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Mar Cantábrico



¿Dónde nació Mar Cantábrico?

Mar Cantábrico nació en Francia.


El mar Cantábrico es el mar litoral del océano Atlántico que baña parte de la costa norte de España y el extremo suroeste de la costa atlántica de Francia; supone la zona sur del golfo de Vizcaya. Se extiende desde el cabo Ortegal, en la provincia de La Coruña, hasta la desembocadura del río Adur, cerca de la ciudad de Bayona, en la costa del departamento de Pirineos Atlánticos, en el País Vasco Francés. Baña 800 kilómetros de costa compartida por las provincias de La Coruña y Lugo (Galicia), Asturias, Cantabria, Vizcaya y Guipúzcoa (País Vasco), y el departamento francés de Pirineos Atlánticos.

El mar Cantábrico es en realidad una cubeta marina que se formó por la colisión entre las placas indoeuropea e ibérica hace entre 115 a 75 millones de años. Hoy día esas placas aún están en movimiento, de hecho, Galicia y la Bretaña francesa se separan unos pocos centímetros al año, y el cañón submarino que forman se abre cada vez más. Topográficamente hablando la plataforma continental del Cantábrico se puede dividir en dos partes:

El fondo marino se divide en unidades por la presencia de montes y bancos submarinos, así como de profundos cañones submarinos. Entre los cañones submarinos más característicos de esta zona destacan los de Capbreton, Santander, Torrelavega, Llanes, Lastres y Avilés. Algunos de estos cañones son muy pronunciados, como el de Capbretón, donde el fondo marino desciende 1000 metros a menos de 3 km de la costa.[1]

El Cantábrico constituye un mar de transición entre los mares fríos del norte y los templados del trópico, lo que hace que sea ecotono de especies vegetales y animales de aguas frías. El afloramiento de aguas profundas y frías existente frente a las costas gallegas hace que la temperatura del agua aumente conforme nos desplazamos hacia el Este. Esa temperatura del agua superficial presenta una acusada estacionalidad, así durante el invierno la temperatura del agua puede bajar hasta los 11 °C, mientras que en verano alcanza los 22 °C aproximadamente. A partir de 35 o 40 m de profundidad la temperatura del agua se mantiene prácticamente estable durante todo el año. Estas temperaturas son inusualmente altas dada la región geográfica que ocupa el mar Cantábrico, y se deben a los efectos cálidos de la corriente del Golfo.

Los fuertes vientos, del Noroeste preferentemente, que soplan sobre el mar Cantábrico tienen su origen en las bajas presiones centradas sobre las islas británicas y el mar del Norte en combinación con el anticiclón de las Azores. La distancia recorrida por el viento y el mantenimiento de su dirección y velocidad constantes hacen que se generen olas de 2 a 3 m de altura, lo que origina un mar bastante agitado. En condiciones muy particulares, más propicias en los meses de abril-mayo y septiembre-octubre, los vientos del Oeste pueden alcanzar magnitudes de galerna con olas que llegan a superar los 7 m de altura.

La salinidad media del Cantábrico es de 35 g/L, aunque varía ligeramente en función del régimen de lluvias, la mayor o menor cercanía a la costa y la presencia de desembocaduras de ríos caudalosos.

Tiene una significativa amplitud de marea, pudiendo ser de 4,5 m como máximo, especialmente en las mareas vivas de marzo.

La línea de costa cantábrica es rectilínea y alargada, con una fuerte pendiente hacia el mar, abundantes acantilados, pocas playas y rías pequeñas. Los depósitos son generalmente de piedra y cascajos, los sedimentos se sitúan dentro de las rías, en la desembocadura de los ríos o en las ensenadas. El oleaje del sector Noroeste determina el sentido neto del transporte litoral en dirección Este.[2]​ Esta zona del litoral mantiene enclaves de alto valor ecológico y paisajes excepcionales, como son los acantilados, los cordones dunares y las marismas.[2]​ En este sentido destaca El Cachucho, una área marina protegida de 235.000 hectáreas situada frente a la localidad asturiana de Ribadesella y a una distancia de 65 km de la costa en la longitud 5ºW.[3]

El tamaño del grano de los sedimentos decrece con la profundidad, con arenas medias y finas en las aguas someras y limos a mayor profundidad. Los sedimentos más finos, tales como los limos, se localizan en el talud continental.

El fondo marino alterna entre roca, grava y fango. Durante los primeros kilómetros mar adentro la plataforma continental mantiene profundidades entre 200 y 300 m, hasta llegar al talud continental donde cae hasta los 4000 m de profundidad.

Las comunidades humanas del flanco atlántico de la Cornisa Cantábrica han estado históricamente condicionadas por las restricciones de una orografía y un ecosistema que les ha obligado a depender en materia alimentaria, sobre todo cerealística, de espacios foráneos. Los territorios de los que se abastecían han sido históricamente dos, a cada cual más complicado: de un lado, la meseta Norte, a cuyo acceso se interponía la cadena montañosa de la cordillera Cantábrica; y del otro la Galicia atlántica y especialmente el interior de Aquitania, cuyo acceso se encontraba limitado por la travesía de un mar relativamente difícil.[4]

En este sentido el Cantábrico ha sido considerado tradicionalmente un mare tenebrosum, cerrado, peligroso y de difícil tránsito. No obstante, las investigaciones arqueológicas actualmente están cuestionando esta visión.[5]​ Desde finales del siglo I d. C., de sus resguardadas bahías y ensenadas surgieron asentamientos que con el tiempo llegaron a tener gran importancia, como demuestra el surgimiento de la Hermandad de las Cuatro Villas o de la de las Marismas, federaciones de puertos que conformaron un poder naval y económico de primer orden en el Arco Atlántico.

El mar Cantábrico fue bautizado por los romanos en el siglo I a. C. como Cantabricus Oceanus en referencia a uno de los pueblos que poblaban sus costas: los cántabros. En otras citas clásicas más antiguas aparece con el nombre de Britannicus Oceanus y Gallicus Oceanus.[6]

Desde antiguo ha existido una idea generalizada de que los conocimientos sobre navegación en la Europa de la prehistoria reciente eran muy rudimentarios en comparación con las grandes civilizaciones comerciales mediterráneas. Por ello se consideraba poco probable que los pueblos atlánticos pudiesen llevar a cabo la navegación de altura con anterioridad a la Edad del Hierro. Esta imagen procede de la noción de la Europa bárbara frente al Oriente civilizado desarrollada por los historiadores coetáneos a la conquista romana. No obstante hay que tener en cuenta que en los países atlánticos las comunicaciones por tierra fueron complicadas hasta la llegada del ferrocarril, y que el transporte marítimo era el más habitual en los desplazamientos.[7]

En las costas del mar Cantábrico surgieron asentamientos humanos de tribus de astures, cántabros, autrigones, caristios y várdulos que hicieron de la pesca su principal actividad económica, aunque esta en esos tiempos primitivos no fue muy importante.

Julio César, Estrabón o Avieno citan el uso por lusitanos, galaicos y britones de embarcaciones de cuero (similares a los currach irlandeses o los coracles galeses), lo que ha llevado a algunos autores a sostener que las poblaciones indígenas del norte de la península ibérica también las utilizaban, siempre relacionadas con la pesca, la navegación interior o de pequeños trayectos costeros.[8][7]

No obstante existen factores que juegan en contra de la teoría de que los navegantes de la Edad del Bronce utilizaran embarcaciones de cuero, como es el enorme coste que supone el uso de cubrir el casco de una embarcación con pieles, o la necesidad de recaladas para dejar secar el cuero y volver a impermeabilizarlo (lo que limita seriamente las distancias y duración de los recorridos). Por otro lado, hay evidencias de embarcaciones de madera para la navegación fluvial, lo que hace lógico pensar que también se utilizasen en la navegación marítima por su robustez y capacidad de carga.[7]

La presencia de determinados restos arqueológicos anteriores a la conquista romana, así como investigaciones en el campo de la genética, demuestran la existencia de contactos marítimos más allá de las costas cantábricas.[9]​ Durante el período prerromano la población trasmontana alcanzó cierto nivel de desarrollo y se dejó sentir el problema alimentario. La solución consistió en entrabar contacto con el escenario menos complejo y costoso: el espacio aquitano. A mediados del siglo I a. C. la interrelación con dicho territorio parecía haber alcanzado ya cierta consistencia.[4]​ Hallazgos como el del caldero de Cabárceno, similar a los encontrados cerca de Battersea (Londres) o en Dublín (Irlanda), o la diadema de Moñes, con representaciones de la mitología celta irlandesa y galesa, parecen evidenciar que existieron intercambios comerciales marítimos al menos 600 años antes de la llegada de los romanos entre los pobladores de la zona norte de la Península y los de la zona atlántica europea, especialmente con los habitantes de las Islas Británicas.[10]

El final de la primavera y toda la estación estival sería el único periodo apto para la navegación de gran cabotaje y de altura. Durante el resto del año los trayectos cubrirían cortas distancias, dedicadas fundamentalmente a la pesca, y nunca lejos de la costa. En las costas del noroeste de Europa, los temporales de fuerza 7 son ocho veces más frecuentes en invierno, y la media de días con mar gruesa es cuatro veces mayor que en verano. Por ello, lo más prudente para los navegantes de la Edad del Bronce era realizar sus viajes en verano. Se ha estimado que una embarcación de cuadernas podría resistir temporales de fuerza 5 (brisa fresca de 20 nudos), y una de cuero, incluso podría manejarse en una tempestad de grado 6 (22 a 27 nudos). [8]

Durante este periodo la navegación sería de tipo no instrumental, fundamentada en la observación de fenómenos naturales -como vientos, corriente y mareas- o el movimiento de estrellas y planetas.[7]

Los datos arqueológicos indican que la evolución cronológica de los puertos cantábricos presenta notables similitudes. Así, ningún dato avala su existencia durante el controvertido período de las Guerras Cántabras y el momento inmediatamente posterior.[5]​ No obstante sí debió existir la disponibilidad de una infraestructura portuaria capaz de acoger en un momento dado nada menos que el desembarco de la Classis Aquitanica, probablemente en un momento en que las vías terrestres eran formalmente inexistentes.[4]​ No sería hasta la época de Tiberio, del año 14 al 37, cuando se puede fijar el comienzo de una actividad comercial constatada.[5]

Durante el período de la dinastía Julio-Claudia tendrá lugar el crecimiento de enclaves como Gijón, un asentamiento indígena romanizado, y la aparición de otros de menor entidad a lo largo del litoral cantábrico. No obstante no será hasta los emperadores flavios cuando se produzca la articulación definitiva de los puertos del Cantábrico, con el despegue o consolidación de asentamientos como Flavium Brigantium, Noega, Portus Samanum-Flaviobriga, Oiasso y Portus Victoriae, emplazamientos estratégicos elegidos bien por estar situados al abrigo del los vientos del norte y noroeste o bien por ser importantes conexiones con calzadas romanas que daban acceso al interior de la península ibérica. [5]​ Este proceso normalizaría el sistema de navegación de altura y la integración del espacio marítimo cantábrico en el área del dominio naval romano. [11][4]

Durante el siglo II d.C. todos los puertos mencionados disfrutarían de su máximo esplendor. Tras la profunda crisis imperial del siglo III, se produce una recuperación hasta principios del siglo VI, en la que se aprecia una recuperación en la importación de productos foráneos.[5]

La región de Aquitania sería durante el imperio uno de los grandes graneros del mundo romano y, sin lugar a dudas, el más capacitado del entorno litoral cantábrico.[4]​ La génesis y desarrollo comercial de todos estos puertos cantábricos seguiría una expansión de este a oeste si atendemos a la cronología de los materiales arqueológicos encontrados en Oiasso (Irún) y Flaviobriga (Castro Urdiales), lugares próximos al importante puerto exportador aquitano de Burdigala (la actual Burdeos). Así, todos ellos quedarían enlazados desde finales de época julio-claudia y, sin duda, a partir de época flavia, por una ruta marítima específicamente cantábrica, como parte de un sistema de navegación de altura que conectaría el Mediterráneo con el Atlántico Norte.[5]

No obstante la mitad occidental de la región cantábrica —Galicia y Asturias— quedó condicionada por la distancia a la región aquitana para poder abastecerse de alimentos, y se vio obligada a desarrollar en la propia costa un sistema vilicario de cierta importancia sobre el que recaía la producción agraria, parcialmente apoyado en el interior meseteño. Por contra, la mitad oriental —Cantabria y Vasconia— prescindió radicalmente de tal posibilidad por su inmediatez al granero abastecedor de Aquitania. Hasta tal punto llegó a asentarse la interrelación que en época imperial el Sinus Aquitanus funcionó como un auténtico «lago romano».[4]

Con la decadencia romana se inicia un periodo convulso y con escasas fuentes historiográficas. Hidacio señala que hacia el año 456 d. C. la costa fue devastada por expediciones de hérulos. Durante este periodo el litoral cantábrico eran costas indefensas frente a las razzias de los pueblos del norte de Europa. Aunque el mar probablemente sí estaría abierto a la navegación de cabotaje, no se tiene constancia de la existencia de comercio o intercambios marítimos. Se desconoce si los puertos romanos seguían aún activos, estaban abandonados o únicamente daban servicio a intercambios locales.[12]

Autores como Sean McGrail consideran que la tónica en la Europa occidental no fue la existencia de puertos, que no se generalizaron hasta bien entrada la edad histórica, sino que debieron existir lugares de atraque más informales, por ejemplo playas recogidas, sin apenas modificaciones por la mano del hombre. [7]

Durante este periodo y a pesar de la presencia de piratas, el litoral septentrional cantábrico mantuvo su dependencia del mundo aquitano. Hasta comienzos del siglo VII, la evolución histórica de la región costera cantábrica apenas se puede identificar con la del interior peninsular, cuyo contexto y transformación siguió otros derroteros. Durante ese largo periodo de tiempo la costa oriental cantábrica materializó su peculiar desarrollo histórico, entablando relación directa con los francos, aunque probablemente su dependencia se circunscribiría a una pura tributación como signo de reconocimiento.[4]

Posteriormente se registra la primera llegada de los vikingos a la península ibérica a través del mar Cantábrico en el siglo IX, quienes intentaron asaltar y saquear numerosos pueblos costeros aunque fueron derrotados en numerosas ocasiones e inicialmente por Ramiro I de Asturias.[13]

Los siglos de la Alta Edad Media habían desarticulado la trama económica y humana heredada de la Antigüedad, y habría que esperar al siglo XII para ver un nuevo periodo de prosperidad en las sociedades cantábricas que dieran lugar a un crecimiento urbano y económico por medio de la actividad pesquera y comercial a través del mar. [14]

Los privilegios y libertades concedidos por los monarcas mediante de los fueros otorgados a las villas portuarias cantábricas, propiciaron un rápido incremento de la actividad pesquera y mercantil, lo que proporcionó la fuerza naval suficiente como para colaborar significativamente en el avance de la llamada Reconquista hacia el sur, siendo clave en la incorporación de los reinos de Murcia y Andalucía a Castilla.[15]

La importante fuerza naval que apareció a mediados del siglo XIII procedente del litoral del mar Cantábrico desbordó hacia el resto del arco atlántico europeo, y no hizo sino crecer y afianzarse, hasta constituirse en un poder preponderante en aguas atlánticas durante los siglos posteriores.[16]​ Surge en estos momentos las potentes confederaciones de villas portuarias del cantábrico, tales cómo la Hermandad de las Cuatro Villas o la Hermandad de las Marismas, que conformaron un poder marítimo de primer orden al servicio de la Corona de Castilla, manteniendo una autonomía en sus relaciones comerciales internacionales. Los puertos de la Hermandad se constituyen en importantes focos del comercio marítimo o en arsenales navales.

En el siglo XIV desde puertos cantábricos se abrieron rutas regulares hacia los puertos mediterráneos y del mar del Norte, y se acudía con periodicidad anual a las pesquerías de altura en Francia, Irlanda o las islas Canarias, a donde se aventuraban las naos a la captura de especies pelágicas ventajosas desde el punto de vista económico.[17]

A lo largo de los siglos XIV y XV los pequeños puertos aforados cantábricos siguieron afirmando su presencia en el arco marítimo que abarcaba desde el Mediterráneo occidental hasta el mar del Norte, conformando un poderío marítimo con aspecto de hegemónico, capaz de actuar como árbitro entre las demás naciones marítimas durante la Guerra de los Cien Años y de frenar las pretensiones expansivas de una entidad tan potente como la Liga Hanseática.[17]

Las importantes flotas necesarias para el sostenimiento de toda esa actividad marítima fueron concebidas para navegar por las difíciles aguas de la fachada atlántica europea. Esto hizo aparecer una actividad astillera a los largo de las bahías y ensenadas del litoral cantábrico en la que se depuró las tradicionales técnicas de construcción de barcos de vela medieval, incorporando nuevas tecnologías que permitiesen llevar a cabo travesías de altura y lograr la expansión geográfica renacentista de siglos posteriores. Todo ello además de la mano de una escuela de hábiles marineros y pilotos surgidos en las citadas villas y curtidos en las complicadas aguas atlánticas.[17]

Esta potencia naval se mantuvo con ciertos altibajos durante el siglo XV poniendo las bases necesarias, en cuanto a marinos, naves y conocimientos náuticos, para lograr la gesta del Descubrimiento.[18]

La pesca se convirtió en una importante actividad económica en el mar Cantábrico, especialmente las capturas de ballenas, hoy extintas en la región. Durante la Baja Edad Media tuvo lugar el inicio de la industria ballenera en estas aguas. Se generaliza la caza de la ballena franca entre los puertos del País Vasco, Cantabria, Asturias y Galicia, llegando esta actividad a marcar la cultura y personalidad de muchas de estas poblaciones a lo largo de los siglos. Aún hoy en día algunos de estos municipios llevan en sus escudos la ballena como emblema.

La ballena franca se mueve en aguas poco profundas cerca de la costa, acercándose a bahías y ensenadas, lo que favorecía su caza y explotación. En el Atlántico oriental esta especie emigraba en invierno hacia aguas situadas entre los archipiélagos de Azores y Madeira, el golfo de Vizcaya y las costas del Sahara Occidental. En verano se desplazaban hacia los mares situados entre Islandia, Svalbard y las costas de Noruega.[19]

La primera cita documental de la caza de rorcuales en el mar Cantábrico procede del País Vasco francés (Bayona) y corresponde al año 1059, seguido por una de Santoña, datada en 1190 y otra de Motrico de 1200. [20][19]​ En Asturias el primer documento conocido está fechado en 1232 y en Galicia la primera mención ballenera se remonta al año 1371.[19]​ Aunque existen evidencias arqueológicas de la utilización de restos óseos de la especie de ballena gris en época prerromana en el castro de Campa Torres (Gijón) en el siglo IV o III a. C., no se puede asegurar que se cazasen activamente o si más bien su aprovechamiento procediese de varamientos ocasionales, por lo que no está probada la caza de ballenas en las costas cantábricas durante la Edad Antigua.[nota 1][21][19]

De la ballena se obtenía principalmente el saín o grasa, destinada al alumbrado, y las barbas, material apreciado por su flexibilidad, productos estos que por no ser perecederos se podían trasportar al interior de la península Ibérica en una época en que, como ya se ha mencionado, las rutas a través de la Cordillera Cantábrica eran complicadas. La carne apenas se consumía en España y se exportaba al País Vasco francés conservada en salmuera.[19]

Los historiadores sitúan el apogeo de la pesca de la ballena en el Cantábrico entre los siglos XIII y XIV.[19]​ Durante los primeros tiempos las diferentes poblaciones costeras construían atalayas desde las que vigilar el mar y avistar los resoplidos de las ballenas durante la temporada de cría, entre octubre y marzo.[22]​ La caza se llevaba a cabo desde chalupas de unos ocho componentes, entre remeros, arponero y timonel. Tras ser arponeada la ballena huía sumergiéndose en las profundidades marinas, arrastrando la frágil chalupa a la que se unía mediante una estacha, en un peligroso lance que tenía algo de épico. Una vez muerto, el cetáceo era remolcado hasta el puerto de origen de la embarcación, donde se varaba en la playa procediendo a su despiece.[23][22]

Con el paso del tiempo la captura de ballenas llegó a ser cada vez de mayor alcance, como desmuestra la importancia que tuvieron las pesquerías trasatlánticas a Terranova. Hacia el año 1520 se establecieron balleneros vascos en la península del Labrador (Canadá) para la caza de los rorcuales.[24]​ Especialistas de estos siglos sostienen que los viajes y pesquerías de bajura por el Cantábrico, junto con las realizadas en Irlanda e Inglaterra, sirvieron en cierto modo como preparación y adiestramiento para las posteriores travesías trasatlánticas a las costas de Terranova.[25]

La ballena franca se estuvo cazando en el mar Cantábrico al menos a lo largo de ocho siglos hasta su extinción. Actualmente casi ha desaparecido del Atlántico oriental donde se la puede ver solo esporádicamente, y concentra sus efectivos en la costa norteamericana.[22]

Principales municipios a la orilla del mar Cantábrico:

Urros de Liencres, Cantabria.

Rasa mareal en Piélagos, Cantabria.

Playa de Berria, Cantabria.

La costa cantábrica cuenta con numerosas rías. Ría de Vivero, Galicia.

La costa cantábrica peninsular destaca por sus acantilados. Playa de Peñarrubia, Gijón (Asturias).

Instalaciones portuarias de Bilbao, Vizcaya, País Vasco.

San Vicente de la Barquera, Cantabria.



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