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Modernismo madrileño



Modernismo madrileño es la denominación historiográfica de un estilo artístico desarrollado en la ciudad de Madrid y en algunos puntos de la actual comunidad autónoma a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, que se extiende a la arquitectura, la escultura, las artes pictóricas, las artes decorativas y el diseño. Existe también un modernismo madrileño en el terreno de la literatura, al situarse en la capital uno de los núcleos que dan origen a la literatura modernista española.[1]

Forma parte de una corriente general que surge en toda Europa (denominada en cada país como modernismo, art nouveau, Jugendstil, sezession, etc.) y que en Madrid evoluciona con distintos grados de intensidad en función de cada disciplina artística. Mientras que en el ámbito arquitectónico se expresa superficialmente,[2]​ en un sentido ornamental y ocasionalmente estructural,[3]​ en la literatura, la ilustración y determinadas artes decorativas, como la vidriera artística[4]​ y la cerámica, genera focos creativos propios, con una personalidad diferenciada.

La arquitectura modernista madrileña se define eclécticamente, no solo porque se amolda a las corrientes eclécticas que dominan en esos momentos el urbanismo de la ciudad,[3]​ sino también por la confluencia de modelos franceses, belgas, italianos, vieneses y catalanes.[5]​ Tales modelos alcanzan en Madrid una materialización preferentemente ornamental, limitada a fachadas e interiores, y apenas tienen una traslación en términos estructurales, de tal manera que, en la mayoría de los casos, los edificios se proyectan a partir de patrones tradicionales, pero con acabados modernistas.[3]

A pesar de ello, se ponen en pie construcciones de gran interés, como el Palacio de Longoria, que Pedro Navascués define como una creación fundamental del movimiento modernista europeo;[6]​ la Casa de Enrique Pérez Villaamil, que sigue las líneas del arquitecto belga Victor Horta; la Necrópolis del Este, una de las aportaciones más destacadas a la historia del modernismo español y uno de los mejores cementerios de su época;[7][8]​ o, en el ámbito escultórico, el Panteón Guirao, obra cumbre del arte funerario.[9][10]

El modernismo madrileño se caracteriza también por una menor profusión decorativa que en otras zonas, rasgo que ciertos autores vinculan a la sobriedad arquitectónica de la ciudad, heredada de la dinastía de los Austrias,[11]​ sin olvidar la influencia clasicista de la Real Academia de Bellas Artes de san Fernando o el sólido arraigo del eclecticismo arquitectónico.[3]

Aunque el movimiento modernista ha dejado en Madrid numerosas obras, en gran parte desaparecidas, su historiografía ha quedado ensombrecida por la pujanza e importancia del modernismo catalán.[5]​ En la actualidad se conservan unos doscientos inmuebles de este estilo,[12]​ entre palacios, viviendas comunitarias, colonias (ciudades-jardín), edificios industriales y comerciales, puentes, infraestructuras hidráulicas, templos religiosos y recintos funerarios.

Para los investigadores Óscar da Rocha Aranda y Ricardo Muñoz Fajardo, la arquitectura modernista madrileña se desarrolla a lo largo de tres etapas bien diferenciadas, que cubren los últimos años del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX.[3]​ La primera de ellas, que puede fecharse desde 1896 hasta 1904, significa la tímida introducción y posterior clarificación del estilo, dentro de un entorno arquitectónico en el que prevalece el eclecticismo. Entre 1905 y 1914 se produce un periodo de apogeo, tras el cual sobreviene un modernismo pervivencial, que se extiende desde 1915 hasta 1923.

Las primeras manifestaciones modernistas en la capital surgen en 1883 en el seno de las artes pictóricas, con el aislado precedente de las pinturas del Salón de Actos del Ateneo de Madrid.[13]​ Pero no es hasta finales del siglo XIX cuando el movimiento toma cuerpo, al levantarse en 1896 la sede de la revista Blanco y Negro, una de las primeras construcciones de la ciudad que incorporan una ornamentación modernista, y que, según Da Rocha y Muñoz, marca el arranque del modernismo madrileño, si bien todavía circunscrito al ámbito de las artes decorativas.[3]​ Le sigue en 1899 el edificio situado en el número 22 de la calle del Barquillo, cuyo zaguán se adorna también con motivos art nouveau.

En los años siguientes las corrientes modernistas penetran en la arquitectura de manera aún más contundente, con proyectos que se inspiran tanto en el secesionismo como en modelos franceses y belgas (raras veces en el modernisme catalán), que se introducen en la capital a raíz de la Exposición Universal de París de 1900. A juicio de Pedro Navascués, este evento resulta decisivo para el desarrollo de la arquitectura modernista madrileña, no solo porque ejerce una influencia directa, sino también porque en él se designa a Madrid como sede del VI Congreso Internacional de Arquitectos, que tiene lugar en 1904, con el modernismo como tema principal.[14]

Uno de los precursores es el arquitecto Antonio Farrés Aymerich,[15]​ quien se adscribe al estilo a partir de 1901, si bien de un modo superficial, con tres edificios de viviendas ubicados en la calle de Valenzuela (la llamada Casa de Tomás Salvany), la calle de Alcalá con esquina a la de Pedro Muñoz Seca y la confluencia de las calles de Sagasta y de Francisco de Rojas. También en 1901 se diseña otro inmueble pionero, de autor desconocido, que se encuentra en el número 3 de la avenida de la Albufera y que destaca por los exuberantes adornos pétreos de su balaustrada y mirador central.

En 1902 se ponen en marcha tres obras fundamentales, de gran calidad arquitectónica, que, a diferencia de las anteriores, asumen los postulados modernistas de forma integral, con un sentido compositivo, espacial y estructural, y no meramente decorativo: el Panteón de José de la Cámara, de Benito González del Valle; la Casa de la marquesa de Villamejor, de Manuel Medrano Huetos;[16]​ y el Palacio de Longoria, de José Grases Riera.[17]​ A ellas se suma el desaparecido hotel-estudio que Félix de la Torre y Eguía construye entre 1902 y 1905, en la calle de Velázquez, donde se combinan influencias tradicionales con rasgos modernistas.[15][18]

Da Rocha y Muñoz establecen el final de esta etapa en 1904, coincidiendo con la inauguración del Palacio de Longoria, sin duda la creación más relevante de este periodo,[6]​ y con el citado Congreso Internacional de Arquitectos, al que se añaden otros dos eventos que, según se comenta más adelante, también resultan clave para la propagación del movimiento.

Francisco Andrés Octavio (arquitecto)

La segunda etapa comienza en 1905, un año después de concurrir en Madrid tres acontecimientos que contribuyen a la difusión del movimiento por toda la ciudad:

Aunque no es posible determinar el impacto real de los tres eventos señalados, lo cierto es que a partir de 1905 se emprenden en Madrid una serie de obras nítidamente modernistas, que, a diferencia de lo que ocurre en Barcelona, con la burguesía como principal y casi único mecenas,[23]​ responden a iniciativas de distintos grupos sociales. Desde la aristocracia (caso del edificio que el marqués de Morella levanta en la calle de Montalbán o de los que promueve la duquesa de Fernán Núñez en la Cava de san Miguel) hasta los profesionales liberales (Casa de Enrique Pérez Villaamil en la plaza de Matute), pasando por la propia burguesía, las sociedades mercantiles (sedes del semanario Nuevo Mundo y de la Compañía Colonial) o las clases bajas (número 4 de la calle de don Pedro).

Según Pedro Navascués, la existencia de promotores de naturaleza muy diversa explica la heterogeneidad de los proyectos que se ponen en marcha, con formas cultas que conviven con soluciones populares, al tiempo que proliferan las expresiones del modernismo catalán,[24]​ muy limitadas en la etapa inicial, e incluso surgen focos creativos netamente madrileños. Al primer grupo corresponde la ya citada Casa de Pérez Villaamil, de Eduardo Reynals Toledo, que revela un conocimiento muy profundo de las creaciones del arquitecto belga Victor Horta, y al último la Necrópolis del Este, donde Francisco García Nava define un lenguaje nuevo y genuino.[25]

Uno de los campos donde el movimiento encuentra mejor acogida es el de la arquitectura provisional o efímera,[15]​ que, a partir de materiales poco consistentes, cubre necesidades concretas y temporales. Dentro de este capítulo se encuadran gran parte de los cinematógrafos de principios del siglo XX, concebidos como llamativos pabellones modernistas que intentan atraer la atención de posibles clientes;[26]​ y las construcciones surgidas con la Exposición de Industrias Madrileñas, celebrada en 1907 en el Parque del Retiro, entre las que sobresalen el Palacio Central y el Palacio del Círculo de Bellas Artes, de Luis Bellido González y Ricardo Magdalena Gallifa, respectivamente.

La pujanza que alcanza el art nouveau a partir de 1905 se demuestra en las incursiones modernistas que realiza un arquitecto de perfil tan academicista como Enrique María Repullés y Vargas, con un hotel-estudio para Mariano Benlliure (1908), que finalmente no se lleva a cabo. También Antonio Palacios Ramilo se suma a este estilo, con un edificio de viviendas en el número 3 de la calle del marqués de Villamejor (1906-1907) y con varios diseños realizados para el metro de Madrid, en los que se aprecia una clara influencia secesionista, caso de las marquesinas de los desaparecidos templetes de la Puerta del Sol y de la Red de San Luis o de las barandillas que todavía se conservan en algunas bocas.[15]

Fuera de la capital, el modernismo se expande rápidamente a los pueblos limítrofes, hoy día anexionados a Madrid, al compás de desarrollos urbanísticos que pretenden descongestionar el centro. En los antiguos municipios de Canillas y Chamartín de la Rosa, Arturo Soria pone en marcha la Ciudad Lineal, donde se atisban apuntes modernistas en algunos chalés (como en Villa Rosario y Casita Blanca, que aún siguen en pie) y, sobre todo, en distintos recintos del desaparecido Parque de Diversiones (1906), como el Teatro Escuela, el bar o el restaurante.[27]

En Carabanchel Felipe Mario López Blanco levanta la Colonia de la Prensa, con un claro proyecto modernista, al tiempo que el arquitecto catalán Josep Puig i Cadafalch edifica la Torre de los señores de Bofarull, un palacio conocido popularmente como Castillo de Bofarull, demolido tras los destrozos provocados por la Guerra Civil (1936-1939).[28]​ En este antiguo municipio, convertido en la actualidad en un distrito madrileño, se construye también la Estación Militar Radiográfica (1911).[29]

En la sierra de Guadarrama se conservan diferentes muestras de arquitectura modernista, principalmente mansiones de carácter vacacional, surgidas a iniciativa de las clases acomodadas. Si bien San Lorenzo de El Escorial concentra la mayor parte de ellas (como Villa Manolita, El Capricho o Villa Las Torres),[30][31]​ existen interesantes ejemplos de residencias y otros tipos de inmuebles en Cercedilla, El Escorial, Guadarrama, Las Matas, Los Molinos, Lozoya, Miraflores de la Sierra, Pozuelo de Alarcón y Torrelodones.[29]

En otras zonas de la comunidad autónoma el modernismo tiene un impacto meramente decorativo, como puede apreciarse en los esgrafiados y detalles escultóricos de ciertas viviendas de Arganda del Rey, Chinchón, Colmenar de Oreja, Estremera, La Acebeda, Moraleja de Enmedio o Pinto, aunque también queda vinculado a la arquitectura industrial. Es el caso de la desaparecida fábrica de cemento Portland, en Aranjuez, de las destilerías Grau y Saéz, en Chinchón, o de la central hidroeléctrica Santa Lucía, en Torrelaguna, atribuida a Antonio Palacios.[29]

A partir de 1908 se frena la actividad constructiva en Madrid, como consecuencia de un momento de crisis, y ello ralentiza el desarrollo de la arquitectura modernista. Hacia 1911 se produce un repunte, aunque ya sin la vitalidad de las obras anteriores y con una deriva, en muchos casos, hacia el llamado estilo francés moderno, que supone una atemperación del primer modernismo.

En palabras de Pedro Navascués, esta corriente puede definirse como "un eclecticismo depurado y burgués", que rebaja el ímpetu vanguardista inicial por medio de soluciones más equilibradas y académicas,[32]​ que si bien, en algunos casos, se mantienen fieles a los postulados modernistas (como la Casa Gallardo), en otros éstos quedan reducidos a simples detalles decorativos (Edificio Metrópolis, Hotel Ritz, Hotel Palace, Casino Militar...).

Además de por esta deriva, el movimiento también se ve debilitado por el denominado regionalismo, una radicalización nacionalista del eclecticismo, que promueve la sustitución de cualquier modelo extranjero por estilos considerados autóctonos.[3]​ Hacia 1914 el agotamiento del modernismo en la arquitectura madrileña se hace palpable, lo que no impide que desarrolle una tercera y última etapa de carácter epigonal.

Fernando Arbós y Tremanti
(arquitecto inicial)

José Urioste Velada
(arquitecto inicial)

Jesús Carrasco-Muñoz Encina
(arquitecto para la ampliación)

1909-1913
(ampliación)

Jerónimo Pedro Mathet Rodríguez
(arquitecto)

José Eugenio Ribera Dutaste
(ingeniero)

Tras el apogeo de la fase anterior, el modernismo pierde fuerza y se difumina dentro de otras tendencias arquitectónicas, como el regionalismo o el art decó. En este último periodo, que se extiende desde 1915 hasta aproximadamente 1923, se levantan varios edificios, que, si bien carecen de la fuerza creativa de las dos etapas anteriores, mantienen todavía algunos influjos modernistas.

Según Da Rocha y Muñoz, en este momento no solo disminuye la cantidad de construcciones modernistas, sino también su calidad arquitectónica.[3]​ Pese a ello, surgen algunas creaciones muy notables, como el Hotel Reina Victoria, que anticipa el modelo de edificio comercial de Antonio Palacios, o el Templo Nacional de santa Teresa de Jesús y convento de los Padres Carmelitas Descalzos, ambos de Jesús Carrasco-Muñoz. A ellos se suman la antigua Casa-taller de Patricio Romero, de Luis Ferrero Tomás, situada en el número 33 de la calle del general Palanca, y el desaparecido quiosco de música del paseo del pintor Rosales, de Luis Bellido González.[29]

A este modernismo tardío también pertenecen el Teatro Salón Cervantes, el Teatro Centro Obrero y el Teatro Cine Variedades, que se ubican fuera de la capital, en Alcalá de Henares, Navalcarnero y San Lorenzo de El Escorial, respectivamente. Mientras que los dos primeros se encuentran actualmente en funcionamiento, tras haber sido rehabilitados y acondicionados, el tercero permanece cerrado desde 2007, en un delicado estado de conservación.[44]

Se desconoce al autor del proyecto modernista

1924
(reforma modernista)

A finales del siglo XIX operan en Madrid numerosos talleres de artesanía y manufacturas, que presentan un elevado nivel de cualificación[5]​ y que, siguiendo el principio modernista de integración de las artes decorativas dentro del lenguaje arquitectónico,[51]​ se responsabilizan de la ornamentación de los nuevos inmuebles construidos.

En virtud de este principio, el modernismo decorativo madrileño evoluciona a la par que la arquitectura, si bien, en el caso de la vidriera artística, se produce un desarrollo independiente, no supeditado a los códigos arquitectónicos, como prueba el hecho de que existan vitrales modernistas en edificios concebidos al margen de este estilo.[4]

El principal foco de la vidriera artística madrileña es la Casa Maumejean,[52]​ una compañía de origen francés que se establece en la capital en el año 1898.[53]​ Esta empresa desempeña un papel pionero en la introducción del modernismo en Madrid e incluso se anticipa al ámbito arquitectónico, como avala la decoración vitral que realiza para la antigua sede de la revista Blanco y Negro (en la actualidad Centro Comercial ABC Serrano).[54]​ Se trata de un edificio historicista que, pese a ello, es considerado como uno de los precursores del movimiento en Madrid,[3]​ precisamente por su ornamentación interior.

Otros trabajos modernistas de la Casa Maumejean son las vidrieras del Casino de Madrid y la Casa de Pérez Villaamil,[4]​ además de las cúpulas del Hotel Palace[55]​ y del Hospital de Jornaleros, una construcción que, pese a no ser modernista, incorpora una ornamentación vitral vinculada a este estilo.

Aunque también se le suele atribuir la cúpula del Palacio de Longoria, algunos investigadores sostienen que puede deberse al vidriero catalán Antoni Rigalt i Blanch, dadas las similitudes compositivas que mantiene con la existente en el Palacio de la Música Catalana (Barcelona), que el autor lleva a cabo posteriormente. Se trata de la vidriera más relevante del modernismo madrileño y, a escala española, solo tiene parangón con la citada obra barcelonesa.[4]

Otro taller especializado en vidriera artística es Lázaro, Lámperez y Cía., llamado así por los arquitectos Juan Bautista Lázaro y Vicente Lampérez, artífice de los vitrales del Panteón de Mateo López Sánchez, en la Necrópolis del Este.[15]

Una figura clave de las artes decorativas madrileñas es Daniel Zuloaga, considerado uno de los grandes renovadores de la cerámica española.[56]​ Si bien su estilo es preferentemente ecléctico, realiza numerosos diseños modernistas, como los paneles cerámicos del número 22 de la calle del Barquillo, la Compañía Colonial y la sede del semanario Nuevo Mundo, o como el revestimiento exterior de la cúpula del Templo Nacional de santa Teresa de Jesús y convento de los Padres Carmelitas Descalzos. Incluso lleva este estilo a edificios no modernistas, como la Casa de Tomás Allende, en la calle Mayor, donde decora los muros de una galería acristalada;[57]​ o como la desaparecida Casa de Luis Ocharán, en la calle de Eduardo Dato.[58]

En este campo también sobresalen Juan Ruiz de Luna, Enrique Guijo y Francisco Arroyo, que hacen suyo el modernismo en algunas de sus obras, como la azulejería de la Colonia de la Prensa, que corre a cargo del primero.

Julián Montemayor
(ceramista)

En la forja del hierro el protagonismo recae sobre la Casa Asins, cuya significación es equiparable, según Pedro Navascués, a la que alcanza en Cataluña la Fundición Masriera.[60]​ Asimismo, tienen un papel muy activo la Casa Torras, a la que se debe la rejería del Panteón Guirao; la Casa Rugama, Herráiz y Cía., que realiza la cancela del ascensor de la Casa-Palacio del Barón de Montevillena; el taller de José García-Nieto López, quien asume los hierros artísticos de la Casa de Pérez Villaamil; la fundición de Miguel González, que participa en la ornamentación del Casino de Madrid; o Francisco Iglesias, responsable de las farolas del Puente de la Reina Victoria.[15]

Otras disciplinas que tienen un desarrollo significativo en la capital son la pintura decorativa, con centros productivos como la Casa Watteler (véase la sección Pintura); los papeles pintados, con Del Río como principal referencia;[61]​ o la fabricación de muebles, con empresas como Amaré Hermanos, Lissárraga y Sobrinos[15]​ o Climent Hermanos.[62]

Además de los talleres especializados en artes decorativas, intervienen en los proyectos arquitectónicos los llamados modelistas, que se ponen al frente de los revestimientos escultóricos de fachadas e interiores. No desarrollan una función creativa como tal, sino que se limitan a plasmar en moldes los diseños ideados por los propios arquitectos, para su vaciado en escayola, cemento o piedra artificial.[15]

Aunque en su mayor parte se trata de artistas desconocidos, sí que han trascendido los nombres de Francisco Civillés y Salvador Llongarríu, que lleva a cabo la ornamentación de la Casa de Pérez Villaamil. A ellos se añade Ángel García Díaz, autor de la decoración de la escalera del Casino de Madrid, cuya trayectoria artística va más allá del mero modelado.

Al margen de este tipo de trabajos, la escultura modernista madrileña queda vinculada a dos artistas catalanes establecidos en la capital, Miguel Blay y muy especialmente Agustín Querol, del que Pedro Navascués llega a afirmar que es una de las figuras que más contribuyen a la aclimatación del modernismo en Madrid.[63]​ Al primero se debe el monumento a Federico Rubio y Galí, que adorna el Parque del Oeste,[64]​ y al segundo el Panteón Guirao, el monumento a Francisco de Quevedo y la sepultura de Antonio Cánovas del Castillo, ubicada en el Panteón de Hombres Ilustres.

Junto a ellos sobresalen el escultor cordobés Mateo Inurria, artífice de los grupos Cristo bendiciendo y San Miguel Arcángel pesando las almas, que flanquean la entrada de la Necrópolis del Este;[15]​ y Mariano Benlliure, quien abraza el modernismo en trabajos como La familia, la protección contra el fuego y la ayuda al mundo laboral, situado en la base de la cúpula del Edificio Metrópolis,[65]​los mausoleos de José Canalejas y Práxedes Mateo Sagasta, ambos en el Panteón de Hombres Ilustres,[29]​ y la Medalla dedicada a Santiago Ramón y Cajal por la concesión del Premio Nobel de Medicina (1907), considerada por Javier Gimeno Pascual como "uno de los ejemplos más significativos de la medalla modernista española".[66]

El autor valenciano también incorpora soluciones modernistas en el mausoleo de los duques de Denia, que se encuentra en el cementerio de san Isidro, así como en los pedestales de los monumentos al General Martínez Campos (1907) y al Cabo Noval (1912),[67]​ que años después Rafael García Yrurozqui utiliza como referencia para levantar el monumento al Cuerpo de Carabineros (1929), en San Lorenzo de El Escorial.

En lo que respecta a las colecciones museísticas, hay que mencionar las del Museo del Prado y la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En el primero se conserva, además de la citada medalla de Benlliure, una versión de la célebre composición Desconsuelo, de Josep Llimona, labrada por el propio artista en 1907.[68]​ En la segunda se exhiben las esculturas Sensitiva, de Miguel Blay, y Ensueño, de Mateo Inurria, que ambos autores donan a la institución en 1910[69]​ y 1922, respectivamente, tras su ingreso como académicos. Asimismo, la Casa Museo Fuente del Rey (Fundación AMYC), localizada en el barrio madrileño de Aravaca, cuenta con varias obras de Josep Llimona y Enric Clarasó.

En lo que respecta a las artes pictóricas, el movimiento modernista madrileño alcanza su máxima expresión en el dibujo y la ilustración, disciplinas que, gracias al desarrollo industrial de las artes gráficas, reciben un fuerte impulso con la aparición de nuevos soportes artísticos y comerciales, como el cartel, el pequeño impreso, la tarjeta postal o las revistas ilustradas.[74]​ A juicio de Eliseo Trenc Ballester, Madrid dispone en la última década del siglo XIX de una sólida base técnica en materia de artes gráficas, equiparable a la de otros países europeos, que le permite convertirse en uno de los grandes focos de la ilustración modernista española, junto con Barcelona y, en menor medida, Zaragoza.[74]

Según Trenc Ballester, las corrientes modernistas aparecen por primera vez en las artes gráficas madrileñas en 1896, con las aportaciones del artista italiano Giuseppe Eugenio Chiorino a la revista Blanco y Negro. Dos años después acuden a la capital Lluís Bonnín i Martí, Ramón Casas, Ricardo Marín Llovet y Javier Gosé, todos ellos representantes del modernismo catalán, para trabajar en la publicación Madrid Cómico. Uno de ellos, Ricardo Marín Llovet, decide incluso establecerse en Madrid, donde interviene en diferentes semanarios y realiza las ilustraciones del libro modernista Hamlet y el cuerpo de Sarah Bernhard, que el escritor madrileño Gregorio Martínez Sierra saca a la luz en 1905.[75]

Pero es a partir de 1899 cuando se afianza el estilo, gracias la propia evolución gráfica de Blanco y Negro, que asume plenamente los principios modernistas tras incorporar en su plantilla a José Arija Saiz y Eulogio Varela Sartorio.[76]​ Este último, considerado como una figura fundamental de las artes gráficas españolas[77]​ y particularmente del grafismo modernista,[74]​ propaga el estilo a otras revistas ilustradas en las que colabora (Revista Moderna, Revista de fotografía, La Ilustración Española y Americana, Renacimiento latino, etc.) y lo extiende también al cartelismo, la publicidad y la ilustración de libros,[78]​ además de a las artes decorativas, como diseñador de murales, telas, muebles, vidrieras, papeles pintados, joyería o cerámica.

Eulogio Varela desarrolla un estilo particular y propio a partir de referentes catalanes, como Alexandre de Riquer, y continentales, como el checo Alfons Mucha, en el que no faltan influencias del prerrafaelismo inglés y del japonesismo.[75]​ El eterno femenino, mostrado poética y sensualmente, centra un repertorio temático en el que también son abundantes símbolos que, como las flores, los cisnes, los pavos reales o las mariposas, son recurrentes en el dibujo modernista.[79]

De su labor como ilustrador en Blanco y Negro cabe señalar, por su significación, las portadas de los números 424 (la primera que hace a color para la revista), 560 y 606, así como el Almanaque de 1900, integrado por doce dibujos sobre motivos florales, que realiza junto a Arija y Chiorino.[80]​ La mayor parte de sus originales para la citada publicación, alrededor de un millar, se conserva en el Museo ABC, de Madrid.[81]

Otros artistas radicados en la capital que se adscriben al modernismo en sus trabajos como ilustradores son Cecilio Plá, Adolfo Lozano Sidro, Ángel Díaz Huertas, Inocencio Medina Vera, Joaquín Xaudaró o Santiago Regidor, entre otros. Mención especial merece el polifacético autor madrileño Arturo Mélida (cultiva la arquitectura, la pintura, la escultura y la decoración de interiores), que, dentro de su eclecticismo, se adentra en la estética modernista en trabajos como el Almanaque de 1900, que le encarga la Unión Española de Explosivos, una compañía con sede en la calle de Villanueva de Madrid.[13]

También Juan Gris asimila este estilo durante su juventud, en sus distintas colaboraciones para las revistas Madrid Cómico, ¡Alegría! y Blanco y Negro, donde coincide con Varela en los números 786 y 803.[75]​ Incluso Pablo Ruiz Picasso se involucra en la difusión del movimiento por la ciudad, cuando en enero de 1901 acude a Madrid, llamado por su amigo Francisco de Asís Soler, para participar en la fundación de la revista modernista Arte joven, de la que es director artístico en sus tres primeros números.[82]

En relación al cartelismo, el movimiento modernista penetra de manera más moderada que en las revistas ilustradas, ante la fuerza que todavía mantiene el eclecticismo dentro de este ámbito.[74]​ No obstante, se observa un cierto desarrollo de la mano de instituciones como el Círculo de Bellas Artes y empresas periodísticas como El Liberal y Blanco y Negro, que convocan varios concursos de carteles a principios del siglo XX.[83]​ De nuevo es Eulogio Varela quien se destaca en este campo, con el cartel ganador del Baile de Máscaras de 1904, organizado por la primera entidad citada.[84]

En la segunda década del siglo XX el cartelismo madrileño queda vinculado a la publicidad, gracias a compañías que, como las perfumerías Inglesa, Gal y Floralia,[85]​ o la fábrica cervecera El Águila,[86]​ recurren a este tipo de soportes para difundir sus productos.[75]​ Se trata de un periodo de transición entre el modernismo y las vanguardias, como avala la propia evolución de Salvador Bartolozzi, Federico Ribas y Rafael de Penagos, considerados los máximos exponentes de la ilustración madrileña y española en ese momento,[83]​ que incorporan en sus primeras obras rasgos modernistas para posteriormente abrazar otros estilos, preferentemente el art decó.

Dentro de este apartado alcanza una especial relevancia la pintura decorativa, si bien perviven escasas muestras. Las pinturas más antiguas que se conservan, consideradas bien modernistas,[13]​ bien premodernistas[15]​ en función de las fuentes, son las del Salón de Actos del Ateneo de Madrid, que Arturo Mélida termina en 1883 y que se anticipan más de diez años al proyecto ornamental de la antigua sede de Blanco y Negro, el hito que suele establecerse como el arranque del modernismo madrileño.

Pese a haber sido remodelado como centro comercial, este último edificio aún mantiene los trabajos pictóricos de José Arija Saiz, a quien también se deben las pinturas que adornan las sobrepuertas del Salón Real del Casino de Madrid.[87][88]​ Otro conjunto de interés es el de la Casa de Pérez Villaamil, realizado por la Casa Watteler.

Entre las obras perdidas figuran los murales del desaparecido Parque de Diversiones de Ciudad Lineal, cuyos artífices son Andrés Minocci, Miguel Uceta, Faustino Fuentes y Santiago Regidor,[15]​ y los de la vaquería de la calle de san Joaquín, demolida en 2007, pintados por Antonio Chaves Martín.[89]

Más allá de su vertiente decorativa, la pintura como tal tiene un desarrollo muy limitado, con aisladas manifestaciones que, por lo general, provienen de artistas vinculados a otros focos modernistas. En este sentido, cabe citar a Santiago Rusiñol, uno de los pintores más importantes del modernismo catalán, que dedica a Aranjuez, donde pasa los últimos meses de su vida, varios paisajes, integrados dentro de la serie Jardines de España.

También Pablo Ruiz Picasso se inspira en el Parque del Retiro madrileño en un pequeño cuadro de influencia modernista, que plasma durante una de sus estancias en la capital.[90]​ Por su parte, el pintor y grabador vasco Leandro Oroz realiza hacia 1925 el retrato Antonio Machado y su musa, a quien conoce en la tertulia del Nuevo Café de Levante, de Madrid.[91]​ Se trata de una composición tardomodernista, en la que se aprecian algunas referencias simbolistas.

Madrid no solo es el principal escenario donde se forja la literatura española modernista, sino que, a juicio de José Pedro Vizioso, la propia ciudad condiciona la configuración y trayectoria del movimiento, dadas sus conexiones con la bohemia capitalina. Según este investigador, además de por la poesía hispanoamericana, el modernismo literario español está influenciado por el simbolismo francés, que, al materializarse en un discurso bohemio, no podría entenderse fuera del espacio urbano, en este caso, madrileño.[1]

Aunque historiográficamente se suele considerar que el modernismo penetra en España a partir de 1898, cuando Rubén Darío llega al puerto de Barcelona para después establecerse en Madrid,[1]​ realmente se trata de un elemento catalizador, ya que desde mucho antes se congrega en la capital un foco creativo de gran actividad, definido por la crítica como premodernista.[94]​ Entre sus integrantes se encuentran Manuel Reina, Ricardo Gil, Manuel Paso y, muy especialmente, Salvador Rueda.[95]

Más adelante se les unen literatos ya abiertamente modernistas que, como Juan Ramón Jiménez, Ramón María del Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Manuel Machado, Emilio Carrere, Eduardo Marquina, José Ortiz de Pinedo, Rafael Cansinos o Francisco Villaespesa, realizan una decidida defensa de la causa, dentro de un encendido debate, desarrollado en los círculos intelectuales madrileños, sobre la necesidad de renovación de las letras españolas.[15]

Casi todos ellos participan, en marzo de 1901, en la fundación de la revista Electra, considerada la primera publicación modernista surgida en España en el ámbito literario,[96]​ en la que se aboga por un cambio en las artes, al tiempo que se critica abiertamente la sociedad, la política, el periodismo e, incluso, la religión. Esta revista es la que saca a la luz los primeros versos de Manuel y Antonio Machado, anticipándose a Alma y Soledades, sus respectivos primeros libros.

En febrero de 1902 Valle-Inclán deja sentados los principios del movimiento, al publicar un artículo en La Ilustración Española y Americana, en el que, a modo de manifiesto, hace un alegato a favor de la nueva literatura, no por sus "extravagancias gramaticales y retóricas", sino por lo que contribuye al mundo de las sensaciones. Según sus propias palabras, "la condición característica de todo el arte moderno, y muy particularmente de la literatura, es una tendencia a refinar las sensaciones y acrecentarlas en el número y en la intensidad".[97]

Una figura fundamental es el escritor y editor Gregorio Martínez Sierra, que, a juicio de David Vela, encarna el perfil de empresario-poeta.[83]​ Sus iniciativas editoriales responden al principio modernista de integración de todas las expresiones artísticas y van dirigidas a dignificar el libro, al que concibe como una obra de arte en sí mismo, no solo en lo que respecta a su calidad literaria, sino también a su presentación y edición (portada, tipografía, ilustraciones, encuadernación...).[83]​ A Martínez Sierra también se deben publicaciones que, como las revistas Helios, Vida Moderna y Renacimiento, desempeñan un papel clave en la difusión de las corrientes modernistas.



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