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Wolfgang Streeck



¿Qué día cumple años Wolfgang Streeck?

Wolfgang Streeck cumple los años el 27 de octubre.


¿Qué día nació Wolfgang Streeck?

Wolfgang Streeck nació el día 27 de octubre de 1946.


¿Cuántos años tiene Wolfgang Streeck?

La edad actual es 77 años. Wolfgang Streeck cumplirá 78 años el 27 de octubre de este año.


¿De qué signo es Wolfgang Streeck?

Wolfgang Streeck es del signo de Escorpio.


Wolfgang Streeck (27 de octubre de 1946, Lengerich, Alemania) es un sociólogo alemán. Es un especialista en el análisis crítico de la política economía capitalista desde un enfoque dialéctico entre el análisis institucional y las variedades más rígidas del capitalismo contemporáneo mostrando sus limitaciones y fallas, entre los que destaca la política de austeridad, el surgimiento de lo que denomina estado de la deuda como resultado de la revolución neoliberal de la década de 1980, la crisis fiscal del Estado, de los sindicatos y las relaciones laborales así como el incierto futuro de la Unión Europea.[1][2]

Wolfgang Streeck nació el 27 de octubre de 1946 en Lengerich, Alemania. Se graduó en 1972 de sociología de la Universidad Johann Wolfgang Goethe de Frankfurt del Meno. Entre 1976 y 1980 fue investigador del Instituto Internacional de Gestión en Berlín mientras que realizaba estudios de sociología en la Universidad de Columbia donde se graduó en 1974. En este mismo año fue profesor asistente de sociología en el Departamento de Economía y Ciencias Sociales de la Universidad de Münster. Entre 1988 y 1995 trabajó como profesor de sociología y relaciones industriales de la Universidad de Wisconsin-Madison. En 1995 regresó a Alemania para ocupar el puesto Director de Instituto Max Planck para los Estudios de Sociedades y profesor de sociológia de la Facultad de Economía y Ciencias Sociales de la Universidad de Colonia. En 2014 se jubiló llegando a ser Director Emérito. Streeck está casado y tiene dos hijos.[1]

En 2014 Streeck escribió un artículo en New Left Review denominado ¿Cómo terminará el capitalismo?,[3][4]​ en el que planteó la crisis del capitalismo que se evidencia en una larga serie de problemas políticos y económicos que tienen su origen en el final de la prosperidad de la posguerra mundial a mediados de la década de 1960. Streeck escribió este artículo para hablar de la crisis del capitalismo, destacando tres tendencias a largo plazo en las trayectorias de los países capitalistas ricos y altamente industrializados: primero, el declive persistente de la tasa de crecimiento económico; segundo, la persistente deuda global en los principales Estados capitalistas, donde los gobiernos, los hogares y las empresas financieras y no financieras llevan más de cuarenta años acumulando obligaciones financieras; y tercero, la desigualdad económica, tanto de ingresos como de riqueza.[5]

Para Streeck, lo que resulta más alarmante es que estas tres tendencias críticas pueden reforzarse mutuamente. El crecimiento constante, la moneda sólida y un mínimo de equidad social, que extienda algunos de los beneficios del capitalismo a los que no tienen capital, se han considerado desde hace mucho tiempo los prerrequisitos para que una economía política capitalista obtenga la legitimación necesaria. Sin embargo, la deuda creciente, además de no detener el declive del crecimiento económico, agrava la desigualdad por medio de los cambios estructurales asociados a la financiarización, que a su vez tenía por objeto compensar a los asalariados y a los consumidores por la creciente desigualdad de ingresos provocada por el estancamiento de los salarios y los recortes de los servicios públicos.[4]

Streeck plantea que lo que está ocurriendo actualmente con el capitalismo corresponde a un proceso continuo de declive gradual, aplazado, pero a pesar de ello aparentemente inexorable. Desde la crisis de 2008, los gobiernos –principalmente el de Estados Unidos- han seguido siendo manejados con firmeza por el capital financiero. El crecimiento sigue siendo anémico, como los mercados de trabajo; una enorme liquidez sin precedentes ha sido incapaz relanzar la economía; y la desigualdad está alcanzado cada vez cotas más sorprendentes, mientras que el 1% de los rentistas se ha apropiado del poco crecimiento que existe.[7][2]

La crisis del capitalismo plantea necesariamente el declive de la relación entre capitalismo y democracia. Aunque el capitalismo y la democracia se han considerado adversarios durante mucho tiempo, el acuerdo de la posguerra pareció lograr su reconciliación. Sin embargo, actualmente han vuelto a emerger las dudas sobre la compatibilidad de una economía capitalista y un sistema de gobierno democrático. La legitimidad de la democracia de posguerra se basaba en la premisa de que los Estados tenían la capacidad de intervenir en los mercados y corregir los errores en pro del beneficio de los ciudadanos. No obstante, décadas de desigualdad creciente, así como la impotencia de los Gobiernos antes, durante y después de la crisis del 2008, han dejado dudas sobre dicha capacidad.[4]

Un aspecto esencial de la retórica antidemocrática actual es la crisis fiscal del Estado contemporáneo, como se ve reflejado en el aumento de la deuda pública desde la década de 1970. El deterioro de la deuda pública relacionado con las bajadas generales de los niveles de tributación, Streeck afirma que está siendo, utilizada políticamente para justificar los recortes en el gasto estatal y la privatización de los servicios públicos, constriñendo la intervención democrática redistributiva en la economía capitalista.[8]

La protección institucional de la economía de mercado en relación con las interferencias democráticas ha avanzado en las últimas décadas. Los sindicatos, en muchos países están en declive y la política económica se ha entregado en muchos Estados a bancos centrales independientes. Así como los ciudadanos corrientes como las élites, (por motivos opuestos) están perdiendo la fe en los gobiernos democráticos y su idoneidad para reestructurar la sociedad de acuerdo con los imperativos del mercado.[4]

Wolfgang Streeck afirmó que en vista de las décadas de caída del crecimiento, del aumento de la desigualdad y del endeudamiento creciente (así como la agonía constante de la inflación, de la deuda pública y de la implosión financiera desde la década de 1970) el capitalismo se debe definir como un fenómeno histórico, que no sólo tiene un comienzo, sino también un final. Bajo esta premisa Streeck, sugiere que nos acostumbremos a pensar en el final del capitalismo sin asumir la responsabilidad de contestar a la pregunta de qué proponer en su lugar. Pues el prejuicio de que el capitalismo sólo terminará cuando una sociedad nueva y mejor este lista, implica un grado de control político sobre nuestro destino común que aún estamos lejos de alcanzar. Esto se evidencia en que ni si siquiera los tecnócratas máximos del capitalismo tienen la menor idea de cómo recomponer el sistema de nuevo.

Para Streeck, el avance capitalista ha destruido ya prácticamente todas las agencias que pudieran estabilizarlo a base de limitarlo; la clave está en que la estabilidad del capitalismo como sistema- económico depende de que se contenga su dinámica interna por medio de fuerzas compensatorias: por intereses e instituciones colectivas que sometan la acumulación capital a controles y equilibrios sociales. Sin embargo, Streeck plantea que el capitalismo puede debilitarse por exceso de éxito.[2]

La imagen que Streeck propone del final del capitalismo es la de un sistema social con un fallo crónico, por sus propias causas y al margen de la ausencia de una alternativa viable. Aunque no se pueda saber con certeza cuándo y cómo desaparecerá el capitalismo, y que vendrá en su lugar, lo importante, para Streeck, es que no existe ninguna fuerza disponible de la que pueda esperarse que cambie las tres tendencias en caída libre: el crecimiento económico, la igualdad social y la estabilidad financiera.

Concebir el final del capitalismo como proceso en lugar de como acontecimiento, exige plantear la cuestión de como definir el capitalismo. Streeck plantea que para determinar si el capitalismo está vivo, moribundo o muerto, se debe definir "como una sociedad moderna que asegura su reproducción colectiva como un efecto colateral no intencionado de la optimización racional individualizada de los beneficios competitivos en busca de la acumulación de capital, por medio de un «proceso de trabajo» que combina capital de propiedad privada con fuerza de trabajo mercantilizada, cumpliendo la promesa de Mandeville de convertir los vicios privados en beneficios públicos".[9]​ Para Streeck es esta la promesa que el capitalismo contemporáneo ya no puede cumplir: la de terminar su existencia histórica como un orden social que se auto reproduce, sostenible, previsible y legítimo.[2]

Aparentemente, existen muchas razones para que el capitalismo no haya llegado a su fin. Respecto a la desigualdad, se podría pensar que la gente puede acostumbrarse a ella. También existen numerosos ejemplos de Gobiernos que son reelegidos tras recortar el gasto social y privatizar los servicios públicos con el objetivo de aplicar una política monetaria ortodoxa beneficiosa para los propietarios del dinero. En cuanto al deterioro medioambiental, se podría pensar que tiene lugar con lentitud en comparación con la duración de la vida humana individual. Y los avances tecnológicos con los que se compra tiempo, como el fracking, no pueden ser descartados, y si la capacidad pacificadora del consumismo tiene límites, está claro que estamos lejos de alcanzarlos.

Sin embargo, Streeck plantea que el hecho de que el capitalismo no tenga oposición puede constituir más una desventaja que una ventaja. Los sistemas sociales progresan principalmente por la heterogeneidad interna, por el pluralismo de los principios organizativos que los protegen de la dedicación exclusiva a un objetivo único, excluyendo otros que también deben ser perseguidos para que el sistema sea sostenible. Bajo este contexto, el capitalismo se ha beneficiado del ascenso de movimientos contradictorios, pero éste sólo puede sobrevivir mientras no sea completamente capitalista; ya que ni el capitalismo ni la sociedad que lo alberga, se han librado de las “impurezas necesarias”. En este sentido, la derrota de la oposición al capitalismo puede que haya sido una victoria pírrica, que elimina las fuerzas de contrapeso, que si bien pueden ser molestas, lo habían apoyado en la práctica. Así Streeck plantea ¿Podría ser que el capitalismo triunfante se haya convertido en su propio peor enemigo?[10]

Streeck retoma la idea de los límites sociales contra la expansión del mercado de Karl Polanyi, referente a su concepto de las tres “mercancías ficticias”: el trabajo, la tierra y el dinero. Define las mercancías ficticias como “un recurso al que las leyes de la oferta y la demanda se le aplican solo de manera parcial y difícilmente, si es que se le aplican; por lo tanto sólo puede ser tratado como una mercancía de una manera regulada cuidadosa y limitadamente, ya que una mercantilización total la destruiría o la haría inutilizable”.[11]​ Sin embargo, si las instituciones restrictivas no limitan la expansión del mercado, hay un riesgo en auto debilitarse y poner en peligro la viabilidad del sistema capitalista económico y social. Streeck plantea que incluso, la expansión del mercado ha alcanzado ya un umbral crítico respecto a las tres mercancías ficticias de Polanyi, al haber sido erosionadas las salvaguardad institucionales que servían para protegerlas de la mercantilización total.

En las tres mercancías ficticias hay limitaciones que se centran en las exigencias cada vez más duras que el sistema de empleo impone al trabajo humano, que los sistemas de producción y consumo capitalista imponen sobre los recursos naturales finitos, y que el sistema financiero y bancario impone a la confianza de las personas en pirámides de dinero, crédito y deuda cada vez más complejas.

La excesiva mercantilización del dinero fue lo que derrumbó la economía global en el 2008. Respecto a la mercantilización de la tierra, Streeck señala la tensión entre el principio capitalista de expansión infinita y la provisión finita de los recursos naturales. Por lo que se está produciendo una carrera entre el agotamiento de la naturaleza, por una parte, y la innovación tecnológica, por otra. En cuanto a la mercantilización del trabajo humano, Streeck señala que puede haber alcanzado un punto crítico. Los mercados de trabajo no consiguen mejorar y el desempleo aumenta, mientras que la movilidad global permite a los empresarios reemplazar trabajadores locales poco dispuestos a la flexibilidad por trabajadores migrantes dispuestos a todo.

Streeck afirma que la cuestión de cómo y dónde debe restringirse la acumulación de capital para proteger las tres mercancías ficticias de la mercantilización total ha sido debatida a lo largo de toda la historia del capitalismo. Pero actualmente, el trabajo, la tierra y el dinero se han convertido simultáneamente en áreas de crisis después de que la «globalización» haya dotado a las relaciones y a las cadenas de producción del mercado de una capacidad sin precedentes para traspasar los límites de las jurisdicciones políticas y jurídicas de las naciones.

Streeck afirma que hemos llegado a una situación en la que se puede observar al capitalismo a punto de fallecer, por haber eliminado a su oposición, “muriendo de una sobredosis de sí mismo”. Esta muerte la evidencia en cinco problemas sistémicos del capitalismo: estancamiento, redistribución oligárquica, saqueo del dominio público, corrupción y anarquía global.

En síntesis, Wolfgang Streeck plantea en que el capitalismo como orden social sostenido por la promesa del progreso colectivo sin límite, está en una situación crítica.[4]​ El crecimiento está generando el estancamiento secular; el progreso económico que queda es cada vez menor y menos compartido; y la confianza en la economía monetaria capitalista se soporta sobre promesas crecientes que cada vez es menos probable que se cumplan. Desde la década de 1970, el centro capitalista ha sufrido tres crisis sucesivas, una inflacionaria, otra de sus finanzas públicas y otra más del endeudamiento privado. Actualmente, en una complicada fase de transición, su supervivencia depende de que los bancos centrales le proporcionen liquidez sintética ilimitada. Adicionalmente, cada vez más, el matrimonio entre la fuerza del capitalismo con la democracia vigente desde 1945 se está rompiendo. En las tres fronteras de la mercantilización (el trabajo, la naturaleza y el dinero) las instituciones reguladoras que restringen el avance del capitalismo para su propio bien se han derrumbado, y tras la victoria final del capitalismo sobre sus enemigos no se vislumbra ninguna agencia política capaz de reconstruirlas. El sistema capitalista está actualmente afectado, por lo menos, por cinco problemas que empeoran y de los que no existe una cura inmediata: descenso del crecimiento, oligarquía, liquidación de la esfera pública, corrupción y anarquía internacional.[13]

En el 2011, Wolfgang Streeck escribió Las crisis del capitalismo democrático en el número 71 de la revista New Left Review.[14]​ Allí planteó que la tensión que existe en la configuración político-económica de las sociedades capitalistas avanzadas se manifiesta en la crisis económica contemporánea. Dicho en otras palabras, la crisis económica actual solo se puede entender en el marco de la transformación intrínsecamente conflictiva que se está produciendo en la formación social que él denomina: capitalismo democrático. Streeck parte del hecho de que el capitalismo democrático se consolidó en el hemisferio “occidental” únicamente hasta después de la Segunda Guerra Mundial, y que éste se ha caracterizado por tener una serie de crisis enmarcadas en un conflicto endémico entre los mercados capitalistas y la política democrática.

El antagonismo existente entre el capitalismo y la democracia no son exactamente nuevas, de hecho se remonta al siglo XIX. Sin embargo, luego de la Segunda Guerra Mundial, se generalizó la idea de que para que el capitalismo fuera compatible con la democracia debía estar sometido al control político, con el propósito de evitar que la propia democracia se viera limitada en nombre del libre mercado. Por su lado, según la teoría económica dominante, las crisis económicas se deben a las intromisiones políticas que distorsionan el mercado buscando objetivos sociales.

En este sentido, Streeck plantea que existen varias formas de conceptualizar las causas subyacentes de dicho antagonismo entre el capitalismo y la democracia. Para esto, define el capitalismo democrático “como una economía política gobernada por dos principios o regímenes en conflicto de asignación de los recursos: uno que opera según la «productividad marginal», en función de los méritos manifestados en el «juego libre de las fuerzas de mercado»; y el otro basado en las necesidades o derechos sociales, expresados en las opciones colectivas de la política democrática”.[15]

Aunque si bien casi nunca coincidan estos principios del todo en el capitalismo democrático, los gobiernos deben obedecer supuestamente a ambos principios de manera simultánea. Sin embargo, en la práctica se privilegia uno de ellos en detrimento del otro, hasta que se ven castigados por las consecuencias. Streeck plantea que desde la perspectiva de la utopía liberal, la economía enseña a los ciudadanos y políticos que la verdadera justicia es la justicia del mercado, que recompensa a cada uno según su contribución, en lugar de juzgar sus necesidades como derechos.[16]​ No obstante, en la realidad es muy difícil pensar que se pueda apartar a las personas de sus derechos sociales y políticos no sometidos a la ley del mercado y al derecho de propiedad. En realidad la gente tiende a favorecer lo social sobre lo económico.

Para la economía, las crisis aparecen como resultado del fracaso de los gobiernos que no respetan las leyes naturales auténticas gobernantes de la economía. Mientras que una teoría de la economía política percibe las crisis como manifestaciones de las “reacciones Kaleckianas” de los propietarios de recursos productivos ante la intromisión de la política democrática en sus dominios, impidiendo así que se explote plenamente el poder del mercado.

Streeck concluye que aunque una economía suficientemente descontextualizada puede modelarse como algo que tiende al equilibrio, no se puede hacer lo mismo con una economía política. La política capitalista ha hecho todo lo posible por librarnos del oportunismo democrático corrupto para llevarnos a los mercados autorregulados, sin embargo, hasta ahora la resistencia democrática se mantiene, y con ella las distorsiones que origina continuamente en las economías de mercado.

La tregua que se llevó a cabo entre capitalismo y democracia después de la Segunda Guerra Mundial, significaba esencialmente que la clase obrera organizada aceptaba el mercado capitalista y los derechos de propiedad a cambio de la democracia política, que le garantizaba seguridad social y un aumento permanente del nivel de vida. Esta tregua incluía expansión del Estado de bienestar, el derecho de los trabajadores a la libre negociación colectiva y una garantía política de pleno empleo suscrita por gobiernos. Sin embargo, a partir de 1960, cuando el crecimiento comenzó a disminuir, estos acuerdos se hicieron difíciles de mantener.

A finales de la década de 1960 se produjo de hecho una oleada mundial de militancia obrera, alentada por la arraigada convicción de que el nivel de vida creciente era un derecho político y por la pérdida del miedo al desempleo. A partir de 1970 los gobiernos del mundo occidental creyeron en que una política monetaria flexible era la única salida posible, incluso permitiendo la coexistencia de la negociación colectiva y libre el pleno empleo, dejando como consecuencia un aumento generalizado de la tasa de inflación que se iba acrecentando cada vez más con el tiempo.

En este sentido, Streeck plantea que la inflación se puede describir como un reflejo monetario del conflicto distributivo entre una clase obrera que exige seguridad en el empleo y una mayor participación en la renta del país, y una clase capitalista que se esfuerza por maximizar el rendimiento de su capital. En la medida en que hay una incompatibilidad entre ambas partes respecto de lo que es suyo por derecho, uno insistiendo en los derechos asociados a la ciudadanía y el otro en los de la propiedad y el poder de mercado, la inflación se puede considerar también como una expresión de anomia en una sociedad que, por razones estructurales, no puede alcanzar criterios comunes de justicia social. Tal como John Goldhorpe sugirió a finales de 1970, ahí radica la dificultad de erradicar una elevada inflación en una economía de mercado democrático-capitalista que permite a los trabajadores y los ciudadanos corregir la influencia del mercado mediante la acción política colectiva.

A partir de 1979 la inflación se contuvo cuando Paul Volcker, presidente del Banco de la Reserva Federal de EE. UU., bajo la administración de Jimmy Carter, elevó los tipos de interés a alturas sin precedentes, provocando que el desempleo alcanzara niveles nunca vistos desde la Gran Depresión.

En los años subsiguientes, las tasas de inflación permanecieron bajas en el mundo capitalista, pero el desempleo fue creciendo y también la deuda pública. Dentro de las múltiples causas del aumento de la deuda pública se encontraba: la aversión de los contribuyentes a los impuestos debido al estancamiento del crecimiento.

Una consecuencia de la baja de la inflación, como instrumento para cerrar la brecha entre las reivindicaciones de los ciudadanos y las de «los mercados», fue que la carga de asegurar la paz social recayó sobre el Estado. A medida que la pugna entre el mercado y la distribución social se desplazaba del mercado laboral a la arena política, la presión electoral iba sustituyendo las reivindicaciones sindicales.

La llegada de Bill Clinton a la presidencia de los Estados Unidos, significó volver a una política de austeridad que suponía marcados recortes en el gasto público y cambios en la política social y entre 1998 y 2000 el gobierno federal estadounidense obtuvo un superávit presupuestario por primera vez en décadas.

No obstante, esto no significó que el gobierno de Clinton lograra pacificar la economía política democrático capitalista sin recurir a recursos económicos adicionales todavía no producidos. La estrategia de Clinton dependía en gran medida de desregulación del sector financiero, en donde aparecieron oportunidades de endeudamiento para los ciudadanos y las empresas. En este sentido, el gobierno ya no era quien se endeudaba para financiar el acceso igualitario a una vivienda decente o a la educación, sino que ahora eran los ciudadanos individuales los que, con un régimen de crédito extremadamente generoso, podían o debían endeudarse corriendo sus propios riesgos.

La deuda individual reemplazaba a la pública y en esta forma, a diferencia de la época de la deuda pública, en la que el gobierno utilizaba los recursos futuros para su uso presente endeudándose, ahora tales recursos provenían de los individuos que vendían, en los mercados financieros liberalizados, compromisos de pago de una parte significativa de sus futuras ganancias a instituciones de crédito que a su vez les proporcionaban la capacidad inmediata de comprar lo que quisieran. Sin embargo, todo esto se derrumbó en el 2008, cuando sorpresivamente se desboronó la pirámide de Ponzi del crédito internacional sobre la que había descansado la prosperidad de finales de la década de 1990 y principios de la siguiente.

A partir de este año, señala Streeck, la crisis del capitalismo democrático de posguerra entró en su cuarta y última etapa, luego de las fases sucesivas de la inflación, el déficit público y el endeudamiento privado. Luego del 2008, el conflicto distributivo bajo el capitalismo democrático se ha enmarcado en una tensión entre los inversores financieros globales y los Estados-nación soberanos. Mientras que en el pasado los trabajadores luchaban contra los patronos, los contribuyentes contra los ministros de Hacienda y los deudores privados contra los bancos privados, hoy en día, las instituciones financieras son las que se enfrentan a los propios Estados.

Dada la cantidad de deuda que arrastran la mayoría de los Estados hoy día, hasta el menor aumento del tipo de interés sobre los títulos de la deuda puede provocar un desastre presupuestario. Por otra parte, los mercados deben evitar empujar a los Estados a declararse en quiebra, lo que siempre es una opción abierta para un gobierno que sufre presiones intolerables del mercado.

Esta tensión en el capitalismo democrático caracterizada por las reivindicaciones de derechos sociales y los efectos del libre mercado trae como consecuencia que el ciudadano medio pagará –por la consolidación de la deuda pública, la eventual bancarrota de otros países, los crecientes tipos de interés sobre la deuda pública, y si es necesario, por otro rescate de los bancos nacionales e internacionales– con sus ahorros privados, con los recortes en los servicios públicos y su deterioro, y con impuestos más altos.[18]

Durante las cuatro décadas transcurridas desde el final del crecimiento de posguerra, el epicentro de la tensión tectónica en el seno del capitalismo democrático se ha trasladado de un emplazamiento institucional a otro, dando lugar a una sucesión de perturbaciones económicas diferentes, pero relacionadas sistémicamente. En ese sentido aun persisten los choques entre las ideas populares de justicia social y la persistencia de los privilegiados en la justicia de mercado, pero ahora esta vez en los mercados internacionales de capital y en las complejas contiendas que tienen lugar actualmente entre las instituciones financieras y los electorados, gobiernos, Estados y organizaciones internacionales.

La tolerancia hacia la inflación, la aceptación del endeudamiento público y la desregulación del crédito privado no fueron más que apaños provisionales para unos gobiernos enfrentados a un conflicto aparentemente inevitable entre los dos principios contradictorios de asignación bajo el capitalismo democrático: derechos sociales por un lado y productividad marginal, tal como la evalúa el mercado, por el otro. Aunque funcionaron por un tiempo, comenzaron a desatar problemas dejando en evidencia que la reconciliación entre la estabilidad social y la economía en las democracias capitalistas es un proyecto utópico.

Streeck afirma que en los últimos años ha disminuido notablemente la posibilidad de gestionar políticamente el capitalismo democrático en el sistema político-económico emergente global. Como consecuencia de ello, crecen los riesgos, tanto para la democracia como para la economía.

Actualmente parece imposible repetir el rescate público del capitalismo privado siguiendo el modelo de 2008, porque las finanzas públicas están ya exhaustas. En ese contexto, la democracia corre tanto peligro como la economía en la actual crisis, si no más. Tanto por la precarización de la «integración sistémica» de la sociedad contemporánea –esto es, el funcionamiento eficiente de su economía mía capitalista–, como su «integración social».

Así mismo, con la llegada de una nueva era de austeridad, la capacidad de los Estados-nación de mediar entre los derechos de los ciudadanos y las exigencias de la acumulación capitalista se ha visto seriamente afectada. Las crisis y contradicciones del capitalismo democrático se han internacionalizado, afectando no solo a los Estados sino también a las relaciones entre ellos. «Los mercados» han comenzado a dictar intransigentemente lo que los Estados, supuestamente soberanos y democráticos, pueden hacer por sus ciudadanos y lo que deben negarles.

Streeck plantea que los Estados deben atender a lo que «los mercados» les dictan, lo que hace que los ciudadanos perciban cada vez más a sus gobiernos no como agentes propios, sino de otros Estados u organizaciones internacionales como el FMI o la Unión Europea, mucho más inmunes frente a la presión electoral que el Estado-nación tradicional. Por ejemplo, en países como Grecia e Irlanda, la democracia quedará borrada durante muchos años; a fin de comportarse «responsablemente», tal como preceptúan los mercados e instituciones internacionales, los gobiernos nacionales tendrán que imponer una austeridad estricta, desoyendo lo que puedan querer sus ciudadanos.[19]

Streeck concluye afirmando que las ciencias sociales pueden hacer muy poco, o quizá nada, para resolver las tensiones y contradicciones estructurales que subyacen bajo el desorden económico y social actual. Lo que sí pueden hacer, no obstante, es exponerlas a la luz y discernir las continuidades históricas que permiten entenderlas plenamente. Hoy más que nunca, el poder económico parece haberse convertido en poder político, mientras que los ciudadanos se ven casi totalmente privados de sus defensas democráticas y de su capacidad de exigir a la economía política intereses y demandas incompatibles con las de los propietarios del capital.[20]

Jürgen Habermas, en su escrito Os explico porqué la izquierda Europea se equivoca considera que Strecck defiende, en vez de la consolidación y reforzamiento democrático del proyecto europeo a medio hacer y el equilibro entre política y mercado, el desmontaje de lo hecho hasta ahora en Europa volviendo a las fortalezas de los años sesenta y setenta a fin de defender y restaurar la situación anterior más equilibrada en lo que respecta a mercado y política. Para Habermas esta posición peca de nostálgica ya que los estados de los años sesenta del siglo XX están superados por la realidad -globalización- que les ha hecho perder soberanía real frente a los mercados y considera que solo desde un marco institucional más amplio, Europa, se puede establecer una política fiscal, social y económica más equilibrada.[21][22]

Desde 2018 Streeck está involucrado en el movimiento Aufstehen (Levenatarse), una organización nacional-populista alemana parecida al Movimiento 5 Estrellas o Francia Insumisa.[23]​ Compartiendo el discurso de este movimiento Streeck demuestra una nostalgia hacia un retorno a los estados nacionales abogando por “renacionalizar la política económica”[24]​ como alternativa al “actual modelo institucional y político de la Unión Europea” que define como “producto de la neoliberal década de 1990”.[25]​ Sin embargo Streeck no ve que los estados soberanos han sido incapaces de organizar una convivencia civilizada y pacífica en Europa. Para subsanar estas carencias se han creado instituciones federales a nivel europeo que sí están inacabadas por falta de representación directa de los ciudadanos en la toma de decisiones a nivel europeo.

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