”.

Se trataba, como señala Charles Moeller, de algo semejante a la “noche” de Paul Claudel en Notre-Dame, cuando se convirtió; a la de Brasillach en Toledo; fundamentalmente a la de Pascal. El último texto de Valéry citado (“Noche infinita. CRÍTICA…”) se emparenta con el Mémorial pascaliano (ese trozo de papel en que el filósofo de Port-Royal escribió los detalles de su revelación y que llevó cosido en su chaqueta hasta su muerte). Pero para Moeller “la noche de Valéry no fue ni de amor humano ni de amor divino; ni siquiera sentimiento de presencia de cualquier clase: fue espanto, descubrimiento de la vanidad radical de toda su vida anterior. Noche mística, pero bajo el signo de la nada”.

Como resultado del suceso, Valéry decidió separarse de sí mismo, de ese sí mismo que catalogaba de falso, al tiempo que separaba de sí los “ídolos”, como él los llamaba. Primero de todos, el ídolo del amor, concentrado en una imagen que desarticulaba su intelecto, la amazona catalana; después la literatura, la religión; la emotividad, que destruía el equilibrio de la inteligencia. Pero a continuación, la violencia de su sensibilidad lo obligó a buscar un sitio existencial estable. Eligió, según sus propias palabras, el intelecto, el ídolo intelecto. Desde ese punto, para él ya no tendría importancia el contenido, que sería solamente vanidad; lo esencial sería el mecanismo del hecho, el secreto de la forma. De cualquier modo, y como resultaría imposible prescindir totalmente de un contenido (el vacío sería su resultado) resolvió al menos apartarse todo lo posible de este, estar siempre más allá, en esos sitios que iría creando la ascesis que constituiría su vida desde entonces: meditaciones e investigaciones intelectuales desarrolladas en las madrugadas, sobre una pequeña pizarra, durante veinte años.

Entretanto, y luego de cumplir su servicio militar, se trasladó a París. En el aspecto literario, fue la época en que descubrió a Edgar Allan Poe, algo que encontraba más importante que el descubrimiento anterior de Mallarmé, ya que “con lucidez y buena fortuna —como le escribió a Gide—, Poe hizo la síntesis de los vértigos”. En la capital francesa se instaló en la calle Gay-Lussac, en una habitación alguna vez ocupada por Augusto Comte. Comenzó a frecuentar la casa de Marcel Schwob, la de Huysmans, la de Mallarmé. Por ese tiempo la revista El Centauro le solicitó un texto. Valéry decidió reanudar una obra apenas esbozada en la que pensaba describir las memorias de C. Auguste Dupin, el personaje de Poe. Este manuscrito, que empezaba con la frase “La estupidez no es mi fuerte”, se convirtió, con el agregado de notas en las que se describía a sí mismo, en La soirée avec monsieur Teste. Como Valéry, Edmund Teste, el personaje, rechaza las apariencias, esas apariencias con las que sin importar el tema, se conforma la mayoría; no acepta tampoco definiciones aproximadas con respecto a las palabras, exige más y más rigor allí donde está en juego la esencia del lenguaje. Como Valéry, él también es un buscador de lo absoluto.

Poco después, durante una visita a la casa de Schwob, habló tan brillantamente sobre Leonardo Da Vinci, que León Daudet, director en esa época de La Nouvelle Revue, le solicitó un artículo sobre el artista. Este pedido dio origen a la Introducción al método de Leonardo Da Vinci, que será publicado un año antes que la Soirée, en 1895.

Luego de trabajar durante un tiempo como redactor en el Ministerio de Guerra, fue contratado como agregado de prensa por la Chartered Company de sir Cecil Rhodes. Por razones de trabajo se mudó a Londres, donde en la primavera de 1896 estuvo a punto de suicidarse. Lo salvó, cuando tenía ya la soga anudada al cuello, la vista de un libro que reposaba por ahí, la obra de un humorista francés del Boulevar. Leyó unas líneas de un texto absurdo y se sintió liberado. A partir de ese incidente dejó atrás una etapa de su vida en la que reinaba, como le confesó a Gide, “la moral de la muerte”.

En 1900 se casó con Jeannie Gobillard, familiar lejana del pintor Edouard Manet. Con ella tendrá tres hijos y su matrimonio transcurrirá sin sobresaltos. A partir de ese momento proseguirá con su trabajo cotidiano, que le permite vivir, y, en el ambiente recogido y alejado del mundo que él mismo ha elegido, sus investigaciones tendientes a reforzar su conocimiento del espíritu y del lenguaje.

Antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, en 1913, André Gide, que terminaba de fundar la Nouvelle Revue Francaise, le pidió autorización para publicar los versos que habían aparecido antes en algunas revistas. Valéry se negó, pero los amigos reunieron todos esos números atrasados, los hicieron mecanografiar y se los presentaron al poeta. Tras vacilar un poco, al fin aceptó corregirlos. “Contacto con mis monstruos. Disgusto. Me pongo a manosearlos. Retoques”, escribió en sus notas. Luego, como la extensión de la obra no le parecía suficiente, decidió completarla agregándole un pequeño poema, algo que sería también, según pensaba, su despedida de la poesía. Comenzó en 1913. Al año siguiente estalló la guerra y su trabajo se fue retrasando. Por fin, en 1917, lo completó. Se titulaba La joven Parca.

Este libro lo convirtió en una celebridad, algo que Valéry aceptó con modestia e ironía. En 1920 publicó El cementerio marino y su fama se acrecentó todavía más. Un año después una encuesta daba cuenta de que la mayoría lo consideraba como el poeta francés más grande de ese tiempo. En 1922 apareció su poesía completa con el título de Charmes, en una edición reducida. Los honores y los reconocimientos oficiales empezaron a sucederse. En 1925 fue elegido miembro de la Academia Francesa. En su discurso de recepción, hecho en honor de su predecesor, Anatole France, no lo nombró a este ni una vez, como una especie de venganza por haberse negado alguna vez France a la publicación de los versos de Mallarmé. A partir de ese año empezó a publicar una serie de obras en prosa acerca de los temas más variados, algunas de ellas por encargo. Durante la ocupación alemana no solamente rehusó colaborar, sino que hasta se atrevió, en su carácter de secretario de la Academia Francesa, a pronunciar el elogio fúnebre “del judío Henri Bergson”. Esto consiguió que fuera destituido de su cargo de Administrador del Centro Universitario de Niza.

De 1938 a 1945 vivió una secreta relación sentimental con Jeanne Loviton, una abogada treinta y dos años más joven, que escribía novelas con el seudónimo de Jean Voilier, y cuya vida amorosa había estado ligada a varios escritores de la época. Este romance (“Oh triunfo de mi ocaso, que doras mi crepúsculo con mirada de amor”) le inspiró a Valéry la escritura de centenares de poemas de amor, que él mismo corrigió y ordenó y a los que decidió titular Corona & Coronilla, así, en español. Adjuntó además unas notas declarando que “hay buenas cosas en este montón, este pobre montón de horas devotas y cantarinas... Sí que valió la pena. Forma un conjunto como no hay otro, creo, en nuestra poesía”. Un conjunto que da cuenta de que el corazón triunfa al fin en Valéry sobre el espíritu y su ídolo intelecto. Él mismo lo escribe en una de sus últimas anotaciones en los Cuadernos: “…Conozco my heart también. Éste triunfa. Más fuerte que todo, que el espíritu, que la organización. Es un hecho. El más oscuro de los hechos. Más fuerte, pues, que el querer vivir y el querer comprender es este bendito C”. Para algunos biógrafos del poeta, el que su amante lo abandonara para casarse con el editor Robert Denoël, sumió a Valéry en la tristeza y fue causa importante de su muerte, ocurrida dos meses después de ese abandono, el 15 de julio de 1945. Luego de unos funerales nacionales, ordenados por el presidente Charles De Gaulle, fue sepultado en Séte, en el cementerio marino que había inspirado su poema.

En los últimos años ha aparecido la monumental biografía de Michel Jarrety, Paul Valéry (Fayard, 2008), referencia ineludible, y el sobresaliente ensayo interpretativo de Benoît Peeters, Valéry. Tenter de vivre (Flammarion, 2014), que contiene un balance biblográfico.

De entre la obra de Valéry se destacan seis títulos: La velada con Monsieur Teste, La joven Parca, El cementerio marino, la serie de ensayos denominada Variedad, la obra teatral inconclusa Mi Fausto, y los Cuadernos, título con el que se agrupan las anotaciones que asentó durante cincuenta años en más de doscientos cuadernos.

Monsieur Teste, “fantástico personaje engendrado durante jornadas de embriaguez de su voluntad y entre extraños excesos de conciencia de sí”, según escribió el propio Valéry, ilustra para el crítico Pierre de Boisdeffre “el ideal valeriniano del sabio, del hombre completamente dueño de su pensamiento, entregado por entero a las despiadadas disciplinas del espíritu”. Verdadera Quimera de la mitología intelectual, como también lo llamó su autor, ningún rasgo lo particulariza; habla sin gesticular, no sonríe, apenas saluda, habita un pisito amoblado sin libros ni escritorio, un alojamiento “cualquiera”, “análogo al punto cualquiera de los teoremas y acaso tan útil”. Allí, en ese lugar “puro y trivial”, repasa los métodos extraordinarios que ha encontrado para lograr que su pensamiento consiga un alto grado de precisión, para que el lenguaje adquiera definiciones cinceladas por bordes de diamante, que seccionan hasta el mínimo lo vago y mal considerado. A veces se detiene y anota: “Confieso que he hecho un ídolo de mi espíritu, pero no he encontrado otro”. Termina por parecerse, según agrega Boisdeffre, “a un hombre de vidrio de tan clara visión, tan neta sensibilidad, tan sutil representación y ciencia tan perfecta, que se refleja, repercute y responde como en una serie infinita de límpidos espejos”. Al final, sin embargo, hastiado de tener razón, de la eficacia de sus procedimientos, de conseguirlo todo merced a la potencia de su espíritu, M. Teste considera ensayar “algo distinto”, algo que le permita sortear ese transcurrir “del inconsciente insensible al inconsciente insensible” al que fue llevada su vida por ese atisbar afiebrado de su propio yo.

“Una pesadilla en la que el personaje es, a la vez que objeto, conciencia consciente. Figuraos que alguien despertara en medio de la noche y que durante toda la vida se hablara y se reviviera a sí mismo”: de este modo trató Valéry de definir su poema La joven Parca, publicado en 1917, “después de muchos años de haber abandonado el arte de versificar y tratando de obligarme de nuevo a ello”, como reza la dedicatoria a su amigo André Gide. Para muchos críticos poema de la conciencia, de la memoria, del devenir, su desarrollo en varias direcciones lo transforma, en palabras de su creador, en una “pintura de psicológicas sustituciones… y en la transformación de una conciencia durante el transcurso de una noche”. El ensayista y filósofo Alain escribió en el prefacio para la primera edición francesa que se trata de una epopeya íntima, que la Parca desenreda de su propio ser el hilo de cada destino; y según ella misma, no según una necesidad externa. “De ahí su nombre, su doble nombre, la Joven Parca. Parca, debido a que no existirá jamás una vida distinta de ésta, movida, arriesgada, salvada según sus propias tormentas y con las mareas de la sangre, es decir de acuerdo con las leyes puras del mundo, en detrimento de la historia. Joven, porque la vida épica es la vida virgen, poderosa, apasionada de sí misma —no la vida desgarrada— y ya transmitida al siguiente”.

El cementerio marino se originó a partir de un ritmo que Valéry recordó un día, un ritmo apenas utilizado desde los cantares de gesta de la Edad Media: el decasílabo con acento y cesura en la cuarta sílaba. Concebido como una especie de sinfonía cuyas frases melódicas resonaban en el interior del poeta, semejaba en sus inicios un marco sonoro dentro del cual se encuadraban imágenes flotantes. Según propia confesión, la más nítida de estas era una visión de su juventud, una colina alargada que dominaba su ciudad natal de Sète y concluía en el rectángulo del cementerio, llamado desde siempre, por la vista del mar que desde allí se tenía, “El cementerio marino”. Gustave Cohen, profesor de la Sorbona y que “explicó” a los estudiantes el poema en presencia de Valéry, le concede importancia a este elemento personal, “que implica una especie de confesión sentimental, aunque extremadamente velada, y que se justifica sobre todo por el hecho de que la conclusión será la determinación de una actitud, el paso de la pura contemplación a la acción creadora”. Para él, el poema recuerda la estructura de una tragedia clásica, realizada no en cinco sino en cuatro actos, con su exposición, su trama y su desenlace. Esos cuatro actos o momentos, él los identifica como Inmovilidad del No-Ser o de la Nada eterna e inconsciente (estrofas I-IV), el primero; Movilidad del Ser efímero y consciente (estrofas V-VIII), el segundo; ¿Muerte o Inmortalidad? (estrofas IX-XVIII), el tercero; y Triunfo de lo momentáneo y de lo sucesivo, del cambio y de la creación poética (estrofas XIX-XXIV), el cuarto. Su conclusión es que se trata de un arte y de una doctrina que no pretendían “más que expresar el éxtasis angustiado del poeta filósofo entre el esplendor inmóvil del No-Ser y la inquietud estremecida del Ser, entre el Universo que se ignora y la conciencia que se conoce, entre lo Eterno, que es pura luz, y lo momentáneo, que posee la riqueza, la fecundidad y el viso tornasolado de la existencia”.

Variedad recoge una serie de ensayos clasificados como Estudios literarios, Estudios filosóficos, Ensayos casi políticos, Teoría poética y estética y Memorias del poeta.

En Estudios literarios se destacan los dedicados a Stendhal, a Baudelaire y a Mallarmé, este último un relato detallado de sus impresiones al tener ante sí por vez primera, presentado por su autor, la disposición tipográfica del célebre poema Un coup de dés.

En los Estudios filosóficos hay tres estudios sobre Descartes, uno de sus autores favoritos, y, tan importantes como estos, un estudio sobre Eureka de Edgar Allan Poe y otro sobre Swedenborg.

En Ensayos casi políticos aparece "Balance de la inteligencia" que es el ensayo más significativo; en Teoría poética y estética, “A propósito de poesía”, “Discurso sobre la estética” y “Poesía y pensamiento abstracto”. En Memorias del poeta, finalmente, se distingue el trabajo titulado “A propósito de El cementerio marino”, en el cual Valéry relata los detalles que le dieron origen al poema y luego reflexiona, de un modo más general, sobre cuestiones relacionadas con la labor poética.

La primera idea acerca de Mi Fausto aparece en julio de 1928, en las anotaciones de los Cuadernos. Son esbozos que serán luego desechados: un monólogo de Adán que expresaría la situación del hombre fuera del Paraíso y su aceptación de la mortalidad; un diálogo entre el demonio y Dios; algún tema bizarro: “Margarita es presentada a Fausto, que solicita un muchacho”; una especie de relato de “memorias”, parecido a los fragmentos que aparecen después en la versión actual, cuando le dicta a su secretaria. En 1930 aparecen dos de las ideas centrales de la obra: la amenaza que significa para el mundo el espíritu del hombre, y la idea del “yo puro, del yo que trasciende”. La primera le es comunicada a Mefistófeles entre reproches: “Ahora apenas si causas miedo. El infierno no aparece más que en el último acto… Mientras tú descansabas en la pereza de tu eternidad, sobre tus procederes del año I, el espíritu del hombre, ¡despertado por ti mismo!..., ha acabado por acometer los cimientos de la Creación… ¡Figúrate que han encontrado… el viejo CAOS!… Y ahora comienzan, a tientas, a palpar los mismos principios de la vida… ¿Sabes que eso es, quizá, el fin del alma?” Se trata de una época de la humanidad en la que “el bobo vuela y las tonterías cabalgan sobre la luz”, y que Valéry, en el final de sus días, llamará “innoble” y juzgará irreversible. La segunda idea, la del yo-puro, Fausto la comunica diciendo que desea acabar “ligero, desatado para siempre de todo lo que se parece a algo”, aunque luego, como herido por el frío existencial de esa zona demasiado abstracta, retrocede hasta aceptar la posibilidad de que en su vida se instale la única forma de amor que halla gracia a sus ojos: la ternura. Lust, “la señorita de cristal”, la secretaria joven a quien él le dicta, encarnará entonces esa ternura, estableciendo un balance entre la extrema inteligencia y el corazón oscuro. Para el crítico Charles Moeller, la sorprendente novedad de este Fausto reside en que Valéry, y según lo que este mismo escribió al respecto, va a intentar hacer “del amor una potencia capaz de figurar en el espíritu y de combinarse con él de suerte que uno y otro, recíprocamente, se exalten”. Esto no fue plasmado en la obra, que quedó inconclusa, pero la confesión de Valéry en sus Cuadernos: “Pues Lust y Fausto son yo —y nada más que yo”, es para Moeller un indicio “pasmoso y esencial” de las intenciones del poeta.

Los Cuadernos de Valéry reúnen sus anotaciones diarias, hechas en los amaneceres (“entre la lámpara y el sol”) y con la disciplina y el rigor obstinado de quien consideraba que “ser es ser disciplinado”. La primera anotación de estos Cuadernos pertenece al año 1894; la última, escrita con lápiz y mano temblorosa, al verano de 1945, dice: “La palabra Amor sólo se ha visto asociada al nombre de Dios desde Cristo”.

Andrés Sánchez Robayna, traductor y prologuista de la edición española (una selección que redujo las más de veinticinco mil páginas del original a unas quinientas), anota que lo que conduce a Valéry a una práctica semejante de escritura “es una pertinaz, obsesiva voluntad de conocimiento. Pero una voluntad en la que comprender no es distinto de crear. Lo había aprendido de Leonardo da Vinci”. Aforismos, fórmulas matemáticas, estudios sobre arte y estética, sobre filosofía (Ilya Prigogine afirmó que las actuales teorías de la Física acerca del tiempo están anticipadas con la mayor claridad en estos Cuadernos), dibujos, poemas en prosa, apuntes de biografía, de política, de psicología, de sociología, de crítica literaria, hasta fragmentos de criptografía erótica, permiten asistir a la evolución del pensamiento valeriano y, también, a la gestación de sus obras poéticas y ensayísticas.

La estudiosa Judith Robinson destaca en su libro El análisis del espíritu en los Cuadernos de Valéry, que el pensamiento analítico de este autor tiene menos afinidad con el método tradicional francés de reflexión que con Ludwig Wittgenstein, con el Círculo de Viena y con la escuela inglesa de Bertrand Russell. También lo ha afirmado Jacques Bouveresse, al aproximarle a Musil y Wittgenstein.

No dejó a los filósofos insensibles: frecuentaron su obra Merleau-Ponty, Heidegger y Adorno. Fue considerado por Octavio Paz, acaso en un momento de declive sartriano, como filósofo más importante que Sartre, y para Theodor Adorno fue quien tuvo mayor influencia en el pensamiento de Walter Benjamin, con quien a veces se le ha emparejado más ajustadamente, como pensador y prosista. Por su parte Jacques Derrida le comentó mucho en sus libros, hasta en su último seminario, La bête et le souverain.[1]

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