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Corriente del Golfo



La corriente del Golfo es una corriente oceánica cálida y rápida del océano Atlántico que se origina en el golfo de México; se extiende hasta las proximidades del extremo sur de la península de la Florida y sigue las costas orientales de Estados Unidos y Terranova antes de cruzar el océano Atlántico como la corriente del Atlántico Norte. Es una corriente superficial (por la temperatura cálida de sus aguas) y disminuye gradualmente en profundidad y velocidad hasta prácticamente anularse a unos 100 m, cota donde la influencia del calentamiento por los rayos solares desaparece en la práctica. Tiene una anchura de más de 1000 km en gran parte de su larga trayectoria,[1]​ lo que da una idea aproximada de la enorme cantidad de energía que transporta y de las consecuencias tan beneficiosas de la misma. Se desplaza a 1,8 m/s aproximadamente y su caudal es enorme: unos 80 millones de m³/s.

La circulación de esta corriente asegura a Europa un clima cálido para la latitud en que se encuentra.[1]​ También determina en buena parte la flora y la fauna marina de los lugares por los que pasa (por ejemplo, los artrópodos y cefalópodos abundan más en las costas de Galicia que en las del País Vasco, donde su influencia es menor).[1]

Es provocada por la acción combinada del movimiento de rotación terrestre (y en menor grado el de traslación) y de la configuración de las costas tanto americanas como europeas.

La corriente del Golfo se forma en el golfo de México (de ahí su nombre) desde donde sale al Atlántico por el estrecho de Florida. Es la corriente de borde oeste de la circulación anticiclónica del Atlántico norte. El punto donde termina ha sido motivo de controversia, pero se considera que la corriente del Golfo propiamente dicha finaliza a aproximadamente 40°N y 50°O donde el flujo no cesa sino que sus aguas cálidas y saladas siguen fluyendo por un lado hacia el norte, en la corriente del Atlántico Norte (también llamada deriva del Atlántico Norte) y la corriente de Noruega que la prolongan, y por otro lado hacia el sur vía la corriente de las Islas Canarias.[2]

Ya desde el primer viaje de Colón, los españoles comprobaron la dificultad de navegar hacia el oeste a una latitud superior al trópico de Cáncer, rumbo que los hizo retrasar considerablemente en su recorrido. De hecho, en los cuatro viajes que Colón realizó, el primero fue el único que siguió este rumbo. Esta ruta atravesaba el cinturón de altas presiones de lo que ahora se conoce como el anticiclón de las Azores, donde los vientos son relativamente débiles y abundan los días de calma. Y cuando ya estaban relativamente cerca de las tierras americanas (que en un primer momento se llamaron las Indias Occidentales), se encontraron con el mar de los Sargazos (nombre de origen griego, empleado por Aristóteles para denominar una parte del mar en la que abundan las algas y utilizado posteriormente para indicar un área extensa ubicada al este-noreste de las Grandes Antillas), donde abundan las algas de este nombre, lo cual fue interpretado, erróneamente, como un obstáculo que frenaba el viaje de las embarcaciones.

Como después se pudo comprobar, las algas, que son más ligeras que el agua para flotar, no ofrecen ninguna clase de resistencia a la navegación.

En la misma obra de Anglería se intuye la existencia de una fuerza superior a la de los vientos que hacía desviar las embarcaciones, indicando las experiencias de Bartolomé Colón (hermano de Cristóbal) en las costas de La Española (ahora Santo Domingo), tan temprano como en 1497.

El descubrimiento por parte de los europeos de la corriente del Golfo data de 1513, año de la expedición de Juan Ponce de León, fundador de la provincia de la Florida y explorador de las costas de esta península. Navegando hacia el sur a lo largo de las costas orientales de la Florida, con viento en popa (aunque débil) se dieron cuenta de que su embarcación retrocedía en lugar de avanzar. El descubrimiento se atribuye a su piloto, Antón de Alaminos.[5]​ A partir de dicha fecha fue ampliamente utilizada por los barcos españoles en su viaje de vuelta del Caribe a España.[6]

Otro autor que identifica con precisión la naturaleza de la corriente del Golfo es Jerry Wilkinson, en un artículo reciente sobre este tema:

El primero que publicó descripciones detalladas y mapas precisos de la corriente del Golfo fue Benjamin Franklin en su obra de 1786 Sundry Maritime Observations.[8]

Los pescadores norteamericanos, en particular los balleneros cuya área de pesca se extendía de Terranova a las Bahamas y las Azores, se habían dado cuenta de que las ballenas evitaban las aguas cálidas de la Corriente[9]​ y se mantenían en sus bordes. Transmitieron sus conocimientos a los capitanes norteamericanos de navíos que modificaron su ruta ganando así dos semanas en el trayecto de América a Gran Bretaña. En 1769, la Oficina de Aduanas de Boston se quejó a las autoridades británicas de que los navíos británicos tardaban más que los americanos en realizar el trayecto. Franklin, por entonces Responsable General de Correos de Nueva Inglaterra, consultó a su primo, Thomas Folger, capitán de navío y antiguo ballenero basado en Londres. Siguiendo sus indicaciones, mandó a cartografiar la corriente del Golfo en 1669-1770 pero el mapa fue rechazado por el Almirantazgo y los capitanes ingleses que mantenían que el camino más corto tenía que ser el más rápido y se negaban a aceptar los consejos de simples pescadores americanos.[2]

Franklin decidió estudiar el fenómeno y en sus numerosos viajes entre América y Europa tomó medidas sistemáticas de la temperatura de las aguas. Constató que las corrientes norte-sur eran más frías que las que fluían en sentido contrario, y concluyó que el termómetro podía ser también una útil herramienta de navegación.[2]

Con Franklin la corriente del Golfo adquirió nombre propio (Gulf Stream en inglés) y abrió el camino al estudio de la oceanografía física. Las autoridades británicas empezaron a dar instrucciones a sus navíos para que tomaran mediciones de la Corriente, y los cuadernos de bitácora de los buques se convirtieron en la principal fuente de información sobre las corrientes marinas. Entre 1810 y 1830 el geógrafo británico James Rennell compiló estos datos para cartografiar las corrientes del océano Atlántico con un interés particular en la del Golfo. Su obra Currents of the Atlantic Ocean, publicada en 1832, es la primera síntesis científica exhaustiva sobre el tema.

El geógrafo Matthew Fontaine Maury, del Observatorio Naval de los Estados Unidos, retomó los trabajos de Rennell y realizó mapas de vientos y de corrientes para la navegación, promediando datos recogidos en cuadernos de bitácora entre 1840 y 1850. Impulsó en ese aspecto la cooperación internacional, en la primera conferencia internacional de meteorología de Bruselas en 1853, del que fue el iniciador, y dio los primeros pasos hacia la «oceanografía sinóptica». A partir de 1844 se realizaron estudios sistemáticos de la corriente del Golfo sobre la base de mediciones de la temperatura en superficie y en profundidad, desde la costa hacia el mar abierto. Pero los medios disponibles, ligados a barcos oceanográficos lentos y de autonomía limitada, no permitían apreciar la variabilidad de la dinámica oceánica ni medir la velocidad de las corrientes a gran profundidad. Hubo que esperar hasta los años 1960-1970, cuando se desarrollaron sistemas espaciales que permitieron cubrir en tiempo real todos los océanos y desplegar instrumentos de medida localizados y comunicados por satélite.[2]

El avance tecnológico del siglo XIX con el desarrollo de la Revolución Industrial produjo una era de optimismo y fe en el poder de la ciencia y de la técnica, que fue muy importante en la Gran Bretaña, el país donde la revolución industrial tuvo mayor desarrollo inicial. Y como ya hemos visto, fueron geógrafos ingleses y norteamericanos los primeros en desarrollar la cartografía del océano Atlántico para incluir la dirección de las corrientes marinas que hubieran permitido, ya entonces, el diseño de una ruta segura entre Europa y América del Norte. Sin embargo, no se hizo así, y la catástrofe del Titanic, el 15 de abril de 1912, vino a convertirse en un recordatorio, no del fracaso de la ciencia sino del desfase casi siempre inevitable entre el conocimiento científico y sus aplicaciones técnicas. El lugar de dicho hundimiento ([2] se encuentra al sureste de la Isla de Terranova, donde la corriente del Labrador (no la del Golfo) llevó un gran iceberg desde el noroeste de Groenlandia hasta el punto donde ocasionó el hundimiento del transatlántico más grande y moderno del inicio del siglo XX. En esta imagen satelital a pequeña escala también puede verse la ubicación de Nueva York, adonde se dirigía el Titanic. Se trata de una zona costera que abarca la isla Larga (Long Island, visible algo más al sur, en la costa americana, y una parte en otra isla (Manhattan) que queda a la izquierda, es decir, al oeste de Long Island. La extensión de Nueva York se distingue por la zona edificada de color claro, en comparación a la zona verde (vegetación) y azul del océano Atlántico. Se hace esta aclaratoria para que se entienda la larga trayectoria de un iceberg en cuanto a su latitud desde la zona de su procedencia hasta el sitio donde hundió al Titanic (varios miles de km). Este largo recorrido contrasta con el reducido trayecto de los grandes témpanos de hielo de la Antártida (algunos alcanzan más de 200 km de longitud) y que desaparecen (en muchos casos, después de moverse cerca del continente antártico durante varios años) al encontrarse con las aguas mucho más cálidas de la corriente circumpolar antártica. Después de la tragedia del Titanic, se tomaron muchas precauciones con el desplazamiento de los icebergs y en algunos casos, se bombardeaban con los barcos de guerra para romperlos y destruir su poder destructivo. La segunda guerra mundial vino a cambiar radicalmente la situación, especialmente, por la invención del radar y por el desarrollo de las nuevas técnicas de comunicación (imágenes aéreas y, más recientemente, imágenes satelitales).



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