Literatura de Venezuela se refiere a la obra literaria realizada en este país desde el período de la conquista y colonización hasta el presente.
La primera referencia europea escrita que se posee con respecto a Venezuela es la relación del tercer viaje de Cristóbal Colón en 1498, durante el cual descubrió Venezuela. En esa epístola (31 de agosto de 1498) se denomina al país como la «Tierra de gracia». Pero poco a poco aparecen escritores más literarios, desde los días de las rancherías en la Isla de Cubagua. De ellos ha llegado el nombre y el poema de Jorge de Herrera y las Elegías (1589) de Juan de Castellanos.
Durante los tres siglos coloniales la actividad literaria será constante, pero los textos que se conservan en la actualidad son escasos, debido a la tardía instalación de la imprenta en el país (1808), lo cual impidió a muchos escritores editar sus obras. Pese a ello, de 1723 es la Historia de José de Oviedo y Baños, con un estilo clásico y realista cuenta la conquista y población de la Provincia de Venezuela. De las últimas décadas del siglo XVIII procede el Diario (1771-1792) de Francisco de Miranda, la mayor obra en prosa del periodo colonial.
De fines del mismo siglo es la obra poética de la primera mujer escritora del país de la que se tiene noticia: sor María de los Ángeles (1765-¿1818?), toda ella cruzada por un intenso sentimiento místico inspirado en Santa Teresa de Jesús. Pese a que se puede nombrar a varios escritores de este periodo, los rasgos más notables de la cultura colonial hay que buscarlos más que en la literatura en las humanidades, en especial en el campo de la filosofía y de la oratoria sagrada y profana, en las intervenciones académicas y en el intento llevado a cabo por fray Juan Antonio Navarrete (1749-1814) en su Teatro enciclopédico.
La literatura de inicios del siglo XIX no es muy abundante, los intelectuales y políticos estaban ocupados en las guerras libertarias. Sin embargo, surge la oratoria como forma alternativa para propagar las ideas independentistas y cuya belleza retórica y estilística hace que se le ubique dentro del espectro literario. En este período sobresale también la producción poética de Andrés Bello, primer poeta en proponer la creación de una expresión lírica americana.
Su poesía es considerada como precursora de la temática latinoamericana en la lírica continental, tal como se puede observar en Alocución a la poesía (1823) y en Silva a la agricultura de la Zona Tórrida (1826). En vísperas de la independencia, llega la primera imprenta a Caracas (1808) y con ella surgen importantes periódicos, entre los que destaca El Correo del Orinoco, a través de los cuales se difunden las ideas libertarias. Sin embargo, antes de la aparición de los primeros periódicos, estas ideas eran principalmente difundidas a través de la oratoria, pues las imprentas españolas difícilmente acceden a la publicación de ideas que atenten en contra de su hegemonía.
Sin embargo, entre los avatares de la revolución fue que el germen de una identidad propia ensayó sus fueros humanísticos. La copiosa correspondencia de Simón Bolívar así como los documentos oficiales de sus atribuciones republicanas, dilucidan no solo el mosaico colosal de su genio político, sino también la prolijidad de una pluma tan exquisita como intensa. De gran belleza y profunda preocupación filosófica es Mi delirio sobre el Chimborazo; una especie singular que le distingue de las contradicciones de su tiempo, y en la que por etérea proporción discurre desde la clarividencia de un tribuno hasta la humildad de un profeta señalado para un mundo naciente y por lo mismo promisorio.
Es también en Simón Rodríguez, filósofo y pedagogo caraqueño, cuando genuinamente se ensayan fórmulas americanas muy bien meditadas para las incipientes repúblicas; su obra, aunque dispersa por los giros de su singular vida, compila no solo su preocupación sociológica, sino también la urgencia de un código intelectual. Por auspicio de su célebre pupilo (Simón Bolívar) alcanza parcialmente a aplicar algunas de sus ideas, muchas de las cuales fueron difundidas después y ampliadas en un castellano auténtico y a veces irónico como Voltaire. Además de sus peculiares publicaciones y de su correspondencia, es célebre su defensa que hace de la gesta bolivariana, construida con un rigor lógico.
Muchos autores coinciden al afirmar que la novela venezolana surge a mediados del Siglo XIX, tras la publicación de Los mártires, de Fermín Toro en 1842. Las primeras novelas venezolanas siguen los postulados de las corrientes literarias que para la época prevalecían en el ámbito mundial. A excepción de las inscritas en el marco del modernismo, movimiento literario de origen latinoamericano.
En el tardío romanticismo venezolano, tuvieron gran aceptación las novelas de carácter histórico que se adaptaban al espíritu romántico, como Blanca de Torrestella (1868), de Julio Calcaño. Bajo estas influencias románticas se escribieron muchas novelas de tono sentimental, así como también novelas de denuncia: Zárate (1882) de Eduardo Blanco y Peonía (1890) de Manuel Vicente Romero García. En la mayoría de los casos, las primeras novelas venezolanas funcionan como tribunas para denunciar las injusticias sociales, o como instrumentos pedagógicos o de construcción de la identidad nacional.
A partir de los inicios del siglo XX, estas preocupaciones se irán relajando: el valor literario y estético cobrará mayor importancia, sobre todo tras el surgimiento del modernismo, en el que prevalecía el cuidadoso lenguaje y el adorno retórico. Son piezas claves para comprender la producción de este período las novelas de Manuel Díaz Rodríguez quien publica en 1901 su primera novela: Ídolos rotos, sátira política y social de la sociedad de la época, evidenciando una problemática lucha entre lo nacional y lo mundial. A través de esta novela y del resto de su producción, Sangre patricia (1902) y Peregrina (1922), percibimos una fina sensibilidad que idealiza la naturaleza venezolana, cruzada por tipos y costumbres; sensibilidad plasmada en las páginas a través de un lenguaje cuidado y extremadamente culto.
El año de 1910 se toma como punto de partida de nuevas experiencias estéticas que reaccionan en contra del modernismo e intentan escribir acerca de la vida común. De manera que se perfila una nueva expresión literaria de carácter realista, en la que reaparecen viejas esencias del costumbrismo. En este momento de la trayectoria de la novela venezolana son relevantes los nombres de José Rafael Pocaterra, Teresa de la Parra y Rómulo Gallegos, entre otros. Política feminista, es la primera novela publicada por Pocaterra, cuya obra ha sido enmarcada dentro del realismo. En La casa de los Abila (1946) este autor logra reflejar con extrema agudeza la decadencia y descomposición social y política de la realidad que lo circunda.
Un punto de referencia dentro de la novelística nacional lo constituye Rómulo Gallegos, quien publicó diez novelas ambientadas en distintos espacios de la geografía venezolana, conectadas con las concepciones positivistas y de un profundo realismo social. Reinaldo Solar (1920), fue su primera novela, a la que siguieron La trepadora (1925), Doña Bárbara (1929), Cantaclaro (1934), Canaima (1935), Pobre negro (1937), El forastero (1942), Sobre la misma tierra (1943), La brizna de paja en el viento (1952) y Tierra bajo los pies (1971).
Características comunes de estas obras serían su alto sentido pedagógico, la lucha entre civilización y barbarie como temática recurrente, además de la interpretación de aspectos controversiales de la sociedad. Algunos autores afirman que Gallegos, quien llegó a ser Presidente de la República, trazó su ideología política a través de la escritura de sus novelas. Ifigenia publicada en París en 1924, fue la primera novela de Ana Teresa Parra Sanojo, mejor conocida por su seudónimo Teresa de la Parra. Esta novela, que relata las preocupaciones de una mujer moderna, ganó en París el «Concurso de novelistas americanos» el mismo año de su publicación. Memorias de Mamá Blanca, publicada también en París en 1929, representa el criollismo universalizado.
Con una abundante producción literaria, no solo dentro del plano de la novela sino también en otras categorías genéricas, destaca la labor de Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva. Estos autores se consideran como pertenecientes al canon literario venezolano y se constituyen en autores clásicos del Siglo XX. Arturo Uslar Pietri, quien ganó el Premio Príncipe de Asturias en España (1990) y el Premio Rómulo Gallegos (1991) en Venezuela con su novela La visita en el tiempo, se ha constituido en un punto de referencia dentro de la producción novelística nacional. Es uno de los autores de mayor difusión dentro y fuera del país e incursionó en diversos géneros, siempre de manera destacada.
Sus novelas se caracterizan por una estructura anecdótica de marcada influencia vanguardista y por una recurrente temática histórica, que algunos estudiosos de su obra han visto como señal de una búsqueda de las raíces de la venezolanidad, desde una perspectiva universal, no obstante, enfocada también hacia la búsqueda de lectores ajenos a la idiosincrasia nacional. Debido a su abundante producción de alta calidad literaria, Uslar es un autor indispensable para el estudio de las letras venezolanas. De igual manera ocurre con Miguel Otero Silva, quien tras una ardua labor periodística en Venezuela, se dedica a la creación literaria. Fundador del diario El Nacional, este importante novelista se vale de una visión aguda y crítica para abordar la realidad del país a través de sus obras. Tal como sucede en Casas Muertas (1955) o en Cuando quiero llorar no lloro (1970).
Enrique Bernardo Núñez y Guillermo Meneses proponen otras maneras de abordar la novela al elaborarlas desde perspectivas novedosas en las que la realidad se ve asediada por la interioridad de los personajes y por elementos imaginativos y fantásticos. Aunque diferentes entre sí, la obra de estos autores constituye un precedente importante en la evolución de la novela contemporánea. Otra manera de abordar la realidad, en la que se observa una mayor riqueza imaginativa, se hace patente en las novelas de Bernardo Núñez, quien a pesar de centrar su atención en lo histórico, problematiza las nociones de verdad y ficción al hacer «historias noveladas». Su primera novela Sol interior (1918) aborda esta temática, pero es en Cubagua (1932), considerada su obra capital, en la que logra superar a todas sus novelas anteriores.
Enrique Bernardo Núñez y Guillermo Meneses han sido considerados como unos de los precedente fundamentales de la novela venezolana contemporánea. En la obra de Guillermo Meneses se tejen temáticas complejas con estructuras discursivas finamente elaboradas. Siendo la cúspide de su producción novelesca El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952), novela profunda de grandes ambiciones, en la que se observa el cruce de simbologías y la representación de las zonas interiores de los personajes.
La misa de Arlequín (1962), la última novela de Meneses ha sido considerada como una continuación de la temática y los logros discursivos alcanzados por su novela anterior. Otros autores a tener en cuenta serían Antonia Palacios, Pedro Berroeta, Mario Briceño Iragorry, con su única novela Los Ribera (1957), Gloria Stolk, Antonio Arraíz, Lucila Palacios o Ramón Díaz Sánchez, este último con Mene (1936), novela referida a la explotación petrolera en Venezuela, tema que sería tratado por primera vez en la novelística venezolana por Miguel Toro Ramírez con Señor Rasvel (1934).
A partir de 1958 hasta ahora muchos cambios históricos, culturales y sociales se han sucedido afectando de manera significativa la producción literaria en Venezuela. Dos temáticas fundamentales prevalecen en este período permitiendo la aparición de nuevos tipos de novelas: novela de la violencia y la novela de la interioridad. En este año es derrocada la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y se instaura un régimen democrático, que va a estar asediado por grupos de oposición con claras vinculaciones marxistas e influenciados por la revolución cubana liderizada por Fidel Castro.
Se trata de grupos armados de oposición al régimen político prevaleciente, la llamada «guerrilla», la cual va a ser fuente de anécdotas para los escritores de entonces, muchos de los cuales militaron dentro de sus filas. De manera que la literatura de esta época está caracterizada por un fuerte compromiso político. Como novelas de la violencia ha sido estudiada la producción de José Vicente Abreu, Se llamaba SN (1964) es un caso paradigmático.
A finales de los sesenta y principio de los setenta la novela de la guerrilla define sus postulados a través de obras fundamentales como Historias de la calle Lincoln (1971) de Carlos Noguera y País Portátil (Premio Biblioteca Breve 1968) de Adriano González León, quien abordó las preocupaciones sociales y políticas que vivía Venezuela en esa época, pero supo rebasar el esquema testimonial para dar una dimensión más profunda y literaria al tema de la guerrilla urbana. También destacan en este período la llamada «novela de la interioridad», cuyo precursor sería Salvador Garmendia con su novela Los pequeños seres (1959) en la que prevalece la introspección de los personajes.
El humor, aunque no muy abundante en la creación literaria de este momento, encuentra su máximo exponente en Renato Rodríguez, con Al sur del Ecuanil (1963). La novela que experimenta con nuevas estructuras narrativas y lenguaje lúdico se hace presente a través de la obra de José Balza, Oswaldo Trejo y Luis Britto García. Un tema poco usual como lo es el de los avatares de la juventud atraviesa las páginas de Piedra de mar (1968) de Francisco Massiani.
Al lirismo y la disolución, tanto argumental como estructural, que prevaleció en los años setenta, siguió a mediados de los ochenta una vuelta a la anécdota. Esta fue potenciada por la obra de Francisco Herrera Luque y posteriormente, por la de Denzil Romero. El panorama literario parecía escindirse entre los autores cuyo proyecto estético se centraba en una recuperación del hilo anecdótico de lo narrado, y otros a quienes les preocupaba más la experimentación con el lenguaje y las maneras de abordar la historia.
En los años noventa esta escisión queda de lado. Muchos autores consiguieron mezclar estas dos tendencias opuestas en sus obras logrando así una recreación poética de la realidad sin caer en los extremos de la incomprensión y una recuperación de la anécdota sin descuidar lo estético y lo literario. Estos escritores reconocen una línea directa de influencias de Salvador Garmendia, Adriano González León, Alfredo Armas Alfonzo y las propuestas del grupo EN HAA.
A partir de entonces han prevalecido como ejes temáticos lo rural: En virtud de los favores recibidos (1987) de Orlando Chirinos; las sagas familiares: El exilio del tiempo (1991), de Ana Teresa Torres; las memorias y la narrativa de los cambios petroleros, en Milagros Mata Gil; la mirada sobre el mundo de la violencia y la marginalidad: Calletania (1992), de Israel Centeno y Caracas Cruzada (2006), de Vicente Ulive-Schnell; la revisión de la guerrilla desde una mirada contemporánea: Juana la roja y Octavio el sabrio (1991), de Ricardo Azuaje; el conjunto de historias que atraviesa un mismo personaje en La Danza del Jaguar (1991), de Ednodio Quintero; las relaciones con la música popular: Si yo fuera Pedro Infante (1989) de Eduardo Liendo; las nuevas novelas históricas: La tragedia del generalísimo (1983), de Denzil Romero; la mirada sobre el amor y la diáspora, El libro de Esther (1999) o Arena negra (2013), de Juan Carlos Méndez Guédez; la exploración del viaje hacia un norte simbólico, El niño malo cuenta hasta cien y se retira (2004), de Juan Carlos Chirinos; la revisión de la memoria del país: Falke (2005), de Federico Vegas; Qué bien suena este llanto de Margarita Belandria (premio honorífico en el I Concurso de Narrativa Antonio Márquez Salas, convocado por la Asociación de Escritores de Mérida, 2004); la exploración en el miedo contemporáneo al dolor, La enfermedad (Premio Herralde de Novela 2006), de Alberto Barrera Tyszka; la indagación paulatina en el fragor urbano contemporáneo, Latidos de Caracas (2007) , de Gisela Kozak; la reconstrucción de la infancia, El abrazo del Tamarindo (2008), de Milagros Socorro; la historia contemporánea con conexión a la actualidad, El pasajero de Truman (2008), de Francisco Suniaga; la búsqueda del padre en el subsuelo caraqueño, Bajo Tierra (2008), de Gustavo Valle; y el exilio autoimpuesto, Blue label/Etiqueta Azul (2010), de Eduardo Sánchez Rugeles, entre otros.
Muchos de estos escritores han evolucionado, tanto en la temática como en la expresión narrativa. Tal es el caso de Ana Teresa Torres, que ha explorado la novela erótica y la novela policial, género que, aun cuando no es el más visitado en la narrativa venezolana (el tópico de la violencia política ha prevalecido por encima de los tópicos del género negro), tiene en su haber títulos relevantes como Los platos del diablo, de Eduardo Liendo, Seguro está el infierno y No disparen contra la sirena, de José Manuel Peláez y Tomás Onaindía, Cuatro crímenes cuatro poderes (que también se inscribe en la literatura negra y de violencia política), de Fermín Mármol León, Colt Comando 5.56, de Marcos Tarre, El discreto enemigo, de Rubi Guerra e, incluso, novelas policiales en clave de comedia como El caso de la araña de las cinco patas, de Otrova Gomas, seudónimo del humorista y escritor Jaime Ballesta.
Hay que señalar, además, que la narrativa breve ha incursionado en el género también con resultados destacables. Milagros Mata Gil consigue en la autobiografía ficcionada y la novela histórica el tono necesario para María de Majdala: otra versión del anathema, en la cual mezcla profundos conocimientos teológicos y un lenguaje lírico, con la intención de rescatar la vida femenina en el siglo I de nuestra era.
En los comienzos de la cuentística venezolana, las revistas como El Cojo Ilustrado juegan un papel fundamental para la difusión de las obras de los escritores dedicados a este género. El modernismo y el realismo dominan el panorama literario del país. Las mismas corrientes literarias que marcaron las pautas literarias de la novela influyen en las narraciones cortas. Muchos autores se dedican a ambos géneros, tal es el caso de Manuel Díaz Rodríguez, quien escribió cuentos modernistas; Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, quien creó cuentos de corte costumbrista y fundó la corriente denominada «Criollismo».
Cuentos grotescos de José Rafael Pocaterra es una obra capital para comprender la evolución de la narración corta venezolana de esta época. Con la llamada Generación del 18 el realismo se ve robustecido con el contenido social de las nuevas tendencias, sin desdeñar el criollismo. Aunque la Generación del 18 fue una generación fundamentalmente de poetas, tuvo proyección en el campo de la cuentística. Estuvo influenciada por movimientos europeos, en especial por el cuento ruso.
Fuera de grupos literarios y de movimientos definidos, Julio Garmendia escribió cuentos con un particular estilo, que le ha consagrado como uno de los principales cuentistas venezolanos. Entre su obra cabe destacar La Tienda de Muñecos y La Tuna de Oro. Obras que se anticipan a la temática fantástica que tendrá lugar después.
En 1928 surge la generación de vanguardia caracterizada por su rebeldía y por un extremado gusto por la metáfora y el lenguaje barroco. En el marco de los postulados de la vanguardia y a partir de la década del cincuenta son significativos los nombres de Guillermo Meneses y Gustavo Díaz Solís.
El premio de cuentos del diario El Nacional se constituye en una institución legitimizante de la labor de los jóvenes cuentistas. Uno de los cuentos más celebrados e influyentes dentro de la narrativa venezolana a partir de su publicación hasta nuestros días es La mano junto al muro (1952) de Meneses. Relato cuya trama está dominada por lo psicológico, la interioridad de los personajes y la ambigüedad de una estructura anecdótica circular.
Meneses es uno de los escritores que más ha influenciado a las nuevas generaciones, junto con Gustavo Díaz Solís, quien se dio a conocer al ganar el premio literario de la revista Fantoches, con su cuento Llueve sobre el mar en 1943. Muy importante para generaciones posteriores es su cuento Arco Secreto, en el que la anécdota está tejida por un discurso de resonancias contemporáneas.
En los años sesenta y setenta las experimentaciones formales que atravesaron la novela también influyeron en los cuentos. La experimentación lúdica exacerbada con el lenguaje es una de las características fundamentales de la obra de Oswaldo Trejo. La experimentación formal y genérica se hace presente en la obra de Alfredo Armas Alfonzo, especialmente en El Osario de Dios, libro conformado por cuentos cortos de anécdotas que se conectan, apelando a un género intermedio entre el cuento y la novela.
En realidad, casi toda la obra literaria de Armas Alfonzo conforma un corpus que algunos críticos han planteado como una gran novela fragmentaria, como la realidad. Como William Faulkner, escribió muy específicamente sobre una región geográfica, la Cuenca del Unare, a la que conformó según sus recuerdos, nombrando la fauna y la flora con las palabras regionales. Milagros Mata Gil, quien ha estudiado a fondo su obra, lo considera «un demiurgo» de la Cuenca del Unare, cuyo eje es Clarines.
A partir de los años ochenta, la cuentística nacional retoma la anécdota, que se hallaba diluida en medio de los juegos con el lenguaje y el extremado experimentalismo, para de esta manera recuperar a los lectores comunes que en los años setenta se habían alejado del género. A finales de los ochenta prevalecen los relatos que se centran en temáticas como la música popular, el cine y la cultura de masas.
También se retoman los relatos de aventuras, el policial (de particular relevancia son los cuentos La mujer de espaldas, de José Balza, y Boquerón, de Humberto Mata) y la ciencia-ficción. Algunas veces se nota un descuido discursivo producto del afán de contar, pero en los años noventa, los cuentistas, al igual que los novelistas, han logrado contar una historia interesante sin descuidar los aspectos formales del texto, manteniendo así un alto nivel literario y estético.
Tal es el caso de las generaciones de cuentistas entre los que se destacan: Silda Cordoliani, Ricardo Azuaje, Antonio López Ortega, Ángel Gustavo Infante, Juan Carlos Méndez Guédez, Rubi Guerra, Israel Centeno, Juan Carlos Chirinos, Luis Felipe Castillo, Milagros Socorro, Slavko Zupcic, Roberto Echeto, Rodrigo Blanco Calderón, Fedosy Santaella, Mario Morenza, Salvador Fleján, Enza García Arreaza, y Jesús Miguel Soto.
Diversos autores coinciden en señalar que el origen del ensayo venezolano se remonta a finales del siglo XIX. En este período los ensayistas se dedicaron a reflexionar en torno a la identidad nacional. Sin embargo, este género tiene su precursor en Fermín Toro quien, con sus Reflexiones sobre la Ley del 10 de abril de 1834, se adentra en el análisis de la realidad socio-económica de su época. El objetivo principal de los inicios de este género en Venezuela fue el de elaborar las bases ideológicas para fundar la nación recientemente independizada. En el modernismo esta temática se amplía al incluir también lo estético y lo literario. En el primer número de la revista Cosmópolis, el 1ro de mayo de 1894, aparecen los ensayos Sobre Literatura Nacional y Más sobre Literatura Nacional de Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, manifiesto donde señala los lineamientos del Criollismo, estilo en el cual plasmaría imágenes de las formas de vida, problemas, tradiciones y costumbres de la gente y el ambiente rural, en pequeños poemas en prosa denominados “acuarelas”.
El ensayo de vanguardia surge con la Generación del 18 y la del 28, especialmente con la producción de Julio Planchart, Enrique Bernardo Núñez, Mario Briceño Iragorry y Mariano Picón Salas, quienes abordaron en sus páginas los problemas sociohistóricos y culturales venezolanos. Luis Manuel Urbaneja Achelpohl gana un concurso de ensayo y es premiado con la publicación por la revista Elite de mil ejemplares de su escrito El Gaucho y el Llanero (1926). El ensayo compara la idiosincrasia y medio político, social y económico de dos emblemáticos caracteres de considerable protagonismo histórico hasta la época.
A partir de los años sesenta los ensayistas se ven influenciados por el pensamiento teórico posmoderno. Tras el cuestionamiento de las grandes ideologías de la modernidad, los ensayistas toman un tono más escéptico, emparentado con los planteamientos filosóficos mundiales de finales del Siglo XX. Los ensayistas de la posmodernidad abordan temas tales como la globalización, los medios de comunicación masiva, la identidad venezolana y latinoamericana, el debate de las ideologías o la relatividad de la noción de verdad.
Luis Britto García, Víctor Bravo, Elisa Lerner, Guillermo Sucre, Rafael Castillo Zapata, Ludovico Silva, Rafael Caldera, Teodoro Petkoff, Luis Castro Leiva, Carlos Rangel, Gustavo Guerrero, Juan Carlos Chirinos o Alfredo Toro Hardy, entre otros, han producido ensayos de gran valor.
A principios del Siglo XIX Andrés Bello despunta como uno de los poetas más significativos del momento con una obra que se inscribe primero dentro del neoclasicismo y luego dentro del romanticismo. Estos movimientos literarios de origen europeo, al igual que el parnasianismo, tuvieron gran repercusión en los primeros poetas venezolanos. Andrés Bello escribió sus famosas silvas entre 1823 y 1826 en un estilo emparentado con el movimiento neoclásico que dictaba las pautas en la literatura de esos días. Más tarde, mientras se encontraba en Londres, descubrió el romanticismo, con el que nutrió sus siguientes poemas.
En ese período, el romanticismo era acogido por otros poetas venezolanos, como Fermín Toro, Juan Vicente González y Cecilio Acosta. Sobresale dentro de este periodo la obra de Juan Antonio Pérez Bonalde, quien se inició como polemista y humorista en revistas y periódicos a partir de 1865. Según algunos autores, Pérez Bonalde es el máximo representante del romanticismo en Venezuela, para otros fue el precursor del modernismo.
Sus poemas Vuelta a la patria y Niágara están considerados como los más representativos de la obra del autor y de la poesía nacional, en ellos se observan todas las búsquedas del romanticismo aunado a elementos fuertemente biográficos. El parnasianismo reaccionó en contra de los excesos del romanticismo. Proponía una literatura de inspiración clásica, economía de recursos estilísticos y sobriedad de las formas. Se inscriben dentro de estos postulados las obras líricas de Manuel Fombona Palacios, Jacinto Gutiérrez Coll, Andrés Mata, entre otros.
Las revistas El Cojo Ilustrado y Cosmópolis funcionaron como órganos de difusión de la obra de autores modernistas, quienes tomaron la escena literaria con la fuerza que le imprimía este movimiento de raíces absolutamente latinoamericanas. Más tarde, aparece la Generación del 18 como fuerte reacción en contra de la estética modernista. El movimiento modernista se caracterizaba por el uso de patrones rítmicos tradicionales y una temática en la que prevalecía el cosmopolitismo cultural, esto es la presencia dentro de sus poemas de múltiples referentes a realidades pertenecientes a otros ámbitos mundiales, así como elementos mitológicos. Dentro de estos postulados es relevante la obra de poetas como Alfredo Arvelo Larriva, José Arreaza Calatrava y Cruz Salmerón Acosta. Francisco Lazo Martí, Udón Pérez y Sergio Medina pertenecen al nativismo, movimiento que se adhiere a los postulados del modernismo, pero que toma como temática principal al paisaje y la realidad venezolanos. También está el caso del barinés Alberto Arvelo Torrealba, quien toma el canto tradicional llanero como base para toda su obra poética. Uno de sus poemas más conocidas es Florentino y el diablo, adaptación de una leyenda del folklore, que con el paso del tiempo se ha convertido en referente de la cultura nacional y ha sido llevada al cine, teatro y televisión.
Con la aparición de la llamada Generación del 18 se inicia una etapa de transición en el desarrollo de la poesía venezolana entre el modernismo y el vanguardismo. Los poetas de esta generación se caracterizan por reaccionar contra el modernismo retornando a las formas y temas del romanticismo. Esta generación de transición es ecléctica y presenta influencias del simbolismo, post-modernismo y parnasianismo con tendencias vanguardistas, como es el caso de Humberto Tejera, Pio Tamayo y Héctor Cuenca. Uno de los representantes más conocido de la Generación del 18 es Andrés Eloy Blanco, quien utiliza los aspectos formales característicos del modernismo, combinándolos con temas nacionales y folklóricos. Considerado el poeta popular de Venezuela, incursiona brevemente en la temática vanguardista, con su libro Baedeker 2000. José Antonio Ramos Sucre es tratado como el primer poeta de la Generación del 18. Su obra no tiene antecedentes dentro de la literatura nacional, pero si muchos seguidores, y está caracterizada por el uso de la prosa poética, atravesada por imágenes y símbolos provenientes de las mitologías griegas, orientales y celtas. Su producción lírica consta de tres libros: La torre de Timón (1925), El cielo de esmalte (1929) y Las formas del fuego (1929). Fernando Paz Castillo, Enrique Planchart y Luis Enrique Mármol son otros exponentes importantes de esta generación. La Generación del 18 se entrelaza con la Generación del 28, esta última vanguardista del todo. Hay quienes consideran que son una y la misma generación si se toma en cuenta el interés que algunos poetas muestran en sus obras por la política.
La aparición de grupos literarios a partir de 1935 se constituye en un fenómeno relevante para comprender la trayectoria de la lírica nacional. Es importante reconocer, sin embargo, que la tradición de grupos literarios empieza en 1894 con la formación de Cosmópolis por los escritores Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Pedro César Dominici y Pedro Emilio Coll. Rómulo Gallegos, por su parte, fundó el grupo La Alborada en 1909 para promover una estética puramente latinoamericana. Después de los años treinta, el primer grupo que pasó a formar parte de la historia literaria venezolana fue el grupo Válvula, compuesto por autores como Arturo Uslar Pietri, Antonio Arraiz y Miguel Otero Silva. Este grupo ocupa un lugar privilegiado por ser el primero en oponerse directamente al gobierno.
Después de Válvula apareció el llamado Grupo Viernes, al que siguieron muchos otros. Pascual Venegas Filardo fue el fundador del grupo Viernes. A esta agrupación, relacionada con la estética surrealista, perteneció Vicente Gerbasi. Sus poemas enfrentan la temática de la niñez y la búsqueda de la identidad. Su obra más representativa es el largo poema Mi padre el inmigrante (1945). A raíz de la aparición de Viernes, proliferan las agrupaciones literarias en el país. Así, el grupo Presente, el grupo Suma y la Generación del 42, surgen como reacción antiviernista y se adhirieron a la temática hispanizante. Más tarde, en 1947 y 1948, aparece en la escena literaria el grupo Contrapunto, cuyo fundador fue Héctor Mujica. Con un mensaje más político que estético, el grupo Cantaclaro editó una revista que llevó el mismo nombre, y se opuso a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. A partir de 1955 son relevantes las propuestas estéticas de grupos como Sardio y Tabla Redonda. A este último grupo perteneció Rafael Cadenas, uno de los poetas más importantes de las letras nacionales. En 1960, Cadenas publica Cuadernos del destierro, libro compuesto por poemas cuya temática fundamental es la búsqueda de la identidad y del sentido de la existencia. En 1963 este autor publica su poema Derrota.
Los años sesentas estuvieron signados por el estallido de la Revolución Cubana y la llegada de la democracia a Venezuela con Rómulo Betancourt. Fueron años muy convulsos y El Techo de la Ballena encarnó la necesidad de una nueva estética para la nueva realidad que se estaba viviendo, Carlos Contramaestre, Caupolicán Ovalles y Adriano González León, junto con muchos otros que venían de Sardio también, fueron miembros de esta agrupación. Sol cuello cortado estuvo dirigido más hacia la nueva poesía que otro género. La pandilla de Lautrémont conformada como grupo abierto termina derivando en la mítica La República del Este, cuyo eterno presidente que resistió todos los golpes a su estado fue Caupolicán Ovalles. Otros grupos que reunieron propuestas estéticas y políticas radicales fueron En Haa, Trópico uno, 40° a la sombra.
En los años ochenta, los grupos Tráfico y Guaire conducen a la lírica nacional por nuevos senderos, una vez agotados los códigos literarios de las décadas anteriores. Eugenio Montejo fue uno de los poetas más importantes de finales del Siglo XX y comienzos del XXI. En el interior de Venezuela existe una gran vitalidad en las últimas décadas del siglo XX en la poesía venezolana contemporánea con nombres como Ana Enriqueta Terán, Ángel Alvarado, José Antonio Yepes Azparren que generalmente son figuras emblemáticas de sus regiones con gran influencia sobre los creadores locales. Otros poetas contemporáneos incluyen: Elizabeth Schön, Ida Gramcko, Juan Sánchez Peláez, Luis García Morales, Ramón Palomares, Víctor Valera Mora, Gustavo Pereira, Luis Alberto Crespo, Hanni Ossott, Ígor Barreto y Alfredo Chacón.
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