• Anexión del Tahuantisuyo a la Monarquía Española.
• Exploración y Conquista de los diversos señoríos y pueblos de América del sur.
• Colapso de la autoridad inca en los suyos periféricos, especialmente Chinchaysuyo y Collasuyo.
• Guerras civiles entre los conquistadores españoles.
• Expansión española hacia los antiguos suyos incaicos de los actuales Argentina, Bolivia y Chile.
La conquista del Tahuantinsuyo, o mayoritariamente referida como conquista del Perú, por diversas crónicas de la época, se refiere al proceso histórico de anexión del Imperio incaico o Tahuantinsuyo al Imperio español.
Se considera que inició a poco de haber finalizado la guerra civil por el trono incaico entre los dos hermanos Huáscar y Atahualpa (hijos del inca Huayna Cápac) con las acciones del 16 de noviembre de 1532 cuando el vencedor de la guerra y nuevo inca, Atahualpa, se reunió en Cajamarca con los conquistadores españoles encabezados por Francisco Pizarro. En dicho encuentro Atahualpa y su comitiva fueron emboscados y este tomado preso por los españoles y meses después ejecutado, el 26 de julio de 1533. Posteriormente los españoles, aliados con las panacas huascaristas, además de cañaris, chachapoyas y otras etnias vasallas de los incas, marcharon al Cuzco, la capital del imperio, donde ingresaron el 14 de noviembre de 1533 y proclamaron como nuevo inca a Manco Inca, con la intención de convertirlo en un rey títere. Pero Manco Inca se liberó y al mando de un ejército encabezó una guerra de reconquista que inició el 6 de mayo de 1536 con el sitio del Cuzco, donde se encontraba la mayor fuerza española comandada por Hernando Pizarro. Aunque causaron grandes bajas a los españoles, las fuerzas de Manco Inca no lograron tomar el Cuzco por la traición de muchos de sus hermanos(como Paullu Inca) y de varias naciones del Tahuantinsuyo. Finalmente, Manco Inca tuvo que disolver a su ejército y retirarse a las agrestes montañas de Vilcabamba, donde instaló la sede de la monarquía incaica (1538), mientras que el resto del territorio fue ocupado por los españoles, quienes tras un periodo de guerra civil entre españoles llevaron adelante el proceso de asentamiento y colonización del Perú. El reinado de los incas de Vilcabamba duraría hasta 1572, cuando el virrey Francisco de Toledo ejecutó al último Inca: Túpac Amaru I. La conquista del Perú duró pues, en propiedad, cuarenta años (1532-1572).
Felipe Guamán Poma de Ayala, cronista mestizo (inicios del siglo XVII), afirma que el inca Huayna Cápac tuvo un encuentro en el Cuzco con el conquistador Pedro de Candía (griego al servicio de España), lo cual sería el primer contacto directo de los europeos con el Imperio inca. Ello debió ocurrir no antes de 1526. Se dice que la entrevista fue utilizando señas, según la cual el Inca interpretó que Candía comía oro, por lo que le brindó oro en polvo[cita requerida] y luego le permitió marcharse. Pedro de Candía se llevó consigo a un indio huancavilca a España y lo presentó al rey, siendo luego traído de vuelta al Tahuantinsuyo para que hiciera de intérprete. Este indio sería conocido luego como Felipillo. El informe de Candía, según Guamán Poma, alentó a numerosos aventureros españoles a marchar hacia el Nuevo Mundo. Sin embargo, se considera que la crónica de Guamán Poma contiene datos erróneos y que este encuentro entre Candía y Huayna Cápac no es sino una leyenda.
Un autor moderno, José Antonio del Busto, refiere que el primer encuentro de los europeos con el imperio incaico se habría producido en realidad entre 1524 y 1526, cuando el portugués Alejo García, junto con un grupo de sus compatriotas atraídos por la leyenda del “Rey blanco” o Reino de la plata, avanzó desde el Brasil recorriendo los actuales territorios de Paraguay y Bolivia, hasta internarse en suelo del Tahuantinsuyo. Incluso, Alejo García habría comandando una fuerza de 2000 indios chiriguanas y guarayos, que asaltaron la fortaleza incaica de Cuscotuyo y aniquilaron su guarnición. Dicha fortaleza marcaba el límite oriental del imperio incaico, protegiendo la provincia de Charcas (en el Collasuyo) de los avances de las tribus de los chiriguanas. El cronista Pedro Sarmiento de Gamboa, cuenta, efectivamente, que durante el reinado de Huayna Cápac los chiriguanas asaltaron dicha fortaleza, por lo que el inca mandó tropas al mando del general Yasca, que lograron repeler a los invasores, aunque no menciona la presencia de Alejo García. Este emprendió luego el retorno, cargado de un rico botín e incluso informó a Martín Alfonso de Sousa, gobernador de San Vicente de Brasil, hoy Santos, sobre la existencia de un opulento reino hacia el oeste de su gobernación. Pero el portugués y sus compañeros acabaron siendo asesinados por sus propios aliados indios, en la orilla izquierda del río Paraguay, desapareciendo también su botín y las pruebas de la existencia del imperio incaico.
En 1527, cuando los españoles se hallaban explorando las costas norteñas del imperio incaico, el inca Huayna Cápac y su heredero Ninan Cuyuchi murieron a causa de una rara enfermedad, que algunos autores atribuyen a la viruela traída con los europeos.
Tras la anarquía posterior al deceso del Inca, Huáscar asumió el gobierno por orden de los orejones (nobles) de Cuzco, quienes creían que su experiencia como vice-gobernante era suficiente para asumir el mando. Huáscar, preocupado por el excesivo poder que tenía su hermano Atahualpa en la región de Quito, donde era apoyado por los generales Quizquiz, Rumiñahui y Challcuchima, ordenó a Atahualpa que le rindiera vasallaje. Pero este reaccionó organizando un ejército y declarándole la guerra. El enfrentamiento, que habría de durar tres años, finalizó con la victoria de Atahualpa y la captura y posterior muerte de Huáscar.
En 1479 se produjo la unidad de los reinos más importantes de la península ibérica: Castilla y Aragón, a través del matrimonio de sus reyes: Isabel I y Fernando II, más conocidos como los Reyes Católicos. La nobleza dejó de ser señorial y se hizo cortesana, al servicio del rey. La unidad de España se complementó con la conquista del reino moro de Granada, en 1492. Ese mismo año ocurrió el descubrimiento de América, que amplió el horizonte territorial al naciente Estado. En el plano económico, España entró en un periodo de paulatina decadencia, debido a los siguientes factores:
En el aspecto social, había profundas diferencias. Existían nobles y plebeyos y dentro de cada clase social una serie de categorías menores. En cuanto a la mentalidad, los españoles que pasaron al América, estaban influidos por las ideas medievales y renacentistas. De credo católico, creían a pie firme que Dios los había destinado a conquistar y evangelizar a los habitantes de las tierras descubiertas en ultramar.
Tras los viajes descubridores de Cristóbal Colón, los españoles se fueron asentando en las islas de las Antillas y se dedicaron a explorar las costas septentrionales de América Central y América del Sur, territorio al que llamaron Tierra Firme.
En 1508 la corona española dividió a Tierra Firme en dos circunscripciones, con miras a su colonización, teniendo como eje el golfo de Urabá:
Ambos conquistadores, Nicuesa y Ojeda, partieron hacia sus provincias desde la isla de La Española (Santo Domingo), que por entonces era el centro de las operaciones de los españoles en el Nuevo Mundo.
Nicuesa tomó posesión de su gobernación en 1511, donde fundó Nombre de Dios, pero hubo de enfrentar lo agreste del territorio y la hostilidad de los indígenas.
Por su parte, Ojeda desembarcó en la actual Cartagena de Indias y tras soportar un recio combate con los indígenas, fundó el fuerte de San Sebastián. Herido gravemente, Ojeda retornó a La Española, dejando al mando del fuerte a un entonces oscuro soldado llamado Francisco Pizarro. Desde La Española, Ojeda envió refuerzos al mando del bachiller Martín Fernández de Enciso, que partió al mando de una armadilla en la que viajaba de polizón Vasco Núñez de Balboa, que pronto habría de tener figuración en la empresa conquistadora. Estando en alta mar, Enciso se tropezó con un bergantín, en donde iban Pizarro y unos cuantos sobrevivientes de la expedición de Ojeda, que habían decidido abandonar el fuerte de San Sebastián y retornar a La Española. Pizarro, contra su voluntad, se unió a las huestes de Enciso y juntos retornaron a Tierra Firme.
Adentrándose más al oeste del golfo de Urabá, en territorio que legalmente pertenecía a Nicuesa, Enciso fundó la villa de Santa María la Antigua del Darién (o simplemente La Antigua), el primer asentamiento estable del continente americano (1510). Enciso, convertido en alcalde, se hizo pronto odioso por su despotismo. Balboa se perfiló entonces como caudillo de los descontentos y pregonó que al estar el nuevo poblado situado en territorio de Nicuesa, Enciso no era sino un usurpador. La autoridad de Enciso mermó aún más cuando los colonos nombraron como alcaldes a Balboa y a Martín de Zamudio. Enciso fue remitido preso a España, donde llegó en 1512.
Por su parte, Nicuesa, enterado de estos sucesos, partió desde Nombre de Dios hacia La Antigua, pero a la semana de su arribo fue arrestado y desposeído del mando por Balboa. Contra su voluntad fue embarcado en 1511, rumbo a La Española, pero no se supo más de él. Debió de morir durante el trayecto en el mar.
Fue así como Balboa se convirtió en el único caudillo de los colonos de Tierra Firme. Fue también el primero en recibir noticias de un fabuloso imperio situado más al sur, por el lado donde se abría un inmenso mar. Las crónicas cuentan que, en una ocasión, estando un grupo de españoles riñendo por una pequeña cantidad de oro, se alzó la voz de Panquiaco, el hijo del cacique Comagre, quien les increpó:
Y al decir esto señaló hacia el sur, añadiendo que allí había un mar
Balboa tomó muy en serio la información y organizó una expedición que partió de La Antigua con dirección al oeste. Tras cruzar el istmo en medio de una penosa travesía, el 25 de septiembre de 1513 avistó un gran mar, al que denominó Mar del Sur, que no era otro que el Océano Pacífico. Fue este un momento crucial para la historia de la conquista del Perú, pues a partir de entonces la meta de los españoles fue avanzar más hacia las costas meridionales, en busca del imperio rico en oro mencionado por Panquiaco.
Fue así como el istmo de Panamá quedó convertido de hecho en el nudo de la conquista y colonización de América del Sur. Balboa fue nombrado Adelantado de la Mar del Sur (1514)Pedro Arias Dávila o Pedrarias como gobernador de las nuevas tierras conquistadas. Este arribó al mando de una expedición de más de 2000 hombres, la más numerosa y completa que había salido de España para el Nuevo Mundo.
y planeó una expedición destinada a avanzar por las costas del Mar de Sur. Para tal efecto empezó a construir una flota. Pero no llegó a cristalizar este proyecto pues sucumbió ante las intrigas que urdieron contra él sus enemigos desde España. En efecto, el depuesto bachiller Enciso, al arribar a España presentó su queja ante el rey, sosteniendo que Balboa no había tenido facultad para deponerlo como alcalde. La Corona, haciéndose eco de los reclamos de Enciso, nombró aPedrarias, hombre sanguinario y astuto, buscó la manera de eliminar a Balboa; finalmente, lo acusó de conspiración y ordenó su apresamiento. Esta orden la cumplió un piquete al mando de Pizarro. Balboa fue llevado de regreso a La Antigua, donde Pedrarias y el alcalde Gaspar de Espinoza aceleraron su juicio, siendo condenado a muerte y decapitado en Acla (1519).imperio incaico.
Tal fue el triste final del descubridor del Mar del Sur, que de haber sobrevivido se hubiera convertido, sin duda, en el descubridor y conquistador delPedrarias dedujo la gran importancia que tendría la Mar del Sur u Océano Pacífico para los futuros descubrimientos y conquistas, y decidió trasladar la sede de su gobernación a Panamá, que fundó para tal efecto el 15 de agosto de 1519. A partir de entonces, esta villa, que obtuvo el título real de ciudad en 1521, vino a ser la llave de comunicaciones con el Pacífico y la puerta por donde se entraría al Perú. Nombre de Dios fue el puerto destinado a ponerlo en comunicación con el Atlántico.
Las noticias de la existencia de un imperio con enormes riquezas en oro y plata, influyó sin duda en el ánimo de los aventureros españoles y aportó el ingrediente decisivo para la preparación de expediciones hacia esos rumbos. En 1522 Pascual de Andagoya fue el primero en intentar realizar esta empresa, pero su expedición terminó en un estrepitoso fracaso.
Fue precisamente a partir de Andagoya que las tierras situadas más al sur del Golfo de San Miguel (sureste de Panamá) se denominaron Birú (palabra que después se convertiría en Perú). Se desconoce el origen de este vocablo; posiblemente se trataba del nombre de un cacique que gobernaba una pequeña comarca en la actual costa pacífica colombiana, nombre que los soldados españoles, en el habla coloquial, harían paulatinamente extensivo a todo el Levante, como también se conocía a esa región (este último término es de uso geográfico).
Hacia 1523, el conquistador extremeño Francisco Pizarro radicaba en Panamá como un vecino más o menos acomodado, como todos los residentes españoles en Panamá. Empezó a entenderse con su más cercano amigo, el capitán Diego de Almagro, sobre la posibilidad de organizar una expedición hacia el tan mentado Birú. Ambos eran rudos y curtidos soldados con experiencia en la conquista de Tierra Firme. La sociedad se concretó en 1524, sumándose un tercer socio, el cura Hernando de Luque, quien debía aportar el dinero necesario para la empresa. Se repartieron las responsabilidades de la expedición: Pizarro la comandaría, Almagro se encargaría del abastecimiento militar y de alimentos y Luque se encargaría de las finanzas y de la provisión de ayuda. Se convino en que todas las utilidades se dividirían en tres partes iguales para cada socio o sus herederos, y que ninguno tendría más ventaja que otro.
El análisis histórico se inclina a creer que Pizarro poseía una fortuna modesta, porque para emprender la aventura, él y Almagro tuvieron que asociarse con un cura influyente, Hernando de Luque, que a la sazón era párroco de Panamá. Se menciona a un cuarto "socio oculto": el licenciado Gaspar de Espinosa, que no quiso figurar públicamente, pero que fue el verdadero financista de las expediciones, usando como testaferro a Luque y aportando 20.000 pesos. Ello debió ser así, por cuanto nunca uno solo de los socios decidía de manera unilateral las acciones. Solo posteriormente, iniciada ya la conquista física del Perú, Pizarro tomaría decisiones de campaña o sobre acciones militares y administrativas, prerrogativas de su cargo de gobernador de Nueva Castilla, concedido por la corona española a través de la Capitulación de Toledo, firmada en 1529.
Conseguida la autorización del gobernador Pedrarias Dávila, el 14 de noviembre de 1524 (dato de Jerez) partió Pizarro de Panamá a bordo de un pequeño bergantín, el Santiago, con cerca de 80 hombres, algunos indios nicaraguas de servicio y cuatro caballos. Dejó a Almagro el encargo de reclutar más voluntarios y armar otra nave para que le siguiera cuando estuviera listo.
Pizarro llegó a las islas Perlas, bordeó las costas de Chochama o Chicamá, llegando hasta Puerto Piñas y Puerto del Hambre (costa pacífica de la actual Colombia);Cieza) o cinco muertos y diecisiete heridos (según Jerez). El mismo Pizarro sufrió siete heridas.
prosiguió viaje, luego de una serie de padecimientos y falta de víveres, hasta Pueblo Quemado (también llamado Puerto de las Piedras o Río de la Espera), donde sostuvo un recio combate con los indígenas, con el resultado de dos españoles muertos y veinte heridos (segúnLa hostilidad de los indios y la insalubridad de la zona obligaron a Pizarro a enrumbar de vuelta hacia el norte, arribando nuevamente a las costas de Chochama. Por su parte, Almagro, que ya había partido de Panamá en un bergantín con 60 hombres, debió cruzarse con Pizarro en alta mar, aunque no se llegaron a avistar. Siguiendo el rastro de Pizarro, Almagro desembarcó en Pueblo Quemado, donde igualmente libró un feroz combate con los indios, perdiendo un ojo a consecuencia de un lanzazo o un flechazo.
Almagro decidió continuar más al sur, llegando hasta el río San Juan, pero no halló a su socio y decidió regresar a la isla de Perlas, donde se enteró de los trajines de Pizarro. Partió entonces a encontrarse con su socio en Chochama. Pizarro, interesado en continuar con la empresa, ordenó a Almagro que dejara allí a sus soldados y que retornara él solo a Panamá para reparar los dos navíos y juntar más gente.
En Panamá, el gobernador Pedrarias culpó del fracaso de la expedición y de la pérdida de vidas españolas a Pizarro. Ello motivó a que Almagro y Luque intercedieran por Pizarro ante el gobernador, logrando aplacar por el momento la tensa situación. Pedrarias autorizó, no sin recelos, la continuación de la empresa. De pasada, Almagro logró el nombramiento de capitán adjunto.
Antes de emprender un segundo viaje, los tres socios formalizaron su sociedad ante un notario de Panamá, en las mismas condiciones en que verbalmente la habían conformado. A este acuerdo escrito se conoce como el Contrato de Panamá, que se suscribió el 10 de marzo de 1526. Sin embargo, hay discrepancias en cuanto a la fecha, pues por entonces, Pizarro todavía no regresaba a Panamá.
En diciembre de 1525, Almagro partió de Panamá, llevando dos navíos, el Santiago y el San Cristóbal, a bordo de los cuales iban 110 soldados, entre ellos dos grandes adquisiciones: el piloto Bartolomé Ruiz y el artillero griego Pedro de Candía. Almagro se dirigió a Chochama, al encuentro de Pizarro y sus hombres. Estos habían quedado reducidos a 50; reunidos con los hombres traídos por Almagro, llegaron a 160.
A principios de 1526, Pizarro y Almagro, junto con sus 160 hombres, se hicieron nuevamente a la mar. Siguieron la ruta anterior hasta llegar al río San Juan, donde fue enviado Almagro de regreso a Panamá en busca de refuerzos y provisiones; de otro lado, el piloto Bartolomé Ruiz fue enviado hacia el sur a fin de que explorase esas regiones.
Ruiz avistó la isla del Gallo, la bahía de San Mateo, Atacames y Coaque; a la altura de esta última se tropezó con una balsa de indios tumbesinos que iban a comerciar, según parece, a Panamá. Ruiz tomó algunas de las mercaderías: objetos de oro y plata, tejidos de algodón, frutas y víveres, y retuvo a tres muchachos indios, que los llevó consigo para prepararlos como intérpretes. Luego enrumbó al norte, de vuelta al río San Juan, donde le esperaba Pizarro.
Bartolomé Ruiz fue el primer navegante europeo que traspasó la línea ecuatorial en el Océano Pacífico, de norte a sur (Magallanes también lo había hecho en 1521, pero de sur a norte),
descendiendo uno o dos grados de la línea equinoccial (1527). Mientras que Almagro estaba en Panamá y Ruiz navegaba el océano, Pizarro se dedicó a explorar el río San Juan, sus brazos y afluentes. Muchos de sus hombres murieron a consecuencia de las enfermedades y otros fueron devorados por los caimanes.
Cuando regresó Ruiz, Pizarro prometió a sus hombres que, no bien llegado Almagro, partirían hacia el sur, a la tierra donde decían venir los muchachos indios que había traído el piloto. Cuando finalmente arribó Almagro, con 30 hombres y seis cabalgaduras, todos se embarcaron y enrumbaron hacia el sur. Pasaron por la isla del Gallo y luego por la boca del río Santiago. A continuación, se adentraron en la bahía de San Mateo. Viendo que la costa era muy segura y sin manglares, saltaron todos a tierra, incluyendo los caballos y se dedicaron a explorar la región. Habían arribado a la boca del río Esmeraldas, donde vieron ocho canoas grandes, tripuladas por indígenas.
Continuando su marcha, llegaron hasta el poblado de Atacames, donde sostuvieron un combate o guazábara con los nativos. Allí encontraron comida y vieron que los indígenas llevaban algunas joyas de oro. Ello sin embargo no contentó a los españoles, pues no veían recompensados los sufrimientos que padecían. Nada menos que unos 180 españoles habían fallecido hasta ese momento, desde que empezaran los viajes de Pizarro. Fue en Atacames donde se produjo la llamada “Porfía de Atacames”, entre Almagro y Pizarro. Ella se originó cuando Almagro reprendió severamente a los soldados que querían volver a Panamá, calificándoles de cobardes, ante lo cual reaccionó Pizarro defendiendo a sus hombres, pues él también había sufrido con ellos. Ambos capitanes fueron a las palabras mayores, llegando hasta a sacar sus espadas, y se hubieran batido en duelo si no fuese porque Bartolomé Ruiz, Nicolás de Ribera y otros lograron separarlos y avenirlos en conciliación.
Calmados los ánimos, los expedicionarios retrocedieron hasta el río Santiago, que los nativos llamaban Tempulla. Mientras tanto, continuaban las penalidades entre los soldados, traducidas en enfermedades y muertes. Finalmente, buscando un lugar más propicio, Pizarro y Almagro decidieron pasar a la isla del Gallo, donde llegaron en mayo de 1527. Se acordó que, nuevamente, Almagro debería volver con un navío a Panamá a traer nuevos contingentes.
Pizarro y Almagro solían tener mucho cuidado de que no llegaran a Panamá las cartas que los soldados enviaban a sus familiares, para evitar que las quejas de estos fueran conocidas por las autoridades. En Panamá, Almagro tuvo sin embargo dificultades pues en un ovillo de lana que había sido enviado como obsequio a Catalina de Saavedra (la esposa del nuevo gobernador, Pedro de los Ríos, sucesor de Pedrarias), un soldado descontento había remitido escondida la siguiente copla:
mírelo bien por entero,
que allá va el recogedor
Informado así de los padecimientos de los expedicionarios, el gobernador impidió la salida de Almagro con nuevos auxilios y, por el contrario, envió un barco al mando del capitán Juan Tafur para que recogiese a Pizarro y sus acompañantes, que se hallaban en la isla del Gallo.
Ciertamente, el descontento entre los soldados de Pizarro era muy grande, pues llevaban mucho tiempo pasando calamidades. Habían transcurrido dos años y medio de viajes hacia el sur afrontando toda clase de peligros y calamidades, sin conseguir ningún resultado. Pizarro intentó convencer a sus hombres para que siguieran adelante, sin embargo la mayoría de ellos quería desertar y regresar a Panamá. Eran en total 80 los hombres que se hallaban en la isla del Gallo, todos flacos y macilentos, de los cuales 20 ni podían ya mantenerse en pie.
Tafur llegó a la isla del Gallo en agosto de 1527, en medio de la alegría de los hombres de Pizarro, que veían así finalizado sus sufrimientos. Fue en ese momento cuando se produjo la acción épica de Pizarro, de trazar con su espada una raya en las arenas de la isla exhortando a sus hombres a decidir entre seguir o no en la expedición descubridora. Tan solo cruzaron la línea trece hombres. Estos "Trece de la Fama", o los "Trece de la isla del Gallo", fueron:
Sobre la escena que se vivió en la Isla del Gallo, luego que Juan Tafur le trasmitiera a Pizarro la orden del gobernador Pedro de los Ríos, cuenta el historiador José Antonio del Busto:
Pizarro y los Trece de la Fama esperaron cinco meses por los refuerzos, los cuales llegaron de Panamá enviados por Diego de Almagro y Hernando de Luque, al mando de Bartolomé Ruiz (enero de 1528) . El navío encontró a Pizarro y los suyos en la isla Gorgona, (situada más al norte de la isla del Gallo), hambrientos y acosados por los indios. Ese mismo día, Pizarro ordenó zarpar hacia el sur, dejando en la Gorgona a tres de los “Trece” que se hallaban enfermos: Cristóbal de Peralta, Gonzalo Martín de Trujillo y Martín de Paz. Estos quedaron al cuidado de unos indios de servicio.
El tesón indoblegable de Pizarro daría sus frutos. Los expedicionarios llegaron hasta las playas de Tumbes (extremo norte del actual Perú), la primera ciudad incaica que divisaban. Allí, un orejón o noble inca se les acercó en una balsa, siendo recibido cortésmente por Pizarro. El noble invitó a Pizarro a que desembarcase para que visitara a Chilimasa, el cacique tallán de la ciudad de Tumbes, que era tributario del Imperio Inca. Pizarro ordenó a Alonso de Molina que desembarcara con un esclavo negro y llevara como obsequios para el cacique un par de puercos y unas gallinas, todo lo cual causó gran impresión entre los indígenas. Luego fue enviado el griego Pedro de Candía, para que con su arcabuz demostrara a los indios el poder de las armas españolas. Los indios acogieron hospitalariamente a Candía, dejándole que visitara los principales edificios de la ciudad: el Templo del Sol, el Acllahuasi o casa de las escogidas y la Pucara o fortaleza, donde el griego apreció los ricos ornamentos de oro y plata. Luego, sobre un paño Candía trazó el plano de la ciudad, y posteriormente escribió una relación, hoy perdida. De vuelta donde sus compañeros, relató su experiencia, afirmando que Tumbes era una gran ciudad construida a base de piedra, todo lo cual causó asombro y alentó más a continuar en la empresa conquistadora.
Pizarro ordenó continuar la exploración más hacia el sur, recorriendo las costas de los actuales departamentos peruanos de Piura, Lambayeque y La Libertad, hasta la desembocadura del río Santa (13 de mayo de 1528). En algún punto de la costa piurana (posiblemente en Sechura), se entrevistó con la cacica lugareña, de la etnia de los tallanes, a la que los españoles dieron el nombre de Capullana, por la forma de su vestido. Durante el banquete con el que le agasajó la Capullana, Pizarro aprovechó para tomar posesión del lugar a nombre de la Corona de Castilla. Se dice que uno de los Trece de la Fama, Pedro de Halcón, se enamoró locamente de la Capullana y quiso quedarse en tierra, pero sus compañeros lo subieron a la fuerza al navío y zarparon todos.
Ya en viaje de retorno a Panamá, Pizarro recaló nuevamente en Tumbes, donde el soldado Alonso de Molina obtuvo permiso para quedarse entre los indios, confiado en las muestras de hospitalidad que daban estos.
Ya anteriormente, otros españoles habían optado también por quedarse entre los indios: Bocanegra, que desertó en algún punto de la costa del actual departamento de La Libertad; y Ginés, que se quedó en Paita (costa de Piura). Los tres españoles, Molina, Bocanegra y Ginés, se reunieron probablemente en Tumbes, con la idea de reunirse con Pizarro cuando este regresase en su tercer viaje.Pizarro continuó su viaje de retorno a Panamá; al pasar por la isla Gorgona, recogió a los tres expedicionarios que había dejado recuperándose de sus males, pero se enteró de que uno de ellos, Gonzalo Martín de Trujillo, había fallecido.
Arribó finalmente a Panamá, con la seguridad de haber descubierto un opulento imperio, cuya riqueza y alta civilización lo atestiguaban los mismos nobles indígenas, que iban vestidos con primorosos y coloridos ropajes, y que llevaban adornos de oro y plata labrados con exquisita técnica.Ante la negativa del gobernador De los Ríos de otorgar permiso para un nuevo viaje, los socios Pizarro, Almagro y Luque acordaron gestionar este permiso ante la misma corte. De mutuo acuerdo designaron a Pizarro como el procurador o mensajero que expusiera la petición directamente al rey Carlos I de España. Esa elección, entre otras razones, se debió a que, pese a ser iletrado, Pizarro tenía porte y fluidez de palabra. Almagro no quiso acompañar a Pizarro, ya que creía que su falta de modales y el hecho de ser tuerto podrían de alguna manera afectar negativamente al éxito de las negociaciones, decisión de la que se arrepentiría posteriormente, ya que Pizarro lograría grandes ventajas para sí mismo, en desmedro de sus socios, pese a que antes de partir prometió velar por los intereses de cada uno de ellos.
Pizarro salió de Panamá en septiembre de 1528, cruzó el istmo y llegó a Nombre de Dios, en donde se embarcó rumbo a España, haciendo una escala en Santo Domingo (isla de La Española). Le acompañaban el griego Pedro de Candía y el vasco Domingo de Soraluce, así como algunos indígenas tallanes de Tumbes (entre ellos el intérprete Felipillo); llevaba también consigo camélidos sudamericanos, primorosos tejidos de lana, objetos de oro y plata y otras cosas que había recogido en sus viajes, para mostrarlas al soberano español, como pruebas del descubrimiento de un gran imperio.
Después de una travesía sin contratiempos, Pizarro desembarcó en San Lúcar de Barrameda y arribó a Sevilla en marzo de 1529. No bien desembarcó, fue apresado por una demanda de deudas que le entabló el bachiller Martín Fernández de Enciso, por un asunto que se remontaba a los primeros trabajos de Pizarro en Tierra Firme. Sin embargo, el rey Carlos I ordenó que lo pusieran inmediatamente en libertad.
Pizarro, junto con sus acompañantes, partió hacia Toledo para entrevistarse con el monarca. Allí se encontró con su pariente, el conquistador Hernán Cortés, ya prestigiado por la conquista de México y próximo a recibir su título de Marqués del Valle de Oaxaca, quien se dice que lo ayudó a vincularse con la Corte. Pizarro fue recibido por Carlos I en Toledo, pero este monarca, que estaba a punto de partir a Italia, dejó el asunto en manos del Consejo de Indias.
Fue así como Francisco Pizarro terminó negociando con el Consejo de Indias, presidido entonces por el conde de Osorno, García Fernández Manrique. Tanto Pizarro como el griego Candía expusieron ante los consejeros sus razones para que el rey diera la autorización para la conquista y población de la provincia del Perú; Candía exhibió su paño donde había dibujado el plano de la ciudad de Tumbes.
Terminada la larga negociación, los consejeros redactaron las cláusulas del contrato entre la Corona y Pizarro, que la historia conoce como la Capitulación de Toledo. Ante la ausencia del rey Carlos I, la reina consorte Isabel de Portugal firmó el documento el 26 de julio de 1529. Estos fueron los principales acuerdos de esta Capitulación:
Como se puede ver, el gran beneficiado por esta Capitulación fue Francisco Pizarro, en desmedro de sus socios Almagro y Luque. En el caso de Almagro, Pizarro arguyó en su defensa que fue el rey en persona quien se opuso a que el mando se dividiera entre ambos socios;
fue así que Pizarro concentró en su persona los títulos de Gobernador, Capitán General, Alguacil Mayor y Adelantado, mientras que a Almagro solo se le dio la gobernación de Tumbes.Pizarro aprovechó su estancia en la península ibérica para visitar Trujillo, su ciudad natal, donde se reunió con sus hermanos Gonzalo, Hernando y Juan, a quienes convenció para que se sumaran a la empresa conquistadora. Con ellos preparó su tercer y definitivo viaje por la conquista del Perú. Reunió cuatro naves: tres galeones y una zabra destinada a capitana, pero le fue difícil reunir los 150 hombres que le exigía una de las cláusulas de la capitulación. Sin embargo, Pizarro logró burlar los controles de las autoridades y el 26 de enero de 1530, último día de plazo, se adelantó a bordo de la capitana, zarpando de Sanlúcar. Los otros navíos, al mando de su hermano Hernando, le siguieron después, convenciendo al factor (inspector) de la Casa Contratación de Sevilla que llevaban más de 150 hombres. En realidad llevaban menos de esa cantidad.
Tras un viaje sin contratiempos, Pizarro arribó a Nombre de Dios, donde se encontró con su socio Almagro que, como era de esperarse, recibió con desagrado la noticia de las pocas prerrogativas conseguidas para él en la capitulación, en comparación a los títulos y poderes otorgados a Pizarro. A este disgusto se sumó la actitud prepotente de Hernando Pizarro, el más temperamental de los hermanos Pizarro. Almagro pensó incluso a separarse de la sociedad, pero Luque logró, una vez más, reconciliar a los dos socios.
De Nombre de Dios, los tres socios y sus hombres pasaron a la ciudad de Panamá. Empezaron los preparativos. Durante ocho meses, de abril a diciembre de 1530, los soldados reclutados realizaron su adiestramiento militar.
Pizarro logró reunir tres naves a las que proveyó con todo lo necesario para realizar la “entrada” definitiva al Perú. El 28 de diciembre de 1530 los expedicionarios oyeron misa en la iglesia de La Merced de Panamá.
Eran 180 de a pie y 37 de a caballo (datos de Jerez). Estaban ya listos para embarcarse, pero tuvieron que esperar unos días más para dar cumplimiento a las disposiciones que exigía que la expedición llevara oficiales reales. Pizarro partió finalmente de Panamá el 20 de enero de 1531, con dos navíos, dejando el otro barco en el puerto al mando del capitán Cristóbal de Mena, con el encargo de seguirle después. Como en anteriores ocasiones, Almagro se quedó en Panamá para proveer de todo lo necesario para la expedición. Después de 13 días de navegación (dato de Jerez), Pizarro llegó a la bahía de San Mateo, donde decidió avanzar por tierra. Los expedicionarios caminaron bajo las inclemencias del clima tropical, la creciente de los ríos, el hambre y las enfermedades tropicales. Encontraron algunos pueblos indios abandonados, y en uno de ellos, Coaque, permanecieron varios meses, hallando oro, plata y esmeraldas, en algunas cantidades apreciables. Pizarro despachó a los tres navíos con dichas riquezas para que sirvieran de aliciente a los españoles: dos de ellos rumbo a Panamá y uno a Nicaragua. La táctica hizo efecto: los navíos regresaron de Panamá con treinta infantes y veintiséis jinetes, mientras que en Nicaragua el capitán Hernando de Soto, entusiasmado al ver las muestras de oro, empezó a reclutar gente para partir rumbo al Perú. El botín hallado en Coaque fue, pues, el comienzo de la tentación por llegar al Perú.
En Coaque, muchos de los soldados de Pizarro enfermaron de un extraño mal que denominaron bubas, por los tumores que les brotaban en la piel, mal que cobró algunas víctimas.
Pizarro partió de Coaque en octubre de 1531. Siguiendo al sur, empezó a recorrer la actual costa de Ecuador. Pasó el cabo de Pasao o Pasado, habitada por indios belicosos y caníbales. Recorrió luego la bahía de Caráquez, donde embarcaron a toda la gente enferma, continuado el resto por tierra. A toda esa región los cronistas llaman Puerto Viejo o Portoviejo. Pasaron luego por Tocagua, Charapotó y Mataglan; en esta última se encontraron con Sebastián de Benalcázar, venido de Nicaragua y que estaba al mando de 30 hombres bien armados, con doce cabalgaduras, todos los cuales se sumaron a la expedición de Pizarro (noviembre de 1531).
Pasaron después por Picuaza, Marchan, Manta, la Punta de Santa Elena, Odón, hasta la entrada del golfo de Guayaquil. El hambre y la sed siguieron castigando a los expedicionarios, pero se hallaban ya cerca de las puertas del imperio incaico.
Pasando por el golfo de Guayaquil, Pizarro y sus expedicionarios avistaron la gran isla de Puná, separada de tierra firme por un delgado brazo de mar, llamado «el paso de Huayna Cápac». El curaca o cacique de la isla, llamado Tumbalá, invitó a los españoles a que cruzaran el paso y visitaran sus dominios. Pizarro aceptó, pese al peligro de una emboscada, pues planeaba usar la isla como cabeza de puente para el desembarco en Tumbes.
En Puná, Pizarro se enteró del violento fin que tuvo Alonso de Molina y otros soldados españoles que se habían quedado entre los indios en el curso de su segundo viaje. Se dice que los españoles hallaron en la isla un lugar que tenía una cruz alta y una casa con un crucifijo pintado en una puerta y una campanilla colgada y que luego salieron de dicha casa más de treinta chiquillos de ambos sexos, diciendo en coro «Loado sea Jesucristo, Molina, Molina». Los indios contaron entonces que Molina había llegado a Puná huyendo de los tumbesinos y que se había dedicado a adoctrinar a los niños en la fe cristiana: luego, los isleños lo convirtieron en su caudillo durante la guerra librada contra los chonos, peleando en varios combates, hasta que, en cierta ocasión, hallándose de pesca a bordo de una balsa, fue sorprendido y ultimado por los chonos.
Tumbalá entró en tratos con Pizarro, ofreciéndole su ayuda en su proyectado avance hacia Tumbes.
Y es que entre Puná y Tumbes existía una continua guerra; incluso, en la isla había unos 600 prisioneros tumbesinos, esclavizados por los puneños. Los españoles recibieron regalos e instrumentos musicales por parte de Tumbalá, como símbolo de la alianza.Llegó por entonces a Puná el curaca Chilimasa de Tumbes, que se entrevistó secretamente con Pizarro; este hizo que Chilimasa y Tumbalá se amistaran e hicieran las paces. Lo que ignoraba el español era que ambos curacas ya no peleaban entre sí, sino que se hallaban sometidos a la voluntad del inca Atahualpa, a través de un noble quechua que ejercía como gobernador de Tumbes y Puná. Ambos guardaban también un secreto plan para exterminar a los españoles, siguiendo las directivas del inca.
Tumbalá se preparaba para realizar el exterminio de los españoles, cuando Felipillo, el intérprete de los españoles (uno de los muchachos recogidos de la balsa tumbesina por Ruiz), se enteró de aquel plan y lo puso al tanto de Pizarro, que ordenó entonces apresar a Tumbalá. En plena lucha entre indios y españoles, arribó a Puná el capitán Hernando de Soto, procedente de Nicaragua, posiblemente a fines de 1531. Soto trajo consigo un centenar de hombres, entre ellos 25 jinetes, refuerzo significativo que decidió el triunfo español sobre los indios.
Pizarro, para ganarse el apoyo de los tumbesinos, les entregó a algunos de los jefes de Puná que habían sido tomados prisioneros y puso en libertad a los seiscientos tumbesinos esclavizados que se hallaban en la isla. Como señal de agradecimiento, Chilimasa aceptó prestar sus balsas para que los españoles pudieran trasladar en ellas sus fardajes. Pero detrás de esas muestras de amistad, Chilimasa mantenía su plan secreto de exterminar a los españoles, siguiendo las directiva que le había dado Atahualpa.
Pizarro permaneció en Puná hasta abril de 1532, cuando emprendió el avance hacia la costa tumbesina.
La navegación de los españoles hacia Tumbes duró tres días. Estando todavía en alta mar, Pizarro ordenó que se adelantaran las cuatro balsas que Chilimasa le había cedido para transportar los equipajes, en las cuales iban tripulantes indios y tres españoles en cada una de ellas. Fue entonces cuando los indios procedieron a realizar la estratagema destinada a exterminar a los españoles. La primera balsa que llegó a tierra fue rodeada por los indios y los tres españoles que en ella iban fueron atacados y arrastrados hasta un bosquecillo, donde fueron descuartizados y echados sus pedazos en grandes ollas con agua hirviente. La misma suerte iban a correr otros dos españoles que llegaban en la segunda balsa, pero los voces de auxilio gritadas a tiempo hicieron efecto, ya que Hernando Pizarro, con un grupo de españoles a caballo, arremetió contra los indios. Muchos de estos murieron a manos de los españoles y otros huyeron a los bosques.
Los españoles, que no entendían el motivo de la belicosidad de los tumbesinos, a quienes habían considerado como aliados, encontraron a la ciudad de Tumbes completamente arrasada y comprobaron que no era una gran ciudad de piedra, como había informado el griego Candía, sino de adobes, lo que desilusionó a no pocos.tumbesinos levantados durante toda la noche y en la mañana: cayeron sobre sus campamentos, sorprendiéndolos y matándolos. Al día siguiente continuó la persecución. El cacique Chilimasa con las debidas garantías para su vida, se presentó ante Hernando de Soto, quien lo llevó ante Pizarro. Interrogado por la razón de su rebeldía, Chilimasa se limitó a negar todo y acusó a sus jefes principales de haber tramado la conjura contra los españoles. Pizarro le pidió que entregara a esos jefes, pero Chilimasa dijo que eso estaba ya fuera de su alcance, pues aquellos ya habían fugado de la comarca. Superado el incidente, Chilimasa se amistó de nuevo con los españoles y no volvió a traicionarlos.
Hernando de Soto con su tropa persiguió a losCon los datos proporcionados por los cronistas españoles, se puede reconstruir el contexto en que ocurrió la destrucción de Tumbes, tal como la hallaron los españoles: este poblado había sido arrasado por orden del inca Atahualpa, en castigo por haber apoyado a Huáscar, en plena guerra civil incaica. Es posible también que una epidemia diezmara a sus pobladores, tal vez la viruela traída por los españoles, la misma que acabara con la vida del inca Huayna Cápac. Los tumbesinos fueron obligados a rendir vasallaje a Atahualpa, quien ordenó a su curaca Chilimasa realizar una comisión especial, para demostrar su lealtad: ganarse la confianza de los españoles, para luego, una vez en pleno desembarco, matarlos a todos. Sin embargo, parece ser que quien llevó a cabo el plan fue el capitán incaico dejado en Tumbes por el mismo Atahualpa, con el apoyo de algunos jefes de Chilimasa, mientras que este se mantuvo al margen. De todos modos, el plan fracasó.
Fue en Tumbes donde Pizarro se enteró de la existencia de la ciudad del Cusco, a través de una conversación que sostuvo con un indio tumbesino, según se relata en la crónica de Pedro Pizarro:
Se informó también sobre la existencia de valles más fértiles. Todos estos informes entusiasmaron a Pizarro, quien quedó muy alentado para continuar con la conquista.
Cabe contar también que hubo un conato de rebelión entre los españoles, específicamente en la persona de Hernando de Soto. Este, durante la correría que hizo al interior persiguiendo a los tumbesinos rebeldes, quedó maravillado al ver el majestuoso camino inca (el Cápac Ñan) que iba hacia el norte, a la provincia de Quito. Quiso entonces Soto, que comandaba una nutrida hueste, independizarse de Pizarro y dirigir por su cuenta una expedición a ese territorio, pero varios de sus hombres no quisieron seguirle, y algunos fueron a contarle a Pizarro, por lo que el motín debió frustrarse. Pizarro hizo como que no se enteró, pero a partir de entonces vigiló rigurosamente a Soto.
El 16 de mayo de 1532 Pizarro abandonó Tumbes, donde dejó una guarnición española al mando de los oficiales reales.
Las huestes de Pizarro, que sumaban unos 200 hombres, avanzaron con dirección a Poechos, divididos en dos grupos. La vanguardia estaba al mando del mismo Francisco Pizarro, acompañado por Hernando de Soto. La retaguardia, que constituía el grueso de las tropas, y que estaba al mando de Hernando Pizarro, salió de Tumbes poco después, avanzando lentamente porque en sus filas había enfermos.
El 25 de mayo de 1532 los españoles llegaron a Poechos,
que era una localidad habitada por indios tallanes y gobernaba por el curaca Maizavilca, un indio rechoncho y muy astuto. Este recibió cordialmente a los españoles y para ganarse más la voluntad de Pizarro, le regaló a su sobrino, un muchacho que fue bautizado como Martinillo y que se convirtió en intérprete. Poco después, llegó a Poechos la retaguardia de conquistadores que venía con Hernando Pizarro. Francisco Pizarro mandó a sus hombres a explorar la región: a Juan Pizarro y a Sebastián de Benalcázar envió a las provincias adyacentes a Poechos; y a Hernando de Soto le comisionó recorrer las márgenes del río Chira. Soto halló poblaciones numerosas, con curacas o caciques muy revoltosos, a los cuales capturó y llevó a Poechos, donde fueron obligados a jurar vasallaje al rey de España.
Fue en Poechos donde los españoles supieron de la existencia de un gran monarca que dominaba todo un vasto imperio, el inca Atahualpa, el cual se estaba desplazando de Quito a Cajamarca. Además, tuvieron detalles de la guerra que aquel rey sostuvo con su hermano Huáscar, el cual, tras ser derrotado, se hallaba cautivo. Preocupado por la guarnición dejada en Tumbes, Francisco comisionó a Hernando Pizarro a que volviera allá y trajera consigo a todos sus hombres.
Hernando Pizarro regresó por tierra, pero algunos españoles lo hicieron por mar. Por entonces se habían levantado los curacas de la Chira y de Amotape, obligando a los españoles de Hernando Pizarro, a atrincherarse en la huaca Chira y enviar un mensaje a Francisco Pizarro en demanda de ayuda. Este, al mando de 50 jinetes, se dirigió a auxiliar a sus compañeros de armas, logrando salvarlos. Pizarro castigó severamente a los curacas: luego de someterlos a tormento para que confesaran su conjura, trece de ellos fueron estrangulados y quemados sus cuerpos, según lo cuenta Pedro Pizarro en su crónica.
Enterado Maizavilca que Pizarro planeaba fundar una ciudad de cristianos cerca de su territorio, se incomodó y se puso de acuerdo con los demás curacas tallanes sobre la manera de deshacerse de los españoles. Enviaron mensajeros al inca Atahualpa, que se encontraba entonces en Huamachuco celebrando su triunfo sobre Huáscar, para informarle de la presencia en Tumbes y Piura de gente extraña, de tez blanca y con barba, salidos del mar, que según ellos podían ser los dioses viracochas, aludiendo a una antigua leyenda que vaticinaba la llegada de seres divinos con esas características. Querían de esa manera que el inca se interesara y que invitara a los españoles a su encuentro.
En efecto, Atahualpa se interesó en el asunto y envió un espía a Poechos. Pedro Pizarro, que había quedado con Hernando Pizarro en Poechos, describe al espía como un orejón o noble inca, al que llama Apo (que en realidad es un título, que significa “señor”). Cristóbal de Mena lo llama simplemente “capitán del Inca” y Juan de Betanzos afirma que se llamaba Ciquinchara y que era un orejón natural de Jaquijahuana.
Disfrazado de un rústico vendedor de pacaes, Ciquinchara se adentró en el campamento de los españoles sin levantar sospechas. Pero Hernando Pizarro, maliciando de su presencia, lo empujó y le dio de puntapiés, armándose entonces un alboroto entre los indígenas, lo que aprovechó Ciquinchara para escabullirse e ir donde el Inca, a quien dio un informe. Particularmente, llamaron la atención del orejón tres españoles: el domador de caballos, el barbero que con su arte “rejuvenecía a los viejos” y el herrero que forjaba espadas. El orejón opinó ante Atahualpa, que cuando se procediese a exterminar a los españoles, se conservaran a estos tres, pues serían de gran utilidad para los incas.
Luego de apaciguar a Chira, Pizarro se dirigió a Tangarará o Tangarala, a orillas del río Chira, en donde se propuso fundar una villa. Se encomendó la exploración de la región al fraile dominico Vicente de Valverde.
La villa de San Miguel de Tangarará, fue fundada el 15 de agosto de 1532 (según el cálculo hecho por el historiador José Antonio del Busto). Se eligió ese lugar pues era muy fértil y se hallaba regularmente poblada de indios; estaba a la margen derecha del río Chira, a unas 6 leguas de un lugar llamado Amotape y a 40 km del mar. Luego de la ceremonia se inscribieron como vecinos 46 conquistadores. Como su teniente de gobernador fue nombrado el contador Antonio Navarro y como alcaldes ordinarios al asturiano Gonzalo Farfán de los Godos y al castellano Blas de Atienza. Francisco Pizarro hizo el primer reparto de tierras y siervos indios entre los españoles que quisieron afincarse en la villa. Este primer reparto incluyó además de Piura, Tumbes, el más codiciado repartimiento, que le fue concedido a Hernando de Soto.
San Miguel de Tangarará, actual ciudad de Piura, fue la primera ciudad española fundada en el Perú y en todo el hemisferio sur. Tiempo después, en 1588, su sede fue trasladada a donde se halla actualmente, en Tacalá, en el valle del río Piura.
Los españoles siguieron recibiendo noticias sobre la riqueza y la inmensidad del imperio incaico. Así, supieron de la existencia, más al sur, en la costa, de Chincha, gran emporio comercial, marítimo y terrestre; y de la fabulosa ciudad del Cuzco, que se hallaba más adentro, en la sierra, capital del imperio. Sabían también que el inca Atahualpa, luego de vencer a su hermano Huáscar, se hallaba en Cajamarca, a doce o quince jornadas de San Miguel, a donde se llegaba cruzando una inmensa cordillera. El miedo cundió en algunos españoles, que querían regresar a Panamá. Cierto día se halló en la puerta de la iglesia de San Miguel un papel clavado donde estaba escrita una copla contra Pizarro. Se acusó de ser su autor a Juan de la Torre, uno de los trece de la fama, quien, sometido a tortura, confesó su responsabilidad, siendo condenado a muerte. Pero Pizarro le conmutó la pena y lo desterró, siendo embarcado en un navío mercante. Algunos años después se comprobó su inocencia y retornó al Perú.
Luego de dictar una serie de disposiciones y de reforzar su retaguardia, Pizarro emprendió la marcha a Cajamarca.
El cronista Jerez dice que Pizarro salió de San Miguel el 24 de septiembre de 1532. Pizarro cruzó el río Chira y luego de tres días de marcha, llegó al fértil valle del río Piura, donde se detuvo diez días. Descontando algunos que regresaron a San Miguel (a solicitud del teniente de gobernador de esa villa), la hueste de Pizarro quedó conformada por 62 jinetes y 102 infantes.
Pizarro partió de Piura el 8 de octubre de 1532. Ese mismo día envió una avanzada de 50 a 60 soldados, al mando de Hernando de Soto, hacia el pueblo de Caxas o Cajas (actualmente desaparecido), donde se decía que estaba el ejército de Atahualpa; de paso, Soto debía conseguir el vasallaje de los nativos.acllahuasi con más de 500 acllas o vírgenes del Sol, que Soto repartió entre sus hombres. Fue entonces cuando apareció Ciquinchara, el espía inca enviado a Poechos, quien recriminó a Soto por su osadía; luego se presentó como embajador de Atahualpa, con la misión de ir a invitar a Pizarro para que fuese al encuentro con el inca. Ciquinchara llevaba unos curiosos presentes para Pizarro: unos patos desollados y unas fortalecillas de piedra.
Soto llegó a Caxas el 10 de octubre, encontrando el poblado destruido y casi despoblado, enterándose que todo ello era obra de los atahualpistas, que castigaron así al curaca del pueblo por ser huascarista. No obstante, los españoles hallaron depósitos de alimentos y ropas, y unSoto partió de Caxas el 13 de octubre, acompañado de Ciquinchara, y llegó a Huacabamba, un pueblo con mejores edificios y una fortaleza de piedra bien labrada. Por allí pasaba el camino del Inca o Cápac Ñan, que causó asombro a los españoles por su grandeza y su buena fábrica, enterándose que unía Quito con el Cuzco a lo largo de 300 leguas.
Mientras tanto, Pizarro llegó al pueblo de Pavur, en la orilla derecha del río Piura. Luego, pasando a la margen opuesta, el 10 de octubre llegó al pueblo o fortaleza de Zarán o Serrán, donde acampó para esperar a Soto, quien llegó el 16 de octubre.
Ciquinchara se entrevistó con Pizarro para hacerle saber que el Inca «tiene la voluntad de ser su amigo, y esperalle en paz en Caxamarca». Luego de esto el embajador retornó donde Atahualpa llevando consigo unos regalos que enviaba con él Francisco Pizarro (una camisa blanca y muy fina, cuchillos, tijeras, peines y espejos de España) y para informarle que el jefe español «se apresuraría en llegar a Caxamarca y ser amigo del Inca». Tras descansar ocho días en Serrán, Pizarro partió el 19 de octubre de 1532, continuando su marcha hacia Cajamarca. Pasó por los pueblos de Copis, Motupe, Jayanca y Túcume, en tierra de los lambayeque. El 30 de octubre llegó al pueblo de Cinto, cuyo curaca informó a Pizarro de que Atahualpa había estado en Huamachuco y de que se dirigía a Cajamarca con cincuenta mil hombres de guerra. Desde Cinto, Pizarro envió a un jefe tallán, de nombre Guachapuro, como su mensajero para hablar con Atahualpa, con algunos presentes (una copa de cristal de Venecia, borceguíes, camisas de Holanda, cuenta de vidrio y perlas).Chiclayo.
Cinto, unida posteriormente a Collique, sería el origen de la ciudad deEl 4 de noviembre Pizarro prosiguió su marcha, pasando por Reque, Mocupe y Saña, esta última una población grande y con mucha comida, al pie de la sierra. Chincha y el otro a Cajamarca. Algunos españoles opinaban que sería mejor ir a Chincha y postergar el enfrentamiento con Atahualpa. Sin embargo, Pizarro decidió continuar hacia Cajamarca, aduciendo que ya el Inca sabía que había partido de San Miguel y que iba a su encuentro, habiéndole incluso enviado mensajes en ese sentido; cambiar la ruta haría creer a Atahualpa de que los españoles rehuían por cobardía. Asimismo, Pizarro quería capturar al principal líder indígena, siguiendo las recomendaciones de Hernán Cortés: "lo primero que hay que hacer es apoderarse del jefe, lo consideran como su dios y tienen poder absoluto. Con ello, los demás no saben qué hacer". Él mismo ya lo había experimentado en Coaque, la Puná y Túmbes, y sabía que apresando un curaca y teniéndolo como rehén se ganaba mucho. En cambio, suelto, el curaca se convertía en enemigo peligroso.
Allí los españoles encontraron una bifurcación del camino. Uno de ellos llevaba aEl 8 de noviembre de 1532, los españoles empezaron a subir la cordillera.
Pizarro decidió dividir su ejército en dos grupos: la vanguardia con él y cuarenta de a caballo y sesenta de a pie. El resto, al mando de Hernando Pizarro, formaría la retaguardia y se uniría a Pizarro cuando él lo indicase. Luego de un día de marcha, Pizarro mandó decir a su hermano Hernando que se le uniese para continuar el viaje juntos. El 9 de noviembre de 1532 Pizarro acampó en medio del frío de la sierra, donde recibió una embajada de Atahualpa, con diez llamas que el Inca había enviado como regalo y avisándole que este se hallaba hacía cinco días en Cajamarca. El 10 de diciembre Pizarro prosiguió su camino y acampó en un lugar que podría ser la actual población de Pallaques.
Aquí recibió otra embajada del Inca, encabezada nuevamente por Ciquinchara, que traía otro obsequio de diez llamas, y ratificaba los informes de la anterior embajada, en el sentido de que Atahualpa se hallaba en Cajamarca, donde esperaba en son de paz a los españoles. Ciquinchara acompañó a Pizarro durante todo el camino a Cajamarca. Pizarro continuó el viaje, llegando el 11 de noviembre a un lugar que posiblemente es la actual Llapa, donde descansó todo el día 12. El camino era muy fatigoso, por ser muy áspero, lleno de riscales y abismos.
El 13 de noviembre de 1532 regresó Guachapuro, el mensajero tallán que enviara Pizarro ante Atahualpa. Cuenta Jerez que Guachapuro, viendo al embajador del Inca (Ciquinchara), arremetió contra él y lo cogió de las orejas, siendo separado por Pizarro, que le preguntó la razón de su agresión. Guachapuro dio las siguientes explicaciones: que el enviado del Inca era un mentiroso, que Atahualpa no estaba en Cajamarca sino en el campo (Baños del Inca) y tenía mucha gente de guerra acampadas en innumerables tiendas; que a él lo habían querido matar, pero se había salvado porque amenazó con que los embajadores de Atahualpa serían ajusticiados por Pizarro; que no permitieron que hablara directamente con el Inca, porque estaba ayunando, y se entrevistó, por fin, con un tío de Atahualpa, quien le requirió por los cristianos, siendo esta su respuesta:
Por su parte, Ciquinchara, un tanto asombrado de escuchar que un indio tallán hablara con tanto atrevimiento, replicó así: que si Atahualpa no estaba en Cajamarca era porque sus casas habían sido reservadas para aposentar a los cristianos; que Atahualpa se hallaba en el campo porque esa era su costumbre desde que estaba en guerra con Huáscar; que cuando el Inca ayunaba no dejaban que hablara con nadie más sino con su padre el Sol. Muy diplomáticamente, Pizarro, zanjó la discusión, dando a entender que no tenía por qué dudar de la intención pacífica de Atahualpa.
Los españoles continuaron su camino. El 14 de noviembre, descansaron en Zavana, A falta de un solo día para llegar a Cajamarca. En Zavana recibieron otra embajada de Atahualpa, con comida.
Estando a solo una legua de Cajamarca, «toda la gente y caballos se armaron, y el Gobernador los puso en concierto para la entrada del pueblo, e hizo tres haces de los españoles de pie y de caballo».Los españoles divisaron Cajamarca desde las alturas de Shicuana, al noreste del valle. Era el mediodía del viernes 15 de noviembre de 1532. Habían caminado 53 días desde San Miguel de Tangarará.
El Inca Garcilaso de la Vega y Miguel de Estete aseguran que los españoles encontraron en Cajamarca «gente popular y algunos de la gente de guerra» de Atahualpa. Además, que fueron bien recibidos. Otros cronistas, como Jerez, aseguran que los españoles no encontraron gente en el poblado. Antonio de Herrera y Tordesillas dice que «sólo se veían en un extremo de la plaza unas mujeres que lloraban la suerte que el destino reservaba a los españoles que habían provocado la cólera del emperador indio»
Cuando Pizarro entró en Cajamarca, Atahualpa se encontraba a media legua de la ciudad, en Pultumarca o los Baños del Inca, donde había asentado su real, «con cuarenta mil indios de guerra», como cuenta Pedro Pizarro. Este campamento, conformado por extensas hileras de tiendas blancas, con miles de guerreros y servidores incas, apostados en la falda de una sierra, debió ofrecer una vista sorprendente a los conquistadores. El cronista soldado Miguel de Estete, testigo de los hechos, relata así sus impresiones:
Entrados en Cajamarca, Francisco Pizarro envió a Hernando de Soto con veinte jinetes y el intérprete Felipillo, como embajada para decirle a Atahualpa «que él venía de parte de Dios y del Rey a los predicar y tenerlos por amigos, y otras cosas de paz y amistad, y que se viniese a ver con él.» Soto se hallaba ya a medio camino, cuando Pizarro, viendo desde lo alto de una de las “torres” de Cajamarca el impresionante campamento del Inca, temió que sus hombres pudieran sufrir una emboscada y envió a su hermano Hernando Pizarro con otros veinte encabalgados más y el intérprete Martinillo.
Tras cruzar el campamento inca, Soto primero, y luego Hernando Pizarro, llegaron ante el palacete del Inca, situada en medio de un pradillo, custodiado por unos 400 guerreros incas. A través de los intérpretes, los españoles inquirieron la presencia del Inca, pero este demoró en salir, a tal punto que inquietó a Hernando, quien ofuscado, ordenó a Martinillo: «¡Decidle al perro que salga...!»
Tras el exabrupto de Hernando Pizarro, un orejón o noble inca salió del palacete a observar la situación y luego tornó al interior, informando a Atahualpa que se hallaba afuera el mismo español irascible que lo había golpeado en Poechos, sede del curacazgo de Maizavilca. En efecto, dicho orejón era Ciquinchara, el espía que había sido enviado por el Inca para que observara a los españoles, cuando estos todavía se hallaban en Poechos (en el actual departamento de Piura), ocasión en la que sufrió la ira de Hernando Pizarro. Atahualpa se animó entonces a salir, caminando hacia la puerta del palacete y procediendo a sentarse sobre un banco colorado, siempre tras una cortina que únicamente dejaba ver su silueta.
De inmediato, Soto se acercó a la cortina, aún encabalgado, y le presentó la invitación a Atahualpa, aunque éste ni siquiera lo miró. Más bien, se dirigió a uno de sus orejones y le susurró algunas cosas. Hernando Pizarro, muy irascible, perdió nuevamente los papeles y comenzó a vociferar una serie de cosas que acabaron por llamar la atención del Inca, que ordenó que le retirasen la cortina. Por primera vez, los españoles podían ver al señor del Tahuantinsuyo y los describieron como un indio de unos 35 años, de cabellos largos y mirada feroz, vestido con un traje multicolor, en cuya cabeza relucía una borla de rojo encarnado, la mascapaicha.
Atahualpa miró muy particularmente al osado que lo había llamado «perro», pero se dirigió a Soto, diciéndole que avisara a su jefe que al día siguiente iría a verlo en Cajamarca y que ahí deberían pagarle todo lo que tomaron durante su estancia en sus tierras.
Hernando Pizarro, sintiéndose desplazado, le dijo a Martinillo que le comunicara al Inca que entre él y el capitán Soto no había diferencia, porque ambos eran capitanes de Su Majestad española. Pero Atahualpa no se inmutó, mientras cogía dos vasos de oro, llenos de chicha o licor de maíz, que le alcanzaron algunas mujeres. Soto le comentó al Inca que su compañero era hermano del Gobernador. El Inca siguió mostrándose indiferente ante Hernando Pizarro, pero finalmente se dirigió a él, diciéndole que su capitán Maizavilca le había informado sobre la manera en que había humillado a varios caciques encadenándolos, y que, de otro lado, el mismo Maizavilca se vanagloriaba de haber matado a tres cristianos y a un caballo; a lo que el impulsivo Hernando contestó que Maizavilca era un bellaco y que él y todos los indios no podrían nunca matar cristianos ni caballos porque eran todos unas gallinas, y que si quería comprobarlo, que él mismo le acompañara en la guerra contra sus enemigos, para que viera cómo se batían los españoles.
Luego, el Inca ofreció a los españoles los vasos de licor, pero aquellos, temerosos de que la bebida estuviera envenenada, se excusaron de tomarla, diciendo que estaban en ayuno. A lo que el Inca replicó diciendo que él también estaba ayunando y que el licor de ningún modo hacía romper el ayuno. Para que se disipara cualquier temor, el Inca probó un sorbo de cada uno de los vasos, lo que tranquilizó a los españoles, que bebieron entonces el licor. Soto, montado en su caballo, quiso enseguida lucirse y comenzó a galopar, haciendo cabriolas ante el Inca; de repente avanzó sobre el monarca como queriendo atropellarle, pero paró en seco. Soto quedó asombrado al ver que el Inca había permanecido inmutable, sin hacer el menor gesto de miedo. Algunos de los servidores del Inca mostraron temor y por ello fueron castigados. Atahualpa ordenó luego traer más bebida y todos bebieron. Finalizó la entrevista con la promesa de Atahualpa de ir al día siguiente a encontrarse con Francisco Pizarro.
El Inca, una vez que se fueron los españoles, ordenó que veinte mil soldados imperiales se apostasen en las afueras de Cajamarca, para capturar a los españoles: estaba seguro que al ver tanta gente, los españoles se rendirían.
La hueste española constaba de 165 hombres de guerra: 63 jinetes, 93 infantes, 4 artilleros, 2 arcabuceros y 2 trompetas.
Además de Pizarro, únicamente Soto y Candía eran soldados de profesión. Contaban además con tres intérpretes indígenas: Felipillo, Francisquillo y Martinillo. Los esclavos negros y nicaraguas venidos con los españoles eran muy pocos y debieron actuar solo como escuderos. No tenían perros de guerra, pues estos se habían quedado en San Miguel. Era inevitable que en la noche del 15 de noviembre de 1532, previa al encuentro con el inca, cundiera el miedo entre la tropa española.México.
Pedro Pizarro dice: «Pues estando así los españoles, fue la noticia a Atahualpa, de indios que tenía espiando, que los españoles estaban metidos en un galpón, llenos de miedo, y que ninguno aparecía por la plaza. Y a la verdad el indio la decía porque yo oí a muchos españoles que sin sentirlo se orinaban de puro temor». Los conquistadores a las órdenes de Pizarro velaron armas durante la noche, Francisco Pizarro sobre la base de los largos relatos que le hacía Hernán Cortés sobre la conquista de los aztecas, tenía en mente capturar al Inca imitando a Cortés enPizarro dispuso que el griego Pedro de Candía se colocase en lo más alto de la fortalecilla o tambo real, en el centro de la plaza, con dos o tres infantes y dos falconetes o cañones pequeños, adjuntándoles además dos trompetas. A los de caballo los dividió en dos fracciones, al mando de Hernando de Soto y de Hernando Pizarro, respectivamente. La infantería también fue dividida en dos fracciones, una al mando de Francisco Pizarro y la otra al mando de Juan Pizarro. Todos debían estar escondidos en los edificios que rodeaban la plaza, esperando la llegada del Inca y hasta escuchar la señal de ataque. Esta sería un arcabuzazo disparado por uno de los que estaban con Pizarro, y el sonoro grito de ¡Santiago!. Si por alguna razón el disparo no fuera oído por Candia, se agitaría un pañuelo blanco como señal para que el griego disparara su falconete e hiciera sonar las trompetas (los trompeteros eran Juan de Segovia y Pedro de Alconchel). La orden era causar estragos entre los indios y capturar al Inca.
Los cronistas fijan las cuatro de la tarde como la hora en que Atahualpa ingresó a la plaza de Cajamarca, pensado que su ejército de 20.000 hombres sería suficiente para que los españoles se retiraran sin luchar, sus hombres no estaban armados. Miguel de Estete dice: «A la hora de las cuatro comienzan a caminar por su calzada delante, derecho a donde nosotros estábamos; y a las cinco o poco más, llegó a la puerta de la ciudad». El Inca comenzó su entrada en Cajamarca, antecedida por su vanguardia de cuatrocientos hombres, ingresó a la plaza con toda su gente, en una «litera muy rica, los cabos de los maderos cubiertos de plata...; la cual traían ochenta señores en hombros; todos vestidos de una librea azul muy rica; y él vestido su persona muy ricamente con su corona en la cabeza y al cuello un collar de esmeraldas grandes; y sentado en la litera en una silla muy pequeña con un cojín muy rico». Por su parte, Jerez señala: «Entre estos venía Atahualpa en una litera aforrada de plumas de papagayos de muchos colores, guarnecida de chapas de oro y plata». Detrás del Inca venían otras dos literas, donde iban dos personajes importantes del Imperio: uno de ellos era el Chinchay Cápac, el gran señor de Chincha, y el otro probablemente era el Chimú Cápac o gran señor de los chimúes (otros dicen que era el señor de Cajamarca). Los guerreros incas que ingresaron al recinto se calcula en número de 6.000 a 7.000 y ocupaban media plaza.
Francisco Pizarro envió ante el Inca al fraile dominico, fray Vicente de Valverde, al soldado Hernando de Aldana y al intérprete Martinillo. Ante el Inca, el fraile Valverde hizo el requerimiento formal a Atahualpa de abrazar la fe católica y someterse al dominio del rey de España, al mismo tiempo que le entregaba un breviario o un Evangelio de la Biblia. El diálogo que siguió es narrado de forma diferente por los testigos. Según algunos cronistas, la reacción del Inca fue de sorpresa, curiosidad, indignación y desdén. Atahualpa abrió y revisó el evangelio minuciosamente. Al no encontrarle significado alguno, lo tiró al suelo, mostrando singular desprecio. La reacción posterior de Atahualpa fue decirle a Valverde que los españoles devolviesen todo lo que habían tomado de sus tierras sin su consentimiento, reclamándoles en especial las ropas que habían tomado de sus almacenes; que nadie tenía autoridad para decirle al Hijo del Sol lo que tenía que hacer y que él haría su voluntad; y finalmente, que los extranjeros «se fuesen por bellacos y ladrones»; en caso contrario los mataría.
Lleno de miedo, el fraile Valverde corrió donde Pizarro, seguido de Aldana y el indio intérprete, al tiempo que gritaba al jefe español: «¡Qué hace vuestra merced, que Atabalipa está hecho un Lucifer!». Luego, Valverde le contó que el “perro” (idólatra) había arrojado el evangelio a tierra, por lo que prometió la absolución a todo aquel que saliera a combatirlo.
A una señal de Francisco Pizarro se puso en marcha lo planificado. Candía disparó su falconete, tocaron las trompetas y salieron los jinetes al mando de Hernando de Soto y de Hernando Pizarro. Los caballos fueron los que causaron más pánico a los indígenas, que no atinaron a defenderse y solo pensaron en huir de la plaza; tal era la desesperación, que formaron pirámides humanas para llegar a lo alto del muro que circundaba la plaza, muriendo muchos asfixiados por la aglomeración. Hasta que finalmente, debido a la tremenda presión, el muro se derrumbó, y por encima de los muertos aplastados, los sobrevivientes huyeron por la campiña. Tras ellos se lanzaron los jinetes españoles, dando alcance y matando a todos los que pudieron.
Mientras tanto, en la plaza de Cajamarca, Francisco Pizarro buscaba el anda del Inca, mientras que Juan Pizarro y los suyos cercaban al Señor de Chincha y lo mataban en su litera.
Los españoles arremetieron especialmente contra los nobles y curacas, que se distinguían por sus libreas (uniformes) con escaques de color morado. «Otros capitanes murieron, que por ser gran número no se hace caso de ellos, porque todos los que venían en guarda de Atahualpa eran grandes señores.» (Jerez). Entre esos capitanes del Inca que cayeron ese día figuraba Ciquinchara, el mismo que había oficiado de embajador ante los españoles durante el trayecto entre Piura y Cajamarca. Igual suerte hubiera corrido Atahualpa, de no ser por la intervención de Francisco Pizarro. Sucedía que los españoles no podían derribar la litera del Inca, a pesar de que mataban a los portadores, pues cuando estos caían, otros cargadores de refresco se apresuraban a reemplazarlos. Así estuvieron forcejeando gran tiempo; un español quiso herir al Inca de un cuchillazo, pero Francisco Pizarro se interpuso a tiempo, gritando que «nadie hiera al indio so pena de la vida... »; se dice que en ese forcejeo, el mismo Pizarro sufrió una herida en la mano. Al fin cayó el anda y el Inca fue capturado, siendo llevado preso a un edificio, llamado Amaru Huasi.
Jerez calcula en 2000 los muertos en Cajamarca, todos nativos, quienes durante la media hora que duró la masacre no se defendieron (muchos murieron aplastados por sus compañeros en el intento de huida), por lo que a dicha carnicería es equivocado llamarla “batalla”.
Tras la victoria en Cajamarca los vencedores se repartieron el botín de guerra en Pultumarca o los Baños del Inca. El soldado cronista Estete dice: «... todas esas cosas de tiendas y ropas de lana y algodón eran en tan gran cantidad que a mi parecer fueran menester muchos navíos en que cupieran». Otro cronista dice: «...el oro y la plata y otras cosas de valor se recogió todo y se llevó a Cajamarca y se puso en poder del Tesorero de Su Majestad.» Jerez nos dice: «el oro y plata en piezas monstruosas y platos grandes y pequeños, y cántaros y ollas o braseros y copones grandes y otras piezas diversas. Atahualpa dijo que todo esto era vajilla de su servicio, y que sus indios que habían huido habían llevado otra mucha cantidad». Fueron los primeros trofeos de importancia que tomaron los españoles.
Los metales preciosos llegaron a sumar ochenta mil pesos en oro y siete mil marcos en plata; también encontraron catorce esmeraldas.
A su vez, Francisco López de Gomara señala que «ningún soldado se enriqueció tanto en tan poco tiempo y sin riesgo» aunque agrega «nunca se jugó de esa manera, pues hubo muchos que perdieron su parte a los dados.»Era tanto el botín, que los españoles, al volver a Cajamarca, decidieron solo llevarse las piezas de oro y plata, dejando todo lo demás. Para tal fin, comenzaron a tomar prisioneros entre los indios, pero, ante su asombro, vieron que estos se ofrecían voluntariamente para realizar la labor de cargueros, llevando a sumar miles. Todos ellos se reunieron en la plaza de Cajamarca; allí, Francisco Pizarro les habló por medio de un intérprete, diciéndoles que el Inca se hallaba vivo, pero que era su prisionero. Luego, viendo que los indios eran pacíficos, ordenó que los liberaran. Sucedía que todos esos indios eran quechuas, partidarios de Huáscar, y por lo tanto, enemigos de Atahualpa, y como tales, se hallaban agradecidos con los españoles, a quienes veían como aliados. De entre ellos Pizarro escogió a los más fuertes para que sirvieran de cargadores; también separó a las indias más jóvenes y bellas, destinadas a ser las sirvientas de los españoles.
Estando en prisión Atahualpa, recibía en visita a los curacas que le traían obsequios, en oro y plata. El Inca se dio cuenta entonces de que esos metales preciosos tenían para los españoles otro valor, diferente, al que él y su pueblo le daban. También se dio cuenta y se convenció que la única forma de salvarse era ofreciéndoles gran cantidad de oro y plata. Y así lo hizo. Le propuso a Francisco Pizarro que le daría, a cambio de su libertad, una sala llena, hasta donde alcanzaba su mano alzada, con diversas piezas de oro: cántaros, ollas, tejuelos, etc.; y dos veces la misma sala llena de objetos de plata. La sala, conocida ahora como el Cuarto del Rescate, medía 22 pies de largo y 17 de ancho (datos de Jerez). Atahualpa prometió que cumpliría en reunir toda esa cantidad de metales preciosos en un plazo de dos meses. Pizarro se apresuró a confirmar la promesa por escrito en un acta ante escribano.
Pizarro comenzó a tomar una serie de providencias; reforzó la seguridad de Cajamarca, con obras civiles, en las cuales trabajaron «muchos indios huascaristas». La vigilancia se hizo permanente, por rondas, de 50 soldados de a caballo, durante el día y gran parte de la noche. Durante las madrugadas, era de 150 de a caballo, amén de los espías, informantes y vigías de pie; indios y españoles.
El primer cargamento de oro ofrecido por Atahualpa llegó del sur y lo trajo un hermano del Inca, «trájole unas hermanas y mujeres de Atahualpa, y trajo muchas vasillas de oro; cántaros y ollas y otras piezas y mucha plata, y dijo que por el camino venía más; que como es tan larga la jornada, cansan los indios que lo traen y no pueden llegar tan aína; que cada día entrará más oro y plata de los que quedan más atrás». «Y así, entran algunos días veinte mil, y otras veces treinta mil, y otras cincuenta, y otras sesenta mil pesos de oro en cántaros y ollas grandes de tres arrobas y de a dos, y cántaros y ollas grandes de plata y otras muchas vasijas». Pizarro iba acumulando esas piezas en uno de los aposentos donde estaba Atahualpa, «hasta que cumpla su promesa».
Sin embargo, los soldados españoles comenzaron a murmurar que, al ritmo que iba la recolección, no se llenarían los cuartos o galpones en el plazo fijado. Al darse cuenta de esos comentarios, Atahualpa propuso a Pizarro que, para agilizar el acarreo del oro y la plata, enviara a sus soldados, tanto al santuario de Pachacámac, que se encontraba a «diez jornadas al sur», como a la ciudad del Cusco, capital del Imperio, lugares que estaban repletos de esas riquezas. Pizarro aceptó la propuesta.
Mientras ocurrían los sucesos de Cajamarca, arribaron al puerto de Manta (actual Ecuador) seis navíos. El 20 de enero de 1533, Pizarro recibió mensajeros enviados desde San Miguel de Tangarará, avisándole de tal arribo. Tres de las naves mayores venían de Panamá, al mando de Diego de Almagro, con 120 hombres. Las otras tres carabelas llegaron de Nicaragua, con 30 hombres más. En total desembarcaron 150 hombres, además de 84 caballos, refuerzo apreciable para la empresa de la conquista. El cacique de Tumbes entró en rebeldía, mas no levantó a su gente.
Se iniciaba una nueva etapa de la conquista, que fue más de consolidación del triunfo que habían tenido en la plaza de Cajamarca y de reparto del primer botín de guerra. A Francisco Pizarro debió preocuparle no sólo la presión de sus hombres para el reparto del oro y la plata, sino la presión que debían estar recibiendo sus socios en Panamá y Nicaragua para el pago de los fletes y demás pertrechos, para demostrar el éxito de su empresa y poder así reclutar más gente para la empresa, gente que por otro lado debía necesitar con suma urgencia, dada la escasez de hombres con que contaban.
Siguiendo el consejo de Atahualpa para apresurar la recolecta del oro y la plata, Pizarro envió a un grupo de españoles a Pachacámac, en la costa del valle de Lima; se trataba de un célebre santuario de origen preinca, sede de un oráculo de prestigio, donde iban en peregrinación los indios. La expedición a Pachacámac estuvo al mando de Hernando Pizarro; lo conformaban 14 jinetes, 9 infantes y un número indeterminado de cargueros indígenas. Entre los expedicionarios se hallaba Miguel de Estete, quien escribiría una Relación de este viaje. Para que les sirvieran de guías, Atahualpa entregó a los españoles al gran sacerdote de Pachacámac y otros cuatro sacerdotes menores; también fueron en la expedición cuatro orejones o nobles incaicos. Atahualpa no sentía ningún respeto por el dios Pachacámac, pues, en una ocasión, no acertó en uno de sus oráculos consultados con respecto a su persona, durante la guerra contra Huáscar.
La expedición partió de Cajamarca el 5 de enero de 1533 y siguió el camino real o Cápac Ñan. La primera escala importante fue Huamachuco. Luego siguieron por el Callejón de Huaylas, Huaylas, Huaraz y Recuay, bajando a la costa. Pasaron luego por la fortaleza de Paramonga, Barranca y Chancay, y entrando al valle de Lima, se detuvieron en el pueblo de Surco, antes de llegar a Pachacámac, el 2 de febrero de 1533.
Llegado ante el templo principal de Pachacámac (llamado Templo del Sol), que era una pirámide escalonada, Hernando exigió a los servidores del templo que le entregaran todo el oro que guardaban. Estos le dieron una pequeña cantidad, que no contentó al español, quien ingresó al recinto sagrado y subió hasta la cima, donde se hallaba, dentro de una bóveda pequeña, el ídolo del dios Pachacámac, tallado en madera. Viéndolo como cosa de idolatría, Hernando sacó la imagen y lo quemó, aprovechando la ocasión para adoctrinar a los indios en la fe cristiana.
La profanación conmovió a los nativos, quienes temieron una catástrofe como castigo; sin embargo, nada ocurrió.Como encontrara poco metal precioso en Pachacámac, en los siguientes días, Hernando mandó mensajeros a los curacazgos aledaños, ordenándoles que trajeran todo el oro posible. Llegaron cargamentos de distintas zonas, como de Chincha, Yauyos y Huarochirí. Los españoles reunieron un botín valorado en 90.000 pesos.
Según Cieza «es público entre los indios que los principales y los sacerdotes del templo [de Pachacámac] habían sacado [de este] más de 400 cargas de oro, lo cual no ha aparecido ni los indios que hoy son vivos saben donde está». El 26 de febrero de 1533, Hernando Pizarro partió de Pachacámac y se adentró en la sierra, rumbo a Jauja, pues se enteró que allí se hallaba el general atahualpista Chalcuchímac, con gente de guerra y más oro. Pasando por la meseta de Bombón y Tarma, Hernando llegó a Jauja, el 16 de marzo. Allí, Chalcuchímac lo recibió con grandes fiestas y comedimientos. Hernando, con astucia, convenció al general indio para que lo acompañara con sus tropas a Cajamarca.
La expedición de Hernando Pizarro regresó a Cajamarca el 14 de abril de 1533, trayendo «veintisiete cargas de oro y dos mil de plata», pero quizás lo más importante: traía como rehén al feroz Chalcuchímac, así como el conocimiento del vasto territorio en que se extendía el imperio incaico, al que pudo recorrer gracias a su maravilloso camino o Cápac Ñan.
Mientras tanto, el 21 de enero de 1533, ingresó a Cajamarca otro cargamento de oro y plata, traídos por un hermano de Atahualpa. Fueron «trescientas cargas de oro y plata en cántaros y ollas grandes y otras diversas piezas».
Francisco Pizarro, desde Cajamarca, comisionó a un orejón o noble incaico (posiblemente un hermano de Atahualpa), junto con los españoles Pedro Martín de Moguer, Martín Bueno y Juan de Zárate (que se ofrecieron de voluntarios), para que viajaran hacia el Cuzco. Su misión era apresurar el envío del oro y plata, tomar posesión de la capital del Imperio e informarse de su situación.
Los comisionados salieron de Cajamarca el 15 de febrero de 1533, acompañados de negros esclavos y cientos de indios aliados. Los españoles iban en hamacas cargadas por muchos indios y con la confianza que les inspiraba la compañía del noble incaico, que garantizaba el respeto de los nativos hacia sus personas.
Los tres españoles llegaron a Jauja, continuando a Vilcashuamán, y finalmente, tras dos semanas de viaje, avistaron la gran ciudad del Cusco, de la que sin duda quedaron impresionados. Fueron los primeros europeos en ver la capital de los incas. Allí se hallaba acantonado el general atahualpista Quizquiz, con tropas quiteñas que sumaban unos 30 000 hombres. Este acogió amigablemente a los españoles, pues iban acompañados del orejón o noble inca, por lo que les dejó en plena libertad de actuar. Los españoles procedieron a saquear la ciudad todo lo que pudieron, llegando a deschapar las planchas de oro del templo de Coricancha. Al descubrir el acllahuasi o casa de las vírgenes del sol, se dedicaron a violar a las doncellas.
Los tres españoles retornaron a Cajamarca llevando unas 600 arrobas de oro, no pudiendo llevar el cargamento de plata, por ser excesivo, dejándolo al cuidado de Quizquiz, que prometió guardarlo hasta la llegada de Francisco Pizarro. Uno de esos españoles, Juan de Zárate, que era escribano, informó a Pizarro que «se había tomado posesión en nombre de su majestad en aquella ciudad del Cuzco», entre otras cosas, como el número y descripción de las ciudades existentes entre Cajamarca y el Cuzco, de la cantidad de oro y plata recogidas. Un dato importante que informaron a Pizarro fue la presencia en el Cuzco del general Quízquiz con «treinta mil hombres de guarnición.» (marzo de 1533).
Atahualpa, en su prisión, se mostraba desenvuelto, alegre y conversador con los españoles, aunque sin perder nunca su solemnidad de gran monarca. Sus captores le permitieron tener todas las comodidades, siendo atendido por sus servidores y sus mujeres. Demostraba tener una inteligencia superior. Los españoles le enseñaron a jugar ajedrez y a los dados.
Atahualpa recibía todas las noches la visita de Francisco Pizarro. Ambos cenaban y conversaban a través de un intérprete. En una de esas conversaciones, el español se enteró que Huáscar, el hermano y rival de Atahualpa, estaba vivo y prisionero de los atahualpistas, en las cercanías del Cusco. Pizarro hizo prometer a Atahualpa que no mataría a su propio hermano y que lo trajese a Cajamarca sano y salvo.
En efecto, Huáscar fue trasladado con dirección a Cajamarca, a través de los caminos de la cordillera, con los hombros horadados con las cuerdas que arrastraban sus custodios. En algún momento Huáscar, ya enterado de la prisión de Atahualpa a manos de extrañas gentes, se enteró que aquel había ofrecido un enorme tesoro en oro y plata por su libertad. Se dice que en ese momento, Huáscar dijo en voz alta que él era el verdadero dueño de todos esos metales, y que se los entregaría a los españoles para salvarse y sería Atahualpa el que fuera muerto. Al parecer, ello llegó a oídos de Atahualpa, quien decidió entonces eliminar a Huáscar antes que se encontrara con los españoles, enviando un mensajero con el encargo. Los atahualpistas cumplieron la misión: arrojaron a Huáscar desde un acantilado al río Andamarca (en la sierra de Áncash).
Asimismo, la mujer y la madre de Huáscar, que le acompañaban en su cautiverio, fueron asesinadas. Ello debió ocurrir por el mes de febrero de 1533. El 25 de marzo de 1533, poco antes del retorno de Hernando Pizarro de Pachacámac, arribó Diego de Almagro a Cajamarca. Traía 120 hombres de Tierra Firme y 84 caballos, más los 30 soldados procedentes de Nicaragua que se le sumaron en la bahía de San Mateo. En total, 150 hombres. Entre ellos estaban el tesorero Alonso de Riquelme, y dos de los Trece de la Fama, Nicolás de Ribera el viejo y Martín de Paz. También estaban Nicolás de Heredia, Juan de Saavedra, entre otros.
Almagro y sus hombres quedaron completamente decepcionados al enterarse de que no les correspondía nada del fabuloso rescate del inca, pues habían llegado muy tarde. Sin embargo, se tranquilizaron en algo al saber que, en adelante, todo lo recaudado se repartiría entre todos. Pero para que ello pudiera ser viable debía morir el Inca.
Fue por eso que Almagro fue uno de los que más instigó la ejecución de Atahualpa, contra la opinión de los hermanos Francisco y Hernando Pizarro, en especial de este último, quien trabó amistad con el Inca cautivo.Mientras tanto, seguían llegando a Cajamarca los cargamentos de metales preciosos. El 28 de marzo de 1533 entró un envío de oro y plata procedente de Jauja, que traía «ciento siete cargas de oro y siete de plata.»
Pizarro y los suyos, ansiosos por repartirse el rescate, no esperaron a que se llenaran las habitaciones y dispusieron el inicio de la tarea del reparto. El 13 de mayo de 1533, se empezaron a fundir las piezas de oro y plata, labor que realizaron metalistas indígenas, de acuerdo con su método. Los tomó un mes entero en realizar la labor.
Comúnmente se fundían cada día cincuenta o sesenta mil pesos. No entró en la fundición el trono o sitial que el Inca usaba cuando entró en andas en la plaza de Cajamarca, el cual era una pieza de gran valor, pues era oro de 11 kilates y pesaba 83 kilos. Esta pieza quedó en poder de Francisco Pizarro. El 17 de junio de 1533, culminada la fundición, Francisco Pizarro ordenó por bando el reparto del botín. Al día siguiente presidió dicho reparto.siglo XVI, vendría a equivaler en el actual (siglo XIX) a cerca de tres millones y medio de libras esterlinas o poco menos de quince millones y medio de duros… La historia no ofrece ejemplos de semejante botín, todo en metal precioso y reducible como era a dinero constante.»
La suma total del oro alcanzó «un millón y trescientos veintiséis mil quinientos treinta y nueve pesos de oro» (1.326.539 pesos de oro). El total de plata fundida se valorizó en «cincuenta y un mil seiscientos diez marcos.» (51.610 marcos de plata). Para dar una idea de la magnitud del valor del oro, Prescott dice que «teniendo presente el mayor valor de la moneda en elLuego de pagar los derechos del fundidor español (1% del total, que da 13.421 pesos), se separó el quinto real para la Corona española, que fue de 262.259 pesos de oro de alta pureza. En cuanto a la plata, a la Corona le tocó 10.121 marcos.
Pizarro, según su criterio, premió a unos con más y a otros les quitó algo. A continuación, reseñamos algunos datos tomados del acta de repartición del rescate de Atahualpa levantada por el escribano Pedro Sánchez de la Hoz. Para el obispado de Tumbes se separó 2220 pesos de oro y 90 marcos de plata. A Pizarro, el Gobernador, se le otorgaron 57.220 pesos de oro y 2350 marcos de plata. A Hernando Pizarro le correspondió 31.080 pesos y 1267 marcos; a Hernando de Soto, 1.740 pesos y 724 marcos; a Juan Pizarro, 11.100 pesos y 407,2 marcos; a Pedro de Candía, 9.909 pesos y 407,2 marcos; a Sebastián de Benalcázar, 9.909 pesos y 407.2 marcos… Los de a caballo recibieron en total 610.131 pesos de oro y 25.798,60 marcos de plata, lo que da un promedio individual de 8880 pesos de oro y 362 marcos de plata. Los de infantería recibieron en total 360.994 pesos de oro y 15.061,70 marcos de plata, lo que da un promedio individual de 4.440 pesos de oro y 181 marcos de plata. Algunos más o algunos menos; se trata solo de promedios.
También se entregó unos 15.000 pesos de oro a los vecinos que quedaron en San Miguel. A pesar de que a Diego de Almagro y su hueste no le correspondía nada del rescate, Pizarro quiso mostrarse algo generoso y les otorgó 20.000 pesos de oro para que se repartieran entre todos ellos (150 hombres), es decir, a cada uno les correspondió muchísimo menos que a los caballeros e infantes que intervinieron directamente en la captura de Atahualpa (si tenemos en cuenta que a cada uno de estos se les dio una cifra que va de 4.000 a 8.000 pesos).
Almagro había pedido que a él y a sus compañeros les tocase la mitad que a los de Cajamarca. Como no se pusieron de acuerdo, fue otro motivo para que ambos socios se distanciasen más, arrastrando en sus diferencias a los soldados que estaban bajo el mando de cada uno de ellos.Pablo Macera nos da cifras calculando el peso del oro y la plata en kilogramos: «El Rescate de Atahualpa consistió en 6,087 kilogramos de oro y 11,793 kilogramos de plata. A cada soldado a caballo le tocaba 40 kilogramos de oro y 80 kilogramos de plata. A los peones, la mitad. A los soldados con perros más que a los peones. A Pizarro 7 veces lo que a un jinete de caballo, además del trono de Atahualpa que pesaba 83 kilogramos de oro. Los sacerdotes recibieron la mitad de un peón.»
Muchos españoles decidieron entonces retornar a España, con miras a disfrutar en su patria de las riquezas que habían conseguido; y así fue que unos treinta de los que participaron en la captura del Inca, colmados de oro y plata, arribaron a principios de 1535 a Sevilla. Sin embargo, no habían podido enterarse que, por orden de Carlos V, todos sus bienes les serían confiscados apenas al desembarcar, ya que el emperador estaba reuniendo fondos para costear sus empresas de conquista en el norte de África.
Dice el cronista Jerez, uno de los que abandonó la conquista, que era tanta la abundancia de dinero que hizo que aumentara enormemente el valor de las cosas. Se ha dicho que fue la primera inflación de la historia del Perú. Este fenómeno se produjo también en España, cuando llegaron a Sevilla los tesoros procedentes del Perú. Los conquistadores pudieron hacer todo ello gracias a la cooperación prestada por los indígenas y a la tranquilidad que reinaba en el Imperio. Nada turbó la paz de los españoles: ninguno de los generales de Atahualpa, ni Rumiñahui en el norte, ni Chalcuchímac en el centro, ni Quisquis en el sur, movilizaron sus ejércitos, posiblemente en acatamiento de lo ordenado por el Inca que esperaba confiado su libertad. Ya vimos que incluso Chalcuchímac fue traído a Cajamarca por Hernando Pizarro, donde quedó vigilado;
incluso, fue torturado con fuego para que revelara el lugar donde ocultaba el tesoro del rescate proveniente del Cusco. El general inca se limitó a responder que todo el oro lo guardaba Quisquis en dicha ciudad. Sufrió quemaduras en las piernas y quedó bajo la custodia de Hernando Pizarro. El 12 de junio de 1533, Hernando Pizarro partió de Cajamarca, rumbo a España, comisionado para llevar lo que hasta ese día se había separado del Quinto Real.nao, ascendía a 38.946 pesos. El 4 de enero de 1534, arribó y ancló en Sevilla la nao Santa María del Campo, en donde estaba embarcado Hernando Pizarro.
Francisco Pizarro se deshacía así de uno de los más fervorosos defensores de la vida del Inca; evidentemente planeaba acabar ya con el problema que significaba la prisión de Atahualpa. Hernando llegó a San Miguel de Tangarará; ahí embarcó rumbo a Panamá. Cruzando el istmo, se embarcó nuevamente, rumbo a Sevilla, España. La primera de las cuatro naos, llegó a Sevilla, el 5 de diciembre de 1533, con los españoles Cristóbal de Mena y Juan de Sosa (misionero de la Orden de La Merced); el oro y la plata que se desembarcó de dichaDesembarcó con 153.000 pesos de oro y 5.048 marcos de plata. Todo lo traído de Perú, fue depositado en la Casa de Contratación de Sevilla; de ahí fue trasladado al aposento del rey de España. Finalmente, el 3 de junio de 1534, llegaron las otras dos naos, en donde estaban embarcados Francisco de Jerez, primer secretario del gobernador Francisco Pizarro y Francisco Rodríguez, en una y otra nao; se desembarcó de estas naos, 146.518 pesos de oro y 30.511 marcos de plata. Villanueva dice que el total desembarcado por las cuatro naos «… fue valorizado en 708.580 pesos. El peso y el castellano eran monedas equivalentes; pero cada uno era igual a 450 maravedíes. Sólo el oro fundido (convertido en barras y otros pedazos) se valorizó en 318.861.000 maravedíes. La plata fundida valió 180.307.680 maravedíes».
Uno de los acontecimientos de la conquista del Perú del cual se carece de documentación fidedigna es el proceso que se le siguió al Inca Atahualpa. Todo indica que Pizarro nunca tuvo la intención de dejar libre al Inca. Cuando terminó el reparto del rescate, la situación de los españoles en Cajamarca se tornó espinosa para Pizarro. Especialmente por la gente que había llegado con Almagro, que estaban ansiosos por entrar en acción y marchar al sur, hacia los territorios aún desconocidos.
El carácter del Inca y su digno comportamiento, hicieron que muchos de los capitanes de Pizarro tomaran partido por su persona. De entre ellos sobresalen Hernando de Soto y Hernando Pizarro, que se opusieron tenazmente a la muerte del Atahualpa. En especial, se resalta la amistad que trabó Hernando Pizarro con el Inca. En cuanto a Soto, se dice que quería que Atahualpa fuera llevado a España. Pero otros, los más, deseaban la eliminación del Inca, entre los que se contaban Almagro y los suyos (quienes querían de una vez salir de Cajamarca y continuar con la conquista), el cura Valverde (que se escandalizaba por los “pecados” del Inca), el tesorero Riquelme y otros más.
También es de mencionar el papel desempeñado por el intérprete Felipillo, que puso sus ojos en una de las jóvenes prometidas de Atahualpa, Cusi Rimay Ocllo, lo que le atrajo la ira del Inca. Tuvo que intervenir el mismo Pizarro para obligar a Felipillo a desistir de sus pretensiones. El intérprete se vengó del Inca transmitiendo noticias alarmantes a los españoles, fingiendo que aquel preparaba su fuga en connivencia con sus generales y planeaba la muerte de todos los cristianos.
Francisco Pizarro utilizó una vez más la astucia, urdiendo todo un esquema para deshacerse de Atahualpa. Su hermano Hernando ya estaba lejos, comisionado para llevar el Quinto Real a España. Solo quedaba Hernando de Soto como único opositor prominente de la muerte del Inca. Pizarro, aprovechando las denuncias formuladas contra el Inca, en el sentido de que estaba en secretas connivencias con sus capitanes para atacar a los españoles por sorpresa, despachó a Hernando de Soto con una fuerte dotación hacia Huamachuco, a fin de comprobar y batir si era preciso a los indios que se hallaran en pie de guerra. Apartado así Soto, Pizarro hizo abrir un proceso al Inca con la finalidad de justificar la sentencia de muerte que le tenía reservada.
El tribunal que juzgó a Atahualpa fue un consejo de guerra. Lo presidió el mismo Francisco Pizarro. Lo integraba un “doctor” (no identificado) y un escribano (posiblemente Pedro Sancho de la Hoz). También es probable que lo conformasen el tesorero Alonso de Riquelme, el alcalde mayor Juan de Porras, el fraile Vicente de Valverde y algunos capitanes como Diego de Almagro, Pedro de Candía, Juan Pizarro y Cristóbal de Mena. También se nombraron un fiscal, un defensor del reo y se citaron diez testigos. El juicio fue sumario y se realizó en Cajamarca, iniciándose el 25 de julio de 1533, y culminando al amanecer siguiente. Se dice que las respuestas del Inca, como las declaraciones de los testigos debieron ser amañadas y modificadas por el intérprete Felipillo, quien así remataba su venganza contra el Inca.
Vargas Ugarte dice que sobre el proceso, «no conocemos ni ha llegado a nuestras manos y por lo tanto, sobre el mismo no existen sino conjeturas». Agrega que las famosas preguntas del proceso mencionadas en la Historia General del Perú (Libro 1, capítulo 37) del Inca Garcilaso de la Vega, «o fueron un amaño del Inca Historiador, bastante propenso a tejer estas marañas, o bien, se las sugirió a él, o a alguno de los cronistas de entonces los partidos del Cuzco que, en el hermano de Huáscar no veían sino un usurpador sanguinario». Sin embargo, el historiador Del Busto considera que esas preguntas bien pueden merecer alguna credibilidad. Las preguntas que transcribe Garcilaso fueron las siguientes:
Atahualpa fue hallado culpable de idolatría, herejía, regicidio, fratricidio, traición, poligamia e incesto y fue condenado a morir quemado en la hoguera. La sentencia se dio el 26 de julio de 1533 y para ese mismo día se programó la ejecución de la misma. Atahualpa rechazó todas las acusaciones y solicitó hablar en privado con Pizarro, pero este se negó.
A las 7 de la noche Atahualpa fue sacado de su celda y llevado al centro de la plaza, donde se hallaba clavado un tronco. Allí, rodeado de los soldados españoles que portaban antorchas y del cura Valverde, fue puesto de espaldas al tronco y luego atado fuertemente, mientras que a sus pies eran arrimados leños. Un español se acercó con una tea encendida. Viendo que iba a ser quemado, Atahualpa entabló un diálogo con Valverde. Preocupado por el hecho de que su cuerpo fuera consumido por las llamas y no conservado como se estilaba entre los incas, aceptó la oferta que Valverde le hizo, es decir, bautizarse como cristiano para de esa manera cambiar la pena de hoguera por la del garrote (ahorcamiento); de esa manera su cuerpo sería enterrado.
Fue bautizado allí mismo y le pusieron de nombre Francisco (no Juan, como algunas versiones dicen). Luego se le enrolló una soga al cuello ajustándola al tronco, y aplicando un torniquete, se procedió a su estrangulamiento (26 de julio de 1533). Ha habido mucha discusión sobre la fecha de este acontecimiento. Prescott menciona el 29 de agosto como la fecha de la ejecución del Inca.María Rostworowski la considera errónea:
PeroFue el historiador peruano Rafael Loredo quien fijó la fecha en el 26 de julio, basándose en un documento que halló en el Archivo de Indias de Sevilla en 1954, donde se dice lo siguiente:
Lo que, haciendo cuentas, nos da la fecha de 26 de julio de 1533. El historiador Del Busto apoya esta fecha.
Muerto Atahualpa, terminó la dinastía de los Incas, que gobernaron el Imperio más grande de la América precolombina (aunque Atahualpa no fuera reconocido por las panacas reales cusqueñas, los españoles si lo consideraron Inca). Para guardar las apariencias, y tener un seguro hasta la toma del Cuzco, Francisco Pizarro, decidió nombrar otro Inca (o Sapa Inca), título que recayó en otro de los hijos del inca Huayna Cápac: Túpac Hualpa, que los cronistas españoles nombran como Toparpa, un gobernante títere, que reconoció vasallaje al rey de España.
A pesar de tener casi dominado el norte del Imperio incaico, de tener de rehenes a varios curacas y haber asesinado al Inca y contar con el apoyo de muchos indios huascaristas y de las diversas etnias o naciones esperanzadas en ser liberadas del yugo inca, los españoles aún no habían consolidado la conquista. Sabían los españoles que el camino que iba al Cusco, la capital del Imperio incaico, estaba amenazado por las tropas atahualpistas o quiteñas, cuyo caudillo era Quisquis, que se hallaba en el Cusco.
Pizarro decidió partir de Cajamarca, rumbo al sur, con dirección al Cusco. Previamente, envió una comitiva de 10 soldados a San Miguel con la finalidad que esperasen en ese lugar al primer navío procedente de Panamá o de Nicaragua. Con lo desembarcado, deberían reunirse con él en el trayecto.
La hueste española salió de Cajamarca el lunes 11 de agosto de 1533, muy de mañana. Eran aproximadamente 400 españoles y un número desconocido pero grande de guerreros indios aliados de los españoles, así como cargueros nativos, mayormente indios cajamarcas, que transportaban el oro y la plata. Iba también, como prisionero, el general Chalcuchímac, todavía con las secuelas de las torturas que había sufrido en Cajamarca, pero que aún era temido por su calidad de caudillo militar.
En la vanguardia iba Túpac Hualpa o Toparpa, el inca coronado por los españoles, acompañado por un gran séquito de cortesanos, todos alegres porque iban a recuperar el Cuzco. Detrás avanzaban los infantes españoles, luego seguían los cargueros indios, vigilados por los negros esclavos y los indios nicaraguas; al final iban los jinetes españoles.
En el primer día de viaje, luego de avanzar algunas leguas, acamparon cerca del río Cajamarca. Fue allí donde se enteraron de la muerte de Huari Tito, hermano de Túpac Hualpa, quien había salido a verificar el buen estado de los puentes y caminos. Los autores del crimen fueron los quiteños partidarios de Atahualpa.
Llegaron a Cajabamba el 14 de agosto y a Huamachuco el 17 de agosto. Esta última era una ciudad de piedra, cuyo trazo recordaba a Cajamarca; se trataba de la capital de un gran señorío y centro religioso donde se rendía culto al dios Catequil. Aún se recordaba la profanación cometida tiempo atrás por Atahualpa, que había derribado el ídolo y asesinado a su anciano sacerdote; por ellos, los huamachucos eran huascaristas y recibieron a los españoles como libertadores. Luego de reponer fuerzas por dos días, Pizarro continuó la marcha al sur, enviando previamente una avanzada al mando de Diego de Almagro. Ambos se encuentran en Huaylas, el 31 de agosto de 1533, donde descansaron una semana.
El 8 de septiembre, los españoles continuaron la marcha al sur a través del llamado callejón de Huaylas. Pasaron por Andamarca, Corongo, Yungay, Huaraz y Recuay.
El 1 de octubre los españoles llegaron a Cajatambo. Ahí, Pizarro reforzó su vanguardia y retaguardia, ante el temor de levantamientos y ataques de los naturales, preocupándole el hecho de que los pueblos por donde pasaban siempre estaban abandonados.
El 2 de octubre los españoles partieron de Cajatambo, llegando al día siguiente a Oyón, a 4.890 msnm. El 4 de octubre continuaron la marcha, virando hacia el camino que cruza la cordillera de Huayhuash. Avistaron la laguna de Chinchaycocha, bordeándola por su lado occidental y avistaron el río Mantaro. En el camino, Francisco Pizarro se enteró, por informantes, que los generales atahualpistas o quiteños Yncorabaliba, Yguaparro y Mortay, venían reclutando gente de guerra en Bombón (Pumpu); y que conocían los movimientos de los españoles por noticias enviadas por Chalcuchímac. Pizarro ordenó entonces que se vigilara rigurosamente a este. El cronista Sancho de la Hoz, dice que el motivo de los quiteños era que «querían guerra con los cristianos, porque veían la tierra ganada por los españoles y querían gobernarla ellos».
Los españoles prosiguieron a Bombón, pueblo que ocuparon el 7 de octubre. Pizarro redobló la vigilancia, pues temió un ataque de los quiteños. Por la noche se enteró que a cinco leguas de Jauja se habían reunido los quiteños y otros indios de guerra, cuyo plan era replegarse al Cusco y unirse a Quisquis, no sin antes dejar arrasada toda la localidad jaujina para que los españoles no encontraran nada para aprovisionarse. Pizarro no quiso perder tiempo y se adelantó rumbo a Jauja (9 de octubre). Llevaba a Chalcuchímac encadenado, tal vez con el propósito de usarlo como rehén.
Los españoles llegaron a Chacamarca, donde hallaron 70.000 pesos en oro, parte del rescate de Atahualpa, que se había quedado allí tras la muerte del Inca. Pizarro dejó el oro al cuidado de dos jinetes y continuó su marcha. Todo el paisaje era silencioso. No se veían ni espías. Al atardecer del 10 de octubre los españoles arribaron a Tarma, sin encontrar resistencia. Allí pasaron la noche, padeciendo hambre, sed, lluvia y granizo. Al amanecer reemprendieron la marcha hacia Jauja.
A dos leguas de Jauja, Pizarro dividió su ejército. Ya cerca, se dio cuenta de que el pueblo estaba íntegro; más aún, tuvieron un recibimiento cordial de parte de los indígenas, «celebrando su venida, porque con ella pensaban que saldrían de la esclavitud en que les tenía gente extranjera». El valle de Jauja era tan hermoso, que los españoles no pudieron reprimir su admiración.
Pero Pizarro no solo encontró en Jauja a gente amistosa, sino también a las tropas quiteñas o atahualpistas de los generales Yurac Huallpa e Ihua Paru, en pie de guerra. El enfrentamiento resultó una atroz matanza de indios; los españoles y los indios auxiliares, emboscaron a las tropas quiteñas, haciendo una gran matanza. Los mismos lugareños, enemigos de los quiteños, ayudaron a los españoles a exterminar a estos, indicándoles donde se escondían. A este encuentro bélico se le conoce como la batalla de Jauja o de Huaripampa.
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