x
1

Reforma o ruptura



«Reforma o ruptura» fue el debate que se presentó durante la Transición española para la salida de la dictadura de Francisco Franco.

La estabilidad social durante la transición se ha presentado habitualmente como un ejemplo de transición pacífica. Tras la muerte de Franco, la mayor parte de los españoles estaban desinformados y despolitizados, aunque expectantes, sin saber qué devenir acontecería. El grado de movilización social y concienciación política era muy escaso, visible por ejemplo en los porcentajes de afiliación política o sindical,[1]​ con una Ley de Asociaciones Políticas muy restrictiva que no fue promulgada hasta 1974. Sin embargo se produjeron movilizaciones importantes con relación a la reclamación de amnistía, como las efectuadas en Madrid, protestas que nunca amenazaron directamente la estabilidad política. La dimensión de las movilizaciones fue mucho mayor en las provincias de Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra en la lucha por la amnistía y la ikurriña, con una durísima represión. En Cataluña la movilización fue menos radical, pero no por ello menos importante.[2]

Desde los años finales del franquismo, pero sobre todo desde el denominado espíritu del 12 de febrero de 1974, los denominados aperturistas del régimen intentaban que la transición que necesariamente habría de abrirse tras la inevitablemente próxima muerte de Franco, fuera por cauces moderados y no representara un vuelco político que afectara a los intereses sociales y económicos establecidos; estaban dispuestos a una reforma que transformara las instituciones franquistas, pero con una continuidad institucional que garantizara esa moderación. El llamado búnker involucionista había perdido la figura de Luis Carrero Blanco (asesinado por ETA meses antes), pero sus conexiones con el ejército le hacían una fuerza que había que considerar. Por su parte, la oposición democrática, formada por partidos ilegales, se organizó precariamente en instituciones de coordinación que se fusionaron en la denominada Platajunta. Las conexiones internacionales de unos y otros mantuvieron una discreta presencia, sobre todo la diplomacia de Francia y Estados Unidos, que vigilaba atentamente el simultáneo conflicto del Sáhara Occidental, y movimientos políticos como la Internacional Socialista.

Tras la muerte de Franco (20 de noviembre de 1975), el primer gobierno de la monarquía se volvió a confiar a Carlos Arias Navarro, que no acertó a definir claramente el planteamiento reformista que el rey explícitamente le encargaba, presionado entre los sectores involucionistas y aperturistas del régimen. La oposición, impaciente, sólo veía como salida una ruptura que marcara una clara solución de continuidad con el franquismo, simbolizada en reivindicaciones como la amnistía, la legalización de todos los partidos políticos y sindicatos, y la concesión de estatutos de autonomía.[3]

El nombramiento del relativamente desconocido Adolfo Suárez (3 de julio de 1976) para la presidencia del gobierno se planteó como un juego táctico en el que el rey y Torcuato Fernández Miranda (presidente de las Cortes y del Consejo del Reino) aislaron a los elementos más involucionistas, pero también a los aperturistas más conspicuos y rechazados por estos (como Manuel Fraga o José María de Areilza). A partir de ese momento se fue avanzando en el proceso de reforma impulsado desde el gobierno, en diálogo discreto con la oposición y con un permanente ruido de sables proveniente del sector involucionista, alentado por terrorismos de muy distinto signo como fueron el de ETA, el GRAPO, y el de extrema derecha. Este último en algunos casos fue organizado y utilizado desde los servicios de inteligencia con el conocimiento gubernamental, mientras que en los primeros se intentaba realizar infiltraciones para desmontarlos.[4]​ Uno de los periodos álgidos de violencia durante la transición fue en el mes de enero de 1977, que entre otros acontecimientos, se produjo la matanza de abogados laboralistas. Sin embargo en este periodo los altercados en las calles fue habitual, con víctimas mortales que se sumaban a las que se producían en controles policiales colocados en las carreteras,[5]​ con una mayor intensidad en el País Vasco y Navarra (que en entonces se debatían en una posible unión política) donde se produjeron diversos episodios de especial virulencia como fueron los sucesos de Vitoria, los sucesos de Montejurra, la Semana proamnistía de mayo de 1977 o los Sanfermines de 1978, entre otros sucesos.

Previamente, la votación de la Ley para la Reforma Política por las Cortes franquistas (18 de noviembre de 1976, que se denominó harakiri o suicidio político) y el referéndum consiguiente (15 de diciembre de 1976) no contaron con el apoyo de la oposición, que seguía propugnando la ruptura y pidió la abstención activa. La legalización del Partido Comunista de España (9 de abril de 1977) puede considerarse un punto de inflexión en la obtención de esa confianza. Las elecciones, que según la letra de la Ley podrían entenderse como una simple renovación del antiguo sistema de nombramiento de procuradores, se convirtieron por la fuerza de los hechos en un cambio más profundo: aunque fue el centro (la UCD), y no la izquierda quien las ganó, en la mesa de edad del Congreso estaban Dolores Ibárruri (La Pasionaria, que ya había sido diputada comunista en 1936) y Rafael Alberti. En los escaños se sentaban muchos que habían sufrido la represión política y social del franquismo, presos políticos y exiliados; entre ellos Santiago Carrillo, cuya entrada clandestina a España meses antes había generado una gran tensión. Las primeras decisiones que fueron tomando dejaron clara la profundidad de los cambios que se iban a tomar, entre ellos que no se iban a respetar los principios inmutables del Movimiento Nacional y la voluntad de redactar una Constitución de nuevo cuño que preveía el artículo 3 de la ley para la reforma política. Este artículo encomendaba la iniciativa constitucional al gobierno o al congreso, y la obligatoriedad de que la carta magna para ser aprobada debía ser votada positivamente por la mayoría absolutada de las Cortes y refrendada por el pueblo español en referéndum.[6][7]

El proyecto de reforma que llevó Manuel Fraga al gobierno de Carlos Arias Navarro, en que sólo se pactaría entre los distintos sectores del régimen, fracasó totalmente. No se pudo llevar a cabo porque la oposición democrática clandestina ya estaba organizada en la llamada Coordinación Democrática, más conocida como la Platajunta.[8]

Sin embargo la mayor parte de los autores hablan de la transición como un periodo de reforma del poder. Según el catedrático de Historia Juan Pablo Fusi la "Ruptura" quedó descartada ya en 1976, tal como escribió en 1995:

De la misma forma lo mencionan también distintos intelectuales, políticos y analistas de este periodo. Así lo hicieron, el político franquista reformista Miguel Herrero de Miñón,[10]​ el analista Javier Pradera,[11][12]​ el también franquista reformista Miguel Primo de Rivera y Urquijo,[13]​ el político socialista Alfonso Guerra,[14]​ el historiador Manuel Álvarez Tardío,[15]​ o el dramaturgo vinculado a la izquierda abertzale Alfonso Sastre, quien nunca ha cejado en su lucha por la ruptura.[16]​ Aunque en algunos casos con matizaciones como la de Juan Luis Cebrián, el que fuera director de El País desde su creación en mayo de 1976 hasta 1988, que indica que esta discusión se saldó con un resultado ambiguo:

Rafael del Águila Tejerina en su trabajo "La transición a la democracia en España: Reforma, Ruptura y consenso" señala la imposibilidad para la ruptura asumida por la izquierda:

Este autor continúa su trabajo afirmando que, a través del pacto constitucional, algunos autores (como el profesor Pedro de Vega o el político Miquel Roca) manifiestan que se realizó en realidad una ruptura consensuada que demolió el anterior régimen.[18]

Ese mismo posicionamiento de ruptura es el que defiende el periodista y escritor Javier Cercas, quién asevera en su laureada obra Anatomía de un instante que la transición se fijó en el marco de una ruptura pactada:

El historiador Santos Julia también concibe el proceso hacía la democracia como una ruptura pactada:

El mismo autor también cita:

El político Alfonso Osorio expresa con claridad cómo la reforma que quería el Jefe del Estado, el rey Juan Carlos I, debía contemplar un Estado democrático y de Derecho que garantizase la igualdad y las libertades públicas de todos los ciudadanos.

Primero, que tenía que haber un régimen de libertades igual para todos los españoles. Segundo, que en ese régimen de libertades la única forma de representación política era la democracia y que las cámaras debían ser elegidas por sufragio universal.
Esto me consta absolutamente. Además, el Rey sabía que las únicas monarquías que sobrevivían en el mundo eran las que estaban dentro de esa fórmula. El Rey pensaba con toda sinceridad que él no podía ser un rey del siglo XVIII ni tan siquiera del siglo XIX.

Desde otro punto de vista, algunos autores como el escritor militante del PCE Armando López Salinas, al considerar que se realizaba una reforma controlada, recuerda a Giuseppe Tomasi di Lampedusa al referirse que "las clases dominantes necesitan cambiar algo para que todo siga igual":

Buena parte de los españoles deseaba un cambio sin riesgos, una reforma política que no hiciese peligrar su estatus socioeconómico; bien puede decirse que el consenso estaba en el ambiente aun antes de reflejarse en el papel. Los deseos de integrar a España en las economías europeas -vía Mercado Común- y la necesidad de mantener una sociedad dinámica y en expansión, en la que sostener un sistema político atrasado hubiera sido un suicidio, harían el resto. Por otro lado, la oposición democrática, inventora del sofisma de la "ruptura pactada", con su escaso arraigo, mala organización y permanente divergencia, estaba claro que no podía ser una alternativa al reformismo.

...

A medida que se avanzaba en la reforma o se daban pasos como la legalización de los partidos y sindicatos, el sistema adquiría un tono de mayor estabilidad y la superficie política y formal de la monarquía se desprendía de esa vigencia menor del franquismo para poder dar el salto a la plena homologación de una España democrática.

Así, avanzar el año 1976, ni la reforma controlada desde arriba ni la ruptura democrática desde abajo habían conseguido avanzar en sus propósitos, la primera bloqueada por el sector inmovilista del mismo régimen; la segunda, por su intrínseca debilidad y la diversidad y atomización de los partidos y grupos políticos que la sustentaban.

Lo que esa nueva generación de políticos del régimen postuló fue, no la reforma del sistema para asegurar la continuidad, como le hubiera gustado al almirante Carrero, sino la reforma para abrir un camino a la democracia que, a diferencia de lo ocurrido en 1931, no excluyera a un porcentaje elevado de españoles, en este caso, a quienes, sin ser ultras del franquismo y deseando homologar la política española a la occidental, tampoco deseaban que el final de la dictadura implicara una vuelta a 1936 ni a la legitimidad republicana. Si además, esa reforma para llegar a la democracia plena, conseguía atraerse a la oposición, en la medida en que ésta renunciara a la ruptura no pactada y confiara en la buena voluntad de los reformistas, el inmenso éxito del proceso radicaría en haber sido capaces de poner en marcha unas Cortes constituyentes en las que estuviera representado todo el país. En definitiva, un parlamento en el que fuera obligada una amplia transacción en la elaboración de las reglas del juego.



Escribe un comentario o lo que quieras sobre Reforma o ruptura (directo, no tienes que registrarte)


Comentarios
(de más nuevos a más antiguos)


Aún no hay comentarios, ¡deja el primero!