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Literatura ecuatoriana



La literatura ecuatoriana se ha caracterizado por ser esencialmente costumbrista y, en general, muy ligada a los sucesos exclusivamente nacionales, con narraciones que permiten vislumbrar cómo es y se desenvuelve la vida del ciudadano común.[1]​ El origen de la literatura ecuatoriana se remonta a las narraciones ancestrales que pasaron de generación en generación; estas primeras historias trataron temas fantásticos, mitológicos y legendarios.[2]

En años recientes, la literatura ecuatoriana ha alcanzado notoriedad internacional gracias a figuras como Mónica Ojeda y María Fernanda Ampuero.

De escritos antes de la llegada de los españoles, no se tiene ningún registro. Esto más que nada debido a que los incas no tenían un sistema de escritura establecido, por lo que sus leyendas y demás debían ser pasadas de generación en generación. En la época colonial en cambio, existen varios escritos de indígenas ecuatorianos en quechua. El más famoso de ellos es la llamada Elegía a la muerte de Atahualpa, atribuida a Jacinto Collahuazo, un cacique nacido en las cercanías de la ciudad de Ibarra.

Hablando de poesía, el máximo representante en Ecuador para esta época es el padre Juan Bautista Aguirre (1725-1786), nacido en Daule. Su poesía, al igual que la de la mayoría de poetas coloniales, está guiada por modelos españoles y es de temática casi exclusivamente religiosa. Otros poetas coloniales ecuatorianos son Antonio Bastidas[cita requerida] y Jacinto de Evia[cita requerida].

El primer periodista ecuatoriano, Eugenio Espejo (1747-1795), de origen mestizo, fue un gran impulsor de la equidad entre clases y razas. También fue un político y escritor destacado. Apoyó siempre a la modernización de la medicina en el Ecuador. Pues él mismo tuvo problemas cuando quiso estudiar, por ser hijo de una indígena. Su obra, periodística en esencia, muestra un carácter de guía, aunque al mismo tiempo de rebeldía contra las prácticas coloniales españolas.

Llegando a la época de la independencia, sale a la luz el guayaquileño José Joaquín de Olmedo (1780-1847), poeta de las gestas libertarias de Ecuador y América. Fue un poeta netamente neoclásico y es autor de obras que han pasado a la posteridad, entre ellas el Canto a Bolívar (que fue alabado enormemente por el propio libertador) y la Canción del 9 de octubre (que fue elegido como el himno de la ciudad de Guayaquil).

El Romanticismo nace en Ecuador de la mano de la poetisa quiteña Dolores Veintimilla (1830-1857), la que exaltó el amor, la lucha contra los prejuicios y una tristeza por amores no correspondidos. Es célebre su poema Quejas, muestra de la gran melancolía que la atormentaba y que la llevaría en última instancia a suicidarse en la ciudad de Cuenca, en 1857.

Otros poetas románticos fueron el quiteño Julio Zaldumbide[cita requerida] (1833-1887) y el guayaquileño Numa Pompilio Llona (1832-1907). Este último gozó de gran fama tanto en Ecuador como en Perú, donde se radicó un tiempo. Fue diplomático en España, Italia, Colombia y Francia, donde llegó a conocer al mismísimo Víctor Hugo.

En cuanto a la narrativa romántica, está el escritor ambateño Juan León Mera (1832-1894), considerado además un clásico en la literatura ecuatoriana e hispanohablante. Su obra maestra, Cumandá, es también una de las primeras novelas ecuatorianas y un límpido símbolo de los ideales del romanticismo. También escribió el Himno nacional del Ecuador y un libro de cuentos, Novelitas ecuatorianas.

En el género del ensayo, Juan Montalvo (1832-1889), es el mayor representante ecuatoriano de todos los tiempos. Sus obras, entre las que cuentan Las Catilinarias, Siete tratados y la novela Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Fue un acérrimo detractor de Gabriel García Moreno y del dictador Ignacio de Veintimilla. De hecho, Montalvo mismo ayudó a sacarlos del poder con sus ensayos, en los que llamaba al pueblo a levantarse y a acabar con la dictadura. A esto se refiere una de sus frases célebres: "Mi pluma lo mató.", en relación a García Moreno, y a Ignacio de Veintimilla apodó como "Ignacio de la Cuchilla".

El Modernismo llegó a Ecuador con considerable retraso respecto a los otros países. Razones para esto son las constantes guerras civiles a las que el país estaba sometido a causa de las disputas entre conservadores y liberales. Sin embargo, los exponentes del modernismo en Ecuador alcanzaron un nivel de prestigio muy alto en toda América y aún hoy siguen siendo incluidos en colecciones de poesía universal. Todos tienen como característica haber leído a Baudelaire y a Verlaine en su lengua original, y sus poesías están llenas de evocaciones a la muerte y al misticismo.

Los cuatro integrantes del modernismo en Ecuador fueron los guayaquileños Medardo Ángel Silva (1898-1919) y Ernesto Noboa y Caamaño (1891-1927); y los quiteños Arturo Borja (1892-1912) y Humberto Fierro (1890-1929). Estos fueron llamados posteriormente la Generación decapitada, principalmente porque los cuatro se suicidaron y por las características en común que compartían sus poesías.

Medardo Ángel Silva fue el más alabado entre ellos, considerado por muchos el poeta más fino que ha tenido el Ecuador, aunque aun así publicó en vida sólo un libro de poesías, El árbol del bien y del mal. Otros poetas ecuatorianos considerados también modernistas son el cuencano Alfonso Moreno Mora (1890-1940) y el manabita José María Egas. (1896-1982).

Durante las primeras décadas del siglo XX también destacaron en la poesía Jorge Carrera Andrade, poeta que se caracterizó por la constante combinación de lo universal y lo local, Gonzalo Escudero, Hugo Mayo y Alfredo Gangotena.

El Realismo se inicia en el Ecuador con la novela de Luis A. Martínez (1869-1909) A la costa. Esta novela relata las pericias que tiene que pasar un muchacho de una familia conservadora quiteña cuando su padre muere. Se ve luego obligado a trabajar en una hacienda y al mismo tiempo a ver como su familia poco a poco se degrada hasta desintegrarse por completo. Todo esto con trasfondo de la victoria de la revolución liberal.

Pero el detonante para la aparición de los temas sociales en la literatura es el libro Los que se van, una colección de cuentos de los guayaquileños Demetrio Aguilera Malta (1909-1981), Joaquín Gallegos Lara (1911-1947) y Enrique Gil Gilbert (1912-1973); los cuales, junto a José de la Cuadra (1903-1941) y Alfredo Pareja Diezcanseco (1908-1993), formaron el llamado Grupo de Guayaquil. Todos estos escritores comprometidos con los temas sociales y determinados a mostrar la realidad del cholo montubio tal y como era (con jergas populares, palabras vulgares, escenas fuertes, etc).

Entre las numerosas obras que produjeron los integrantes de este grupo se cuentan clásicos tales como Los Sangurimas de José de la Cuadra, Nuestro pan de Enrique Gil Gilbert, Las cruces sobre el agua de Joaquín Gallegos Lara, Siete lunas y siete serpientes de Demetrio Aguilera Malta y Baldomera de Alfredo Pareja Diezcanseco; libros que se han dado gran fama por su fuerte contenido social y por la crudeza con que retratan la realidad.

Pero sin duda el mayor referente a la literatura ecuatoriana moderna es el novelista Jorge Icaza (1906-1978) con su novela Huasipungo, que es tal vez la obra ecuatoriana traducida a más idiomas. Otra obra famosa y de alto contenido social de Icaza es la novela El Chulla Romero y Flores.

Un espíritu unificador en las propuestas narrativas de la generación de escritores de los años 30, resulta una tarea ardua por la cantidad de crítica y comentarios que vuelven ambigua esta categorización de principios y de ideales propios de una literatura menor como la ecuatoriana. El propio Jorge Icaza, en su ensayo, “Relato, espíritu unificador, en la generación del año 30”,[3]​ reclama la falta de compromiso de los estudiosos e intelectuales ecuatorianos, “acostumbrados al comentario y al estudio de valores individuales y aislados en la historia de la literatura ecuatoriana, quienes no lograron, captar e interpretar a su debido tiempo y en su justa perspectiva el carácter unificador, en actitud y espíritu”, asociado a los grandes temas, como la forma mestiza, la emoción telúrica y los contornos de la personalidad hispanoamericana. Icaza, menciona que este espíritu unificador bullía en los tres grupos de escritores ecuatorianos que estaban ubicados en Guayaquil (José de la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta, Enrique Gil Gilbert y Alfredo Pareja Diezcanseco), Quito (Jorge Icaza) y en el Austro (Ángel F. Rojas, y Pablo Palacio), pues a pesar de las diferencias regionales, “latía un fondo unificador” en un país que se encontraba en la etapa evolutiva del desarrollo, conformando una sociedad que buscaba un destino en lo político, económico y porque no decirlo en lo literario donde las capitales montubias, cholas e indias, incorporaron la presencia de lo nacional en nuestra literatura, o como lo han afirmado críticos extranjeros “incorporó nuevas capas sociales hispanoamericanas en función de personajes de novelas y de cuentos, que obligaron al escritor a crear un nuevo estilo interpretativo y por consiguiente un nuevo estilo expresivo”.

Autores y obras representativas de la generación del 30: Pablo Palacio: Un hombre muerto a puntapiés (1927), Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932); Humberto Salvador: En la ciudad he perdido una novela...(1929); Alfredo Pareja Diezcanseco: Baldomera (1938); Demetrio Aguilera Malta: Don Goyo (1933); José de la Cuadra: Los Sangurimas (1934); Enrique Terán: El cojo Navarrete (1940); Adalberto Ortiz: Juyungo (1943); Joaquín Gallegos Lara: Las cruces sobre el agua (1946); Ángel F. Rojas: El éxodo de Yangana (1949) y Un idilio bobo (1946); Nelson Estupiñán Bass: Cuando los guayacanes florecían (1954); Jorge Icaza: El Chulla Romero y Flores (1958).

La narrativa ecuatoriana vuelve a tomar fuerza a partir de la década de 1970, coincidiendo con la aparición de importantes revistas literarias como La bufanda del sol, que empezó a editarse en 1972. Las obras más destacadas de estos años renovaron la narrativa local al utilizar técnicas experimentales para transmitir mensajes de crítica política y social. Bajo este paraguas aparecen novelas emblemáticas como Entre Marx y una mujer desnuda, del ambateño Jorge Enrique Adoum (1926 - 2009), La Linares, de Iván Egüez, El pueblo soy yo, de Pedro Jorge Vera,[4]​ y María Joaquina en la vida y en la muerte, de Jorge Dávila Vásquez.[5]

En esta época también salta a la luz la figura de la novelista Alicia Yánez Cossío, gracias a la publicación en 1973 de su aclamada novela Bruna, soroche y los tíos,[6]​ escritora que irrumpió con fuerza en una escena literaria que hasta entonces había estado dominada por figuras masculinas.[4]​ A Bruna le siguieron más de una decena de novelas que cementaron el puesto de Yánez como la gran autora ecuatoriana del siglo XX,[6]​ con un estilo en que mezclaba la crítica a la condición de la mujer en la sociedad y la búsqueda de la identidad mestiza con el realismo mágico.[7]​ Otras escritoras también despuntaron durante años posteriores: la poeta y narradora Sonia Manzano y la ensayista Lupe Rumazo.[8][9]

Varios autores de narrativa despuntaron así mismo durante estos años, entre ellos Eliécer Cárdenas, particularmente con Polvo y ceniza, Jorge Velasco Mackenzie, con la novela sobre la marginalidad guayaquileña El rincón de los justos, y Abdón Ubidia. Del lado del relato corto, los máximos representantes del género durante esta época fueron: Raúl Pérez Torres, que con una prolífica carrera como escritor de cuentos logró obtener el prestigioso Premio Casa de las Américas, Javier Vásconez y Huilo Ruales.[4]

En la poesía destaca especialmente César Dávila Andrade, aunque también son importantes Efraín Jara Idrovo, Alejandro Carrión, Iván Carvajal, Julio Pazos Barrera, Humberto Vinueza, Carlos Eduardo Jaramillo, Euler Granda, Fernando Nieto Cadena[cita requerida], Sonia Manzano, Luis Alberto Costales[10][11]​(considerado uno de los ausentes del Premio Eugenio Espejo)[12]​ y Adalberto Ortiz (este último se caracterizó por retratar el espíritu de la población afroecuatoriana en el Ecuador).

En años recientes, la narrativa ecuatoriana se ha visto marcada por el despunte de tres escritoras que han alcanzado gran notoriedad a nivel internacional: Gabriela Alemán,[13]Mónica Ojeda y María Fernanda Ampuero.[14][15]​ Las dos últimas han retratado en sus obras rasgos de lo abyecto y del horror para explorar la violencia, las relaciones de poder y los vínculos familiares,[16][17]​ en obras como Nefando, Mandíbula y Pelea de gallos. Ojeda, en particular, ha recibido reconocimientos internacionales como el Premio ALBA Narrativa y el Premio Príncipe Claus Next Generation, además de ser finalista del Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa y del Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero.

Otros narradores que han destacado en las últimas décadas son Raúl Vallejo y Óscar Vela.[18][19]

Los nombres más relevantes en el ámbito poético actual son: Juan José Rodinás, Carla Badillo Coronado, Ernesto Carrión, María Auxiliadora Balladares y Mónica Ojeda.[20]



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