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Hugo Capeto



Hugo Capeto, en francés Hugues Capet (nacido hacia 940, muerto en el lugar llamado «Les Juifs» -"Los Judíos"-, cerca de Prasville, Eure-et-Loir el 24 de octubre de 996[nota 1]​), duque de los francos (960–987), después rey de los francos (987–996), fue el primer soberano de la Casa de los Capetos. Hijo de Hugo el Grande y de su esposa Hedwige de Sajonia, fue heredero de la poderosa Casa Robertina, linaje que competía por el poder con las grandes familias aristocráticas de Francia en los siglos IX y X, y fundador de la dinastía capeta.

A finales del siglo X comienza una revolución económica y social que iba a llegar a su apogeo hacia el 1100.[nota 2]​ Los progresos agrícolas, el comienzo de los desbrozos y el aumento de la capacidad de intercambio que conllevó la introducción del dinar por los primeros carolingios, supusieron una dinámica económica aún tímida pero real. Al mismo tiempo, el fin de las invasiones y la continuidad de las guerras privadas conllevaron la construcción de los primeros castillos feudales donde podían encontrar refugio los campesinos. Al mismo tiempo, la nueva élite guerrera, los caballeros, entraron en competencia con la antigua aristocracia funcionarial carolingia. Para canalizar a estos recién llegados y para asegurar la protección de sus bienes, la aristocracia y la Iglesia sostuvieron y explotaron el movimiento de la paz de Dios. Es en este contexto donde Hugo Capeto pudo instaurar la dinastía capeta.

En principio se benefició de la obra política de su padre que logró contener las ambiciones de Heriberto II de Vermandois, además neutralizando el linaje. Sin embargo, esto no se pudo hacer sino ayudando a los carolingios a mantenerse, aunque de hecho estuvieron totalmente excluidos de la carrera por la corona desde la decadencia de Carlos el Simple. En 960, Hugo Capeto heredó el título de duque de los francos obtenido por su padre a cambio de la concesión de la corona a Luis IV de Ultramar. Pero, antes de lograr el poder, debió liberarse de la tutela de los otonianos y eliminar a los últimos carolingios. Con el apoyo de la Iglesia, y en particular del obispo Adalberón de Reims y de Gerberto de Aurillac, ambos próximos a la corte otoniana, fue finalmente elegido y consagrado rey de los francos en 987.

La relativa debilidad de Hugo Capeto era paradójicamente una ventaja para su elección por las otras grandes familias con el apoyo de los otonianos, ya que suponía poca amenaza a los ojos de los grandes vasallos y para las ambiciones imperiales. Sin embargo, si bien fue cierto que el nuevo rey no logró someter a sus indisciplinados vasallos, su reinado supuso una modificación de la concepción del reino y del rey. Así, Hugo Capeto se reconcilió con la Iglesia rodeándose sistemáticamente de los principales obispos y se acercó a la aristocracia aliándose con los grandes príncipes territoriales (el duque de Normandía o el conde de Anjou), lo que reforzó su trono. Conocemos la historia del primer Capeto principalmente gracias al monje erudito Richer de Reims.

La Francia occidentalis se encontraba definitivamente separada del Imperio y el primer Capeto, como sus sucesores, puso toda su energía en crear una dinastía continua, consolidando su poder sobre sus dominios y asociando al trono a su hijo Roberto II el Piadoso el día de Navidad del año 987.[3]​ La corona fue, en efecto, transmitida a su hijo tras su muerte en 996. La casa de los capetos así fundada durará más de ocho siglos y dará origen a dinastías reales en España, Portugal, Brasil,[4]Italia,[5]Hungría[6]​ y Polonia.[7]

El reino ocupaba la antigua Francia Occidental, cuyas fronteras fueron definidas en el tratado de Verdún de 843. Hugo fue soberano del reino de Francia, que ya no se llamaba “Francia occidentalis” desde la segunda mitad del S. X.[nota 3]​ Los cuatro ríos (Escalda, Mosa, Saona y Ródano) constituían sus límites al norte y al este, separándolo del imperio otoniano. Al sur, los Pirineos no eran frontera, ya que el Condado de Barcelona formaba parte del reino.[9]​ Por el contrario el principado (condado, reino o ducado según la fuente) de Bretaña no formaba parte del mismo. Finalmente, el trazado de las costas era muy diferente del actual, ya que los golfos no estaban colmados, en particular el de Bahía de Arcachón y el golfo de Saint-Omer, y las desembocaduras de los ríos evolucionaban aún. Se tratase de Charente o del Flandes marítimo, la costa firme estaba lejos del interior de las tierras actuales «precedidas por inmensas marismas, frecuentemente invadidas por el mar».[10]

En el año 1000 hubo una crisis económica que tuvo su apogeo en los siglos XII y XIII. Desde mediados del siglo X, se dio una primera fase de crecimiento agrario. Parece como si «la angustia del hambre» hubiese impulsado a los campesinos a producir más y mejor. Así, los campesinos se adaptaron: mejor conocimiento del suelo, adaptación de los trabajos según el medio, evolución del método de tiro (collera y herradura) y desarrollo de la micro-hidráulica (foso de drenaje e irrigación).[11]

La acuñación de la moneda de plata y su homogeneización por los primeros carolingios desencadenó un auténtico cambio económico que dio sus frutos con el fin de las invasiones. Más idónea que la moneda de oro heredada de la Antigüedad, que solo era conveniente para transacciones muy onerosas, el dinar de plata permitió la introducción de millones de productos y de consumidores en el circuito comercial.[12]​ Los campesinos comenzaron a poder vender sus excedentes y por lo tanto se interesaron en producir más de lo que les era necesario para la subsistencia y para pagar los derechos señoriales.[13]​ Este fenómeno se confirma por la proliferación de mercados y talleres de acuñación de moneda en occidente desde el S. IX.[14]​ En ciertos casos, los propietarios, eclesiásticos o laicos, proveyeron de arados, invirtieron en equipamiento mejorando la producción: molinos de agua reemplazando molinos de mano, presas de aceite o de vino (reemplazando la pisa),[15]​ etc. El redescubrimiento de la capacidad de la energía hidráulica, superior a la animal o humana, permitió una productividad sin comparación con la disponible en la alta Edad Media y comparable a la de los Romanos que ya utilizaron molinos de agua instalados en serie junto a colinas o montañas. Cada muela de un molino de agua podía moler ciento cincuenta kilogramos de harina por hora, lo que equivalía al trabajo de cuarenta esclavos.[16]

Los rendimientos de las tierras cultivadas pudieron llegar hasta a cinco o seis por uno. Este progreso liberó mano de obra para otras actividades. Pierre Bonnassie ha demostrado que, después de las hambrunas de 1005–1006 y de 1032–1033, la población cada vez estuvo menos expuesta a los desarreglos alimentarios y, en consecuencia, a las epidemias, disminuyendo la tasa de mortalidad.[17]​ No deberíamos sobrestimar esta época de renovación económica y social, ya que el cambio está en sus comienzos y el campesinado es aún víctima de las malas cosechas, como, bajo el reinado de Roberto el Piadoso, donde asistimos, según Rodolfus Glaber, a hambrunas terribles donde el canibalismo fue común en determinadas regiones (1005–1006 y 1032–1033).[17]​ El crecimiento demográfico y el aumento de la producción agrícola se entretejieron en un círculo virtuoso: Fueron la llave de la renovación medieval.

La sociedad carolingia se eclipsó progresivamente. Así, constatamos la desaparición de la esclavitud en el Mediodía en beneficio de los campesinos libres. Sin embargo, un nuevo poder se afirmó: el señor feudal. A partir de 990, La desaparición de las instituciones de la época precedente conlleva un nuevo uso, el de la «costumbre». En el siglo X, se trataba de derechos exigidos por el señor feudal y que ninguna autoridad superior podía contradecir. Sin embargo, el surgimiento de la caballería medieval no impidió el progreso técnico y el avance agrícola.[18]

El dinar de plata fue uno de los principales motores del crecimiento económico desde el siglo IX. La debilidad del poder real conllevó la acuñación de moneda por numerosos obispos, señores y abades. Mientras que Carlos el Calvo contó con 26 talleres de acuñación de moneda, Hugo Capeto y Roberto el Piadoso solo tuvieron el de Laon.[19]​ El reino de Hugo Capeto marcó el apogeo de la feudalización de la moneda, lo que produjo una disminución en la uniformidad del dinar y la aparición de la práctica de la reacuñación de la moneda en los mercados (fiándose del peso de la pieza para determinar el valor). Por el contrario, estamos en un periodo donde el aumento de intercambios fue sostenido por el aumento del volumen de metal disponible. De hecho, la expansión hacia el este del imperio permitió a los otonianos explotar nuevos yacimiento de plata. El margen de maniobras de Roberto el Piadoso era débil y la práctica del recorte o de cambio de las monedas conllevaba devaluaciones perjudiciales.

La iglesia no se libró de los desórdenes del S. IX y X. Cargos de abades parroquiales o eclesiásticos, fueron dados a laicos para formar clientelas y la disciplina monástica se relajó; el nivel cultural de los curas bajó a mediocre.[20]​ En contraposición los pocos monasterios que conservaron una conducta irreprochable adquirieron una gran autoridad moral. Estos monasterios íntegros recibieron numerosos donaciones para lograr de los priores la absolución, particularmente postmortem.[21]​ La elección de los abades se orientó cada vez más hacia hombres de gran integridad y algunos como Guillermo I de Tolosa llegaron incluso a dar autonomía e inmunidad a los monasterios que eligieron a su abad. Fue el caso de abadía de Gorze, Gérard de Brogne o Cluny. Otros monasterios utilizaron falsos certificados de inmunidad para adquirir la autonomía.[22]

Entre ellos, Cluny vivió el desarrollo y la influencia más importante. Bajo la dirección de abades dinámicos como Odón, Maïeul — amigo personal de Hugo Capeto — o también Odilón, la abadía arrastró a otros monasterios con los que existía una unión, y formó pronto una orden muy poderosa (en 994, la orden de Cluny contaba ya treinta y cuatro conventos).[23]​ La otra gran fuerza de Cluny fue el reclutar una buena parte de sus miembros y particularmente sus abades en la alta aristocracia.[24]

Estos monasterios eran la punta de lanza de un profundo movimiento de reforma monástica. Su obra moralizadora tocó pronto todos los niveles de la sociedad. En particular, buscó llevar a los caballeros hacia el movimiento de la Paz de Dios tras la Tregua de Dios. Ese movimiento, muy influyente, impulsó la creación de Estados estables y en paz. Esos reformadores tenían como modelo el Imperio Carolingio que sostuvo la reforma benedictina, la fundación de numerosas abadías y su desarrollo espiritual, se apoyaron durante mucho tiempo sobre la Iglesia para gobernar. El aumento del poder de los otonianos les dio la ocasión de trabajar para la reconstitución de un imperio universal. Hugo Capeto, abad laico pero sostenedor activo de la reforma, era un candidato ideal para ocupar el trono de Francia ya que también se le consideraba sin poder suficiente para escapar de la influencia de los otonianos.

El contexto histórico es el del “cambio feudal”. Este concepto que Georges Duby sitúa alrededor del año mil, lo que es discutido por Dominique Barthélemy para quien esta evolución se desarrolló durante varios siglos.

El Imperio carolingio se desintegraba desde mediados del S.IX. Al parar la expansión territorial, los emperadores no disponían de nuevas tierras o cargos para retribuir a sus vasallos y no tenían por tanto más sujeción sobre ellos. Poco a poco, deben concederles la transmisión hereditaria de tierras y de cargas, y después una autonomía cada vez mayor. Por otro lado, en el plano militar, las huestes carolingias poderosas pero lentas de reunir se mostraban incapaces de responder a las correrías vikingas o sarracenas caracterizadas por su gran movilidad.[25]​ Los castillos de madera o mottes castrales aparecieron alrededor del año mil entre el Loira y el Rin.[26]​ Esto responde a la lógica de una sociedad medieval que evolucionaba: a partir de 980, el reino de los francos se vio sacudido por la «revolución aristocrática» viendo los campos cubrirse de fortalezas primitivas de madera.

Alrededor de ellas surgieron nuevas costumbres (“malos usos”).[27]​ Los antiguos pagi carolingios fueron eclipsados por un nuevo resorte territorial fundado sobre el territorio del castillo (districtus).[28]​ Los castillos (les mottes) inicialmente concebidos como refugios, se convirtieron en signo de autoridad, de desarrollo económico y de expansión territorial.

La historia romántica del S. XIX describía una «anarquía generalizada» y una Francia «erizada» de castillos alrededor del año mil. Actualmente se ha matizado mucho este fenómeno ya que, desde un principio, las autoridades intentaron regular la construcción de castillos.[29]​ Se han conservado actas que revelan esta voluntad de prohibir las construcciones fortificadas: El Capitulaire de Pîtres (864) o también las Consuetudines et Justicie normandas (1091).[30]​ Pero, en esos tiempos de invasiones y de guerras privadas continuas, los habitantes se fueron agrupando en las proximidades del castillo, lo que legitimaba al castellano en el ejercicio del los derechos feudales: Se habla de incastellamento en el mediodía y de encellulement en el Norte de Francia.

Desde entonces, esta nueva élite guerrera que se apoyaba en sus castillos entró en conflicto de intereses con la aristocracia y la iglesia cuyos ingresos dependían de la economía del campesinado.[31]​ Condes, obispos y abades que pertenecían a grandes linajes aristocráticos debieron reaccionar para frenar sus ambiciones, que conllevaban numerosas guerras privadas y pillajes. Estos representantes de las grandes familias explotaron y propagaron el movimiento de la paz de Dios, nacido de la exasperación del campesinado y del clero sometidos a las arbitrariedades de los hombres en armas (milites).[32]​ La codificación y la moralización de la conducta de los caballeros sobre criterios religiosos conllevó la elaboración, por el obispo Adalberón de Laon, de una sociedad dividida en tres órdenes sociales: Aquellos que trabajan (laboratores), aquellos que rezan (oratores) y aquellos que combaten (bellatores).

En fin, a pesar de la descentralización del poder, el rey conservó su autoridad política. Es una época de reivindicación de tierras y de cargos; el homenaje rendido al soberano permitía oficializar la propiedad. El rey, que es sagrado, conserva un papel arbitral que le permitirá aguantar el siglo X. En el siglo XI, aún será puesta en cuestión su autoridad por ciertos príncipes (condes de Blois, conde de Vermandois).

Desde el fin del siglo IX, la política real no podía hacerse sin contar con los descendientes de Roberto el Fuerte, de entre los que formaba parte Hugo Capeto. El objetivo de la corona era convertirse en electiva, las mayores familias del reino se la disputaban. La Casa Robertina se aprovechó de la juventud y después de la decadencia de Carlos el Simple para subir al trono. Eudes I o Roberto I, respectivamente tío-abuelo y abuelo de Hugo Capeto, fueron rey de los francos (888–898 y 922–923).

Sin embargo, su padre Hugo el Grande se enfrentó al poder en ascenso de Heriberto de Vermandois quien controla torre por torre el Vexin, la Champagne y Laon, además el arzobispo de Reims es su hijo Hugo y se alió al emperador Enrique I el Pajarero.[33]​ La Casa Robertina, que ya había debido renunciar a la corona en 923 en beneficio de Raúl de Borgoña, por falta de heredero varón capaz de dirigir su principado,[33]​ sube al trono en 936 al joven carolingio Luis IV, sin embargo refugiado junto a su tío en Inglaterra después de la decadencia de su padre Carlos el Simple y desprovisto de toda posesión en Francia,[34]​ subrayando que sería ilegítimo impulsar hacia el trono a alguien salido de un linaje diferente al de Carlomagno.

Esta maniobra le permitió sin embargo convertirse en el personaje más poderoso en la Francia de la primera mitad del siglo X: a su advenimiento, Luis IV le da el título de dux Francorum (duque de los francos), lo que anunciaba nuevamente el título real.[34]​ El rey lo calificaba oficialmente (puede que bajo presión) como «el segundo después de nos en todos nuestros reinos».[35]​ Ganó más poder aun cuando su gran rival Heriberto de Vermandois murió en 943, ya que entonces su poderoso principado fue dividido entre sus cuatro hijos.[36]

Hugo el Grande dominaba entonces numerosos territorios entre Orléans-Senlis y Auxerre-Sens, mientras que el soberano carolingio estaba más bien replegado al noreste de París (Compiègne, Laon, Soissons) (mapa 1).[35]​ Finalmente, el duque de los francos dirigió obispados y abadías como las de Marmoutier (cerca de Tours), de Fleury-sur-Loire (cerca de Orléans) y de Saint-Denis. También fue abad laico de la colegiata de la San-Martín de Tours por la que Hugo el Grande y sobre todo su hijo Hugo «Capeto» puede ser que heredaran su apodo en referencia a la cappa (la 'capa' de san Martín) conservada como reliquia en ese lugar.{{refn|group="nota"|Además, debe notarse que cada sacerdote laico tradicionalmente tenía una capa sobre su espalda. Parece que es Adémar de Chabannes quien, en primer lugar, habla de "rey en la regla" en su crónica hacia 1030.[37]

Su poder proviene también de sus alianzas: Hugo el Grande se casó una primera vez con la hermana de Athelstan, uno de los más poderoso soberanos de Occidente de principios del siglo X después de que hubiese echado a los vikingos del Danelaw.[38]​ Cuando Otón I al restaurar el Imperio se convirtió en la primera potencia de Europa, Hugo el Grande se casó con su hermana[39]​ Sin embargo, el poder que debía heredar Hugo Capeto tenía sus límites: sus vasallos eran lo suficientemente poderosos por sí mismos como para tener una gran autonomía y jugar a una política de equilibrio entre carolingios y la Casa Robertina.[40]

Estamos mal informados sobre el reino de Hugo Capeto. Ningún escritor de su tiempo juzgó necesario redactar su biografía. Aparecen elementos dispersos en la historia contemporánea redactada por el monje Richer de Reims, en la “Correspondance” de Gerberto de Aurillac así como en la obra de Abón de Fleury, todos clérigos y claros partidarios del nuevo rey. Los acontecimientos confusos que se sucedieron son difíciles de reconstruir.[41]

Hugo nació en un lugar desconocido hacia el año 939–941.[nota 4]​ Era hijo de Hedwige de Sajonia (hermana de Otón I) y de Hugo el Grande.

En 956, Hugo el Grande muere y su hijo Hugo Capeto se convirtió en heredero de una potencia de primer orden: En Roma, el Papa lo reconoció como «glorioso príncipe de los francos». A mediados del siglo X, la competición por la corona entre carolingios y la Casa Robertina había terminado, y la victoria de estos últimos era ya casi ineludible.[42]​ La legitimidad de la Casa Robertina se concretizaba sobre todo gracias a las alianzas. Por las venas de Hugo Capeto corría un poco de sangre carolingia por parte de su abuela paterna (Beatriz de Vermandois), pero también sangre germana por línea directa. Esta ascendencia vendría de Renania y no de Sajonia según Karl Ferdinand Werner[nota 5][44]​ En fin, su padre se había aliado con el nuevo rey de Germania Otón I, de quien había esposado la hermana Hedwige de Sajonia para oponerse a toda pretensión de Luis IV sobre la Lotaringia.[45]​ En resumen, cuando murió su padre, Hugo Capeto heredaba teóricamente un título prestigioso y un principado poderoso.

En 956, cuando murió su padre, Hugo Capeto, el hijo mayor, solo tenía unos quince años y dos hermanos. Otón I, rey de Germania, quería tener bajo tutela Francia Occidental, lo que le era posible por ser el tío materno de Hugo y de Lotario, nuevo rey de los francos quien había sucedido a la edad de 13 años a Luis IV en 954. El reino de Francia en 954 y el principado robertino en 956 fueron puesto bajo la tutela de Bruno, arzobispo de Colonia y duque de Lotaringia, hermano del rey Otón I. La tutela de Hugo fue doblada por aquella de Lotario. El objetivo de Otón I era mantener el equilibrio entre los robertinos, los carolingios y los otonianos.[42]​ En 960, el rey de los francos consintió en dar a Hugo la herencia de su padre, con el marquesado de Neustria y el título de duque de los francos. Pero, como contrapartida, el duque debía aceptar la nueva independencia adquirida por los condes de Neustria durante la ausencia de poder.[46]​ Su hermano Otón solo obtuvo el ducado de Borgoña.[nota 6]​ Andrew W. Lewis ha intentado demostrar que Hugo el Grande había preparado una política patrimonial para asegurar a su hijo mayor la mayor parte de su herencia como hacían todas las grandes familias de esa época.[nota 7]

A partir de 962, Occidente estaba dominado por el vencedor de la cristiandad frente a los húngaros, Otón I, quien restauró el título imperial y se apoderó de paso de Italia. El nuevo emperador aumentó su poder sobre Francia Occidental atrayendo a algunos obispos fronterizos; aunque elegido por Lotario, el arzobispo de Reims (quien aseguraba la elección de los reyes de Francia) Adalberón de Reims tendió a unir sus simpatías al imperio.[49]​ Aprisionado en una tenaza, el rey Lotario se apoyaba en otros obispos (Langres, Châlons, Noyon) y sobre el conde de Flandes Arnulfo I.

Cuando recibió su cargo ducal (duque de los francos, dux francorum) en 960, Hugo Capeto era menos poderoso que su padre (mapa 1). En efecto, era joven, políticamente inexperto y, sobre todo, estaba bajo la tutela de su tío Bruno de Colonia, cercano al poder otoniano.[50]

Frente a este debilitamiento, se produjo un fuerte movimiento de independencia de sus vasallos entre el Sena y el Loira. El conde Thibaud de Blois, aunque antiguo vasallo de Hugo el Grande quien le confió la ciudad de Laon, se aseguró una quasi-independencia proclamándose conde de Blois, haciendo fortificar sus principales ciudades y apoderándose de Chartres y de Châteaudun.[51]

Los diplomas reales de los años 960 muestran que las grandes familias aristocráticas no eran ya únicamente fieles al duque de los francos, como en tiempos de Hugo el Grande, sino igualmente al rey Lotario. En efecto, se encuentran algunos de ellos en las armadas reales luchando contra el duque de Normandía por cuenta de Lotario.[52]​ En fin, parecía que Hugo tendía a perder su lugar como número dos del reino. Dos cartas del abad de Montierender (968 y 980) hacen referencia a Heriberto III de Vermandois, entonces conde de Château-Thierry, de Vitry y abad laico de Saint-Médard de Soissons, llevando el título de «conde de los francos» e incluso de «conde de palacio» en una carta de Lotario.[52]

Por su parte, Lotario también había perdido poder debido al reforzamiento de la monarquía otoniana. Hizo una triste figura participando en las asambleas de vasallos y parientes de Otón I en 965. Sin embargo, a partir de la muerte del emperador en 973, el rey quiso reanudar la política de su abuelo: recuperar la Lorena, «Cuna de los carolingios».[51]​ Durante el verano de 978, por razones oscuras, decidió pasar a la acción. El principal testigo de la época, Richer de Reims explicaba:

En agosto de 978, acompañado por los grandes del reino (entre los que estaba Hugo que veía con buenos ojos una riña entre carolingios y otonianos[54]​), Lotario tomó por sorpresa Aquisgrán, residencia de Oton II, y se permitió el gesto simbólico de girar hacia el este el águila de bronce que decoraba la torre del palacio que después de haber sido girada hacia el este en los tiempos de Carlomagno amenazando así a los eslavos de Moravia, fue girada hacia el oeste por los otonianos, desafiando así a la Francia occidental.[55]​ Pero tuvo que retirarse rápidamente y refugiarse en Étampes con Hugo. Otón II emprendió una ofensiva, enviando sus ejércitos hasta las puertas de París. Carlos de Lorena, hermano de Lotario, fue incluso coronado rey en Laon por el obispo de Metz, Thierry I. Pero, a las puertas de París, Hugo Capeto cortó la ruta al emperador germánico que, viendo acercarse el invierno (era el 30 de noviembre) se vio obligado a huir. Las tropas de Lotario y de Hugo Capeto persiguieron a Otón cuya retaguardia, no pudiendo cruzar el Aisne, que estaba crecido, fue completamente diezmada en Soissons, «así murieron más por la ola que por la espada».[56]​ Esta victoria permitió a Hugo Capeto recuperar su posición de primer aristócrata del reino Franco.[57]

Hasta finales del siglo X, situado en territorio carolingio, Reims era la sede arzobispal más importante de Francia. Pretendía ser el primado de los Galos y su título tenía el privilegio de consagrar a los reyes y de dirigir su cancillería. De este modo, el arzobispo de Reims era tradicionalmente favorable a la familia reinante y tenía, desde hacía tiempo, un papel central en la política real. Pero la ciudad episcopal estaba dirigida por Adalberón de Reims, sobrino de Adalberón de Metz (un prelado fiel a los Carolingios), elegido por el rey Lotario en 969, pero que tenía enlaces familiares con los otonianos.[58]​ El arzobispo estaba asistido por una de las mentes más avanzadas de su tiempo, el écolâtre[nota 8]​ y futuro papa Gerberto de Aurillac. Adalberón y Gerberto trabajaron por el restablecimiento de un imperio único que dominase toda Europa. El rey Lotario, con 13 años, estaba de hecho bajo la tutela de su tío Otón I. Pero, al madurar, se afirmó y se independizó, lo que contradijo los proyectos imperiales de reunir toda Europa bajo una única corona. Desde entonces, el obispo abandonó a Lotario y apoyó a Hugo Capeto.[58]

Efectivamente, para que los Otonianos pudiesen hacer de Francia un Estado vasallo del imperio, era imperativamente necesario que el rey de los Francos no fuese de linaje carolingio y que fuese lo suficientemente poco poderoso para aceptar esta tutela. Hugo Capeto se convirtió para ellos en el candidato ideal, siendo además un apoyo activo de la reforma monástica de sus abadías mientras que los otros pretendían continuar distribuyendo cargos eclesiásticos y abaciales entre su clientela. Tal conducta solo podía seducir a los de Reims, muy cercanos al movimiento cluniacense.

Gracias a la correspondencia de Gerberto, se han obtenido muchas informaciones sobre estos acontecimientos políticos:

Los de Reims también se disgustaron por el acercamiento entre el rey y Heriberto de Vermandois, el eterno enemigo de los Carolingios, el descendiente del traidor que había permitido el arresto de su abuelo Carlos el Simple en 923. Abalbéron y Gerberto estaban cerca de la corte otoniana y acercarse a Hugo conllevaría finalmente que Francia renunciase a la Lorena.[49]​ Otton III tenía tres años cuando murió su padre: dos partidos lucharon entonces para asegurar la regencia, uno encabezado por Enrique II, duque de Baviera, llamado el pendienciero y Lotario (954–986), y el otro por las emperatrices Théophano, su madre, y Adelaida de Italia, su abuela, bando seguido por Gerberto y Adalberón quienes apoyaron a Hugo Capeto contra Lotario.[60]

El fin del siglo X, rico en acontecimientos complejos, no ha sido aclarado por la Historia de Richer de Reims, que escribió después de 990. Completó la cronología de Flodoardo, quien paró en el 966. Sin embargo, se sabe que su relato es de baja fiabilidad. Richer tenía el deseo de hacer bien, lo que le llevó en ocasiones a modificar la cronología y a vanagloriar a sus maestros de Reims: Adalberón y Gerberto.[61]​ Son estas, por tanto, las bases epistemológicas sobre las que conocemos la caída de los Carolingios.

Apoyado por el obispo de Reims, Hugo fue a partir de entonces el nuevo hombre fuerte del reino. En el 979, mientras Lotario deseaba asegurar su sucesión asociando al trono a su hijo mayor, el duque de los Francos se encargó de la reunión de los principes regnorum, es decir, los grandes del reino. La ceremonia se desarrolló en Compiège en presencia del rey, de Arnoul (un hijo ilegítimo del rey Lotario) y de Adalberón de Reims, bajo el beneplácito de Hugo. La asamblea eligió a Luis V (hijo de Lotario), según el rito carolingio, y el arzobispo de Reims lo consagró rey de los Francos. Richer, sin embargo, dató el acontecimiento en el 981. Se desconoce quiénes eran los grandes señores del reino presentes en la ceremonia.[57]

El año siguiente, Lotario, viendo crecer la empresa de Hugo, decidió reconciliarse con Otón II: aceptó renunciar definitivamente a la Lorena.[62]​ Pero Hugo, por oscuras razones, no deseaba que Lotario se reconciliase con el emperador alemán; se apresuró entonces a tomar el castrum (la fortaleza) de Montreuil, para luego dirigirse a Roma. Ya allí, se encontró con el emperador y con el papa, en compañía de sus fieles Bouchard de Vendôme y Arnoul de Orléans.[63]​ La tensión aumentó entre Lotario y Hugo. El rey de los Francos hizo casar a su hijo Luis con Adelaida de Anjou lo que le aportó Auvernia y el condado de Tolosa, para así poder aprisionar los territorios robertinos por el sur (982). Fue un fracaso. La pareja se separó dos años más tarde.[64]

Después de la muerte de Otón II (983) y aprovechando la juventud de Otón III, Lotario renunció a su acercamiento a los Otonianos y, aliándose con el duque de Baviera, decidió retomar la ofensiva en Lorena en marzo de 985. Hugo se guardó muy mucho esta vez de tomar parte en la expedición.[65]

Cuando el rey tomó Verdun e hizo prisionero a Godofredo (el hermano del arzobispo de Reims), Adalberón de Gerbert pidió ayuda al duque de los Francos. Pero la loca carrera de Lotario terminó con su fallecimiento en marzo de 986.[66]

La contradicción entre ciertos hechos reflejados por Richer no permiten comprender toda la acción política de Hugo en la víspera de su coronamiento. Por ejemplo, no se sabe por qué no se opuso a asociar al trono a Luis, ni a su sucesión en 986, mientras que fue a Roma para encontrarse con el emperador alemán con intenciones hostiles a Lotario. Preocupado por la toma de Verdún y la llamada de Adalberón, parecería que el duque de los Francos habría reunido él mismo un ejército. Puede que estuviese considerando la posibilidad de marchar contra Lotario y apoderarse del trono.[67]

En cualquier caso, el nuevo soberano Luis V, como lo habían hecho Luis IV y Lotario, declaró que seguiría los consejos del duque de los Francos. Sin embargo, incorporó los objetivos de su padre sobre la Lorena y se cree que habría deseado lanzar una ofensiva contra Reims y Laon debido a su acercamiento con el Imperio.[68]​ No se sabe cuál fue el papel de Hugo en ese momento, las fuentes son difusas. Aparentemente, el duque de los Francos habría frenado las aspiraciones exageradas del rey carolingio. De hecho, Luis convocó al arzobispo de Reims en su palacio de Compiègne para que respondiese de sus acciones. Pero, durante una partida de caza, el rey falleció al caerse de su caballo el 21 o el 22 de mayo de 987 en el bosque de Senlis.[69]

En mayo de 987, los cronistas, principalmente Richer de Reims y Gerbert d'Aurillac, escribieron que, en Senlis, «se extinguía la raza de los carolingios». El rey difunto fue rápidamente enterrado en Saint-Corneille de Compiègne y no en Reims como él hubiera deseado.[70]​ Pero, incluso si Luis V murió sin hijos, quedaba un carolingio con posibilidades de acceder al trono. Se trataba de Carlos de Lorena, hijo de Luis IV y hermano de Lotario. Esto no tenía nada de extraordinario: no era la primera vez que un carolingio competía con un robertino.[nota 9]​ De hecho, en los tiempos del padre de Hugo Capeto, no se concebía la ruptura con los carolingios mientras existiesen, y el príncipe Luis era percibido como joven y puro.[71]​ Pero los tiempos habían cambiado en el año 987. Desde hacía una década, Hugo Capeto competía de manera abierta con el rey, parecía haber sometido a los grandes vasallos, pero, sobre todo, su adversario Carlos de Lorena fue acusado de todos los males posibles: de haber querido usurpar la corona (978), de haberse aliado con Otón II, y después fue acusado de adulterio con la reina Emma de Italia, mujer de su hermano.[72]

Adalberón de Reims convocó a los grandes señores de Francia en Senlis y les dijo:

De vuelta a Inglaterra, Abón de Fleury, maestro de Saint-Benoît-sur-Loire, difundió una leyenda según la cual los últimos carolingios habrían sido maldecidos por el «Lobo».[74]​ En efecto, insistiendo en la santidad de la cabeza real consagrada, recuerda que el lobo había precipitado a Luis IV y su descendencia, demasiado orgullosos y brutales, por contraposición al rey Edmundo, soberano ideal y pacífico. El clero extendió también la idea de que los carolingios habían sido como condenados por un juicio divino que por contagio se hacía hereditario (Luis IV, Luis V). Se trataba por tanto de desterrar definitivamente esta dinastía del trono.[nota 10]​ Adalberón aboga una última vez en favor de Hugo:

Hugo hizo recompensar inmediatamente a Adalberón, y este último pudo entonces convocar una nueva asamblea en Senlis (feudo de Hugo) y volvió a Reims para excluir cualquier propuesta a favor de Carlos de Lorena. Así, Hugo fue quien se convirtió en el nuevo soberano.[70]​ Sin embargo, los historiadores especializados en este periodo afirman:

Pero, ¿qué se sabe exactamente? La cronología proporcionada por Richer de Reims es la que plantea problemas. El monje escribió que Hugo fue coronado y consagrado el 1 de junio. Yves Sassier no imagina que se pudiese en aquella época coronar un nuevo soberano únicamente a diez días de la muerte del Carolingio. Parece más bien que Hugo hubiera sido aclamado rey por la asamblea de Senlis (quizás el 3 de junio) y luego coronado y consagrado rey el 3 de julio en Noyon.[78]

Pero las fuentes hacen referencia igualmente a una ceremonia en Reims, de ahí la idea de admitir dos ceremonias: una en Noyon (laica) y otra en Reims (religiosa).[nota 11]​ Finalmente, ¿de qué estamos seguros? Hugo Capeto fue aclamado por la asamblea de Senlis (algunos días después de la muerte de Luis V), después fue coronado y consagrado, sea en Reims, sea en Noyon, entre mediados de junio y mediados de julio del año 987. La elección de Noyon es confusa: ¿por qué elegir otra ciudad además de Reims a pesar de que el nuevo soberano acababa de ser elegido bajo el apoyo de Adalberón de Reims? ¿Se trataba de una maniobra con el fin de contrarrestar al arzobispo de Reims como Hugo lo hará algunos meses más tarde haciendo consagrar a su hijo en Orleans?[78]​ No se sabe nada del desarrollo de la consagración y de la coronación de Hugo; sin embargo, es casi seguro que llevaba un manto de púrpura tejido de oro (y quizás bordado con temas religiosos), medias rojas, zapatos violetas, una corona arqueada con cuatro floretes y un cetro.[80]

Una de las primeras preocupaciones del nuevo rey fue asegurar que la dinastía se perpetuase. Trató de convencer a Adalberón de consagrar a su hijo Roberto. Pero el arzobispo, muy próximo al poder otoniano que prefería la alternancia de las grandes familias en el trono de Francia a que el poder de una dinastía fuese capaz de competir con él, no acepta la propuesta. Hugo, que acababa de recibir una carta de Borrell II, conde de Barcelona, pidiéndole que le apoyase contra Almanzor quien acababa de lanzar una razia contra Barcelona, argumentaba que necesitaba tener un sucesor en el caso de que la expedición contra los sarracenos acabase mal. Adalberón tuvo que ceder y Roberto el Piadoso fue consagrado, a la edad de quince años, el día de Navidad de 987.[81]

Hugo Capeto soñaba casarlo con una princesa bizantina, pero ese proyecto fracasó, Roberto tuvo que casarse con la viuda de Arnulfo II de Flandes, e hija de Berengario II, rey de Italia, de la familia carolingia.[81]Rozala de Italia tenía veinte años y era la hija mayor de Berengario II. Al no tener hijos con su esposa, ya que ella era demasiado mayor, Roberto la repudia hacia 991/992.[nota 12]

Asociado a la corona, Roberto asistió a su padre en los asuntos militares (conquista de Laon 988–991). Por otra parte, su sólida instrucción adquirida de la mano de Gerberto de Aurillac en Reims, le permitió tratar cuestiones religiosas de las cuales fue rápidamente el garante (dirigió el concilio de Verzy en 991 y el de Chelles en 994). Es casi seguro que, al contrario que su hijo, Hugo era iletrado y no hablaba el latín sino el romano (latín vulgar del norte).[nota 13]

Durante su reinado, Hugo debió hacer frente a numerosos oponentes. En primer lugar, uno de sus grandes rivales: Carlos de Lorena. Este último reapareció en 988 cuando se apoderó de la ciudad de Laon, uno de los últimos bastiones carolingios. Para hacerse respetar, el rey asedió dos veces la ciudad sin resultado.[84]​ Preocupado por este fracaso, Hugo contactó con varios soberanos para obtener ayuda. En una carta redactada en julio de 988, por la pluma de Gerberto, el primer capeto no se contentaba de informar a la emperatriz Théophano (regente de su hijo Otón III) de las acciones de Carlos de Lorena. De hecho, le propone un encuentro:

Ahora bien, estando en Meersburg (cerca del lago Constanza) a lo largo del mes de agosto, parece que Teófano no se hubiera desplazado. Entonces Hugo trama un ardid.

Tras la muerte de Adalberón de Reims (989), decide elegir como nuevo arzobispo al carolingio Arnoul (un hijo ilegítimo del rey Lotario) en vez de Gerberto. Se piensa que intentaba tranquilizar a los partidarios de los carolingios, pero la situación se volvió contra el rey ya que Arnoul entregó Reims a Carlos.[84]​ Entonces se formaron las alianzas; la guerra era abierta: Carlos se alió con el arzobispo de Reims y con Heriberto de Vermandois, y Hugo recibió el apoyo de Eudes de Blois a cambio de Dreux. En cuanto al papa, ambos adversarios solicitan su apoyo, mientras que la corte de Otón III se mantiene neutral, a pesar de las peticiones de Hugo.[86]​ La situación se desbloqueó por la traición de Adalberón de Laon, obispo de Laon, quien se apoderó de Carlos y de Arnoul mientras dormían y los entregó al rey (991). Para lograr sus fines, Adalberón se hizo recibir en Laon haciendo creer a Carlos y Arnould que quería reconciliarse con ellos para recuperar su obispado. Bien acogido en Laon, jura sobre el pan y el vino (el Domingo de ramos[87]29 de marzo o el Jueves Santo[88]2 de abril de 991) de conservar su fe en Carlos, antes de abrir las puertas de la ciudad al enemigo durante la noche.[89]​ El último carolingio, fue encarcelado en Orleans y murió en fecha desconocida.[84]

Esta traición, que se produjo en pleno movimiento de la Paz de Dios (el concilio de Charroux data de 989), causó fuerte impresión en la mitad sur del reino: Adalberón de Laon quedó totalmente desacreditado en esas provincias y la imagen de Hugo Capeto quedó empañada.[nota 14]​ La guerra despiadada dirigida contra Carlos de Lorena por Laon y Reims (988–991), conocida por el relato de Richer de Reims y las cartas de Gerberto, habían vuelto al rey hostil a los ojos de una parte de la Iglesia. La visión que nosotros tenemos de la política del Capeto es exclusivamente aquella de los religiosos, de ahí la distancia que debemos tomar a la hora de enjuiciar a Hugo Capeto.[91]​ Los intereses de unos y de otros, a menudo puestos en juego por familias diferentes, no eran convergentes. Nacían rivalidades y los conflictos entre los príncipes eran revelados por sus respectivos aliados religiosos. Adémar de Chabannes nos da una visión casi «maniquea» del reino de Hugo Capeto. El mismo autor nos da a la vez un retrato negativo y positivo del soberano. Es él quien nos cuenta la historia de un desafío del conde Audebert respecto a Hugo y Roberto

Durante mucho tiempo, se ha afirmado que los meridionales habían sistemáticamente rechazado al primer Capeto. Recientemente, algunos estudios han matizado esta idea. Parece que el rechazo fue más bien de orden político (la captura de Carlos de Lorena) que dinástica. En efecto, se sabe que el duque de Aquitania rechazó someterse a su rey, «reprobando ese crimen de los francos (la captura de Carlos)» y el obispo de Laon fue comparado a Judas el «traidor».[93]​ Finalmente, hicieron las paces en la ribera del Loira. Esta observación es aún más explícita en al ciudad de Limoges. Las actas muestran que, hasta el 988, se reconocía a Hugo e incluso la asociación al trono de Roberto ya que están fechadas refiriéndose a su reinado «regnante Ugo rege anno II et Rotberto filio suo anno primo» («firmado el segundo año del reinado del rey Hugo y el primero de su hijo Roberto»). Pero esto no duró, algunos meses más tarde, los archivos ya no estaban datados por su reinado: parece que el cambio se debió a que se conoció la historia de la captura de Carlos de Lorena y de la traición de Adalberón de Laon. Una vez puestos al corriente, las ciudades meridionales habrían rechazado la legitimidad de Hugo y de Roberto.[94]

Arnoul, que había traicionado al rey al abrir las puertas de su arzobispado de Reims a su tío Carlos de Lorena, último posible pretendiente carolingio, estaba apoyado por la Santa Sede. Hugo lo hizo juzgar en el concilio de Saint-Basle-de-Verzy (18 y 19 de junio de 991). La asamblea estaba compuesta por trece obispos (lo que era poco) y presidida por el arzobispo Seguin de Sens, poco favorable al rey. En revancha, los debates fueron dirigidos por el obispo Arnoul d'Orléans, cercano al rey. Responsable de la defensa, Abón de Fleury alegó que el soberano no podía convocar un concilio y que solo el papa era competente para juzgar el asunto. Arnoul d'Orléans le replicó con una muy violenta requisitoria contra la Santa Sede.[96]​ Arnoul fue destituido. Algunos días más tarde, Gerberto de Aurillac fue nombrado arzobispo de Reims. El papa Juan XV no aceptó este procedimiento y quiso convocar un nuevo concilio en Aquisgrán, pero los obispos de Francia rehusaron y confirmaron su decisión en Chelles (invierno de 993–994).[97]​ Gerberto, apoyado por otros obispos, tomó posición, por la independencia de las Iglesias con respecto a Roma (que estaba controlada por los emperadores germánicos). A fin de evitar una excomunión de los obispos que participaron en el concilio de Sainte-Basle, y por tanto un cisma, Gerberto prefirió ceder. Abandonó el arzobispado y acudió a Italia. Toda la habilidad política de Hugo Capeto consistió, desde el principio del asunto, en pedir el apoyo del emperador y del papa (que evidentemente no obtuvo), y utilizar las divisiones de la Iglesia para meter en primera línea los obispos francos que emancipa a cambio de su apoyo. El uso de la vía conciliar fue por tanto un medio hábil de oponerse a la influencia del emperador, sin entrar directamente en conflicto.

En paralelo, Abón de Fleury, que había defendido vigorosamente a Arnoul, escribió que, a partir del reino de Hugo Capeto, la teoría de la realeza creada por Hincmaro de Reims fue retomada: el rey reina con los consejos de los eclesiásticos. Él y sus contemporáneos, por razones oscuras y totalmente opuestas a la opinión precedente, asignaron a partir de ese momento un gran interés a la realeza. Abbon recordó que era necesario ser fiel al rey y que cada uno de los grandes señores no era más que un depositario del servicio debido al rey.[98]​ Olvidada bajo los últimos Carolingios, la imagen del «rey ideal» hizo su aparición: «El poder se sitúa siempre en la esfera elevada de lo público y se ejerce como oficio en vista del bien común», añadía Abbon. Parece que, sobre este punto, Hugo, para restaurar su imagen a los ojos de los obispos (Por ejemplo construyendo edificios religiosos), haya debido legitimar sus acciones contra los Carolingios:

Abón quería salvaguardar para el avenir la memoria capetiana aún frágil en las mentalidades del siglo XI. Bajo Hugo Capeto y aún con Roberto el Piadoso, el soberano estuvo ampliamente aconsejado y acompañado por los obispos siguiendo la tradición carolingia.

Los historiadores (principalmente Ferdinand Lot[nota 15]​ o J.-F. Lemarignier) han escrito durante mucho tiempo que Hugo era un soberano muy débil durante el reinado en el que los señores feudales habían reemplazado a los príncipes familiares de palacio y que la Paz de Dios había sido decidida para contrarrestar un insuficiente brillo real.[91]​ Una vez más, los estudios recientes han matizado estas teorías demasiado negativas. En 987, los contemporáneos debieron tener dudas tanto temían el replanteamiento del orden carolingio. Algunos mostraron abiertamente su hostilidad (Carlos de Lorena, Eudes de Blois) y otros (sobre todo los eclesiásticos) prefirieron esperar. Hemos visto que había aún, bajo el reinado de Hugo, costumbres carolingias.

Se señala a menudo a los catalanes como los primeros que rechazaron la legitimidad de Hugo. Arrebatado a los musulmanes por los carolingios, el condado de Barcelona había venerado durante mucho tiempo a estos últimos. Sin embargo, el primer capeto no visitó las abadías meridionales, y por lo tanto estas últimas no le solicitaron la confirmación de sus privilegios: hubo más bien alejamiento que ruptura.[100]​ Además, Michel Zimmermann ha mostrado que la ruptura entre la corona de Francia y Cataluña no era nueva: «Desde Carlos el Simple y los últimos carolingios, asistimos a una falta de diligencia de los soberanos para reclamar la prestación de fidelidad ante su incapacidad para dar protección como contrapartida». Los condes de Barcelona renunciaron por tanto, desde 900, a realizar el viaje para el homenaje real. Se comprende ahora porqué Cataluña rehusó la exigencia de Hugo en enero de 988.[101]​ Entre tanto, Barcelona fue asediada en 985 por Al-Mansur. El conde Borrell II llamó a su protector el rey de los Francos, pero Lotario murió a lo largo del año 986 y Luis V tuvo un reinado demasiado breve para preparar una expedición. Al día siguiente de la coronación de Hugo Capeto, Borrell renovó su llamamiento y Hugo prometió su ayuda a cambio de un homenaje en Aquitania, en vano.[102]

En fin, Hugo debió hacer frente, durante todo su reinado, a la oposición de Eudes de Blois cuyas posesiones cercaban el dominio real. El conde de Blois se aseguró la toma de Melun, entonces dirigida por Bouchard de Vendôme, sobornando al castellano y a los milites (caballeros) del castillo.[103]​ Tras este golpe de mano, se formó una coalición entre el rey, el conde de Anjou y el duque de Normandía (991): Melun fue reconquistada y Eudes vencido. Este último retomó las armas y conquista Nantes, en seguida reconquistada por el conde de Anjou Fulco Nerra. Inquietos por el poder del angevino, Ricardo I de Normandía, Eudes de Blois y Balduino IV de Flandes se aliaron contra él (995–996). El conflicto sin fin fue interrumpido por la muerte de Eudes en marzo de 996, luego por la de Hugo Capeto hacia finales de octubre del mismo año.[104]

Eudes de Blois murió en marzo de 996, dejó una viuda de la que estaba prendado Roberto II el Piadoso. Hugo Capeto rechazó esta unión que le aportaría la Borgoña a su hijo, ya que Berta de Borgoña era su prima en tercer grado, y el matrimonio habría sido consanguíneo.

Durante el verano de 996, ya enfermo, Hugo habría acudido con su fiel Bouchard al monasterio de Souvigny donde reposaba su amigo San Mayolo (muerto en 994). El rey puede que estuviese enfermo de viruela, Richer testimonia: «Hugo, que tenía todo el cuerpo cubierto de pústulas, fallece en su castillo de los Judíos».[nota 16]​ «Los Judíos» era una aldea hoy desaparecida, cerca de Chartres, en el corazón de la Beauce. No estaba ya en guerra contra Eudes de Blois, muerto en marzo de 996, y tenía alrededor de 55 años cuando falleció durante las nuevas Calendas del año 996.[107]​ Desapareció «sin hacer ruido» tras haber superado sin gloria las dificultades que le crearon sus enemigos. El difunto rey fue inmediatamente transportado a la Abadía de Saint-Denis donde fue inhumado ante el altar de la Santa Trinidad junto a Eudes, un ilustre ancestro de la familia.[108]

Hugo Capeto, como sus predecesores, se hace llamar «rex Francorum» (rey de los francos) y no «rey de Francia», lo que significa que se siente más bien soberano de un pueblo, los francos (los hombres libres), que de un territorio. Bien entendido, estos vínculos no descansan sobre una presencia física que haría conocer al rey en el conjunto del reino. Es incluso posible que el primer Capeto se desinterese progresivamente del sur del reino ya que las abadías no apelan a él para la confirmación de sus bienes.[45]​ Si bien es conocido al norte del Loira, esto es menos cierto en las regiones meridionales, como confirma el relato de Abón de Fleury de su viaje a Gascuña:

En efecto, desde mediados del siglo X, los condados creados en tiempos de los Carolingios se fueron independizando progresivamente ante la debilidad del poder real. Los más poderosos de entre ellos se localizaban en los márgenes del reino (mapa 2):

Los historiadores se han preguntado durante mucho tiempo por qué Hugo solo había recuperado, tras su coronación, un minúsculo territorio que iba a constituir el dominio real. Parece que su elección había sido más un reconocimiento afectivo que un reconocimiento de su poder frente a los grandes señores.[114]​ En efecto, sus vecinos más cercanos (el duque de Normandía o el conde de Anjou) eran más ricos que él en tierras y en hombres. Las posesiones del nuevo rey se reducían a trozos del antiguo ducado robertiniano, antaño consolidado por su padre. Estas amputaciones no se debían en absoluto a pérdidas territoriales ligadas a la reclamación de un hermano menor del rey.[115]

Este territorio estaba dominado por dos grandes ciudades, París y Orleans, y luego por algunas ciudades medianas, Étampes, Melun, Corbeil, Dreux y Senlis. Estas plazas fuertes eran en realidad capitales de pagi en el seno de las cuales el rey no ejerce sino el poder condal.[115]​ En cada una de estas ciudades, Hugo Capeto disponía de un palacio, de una tropa de caballeros y de rentas territoriales y económicas.[nota 17]​ Cada una de sus posesiones estaba separada de las otras porque molestos vasallos (Montmorency, Montlhéry...) se fueron intercalando.[114]​ Finalmente, el primer capeto disponía también de abadías que se mantenían como poderosos apoyos económicos y estratégicos: San Martín de Tours, Saint-Benoît-sur-Loire (Fleury-sur-Loire), Saint-Maur-des-Fossés, Saint-Germain-des-Prés y Saint-Denis. No quedaba casi nada del dominio carolingio, salvo en torno a Laon.[114]​ Sería sin embargo ilusorio limitar la influencia de Hugo Capeto solo a su dominio real. Su influencia se extendía sobre una región mucho más vasta de Orleans hasta Amiens (mapa 3).

Existe muy poca información sobre el reinado de Hugo Capeto. Sólo se han conservado un pequeño número de actas emitidas por su cancillería: apenas una docena. Un número ínfimo comparado con las centenares de su contemporáneo Otón III.[117]

Hugo Capeto parece un soberano que se mantiene muy «carolingio» en algunos de sus comportamientos.[118]​ En primer lugar, asoció a su único hijo, Roberto, a la corona. El príncipe, que tenía unos 15 años, fue aclamado y luego consagrado en la catedral de Orleans por Adalberón de Reims, la noche de la Navidad de 987. Esta práctica era ya usada en tiempos de los Carolingios, pero el pasado ha mostrado que esta precaución no impedía la elección de otro como rey (Carlos III en 922).[nota 18]​ Además, Carlos de Lorena mantuvo su protagonismo y el rey tuvo problemas para convencer al arzobispo de Reims para que lo apoyase. Este último, cuyo papel era capital para legitimar la consagración, no deseaba ver como la nueva dinastía se reforzaba precipitadamente. Pero, frente al argumento de Hugo, quien afirmó no poder dejar el reino sin dirigente y sin sucesión asegurada en un universo hostil (los vasallos enemigos del rey, los musulmanes), el arzobispo debió ceder.[120]

Curiosamente, se aprecia que el mismo rey y su entorno mantenían una tradición imperial de la monarquía franca. Así, una carta real de Hugo Capeto, fechada en 992, lo presentaba a él mismo y a su hijo como «poseedores del poder sobre el Imperio Franco» (imperii Francorum (...) potiti).[121]​ Otro recuerdo franco fue la confección de un abrigo real por orden de la reina Adelaida, confiado al cuidado de Saint-Denis. Este vestido, llamado orbis terrarum, simbolizaba el mundo. Era un abrigo imperial y su significación era clara: «aquel que lo viste porta el mundo sobre sus hombros, como Atlas».[nota 19]​ Hasta 988, sabemos que todas las actas reales del primer capeto siguieron una práctica carolingia según la cual la firma (souscription) era realizada a la vez por el cancillería y por el rey, quien incluía los signos reales: su monograma (modelo carolingio) y el sello. Tras esta fecha, aún un acta de cada dos (conocidas) se hizo de esta manera.[123]

Finalmente, la disminución, tan descrita por ciertos historiadores, de las relaciones por actas en los tiempos de los primeros capetos, es poco clara. Bajo los carolingios, los diplomas reales fueron raros en Normandía, Anjou, Poitou, Berry y Auvergne, e incluso inexistentes en Gascuña, Bordelais y Toulousain. En tiempos de Hugo Capeto, se enviaron menos documentos a Flandes y a Auvergne, pero se nota una multiplicación de las actas hacia Normandía, Touraine y Berry. No hay por tanto un verdadero corte con los despachos carolingios (excepto en el extremo sur).[125]​ En resumen, Richer presentó al rey Hugo como un «Rey guerrero» que realizaba hazañas con su ejército. Para ser un verdadero carolingio, solo le faltó la sangre de Carlomagno.![126]

Hasta 987, los clérigos no produjeron más grandes textos. Los reinados de los últimos carolingios no estimularon a los pensadores y parecían poner de lado a los hombres de la iglesia. Con Hugo Capeto, la situación pareció cambiar. En uno de sus diplomas, el rey aparece como el intermediario entre los clérigos y el pueblo (mediator cleri et plebis).[127]​ Además, Abón de Fleury y Richer de Reims eran conscientes del cambio con respecto a la anterior dinastía. El monje de Reims añadió que Hugo y Roberto actúan:

Los dos reyes, bajo la pluma de Gerber d'Aurillac, insistieron ellos mismos sobre esta necesidad de consilium «no queriendo para nada abusar del poder real nos decidimos todos los asuntos de la res publica [la cosa pública] recurriendo a los consejos y sentencias de nuestros fieles».[128]​ De hecho, en caso de necesidad, los obispos del norte asistieron y sostuvieron al rey durante los litigios reales o los sínodos. Pero Hugo necesitaba el apoyo de la Iglesia para asentar totalmente su legitimidad, así como porque los contingentes de caballeros que componen su armada provenían en gran parte de los obispados.[111]

En lo referente a las actas reales, se ha visto que el rey solo estaba presente realmente en la región situada entre el Oise y el Sena. Los diplomas reales pueden ser igualmente cartas privadas con un gran número de suscripciones. Con Hugo Capeto se abrió una nueva práctica en la redacción de las actas. Hasta 987, eran uniformemente el objeto, como hemos subrayado, de una firma de la cancillería junto a aquella del rey. De ahora en adelante, el rey debía hacer firmar algunos de sus diplomas (uno solo conocido de Hugo Capeto) no solo por el canciller, sino por las personas que lo rodeaban (los grandes señores).

En lo sucesivo, parece que la autoridad real ya no servía, por si sola, para validar la decisión tomada.[129]​ En efecto, las actas emanadas de la cancillería eran principalmente privilegios que confirman los dominios de los establecimientos religiosos (por ejemplo Saint-Maur-des-Fossés, 988) y los ponen bajo la protección del rey (mapa 4): quizá los clérigos estimaban inútil pedir la protección de un soberano tan débil.[114]​ Esta posibilidad es hoy en día discutida ya que se considera que este cambio administrativo muestra menos un debilitamiento del rey que un cambio de método progresivo a partir de Hugo Capeto.[130]​ Los últimos carolingios expedían aún un número importante de diplomas a las iglesias situadas en el sur. Se trataría de crear un sentimiento de legitimidad y de protección real contra los musulmanes próximos, política puesta entre paréntesis desde mediados del siglo X.[131]

El reinado de Hugo Capeto representó un renacimiento cultural, descrito por Helgaud de Fleury, desde el final del siglo X. Si bien la antigüedad ha estado siempre presente en la cultura de la Edad Media, el paisaje monumental va cambiando. En la actualidad se habla del arte prerrománico, claramente diferenciado del arte carolingio.[132]

Se atribuye a Hugo Capeto y la familia real la construcción de una serie de edificios: el soberano continuó la construcción del monasterio de Saint-Magloire, iniciada en París por su padre; por su parte, la reina Adelaida mandó a construir en Senlis una capilla para albergar las reliquias de san Frambourg y otra en Argenteuil para la abadía de Nuestra Señora.[133]​ Hugo Capeto trabajó en estrecha colaboración con el lo que era el centro cultural de Saint-Benoît-sur-Loire. Los obispos también desempeñaban un papel esencial, se trabajaba en diversas ciudades para reconstruir o ampliar los santuarios a finales del siglo X, tal y como el de Beauvais y especialmente el de Reims. Sobre esto, Richer de Reims describió la construcción de la catedral de Reims por el arzobispo Adalberón de Reims en 976. «Muchos trabajos se han realizado: se destruyen las criptas occidentales y la entrada abovedada carolingia se sustituye por un campanario-porche, en donde se colocará el cuerpo de san Calixto, antes de erigir un altar con un oratorio. Por último, el altar mayor es decorado con una cruz de oro y se abren nuevas ventanas decoradas con diversas historias.»[134]​ Pero estas remodelaciones no eran del gusto de todos, por ejemplo, para Flodoard, que continuó con los Anales después de la muerte de Richer de Reims, esa reconstrucción era considerada como un sacrilegio.[135]

Los centros urbanos también se desarrollaron. En Tours, el sector de Saint-Martin, protegido por su castro de piedra generó un poblado vibrante con muchas tiendas. En París, en la época de Hugo Capeto, la ciudad estaba totalmente ocupada por el sector episcopal hacia el este y por el Palacio Real, al oeste. Entre los dos, se observaba la presencia de un barrio, cuyos habitantes eran proveedores de productos valiosos para el rey y el obispo.[136]​ A ambas orillas se elevaban burgos monásticos en torno a los cuales se disponían viñedos, talleres y puertos fluviales (Saint-Germain-des-Prés). Más allá, en Châteaudun, la «collégiale Notre-Dame» se instaló en 1003 dentro del castro mandado a construir por el conde de Blois, siendo este un caso aislado dado que los castillos privados no eran frecuentes. A finales del siglo XI, el tímido despertar económico permite dar continuidad a los trabajos urbanos de las ciudades urbanas (que se caracteriza por una estructura polinuclear): ciudad episcopal, castro y suburbio heredados de la alta edad media.[137]

Hugo Capeto, que era Abad, comprendió rápidamente el interés que podía sacar de la reforma de Cluny. Mantuvo amistad con Mayolo de Cluny, mostró su devoción a las ceremonias religiosas y apoyó la reforma monástica. Otorgó en 994 al abad Heldric de la Abadía de San German de Auxerre, que la elección del abad fuese realizada por los mismos mojes y no por el Obispo Auxerre.[138]​ Lógicamente fue apoyado para su elección por los reformadores de la Iglesia, y en particular, por Gerberto de Aurillac y Adalberon de Reims, líderes influyentes y familiares de los otonianos. Sobre todo en momentos en que los carolingios podían ser una amenaza para Otto II y Otto III.

Pero una vez en el poder, debía, a los ojos de los otonianos seguir siendo lo suficientemente débil que Francia no pueda erigirse como un contrapoder. Por ejemplo, Adalberon se mostraba reacio a coronar a su hijo Roberto, a pesar de haber sido entrenado por su maestro de escuela Gerberto. Fue necesaria toda la habilidad política de Hugo Capeto para convencerlo. Este último, delegó en Roberto el Piadoso responsabilidades reales religiosas y militares que de hecho lo impusieron como su sucesor. Como la reforma monástica no podía contar con el apoyo de todos los abades y obispos laicos, aparecieron divisiones dentro de la Iglesia. Odilón de Cluny y el movimiento de la Paz de Dios, fueron fuertemente criticados por clérigos prominentes de primer orden, especialmente al norte del Loira, como Adalberón de Laon o Gerard de Cambrai. Los otonianos controlaban la Santa Sede y maniobraban para que, en Francia, el poder continuase siendo compartido entre los carolingios y los robertinos.

La traición del arzobispo Arnoul fue un duro golpe para el crédito del rey. Sin embargo, este último maniobró con habilidad, utilizando la vía conciliar para contrariar las decisiones de la Santa Sede (que estaba sometida al emperador). Además, en contraste con los pocos medios de que dispone el rey, su legitimidad se afirmó gracias al apoyo de los grandes eclesiásticos: Que veían bien que el rey, aunque débil, encarnaba la tradición de una autoridad superior, la única capaz de mantener el orden y la paz en la sociedad cristiana. Los obispos de Aquitania y del Languedoc elaboraron sin duda, a falta de algo mejor, la Paz de Dios en el momento mismo en el que Hugo Capeto comenzó a reinar, pero sus colegas del norte, más cercanos a la realeza, buscaban darle un apoyo ideológico (Gérard de Cambrai, Adalberón de Laon).[139]

Justamente, Abón de Fleury, que había defendido vigorosamente a Arnoul en el concilio de Verzy, escribió que, a partir del reinado de Hugo Capeto, la teoría de la realeza, forjada por Hincmaro de Reims, fue retomada: el rey reinaba con el consejo de los eclesiásticos. Él y sus contemporáneos, por razones oscuras y totalmente opuestas a la opinión precedente, dieron a partir de ese momento una gran importancia a la realeza. Abbon recordaba que era necesario ser fiel al rey y que cada uno de los grandes señores no era otra cosa que un depositario del servicio debido al rey.[98]​ Olvidado bajo los últimos carolingios, la imagen del «rey ideal» hizo su aparición:

, añadía Abbon. Parece que, sobre este punto, Hugo, para recuperar su prestigio a los ojos de los obispos (construyendo edificios religiosos por ejemplo), debió legitimar sus acciones contra los Carolingios:

Abbon quería salvaguardar para el futuro la memoria capetiana, que seguía siendo aún frágil en las mentalidades del siglo XI. Al contrario que los últimos carolingios, los primeros capetos uniéndose al clan de obispos del noreste de París (Amiens, Laon, Soissons, Châlons...), cuyo apoyo se mostró determinante con el transcurso de los acontecimientos.[128]​ Hugo Capeto y Roberto el Piadoso necesitaban el apoyo de la Iglesia para asentar aún más su legitimidad, entre otras razones porque los obispos suministraban la mayoría de los contingentes de la armada real.[111]​ En uno de sus diplomas, los dos reyes aparecen como los intermediarios entre los clérigos y el pueblo (mediatores et plebis).[127]​ Y los dos reyes ellos mismos, bajo la pluma de Gerberto de Aurillac insisten sobre la necesidad de “concillium”: «No queriendo para nada abusar del poder real nos decidimos todos los asuntos de la “res publica” recurriendo a los consejos y sentencias de nuestros fieles».[128]

En suma, a pesar de un poder real relativamente débil, Hugo Capeto logró crear divisiones en el seno de la alta aristocracia y de la Iglesia para obtener apoyos suficientes para transmitir hereditariamente su corona, a despecho del poder de los Otonianos. Sin embargo, la restauración de un poder real más fuerte respondía también a un movimiento más amplio: la Paz de Dios estaba fundando progresivamente una sociedad de tres órdenes, en la que el clérigo, que era el depositario de la cultura, se volvió indispensable para el ejercicio del poder.

Sin embargo, la evolución culminó en el siglo XI con un apoyo clerical que parecía cada vez menos indispensable (en particular a partir del reinado de su nieto Enrique I) en provecho de los poderosos laicos.




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