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Corsega



Córcega (en francés: Corse; en italiano y corso: Corsica y, posiblemente, del etrusco : 𐌀𐌂𐌉𐌔𐌓𐌏𐌂) es una isla y una de las trece regiones de la Francia metropolitana que, junto con los territorios de Ultramar, conforman la República Francesa. Su capital y ciudad más poblada es Ajaccio. Limita al norte con el mar de Liguria, al este con el mar Tirreno, al sur con el estrecho de Bonifacio que la separa de la isla de Cerdeña y al oeste con el mar Mediterráneo. Con 8680 km², 322 000 hab. en 2012 y 37 hab/km², es la región menos extensa y poblada de la República Francesa.

Es la cuarta isla más grande del mar Mediterráneo y forma parte del territorio francés desde 1768, con una breve interrupción, entre 1794 y 1797 (Reino anglo-corso). Importantes personajes históricos de origen corso son Napoleón Bonaparte y Pasquale Paoli.

Córcega goza de un estatuto particular entre las regiones francesas, en virtud de una ley de 13 de mayo de 1991. No constituye una región sino una colectividad territorial, la «Colectividad Territorial de Córcega»; esta diversa denominación se traduce en la práctica en que goza de mayor poder relativo que las restantes regiones de Francia (aunque ya poseía una situación más ventajosa que las restantes bajo el antiguo estatuto particular que la caracterizaba como región). Esta colectividad territorial está formada por dos departamentos: Alta Córcega (capital: Bastia) y Córcega del Sur (capital: Ajaccio).

Las instituciones particulares que presenta son el Consejo ejecutivo, la Asamblea territorial de Córcega y el Consejo económico y social de Córcega:

Córcega tiene una superficie de 8680 km². Es una isla situada a doscientos kilómetros aproximadamente al sureste de la Costa Azul (Niza), al oeste de la Toscana (Italia) y al norte de Cerdeña. Más bien boscosa y montañosa, en la costa sur predominan los acantilados escarpados (estrecho de Bonifacio).

Córcega se sitúa junto con Cerdeña en una microplaca continental separada de la de España y de Italia llamada «bloque corso-sardo».

Los griegos habían bautizado esta isla del mar Mediterráneo «Kallisté»La más bonita»). Hoy, se conoce a Córcega con el nombre de «Isla de la Belleza». Gracias a sus mil kilómetros de costas, de los cuales aproximadamente trescientos son de arena fina, Córcega es un sitio soñado para los deportistas náuticos, los submarinistas y otros amantes del mar. Pero Córcega es igualmente una montaña en el mar. A principios del siglo XX, algunos la habían apodado la isla verde, para diferenciarla de las otras islas mediterráneas, mucho más áridas, ya que Córcega, a pesar de su posición meridional y su insolación, es una isla con abundante vegetación.

Córcega tiene una longitud de 183 kilómetros en su parte más larga y 83 kilómetros en su parte más ancha. Tiene en torno a mil kilómetros de línea de costa, entre los cuales se hallan doscientas playas.

Cuenta con un gran número de montañas, siendo monte Cinto el pico más alto con 2706 metros de altitud. Además, hay otros veinte que miden más de dos mil metros. Las montañas abarcan dos tercios de la isla, formando una única cadena montañosa.

Aproximadamente unos 4020 km² están cubiertos por bosques, lo cual representa casi la mitad de la isla. Además, de la superficie total, unos 3500 km² son reservas naturales.

El clima de Córcega es por lo general de tipo mediterráneo, con veranos cálidos y secos e inviernos suaves y lluviosos junto a la costa, haciéndose más fríos y con nevadas en las montañas del interior, en función de la altitud.

La temperatura media anual (12 °C) es poco indicativa, ya que en la isla se dan numerosos microclimas determinados por la propia orografía de la isla, muy marcados por la orientación de las laderas y por tanto de la insolación. La temperatura media anual de las zonas costeras es de 16,6 °C con una media invernal de 7/8 °C y una media estival de 25 °C.

Las precipitaciones se concentran en el otoño e invierno (noviembre es el mes más lluvioso), mientras que el periodo desde junio hasta octubre se caracteriza por una fuerte sequía con muy bajas probabilidades de lluvia.

Los vientos más comunes son el Maestrale del noroeste, que sopla con gran velocidad desde el mar sobre Bonifacio, el Libeccio (del suroeste) y el Scirocco (del sureste).

Córcega tiene un gran número de ríos. Se originan en buena medida en los lagos y montañas de la zona interior, formando rápidos y cascadas. Los ríos son los siguientes:

La vegetación natural la formaban bosques mediterráneos, masas forestales, y arbustos. Predomina la vegetación esclerófila perennifolia, sobre todo encinas (Quercus ilex) y alcornoques (Quercus suber). Las montañas son mucho más frescas y húmedas.

Muchas de las tierras bajas costeras han sido aclaradas para su explotación agrícola y el pastoreo intensivo ha reducido considerablemente los bosques de montaña.

La isla tiene un parque natural (Parc naturel régional de Corse), que protege a miles de especies animales y plantas, algunas de ellas endémicas. El parque se declaró en 1972 e incluye el golfo de Porto, la Réserve naturelle de Scandola (lugar declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO), y algunas de las montañas más altas de la isla.

El sendero de gran recorrido GR20 cruza el Parque natural de Córcega. El GR20 tiene una longitud de aproximadamente 200 km con más de 10 000 metros de desnivel acumulado. Está señalizado para poder realizarse a pie, y es uno de los mayores reclamos turísticos de Córcega.

Córcega ha estado habitada prácticamente de forma continua desde el Mesolítico. Los primeros habitantes llegaron de la península italiana y en particular de la Toscana. Después de la fundación de la ciudad de Aleria por los antiguos griegos, en el siglo VI a. C., fue integrada en los reinos etruscos y unida al resto de Italia por el Imperio romano en la época de la República, convirtiéndose, junto a Cerdeña, en una provincia más del imperio.

Como el resto del Imperio romano, sufre las invasiones vándalas, en 550, y del reino lombardo en el siglo VIII. En época medieval la isla formó parte de la Corona de Aragón, desde 1325 hasta que fue recuperada por la República de Génova en 1447 que, desde hacía años mantenía un contencioso con Pisa para hacerse con la isla. Fue brevemente independiente entre 1755 y 1768, siendo finalmente comprada a la República de Génova por parte de Francia. Sin embargo, existe una corriente nacionalista que reclama la identidad de la isla y una total independencia de Francia, oponiéndose a la cultura francesa. Desde 1976 el Frente de Liberación Nacional de Córcega reivindica, mediante actuaciones violentas, la independencia de la isla.

En la historia de Córcega geografía y orografía han ejercido una mayor influencia que cualquier otra. La gran isla mediterránea es una auténtica "montaña en medio del mar", dado que está atravesada, desde el noroeste hasta el sudeste, por un imponente sistema de cadenas montañosas cuyas cimas superan a menudo los 2500 metros. La cúspide de esas montañas son los 2706 metros del monte Cinto, cuya cumbre, a menudo nevada incluso en verano, se encuentra solo a 28 km del mar a poniente, ilustrando así de modo bastante claro el desarrollo vertical más que horizontal de este territorio.

Este sistema montañoso siempre ha dividido Córcega en dos partes: la del Nordeste (hoy Haute-Corse), llamada históricamente Parte de dentro, De las montañas acá o Cismonte (con referencia a Italia), y la del Sudoeste (hoy Corse-du-Sud), llamada Parte de fuera, De las montañas allá o Pumonte.

Los pasos que cruzan las montañas (muchos de los cuales se encuentran a más de 1000 metros de altura) quedaban bloqueados durante semanas enteras por las nevadas, por lo que constituían junto a las montañas más una barrera que un verdadero vínculo entre las dos subregiones. Los valles escarpados, a menudo sin comunicación entre sí incluso en el ámbito de la misma Parte, trazan una especie de tela de araña con compartimentos estancos en el interior de Córcega.

Si por una parte estas características del terreno han hecho que el trabajo de los invasores fuera largo y difícil, haciendo que su penetración se hiciera lenta y habituando a los corsos a practicar la guerra de guerrillas de modo habitual durante siglos, por otra parte han contribuido de modo decisivo a mantener siempre relativamente baja la densidad de población y a separar a los corsos entre sí.

La vertiente que mira hacia Italia ha tenido siempre una mayor influencia de los habitantes de la Península, tanto en el terreno político-social como en el lingüístico, mientras la parte suroccidental ha mantenido una mayor originalidad (aunque también ha gozado de un menor progreso político, por lo menos hasta la anexión francesa). El hecho de que la población se estableciera en los valles montañosos (todas las grandes ciudades al borde del mar fueron fundadas o desarrolladas por los invasores) generó y difundió por todas partes una tendencia al particularismo, que se empujaba a veces hasta que desembocaba en una especie de anarquismo que tuvo consecuencias dramáticas, la más dramática de todas la difusión y consolidación, durante siglos, de la plaga de la venganza (vendetta) como sistema sumarísimo de justicia, y del fenómeno muy difundido del bandolerismo.

La gran división orográfica longitudinal y las transversales (menores, pero a veces no menos importantes), más marcadas en la zona suroccidental, han acabado por crear en la isla fronteras ideológicas, sociales, lingüísticas y políticas. Estas fronteras, filtradas por la historia, se han traducido en las subdivisiones administrativas, que, con muy pocas variaciones, han permanecido inamovibles hasta nuestros días.

Situada en una posición estratégica en el Mediterráneo occidental, Córcega, por otra parte, suscitó el interés de diversos pueblos que, uno tras otro, se encontraban frente a ella en ese mar ya sea como comerciantes o como conquistadores.

Etruscos, Fenicios, griegos, romanos, vándalos, bizantinos, pisanos, aragoneses, genoveses y, por último, franceses (que con el Tratado de Versalles de 1768 de hecho obligaron a la República de Génova a ceder la isla, e inmediatamente después la invadieron), se adueñaron de Córcega en el transcurso de más de dos milenios, dejando a su población muy breves periodos de autonomía e independencia.

Como consecuencia de las glaciaciones el nivel medio del Mediterráneo descendió y de ese modo se crearon diversos puentes naturales que permitieron el paso del hombre y de la fauna desde la península itálica al archipiélago sardo-corso, pasando por las islas del archipiélago Toscano y atravesando como mucho una estrecha franja marítima. Hace unos 12 o 14 000 años, el clima empezó la evolución que lo llevó hacia su forma actual, y Córcega tomó su actual aspecto insular. Destacan alrededor del 9000 a. C. (Romanelliano) los primeros yacimientos paleolíticos de piedra tallada y los esbozos escultóricos que se han hallado hasta hoy en Córcega, en la región de Porto-Vecchio. Un esqueleto femenino (la dama de Bonifacio) datado del VII milenio a. C. se encontró cerca de la ciudad del mismo nombre. El Neolítico, representado en Córcega también con restos de obsidiana importados, termina alrededor del 1800 a. C.

En este periodo se desarrolla una civilización megalítica de relieve que deja en la isla dólmenes (cerca de Cauria y Pagliagio), menhires y la mayor concentración de las características estatuas-menhir del Mediterráneo, concentradas sobre todo en el Sur, en el yacimiento arqueológico de Filitosa, pero que también se pueden hallar en el Norte, cerca de San Fiorenzo. El yacimiento de Filitosa se halla en las cercanías de Sollacaro, en el lugar en el que desemboca al mar el valle del Taravo).

También en el sur se desarrolla, con el advenimiento de la Edad del Bronce, la civilización Torreana, relacionada con la nurágica de la vecina Cerdeña. De esta cultura quedan hoy numerosas torres con estructura similar a la de los nuragas sardos, aunque menos imponentes. Por la naturaleza de los hallazgos, su época y su localización, se tiende a suponer que dicha civilización podría ser una extensión de la que se estaba desarrollando en Cerdeña. Mejor organizados y armados, los Torreanos (que algunos identifican con el antiguo pueblo del mar de los Shardana) colocaron mejor sus megalitos y los distribuyeron hacia el centro y el norte de la isla. El mismo recinto de Filitosa presenta las trazas de la destrucción violenta al anterior asentamiento y la superposición del torreano.

Hacia la Edad del Hierro parece producirse una progresiva fusión entre los herederos de ambas civilizaciones: toma así forma el pueblo que los griegos llamarán κὁρυιοι (‘corsos’). Es significativo el hallazgo de algunas inscripciones fenicias que datan del siglo IX a. C. y que citan al pueblo del mar denominado krsym, establecido en Kition (Chipre). En la grafía sin vocales que usaban los fenicios y otros pueblos semitas, krs podría representar /korso/ (ya que -im es el fonema marcador de las formas plurales). Los krsim fueron bastante importantes, hasta el punto de que los fenicios necesitaron instituir una figura llamada mls hkrsym, es decir, ‘intérprete de los corsos’.

En este periodo cada nuevo invasor expulsa al anterior. Ocupan la isla principalmente quedándose sobre las costas en rápida sucesión Shirdana, ligures, griegos, etruscos, y cartagineses, mientras los indígenas se refugian en las montañas.

A lo largo de su historia, intercambio de población entre la Toscana y la Córcega se efectuaron.

Iniciada en la isla alrededor del siglo VIII a. C., la Edad del Hierro termina con la entrada de Córcega en la Historia cuando colonos griegos de Focea fundan la colonia de Alalia 565 a. C., cerca del lugar en el que hoy está la ciudad de Aleria. Los griegos llaman a la isla Cyrnos.

Pero tampoco los griegos resisten mucho tiempo: en 535 a. C. son expulsados por una coalición entre etruscos y cartagineses. Pero los griegos de Siracusa siguen visitando regularmente la isla y en el siglo V a. C., fundan Portus Syracusanus (Porto Vecchio) que también caerá en manos de los cartagineses en el siglo IV a. C.).

Lucio Cornelio Escipión unifica Córcega a la república romana en 259 a. C., durante la primera guerra púnica, empezando de ese modo una dominación ininterrumpida que durará unos siete siglos.

Después de una serie de diversos acontecimientos, los romanos tratan de ocupar Cerdeña partiendo de Córcega y luego se vuelven a enfrentar con los corsos. La expulsión definitiva de las últimas fuerzas púnicas termina en 227 a. C. En un principio los romanos se limitan a controlar la isla sin iniciar propiamente una verdadera colonización.

Mario funda la ciudad de Mariana (Colonia Mariana a Caio Mario deducta, situada cerca de la actual comuna de Lucciana) hacia la desembocadura del Golo en el 105 a. C. A partir de ese momento empieza propiamente la auténtica colonización y en la isla florecen las villas rústicas y suburbanas, pueblos y asentamientos de todo tipo, incluyendo las termas de Orezza y Guagno.

En 81 a. C. los legionarios de Sila encuentran en Córcega un lugar para obtener las asignaciones de tierras, ahora cerca de Aleria, seguidos por los veteranos de Julio César. La dominación romana se desarrolla sin incidentes de relieve y, de modo análogo a los que sucede en otras provincias (Córcega está asociada administrativamente a Cerdeña con la reforma de Octavio Augusto de 4 a. C.), los romanos se ganan el respeto y la colaboración de los dirigentes indígenas (empezando por los venacinos, tribu local del Capo corso), reconociéndoles funciones de gobierno local y aportando riqueza con el aprovechamiento de las tierras en las colinas y a lo largo de las costas.

Cerca de Aleria y Mariana se instalan bases secundarias de la flota imperial de Miseno. Los marineros corsos enrolados cerca de los puertos de la isla formarán parte de los primeros que obtengan la ciudadanía romana (en tiempos de Vespasiano en 75).

En 44 a. C. Diodoro Sículo visita Córcega y se da cuenta de que los corsos observan entre sí reglas de justicia y de humanidad más evolucionadas que las de otros pueblos bárbaros, evalúa su número en unos 30.000 y explica que se dedican al pastoreo y que marcan los rebaños dejados sueltos en los pastos. La tradición de la propiedad común de las tierras comunales no se erradicará totalmente hasta la segunda mitad del siglo XIX.

Séneca pasa diez años exiliado en Córcega a partir del 41. A pesar de las continuas relaciones con Italia y quizás por su naturaleza agreste, la isla se convierte en lugar habitual de exilio y refugio de cristianos, que probablemente difunden la nueva fe.

En época Antonina se perfeccionan las vías de comunicación interna (via Aleria-Aiacium y, en la costa este, Aleria-Mantinum —luego Bastia— en el norte y Aleria-Marianum —luego Bonifacio— en el sur): la isla está casi totalmente latinizada, salvo algunos enclaves en la montaña.

Parece aceptado que la isla fue colonizada por los romanos sobre todo mediante la distribución de tierras a veteranos originarios del sur de Italia (o a soldados originarios de los mismos estratos sociales y étnicos a los que se les asignaron tierras sobre todo en Sicilia), lo que podría explicar algunas afinidades lingüísticas que todavía hoy se pueden encontrar entre el corso meridional y los dialectos siculo-calabreses. Según otras hipótesis, más recientes, las influencias lingüísticas podrían deberse a las posteriores migraciones, consecuencia de la llegada de prófugos de África entre los siglos VII y VIII. La misma oleada migratoria afectó también a Sicilia y a Calabria.

En 150 d.C. el geógrafo Claudio Ptolomeo en su obra cartográfica presenta una descripción más bien detallada de la Córcega prerromana, hablando de los 8 principales ríos, entre los que estaban el Govola-Golo y el Rhotamus-Tavignano, 32 centros habitados y puertos, entre ellos Centurinon (Centuri), Canelate (Punta de Canela), Clunion (Meria), Marianon (Estrecho de Bonifacio), Portus Syracusanus (Porto-Vecchio), Alista (Santa Lucia di Porto Vecchio), Philonios (Favone), Mariana, Aleria, y 12 tribus autóctonas (en griego, latín y su localización):

Santa Devota (mártir, alrededor de 202 en las persecuciones de Septimio Severo, o de 304, persecución de Diocleciano) es, junto a Santa Julia, una de las primeras santas corsas de las que se tiene noticia. Según reza la leyenda, el barco que transportaba el féretro hacia África fue lanzado por una tempestad sobre el litoral monegasco. Por eso pasó a ser la patrona del Principado de Mónaco y de la familia Grimaldi.

Santa Julia (mártir durante las persecuciones de Decio de 250, o las de Diocleciano), es patrona de Córcega y de Brescia, ciudad en la que reposan sus reliquias tras haber sido llevada allí por Ansa, esposa del rey longobardo Desiderio en 762. Santa Julia también es patrona de Livorno, lugar en el que los restos de la santa se habrían detenido en su viaje desde Córcega.

A estas mártires hay que unir muchos más, entre los que quizás se encuentre el primer obispo de Córcega, San Parteo. Tras el Edicto de Milán de Constantino I el Grande y la instauración de la libertad religiosa, Córcega, ya totalmente romanizada y muy cristianizada, se ve asociada a la diócesis de Roma. El primer obispo corso del que se tiene información segura fue Catonus Corsicanus, que participó en el Concilio de Arlés convocado por Constantino I.

Como en otros lugares de occidente la organización romana en Córcega cae con la invasión de los vándalos que en el siglo V. Procedentes de África, invaden incluso la propia ciudad de Roma. Aleria es saqueada y, abandonada, acaba en ruinas. Mariana será en cambio durante mucho tiempo sede episcopal también en la Edad Media.

Durante las convulsiones que acompañaron el final del Imperio romano de Occidente, Córcega fue terreno de disputa entre las tribus de vándalos y godos aliados a los últimos emperadores, hasta que Genserico asumió el control total en 469. Durante los sesenta y cinco años de su dominación los vándalos aprovecharon el patrimonio forestal de la isla como astillero, gracias a la cual consiguieron una flota que aterrorizó a todo el Mediterráneo occidental.

El poder vándalo en África acababa con Belisario, a la vez que su general Cirilo conquistó Córcega en 534, que de ese modo acabó unida al Exarcado de África y, como tal, estaba unida al Imperio romano de Oriente. Según Procopio, historiador del emperador de oriente Justiniano I, en Córcega quedaban menos de 30 000 habitantes.

En los periodos siguientes, godos y longobardos unos tras otros tomaron al asalto y saquearon la isla, dejada indefensa por los bizantinos, que (a despecho de las oraciones del papa Gregorio Magno y después de haberla empobrecido a su vez por una excesiva carga fiscal) no la protegieron adecuadamente. Por otra parte, los propios Bizantinos se encontraban ocupados en África por la invasión árabe, de 713, éstos llevaron a cabo sus primeras incursiones contra Córcega, desde sus nuevas bases norteafricanas.

En esta época inició un notable proceso de despoblamiento de la isla y la formación, cerca de Roma, de una colonia corsa en Porto (Ostia), en la que al parecer más adelante nació el papa Formoso (891-896).

Córcega permaneció nominalmente unida al Imperio romano de Oriente hasta que en 774, Carlomagno derrotó a los longobardos en Italia y conquistó la isla, que de ese modo pasó a pertenecer a la jurisdicción de los francos. Pero ya en 806 las incursiones de los moros, esta vez viniendo de la península ibérica se recrudecen; a pesar de haber sido derrotados varias veces por los lugartenientes del emperador Carlomagno, los moros consiguieron retomar el control de la isla brevemente en 810. Por último, fueron expulsados de la isla por una expedición liderada por el hijo del emperador, los musulmanes siguieron sin darse por vencidos y siguieron hostigando Córcega con sus incursiones.

Tratando de acabar con ese estado, en 828 se encomendó la defensa de la isla a Bonifacio II, conde de la Marca de Toscana, que dirigió una expedición punitiva y victoriosa directamente contra los puertos norteafricanos desde los que partieron las incursiones árabes contra las costas del Tirreno. A su regreso Bonifacio construyó una fortaleza cerca de la punta Sur de Córcega, fundando de ese modo el núcleo fortificado de la ciudad de (Bonifacio), frente al estrecho de Bonifacio que separa Córcega de Cerdeña, y dejando así su nombre en los topónimos correspondientes.

La guerra contra los sarracenos, que desde hacía algún tiempo habían reanudado sus ataques, continuó con el hijo de Bonifacio, Adalberto, que heredó el cargo en 846. Sin embargo, los sarracenos siguieron dominando algunas bases en la isla hasta 930.

Córcega, que durante ese tiempo se encontraba unida al reino de Berengario II de Italia, rey de Italia, pasó a ser refugio de su hijo Adalberto en 962, después de que Berengario fuera destronado por Otón I el Grande. Adalberto consiguió mantener el control de Córcega y pasó el control a su hijo del mismo nombre Adalberto, que fue después derrotado por las fuerzas de Otón II. Esto determinó, pues, el paso de la isla a la Marca de Toscana, y el último Adalberto solo fue responsable de la isla de Córcega.

En este periodo se implantó la anarquía feudal que vio como estallaban luchas entre pequeños señores locales ansiosos por extender sus pequeños dominios. Entre estos destacan los condes de Cinarca, que se consideraban descendientes directos de Adalberto y trataron de extender su dominio a toda la isla. Esa pretensión se encontró con notables obstáculos y originó desencuentros que se prolongaron a lo largo de siglos: para contrarrestar las tenaces ambiciones de los feudatarios, aún en el siglo XIV Sambucuccio de Alando se situó a la cabeza de una especie de Dieta que se oponía a sus pretensiones, relegando a los señores a la parte suroeste de la isla. Esta parte de la isla adoptó el nombre de "Tierra de los Señores" (Pomonte), mientras que en la parte restante de la isla se afianzó definitivamente un régimen que unió entre sí a comunas autónomas (siguiendo el modelo análogo desarrollado en Italia desde el siglo XI). Ese territorio adoptaró el nombre de "Tierra de Comunas" (Cismonte).

La división duró mucho tiempo (hasta el siglo XVIII) y es la razón principal de las diferencias en el desarrollo social, económico y hasta lingüístico entre las dos partes de la isla, con el norte más unido a Italia y con un idioma más influido por el toscano.

Desde el punto de vista organizativo, en la Tierra de Comunas, cada uno de los principales municipios o comunas estaba a la cabeza de una Pieve, una parroquia principal de la zona, y nombraba mediante sufragio universal que incluía a las mujeres, un número variable de representantes llamados "Padres de la Comuna", responsables de la administración de la justicia y de la elección de su presidente, llamado podestá, que coordinaba la operación. Los podestás de varias Pieves, a su vez, elegían a los miembros de un Consejo Superior, llamado "Consejo de los Doce", responsable de las leyes y reglamentos que regulaban la Tierra de Comunas. Los "Padres de la Comuna", además, elegían por cada Pieve un "Caporal", un magistrado responsable de la protección y de la salvaguarda de las capas más pobres de la población. Este Caporal se encargaba de garantizar que los más desfavorecidos no sufrieran abusos y que tuvieran asegurada la justicia.

Muchas de las tierras de esta región se consideraban propiedad común de los colectivos comunales. La abolición total de las propiedades comunes, que se inició en la segunda mitad del siglo XIX por parte de los franceses, tuvo consecuencias muy graves para la economía corsa.

En Cinarca (Tierra de los Señores) los barones feudales mantenían sus prerrogativas, al igual que los que controlaban Capo Corso, y juntos constituían una amenaza al sistema en vigor en la "Tierra de Comunas".

Para poder hacer frente a esa amenaza, en 1020 los magistrados de esta última solicitaron la intervención de Guglielmo Marchese di Massa (de la familia más tarde conocida como Malaspina), quién al llegar a la isla, consiguió someter a los barones del Conde de Cinarca y estableció un protectorado en Córcega del que se ocupó él mismo, y que transmitió después a su hijo.

Hacia finales del siglo XI, el Papado cuestionó, basándose en documentos falsificados conseguidos en una presunta donación de Carlomagno, que como mucho había establecido una reversión de su dominio en favor de la Santa Sede, la soberanía sobre Córcega. Esta reivindicación tuvo un amplio respaldo en el interior de la propia isla, empezando por sus clérigos, y en 1077 los corsos se declararon súbditos de Roma.

El papa Gregorio VII (1073-1085), en plena querella de las Investiduras con el emperador Enrique IV, no asumió directamente el control de la isla, pero se lo confió al obispo de Pisa, Landolfo, al que invistió con el cargo de legado pontificio para Córcega. Después de ese acontecimiento, el titular de la cátedra arzobispal pisana pasó a ser también primado de Córcega (y de Cerdeña), cargo que siguen ostentando a nivel honorífico hasta nuestros días. Catorce años después, el papa Urbano II (1088-1099), a instancias de la condesa Matilde de Canossa, confirmó las concesiones de su predecesor mediante la bula Nos igitur. El título de legado pontificio pasó entonces a Daiberto, establecido en la cátedra de Landolfo.

La asignación como sufragáneos del obispado corso hizo que el obispo de Pisa asumiese el título de arzobispo.

Pisa, con su puerto, mantenía desde la época romana estrechos vínculos con la isla, extendiendo a la vez que su propia potencia como República marítima crecía su influencia política, cultural y económica.

A la administración episcopal siguió inevitablemente la presencia de la autoridad política de los Jueces (magistrados administrativos) de la República toscana, que pretendía en breve espacio de tiempo hacer resurgir Córcega y marcarla profundamente, incluso después de la sensible pérdida de control de la isla que siguió a la desastrosa derrota sufrida por los pisanos a manos de los genoveses, en la batalla de Meloria (1284). A pesar de lo que aún hoy en día se juzga generalmente como buen gobierno de la República de Pisa, no faltaron en Córcega motivos de descontento. Parte del clero y de los obispos de la isla veía con malos ojos la sumisión al arzobispo de Pisa, a la vez que la creciente potencia de la República de Génova, tradicional rival de la de Pisa y consciente del valor estratégico de Córcega, unía a las quejas de los corsos ante la corte papal de Roma sus propias intrigas para conseguir una modificación de la asignación de la isla en su propio provecho.

Así, tras un periodo durante el cual el papado no adoptó una posición clara y coherente, en 1138 el papa Inocencio II (1130-1143) estableció una solución de compromiso, y dividió la jurisdicción eclesiástica de la isla entre los arzobispos de Pisa y de Génova, firmando así el inicio de la influencia ligur en Córcega, que se concretó más en 1195 con la ocupación genovesa del importante puerto y fortaleza de Bonifacio.

Los pisanos durante veinte años trataron de retomar la ciudad sin conseguirlo, hasta que en 1217 el papa Honorio III (1216-1227), que intervino como mediador, tomó formalmente el control de la plaza. Sin embargo la mediación papal no sirvió para que la lucha entre Pisa y Génova cesara. Además su influencia hizo que repercutiera en la isla durante todo el siglo XIII la lucha entre güelfos y gibelinos que se estaba desarrollando en toda Italia.

En el ámbito de esta lucha (y siguiendo un esquema que ya se había producido y que se repetiría más adelante muchas veces favoreciendo las dominaciones), los notables de la Tierra de Comunas invocaron la intervención del marqués Isnardo Malaspina. Los pisanos reaccionaron instaurando un nuevo conde de Cinarca, y la guerra invadió la isla sin que ni el partido genovés ni el pisano consiguieran imponerse de modo claro hasta que la batalla de Meloria 1284 inclinó definitivamente la balanza en favor de Génova que, a partir de ese momento, extendió de modo progresivo su influencia en Córcega.

La influencia pisana ha permanecido en la toponimia, que se desarrolla a partir de este periodo, y en la onomástica (siguen estando en Córcega muy difundidos apellidos de origen toscano), en el idioma local (de tipo toscano fundamentalmente en la región de Bastia y de Capo Corso) y en algunos de los más notables ejemplos de arquitectura románica que han permanecido en la isla, testimonio también del deseo de edificar (iglesias y edificios públicos: en todas las catedrales de Nebbio, Mariana, San Michele de Murato, San Giovanni de Carbini, Santa María la Mayor de Bonifacio, San Nicolás de Pieve) y de construir infraestructuras (carreteras, puentes, fortalezas y torres).

Pero incluso después del comienzo del dominio genovés, Pisa mantuvo intensas relaciones con Córcega, como queda demostrado en el abundante corpus documental relativo a Córcega que se encuentra aún hoy en día en la Curia de Pisa, en la que durante mucho tiempo hubo anexo un colegio para seminaristas corsos.

Poco mencionado, aunque significativo, es el hecho de que el Nielluccio, uno de los viñedos más famosos en la isla (similar al Sangiovese de Toscana) y base del vino corso Patrimonio, fuera llevado a Córcega por los pisanos en el siglo XII.

A partir del dominio pisano, y en los siglos siguientes, hasta el XX, nunca dejó de haber relaciones culturales entre la isla, Pisa y la Toscana, como se puede ver también en la penetración de elementos claramente toscanos e incluso de fragmentos enteros de la Divina Comedia de Dante en el rico repertorio de proverbios y canciones polifónicas tradicionales (paghjelle) de la isla.

Durante esa época ganó prestigio en Córcega también el toscano vulgar, que pasó a convertirse en la lengua oficial. Pisa fue también la primera de las sedes universitarias (a la que seguirán Roma y Nápoles) a las que acudieron los estudiantes corsos: por esa razón se convirtió en proverbio de la isla decir habla en crusca a aquellos que utilizaban un perfecto italiano: esta costumbre siguió hasta avanzado el siglo XIX. Estudiaron en Pisa Carlos y José Bonaparte, Antonmarchi (médico de Napoleón en Santa Elena), el poeta Salvatore Viale, el higienista Pietrasanta, médico de Napoleón III y en algunos casos como el de Angeli, Farinola, Pozzo di Borgo y otros a formar parte del cuerpo docente y rector de la Universidad de Pisa.

El 12 de junio de 1295, para complicar aún más la situación en Córcega, tras la derrota de los pisanos en la batalla de Meloria que hacía que éstos perdieran el control de la isla, intervino el papa Bonifacio VIII (1294-1303), invistiendo al rey Jaime II de Aragón como soberano del nuevo reino de Cerdeña y Córcega (Tratado de Anagni).

Sin embargo los aragoneses no se decidieron a atacar Cerdeña hasta 1324, acabando así con cualquier deseo que pudieran albergar aún los pisanos en cuanto a controlar el norte de Cerdeña y Córcega.

Durante ese tiempo Córcega siguió viviendo en una situación de independencia hasta 1347, época en la que se convocó una gran asamblea de Caporales y Barones que, guiados por Sambucuccio de Alando, decidieron ponerse bajo la protección de Génova y ofrecer a la República Ligur la total soberanía sobre la isla, que se ejercería mediante un gobernador. Según constaba en dicha oferta, Córcega pagaría de modo regular tributo a Génova, que a su vez se encargaría de proteger la isla de los repetidos ataques de los piratas berberiscos (que proseguirán de modo discontinuo hasta el siglo XVIII), y garantizaría el mantenimiento de las leyes corsas y de sus estructuras y costumbres de autogobierno local, que estaban reguladas por el Consejo de los Doce en el Cismonte, y por el Consejo de los Seis en el Pumonte. Los intereses isleños se representarían en Génova mediante un "Oratore".

En esa época toda Europa estaba viéndose afectada por el azote de la peste negra, que también llegó a Córcega y causó numerosas víctimas en el mismo momento en que se afirmaba la supremacía genovesa. El acuerdo entre Caporales y Barones pronto resultó violado y tanto unos como los otros mantuvieron pugnas que afectaban la instauración eficaz del dominio genovés en Córcega. En esta situación el rey Pedro III de Aragón reclamó sus derechos de soberanía sobre la isla.

Con este estado de cosas aparece en escena el Barón Arrigo della Rocca, conde de Cinarca, quien con el apoyo de las tropas aragonesas en 1372 asume el total control de la isla, dejando únicamente el extremo norte y unas pocas plazas marítimas fortificadas bajo control genovés. Su victoria empujó a los barones de Capo Corso a pedir de nuevo auxilio a Génova, que pensó que el tema se solucionaría creando con el gobernador de la isla una especie de compañía comercial que se llamó "Maona", formada por cinco personas y que trató de sobornar a Arrigo para que se volviera contra los aragoneses, aunque sin resultados satisfactorios.

La Maona era un consorcio de comerciantes (a veces de carácter familiar) que utilizó a menudo Génova, especialmente entre los siglos XIII y XV, con funciones de gobierno también en las colonias orientales. Entre las primeras Maonas hay que mencionar la de la isla de Quíos, en el Egeo, instituida en 1347, entre cuyos miembros se originó la famosa familia noble genovesa de los Giustiniani.

Al proseguir las tensiones, en 1380, cuatro de los cinco miembros de la Maona dimitieron ante Génova de sus cargos, dejando únicamente a Leonello Lomellino para que ejerciera funciones de gobernador en solitario. En ese tiempo, Lomellino fundó, en 1383, la ciudad de Bastia, destinada a convertirse en el núcleo más importante de la dominación genovesa y capital de la isla (hasta que dichas funciones pasaron a Ajaccio, tras la invasión francesa del siglo XVIII).

Pero no fue hasta 1401, tras la muerte de Arrigo, cuando la autoridad genovesa se restableció formalmente en toda la isla, a pesar de que la misma Génova en ese tiempo caía en manos de los franceses: entre 1396 y 1409, de hecho, Carlos VI de Francia fue señor de Génova, ciudad que gestionó mediante el gobernador Jean Le Meingre señor de Boucicault. Bajo su gobierno en 1407 se fundó el Banco de San Giorgio, un potente consorcio de prestamistas privados a los que se confiará pasado el tiempo la administración de los ingresos del Estado y el gobierno de numerosas tierras y colonias, entre ellas Córcega.

Así pues, Lomellino fue reenviado a Córcega en 1407 como gobernador a cuenta de Carlos VI de Francia y tuvo que enfrentarse a Vincentello d'Istria quien, tras obtener privilegios del Casal de Barcelona, se había declarado mientras tanto Señor de Cinarca y había agrupado en torno a sí toda la Tierra de Comunas -incluida Bastia-, y se había proclamado Conde de Córcega desde 1405. Los esfuerzos de Lomellino no tuvieron éxito alguno y en 1410 Génova (que había recuperado su independencia) solo controlaba en la isla las plazas fortificadas de Bonifacio y Calvi.

Una vez más, una revuelta interna acabó con la virtual independencia de Córcega: la revuelta de un feudatario y del obispo de Mariana hizo que Vincentello perdiera el control de la Tierra de Comunas y, mientras acudía a Aragón para solicitar ayuda, los genoveses pudieron completar rápidamente la reconquista de toda la isla.

Sin embargo, el complejo juego de alianzas y enemistades locales no permitió que dicha reconquista fuese duradera. Lo que volvió a encrespar los ánimos fue el Cisma de Occidente y la lucha por la investidura papal que se produce alrededor del último antipapa aviñonés, Benedicto XIII, apoyado por los obispos corsos favorables a Génova por una parte, y la del antipapa Juan XXIII, apoyado por los partidarios de Pisa.

Vincentello, que había conseguido desembarcar en la isla dirigiendo una fuerza militar aragonesa, consistente en tres galeras y una galera de infantería, no encontró grandes obstáculos y se aprovechó de las rivalidades cruzadas para asumir fácilmente el control de la Cinarca y de Ajaccio. Tras aliarse con los obispos pro-pisanos, amplió su influencia a la Tierra de Comunas y construyó el castillo de Corte: en 1419 la influencia genovesa en la isla se había vuelto a quedar reducida a los núcleos de Calvi y Bonifacio, mientras Vincentello, con el título de Virrey de Córcega, establecía a partir de 1420 la sede de su gobierno en Biguglia.

En estas circunstancias, Alfonso IV de Aragón se presentó con una gran flota en el mar corso, con el objetivo de tomar posesión personalmente de la isla para anexionarla al Reino de Cerdeña y Córcega. Tras la caída de Calvi, ciudad que siempre tuvo gran influencia genovesa, siguió resistiendo animada por las intrigas de los partidarios de la República de Génova.

Durante ese período, la resistencia de Bonifacio hizo que los sitiadores para que acabaran con el bloqueo de la ciudad que, una vez obtuvo la confirmación de sus privilegios, se convirtió de hecho en una especie de microrrepública independiente bajo protección de los genoveses. Poco después, el descontento debido a unos elevados impuestos hizo que estallara una revuelta general contra Vincentello, quien, en un intento de dirigirse a Sicilia, resultó prisionero en un golpe de mano en el puerto de Bastia y, conducido a Génova como rebelde y traidor, fue decapitado el 27 de abril de 1434.

La lucha entre las facciones pro-genovesas y pro-aragonesas prosiguió en la isla, y el dogo genovés Giano di Campofregoso recuperó el control de Córcega, apoyándose en la mayor capacidad artillera (1441). Con motivo de dicha reconquista se funda y fortifica la ciudad de San Fiorenzo (1440).

La reacción aragonesa llevó la lucha a su punto culminante. En 1444 desembarcó en la isla un ejército pontificio compuesto por 14 000 hombres, enviada por el papa Eugenio IV. Este ejército, sin embargo, fue derrotado por las milicias corsas controladas por Rinuccio da Leca, encabezando una liga que reunía a casi todos los Caporales y Barones locales. Sin embargo, una segunda expedición obtuvo la victoria y el propio Rinuccio murió en batalla en el frente de Biguglia.

1447 puede considerarse un año crucial para el control genovés de Córcega. En este año accede a la silla papal Nicolás V, natural de Sarzana, en la región ligur, y por esa razón muy unido a la República de Génova. Era un hombre enérgico y culto, y uno de los introductores en Roma del espíritu del Renacimiento. De modo inmediato hizo valer los derechos papales sobre la isla (cuyas principales plazas estaban bajo control de las tropas pontificias) y los cedió a Génova.

De ese modo se pasó a un periodo en el que la isla pasa a estar controlada ampliamente por la República genovesa exceptuando Cinarca, bajo control nominal de los aragoneses mediante el dominio más concreto de los Señores locales, y de la Tierra de Comunas, que mediante una asamblea de sus jefes, en 1453 decide ofrecer el gobierno de toda la isla al Banco de San Giorgio, la potente compañía comercial y financiera establecida en Génova en 1407, que lo acepta.

Una vez expulsados los aragoneses de la isla (de cuyo paso por Córcega quedará el emblema de la Cabeza Mora, desarrollado tras la Reconquista), el Banco de San Giorgio empezó una auténtica guerra contra los Barones isleños, cuya resistencia organizada termina en 1460, cuando los cabecillas son detenidos y desterrados a Toscana. Aún tendrían que transcurrir dos años de luchas para conseguir someter por completo la isla, hasta 1462, en que el capitán genovés Tommasino da Campofregoso, de madre corsa, hizo valer con éxito sus derechos familiares para reafirmar el control total de la República también en el interior de la isla.

Solo dos años después, en 1464, Génova, y con ésta Córcega, cae en manos de Francesco I Sforza, duque de Milán. A su muerte, en 1466, la autoridad milanesa en la isla se desvaneció por las habituales turbulencias internas y, una vez más, tan solo las ciudades costeras permanecieron de modo efectivo bajo la tutela de las potencias continentales. En 1484 Tommasino da Campofregoso convenció a los duques Sforza para que le confiaran el gobierno de la isla, consiguiendo el control de las fortalezas. En ese tiempo consigue consolidar el poder interno, aliándose con Gian Paolo da Leca, el más poderoso de los Barones isleños.

Tres años después la situación se volvía a mover. Un descendiente de los Malaspina, que ya habían tenido relación con Córcega en el siglo XI, Jacopo IV de Appiano, príncipe de Piombino, fue llamado para que interviniese en favor de aquellos que se oponían a Tommasino, y así el hermano del príncipe, Gherardo conde de Montagnano, se proclamó conde de Córcega y, tras desembarcar en la isla, se apoderó de Biguglia y de San Fiorenzo. Más que oponerse a Gherardo, Tommasino restituyó discretamente las prerrogativas en favor del Banco de San Giorgio, que durante ese tiempo refundó y fortificó Ajaccio (1492) cerca del lugar de la antigua Aiacium romana. La decisión de Tommasino fue criticada por otros miembros de su familia y por Gian Paolo da Leca, con razón, puesto que en cuanto el banco terminó con Gherardo, apuntó sus armas contra los belicosos barones corsos, a los que no consiguió someter hasta 1511, y esto tras larga y sangrienta lucha.

Durante su gobierno, el Banco de San Giorgio demostró escasa visión y perspicacia política, optando por una búsqueda del beneficio más inmediato en lugar de buscar una estrategia de integración, e instaurando de ese modo un régimen colonial sobre Córcega.

Se fomentó el desarrollo de los bosques, pero los principales beneficios eran para el Banco, que imponía a la isla unas tasas de tal magnitud que de hecho impedía cualquier posibilidad de desarrollo local. A lo largo de todas las costas de la isla se reconstruyeron y en gran parte se construyeron ex novo torres de vigilancia y defensa (muchas de ellas aún subsisten hoy en día) para disponer de un sistema de alerta contra las incursiones de los piratas berberiscos, unido a las patrullas marítimas. A pesar de que no se eliminará del todo (permanecerá hasta el siglo XVIII), esta plaga se controló, aunque más para proteger los intereses económicos coloniales que para brindar protección a la población corsa, que seguirá sufriendo las sangrientas incursiones de los piratas, virtualmente impunes cuando actuaban en las zonas de costa que el banco consideraba sin interés estratégico y económico.

En gran parte, las instituciones locales (entre las que se distinguía por su realmente avanzado concepto político la organización de la Tierra de Comunas) fueron abolidas o vaciadas de contenido y competencias concretas. Los notables corsos ni siquiera pudieron gozar por completo de los derechos de ciudadanía, sin hablar de acceder a la oligarquía republicana genovesa, que por definición les estaba cerrada.

Los intentos de rebelión fueron generalmente reprimidos con gran dureza, utilizando con frecuencia el recurso a la pena de muerte; o alternativamente aplicando el principio de "divide y vencerás", manejó hábilmente (incitándolas cuando era necesario) querellas locales o inicios de guerra civil, utilizando esos desencuentros para debilitar las fuerzas y la moral de los señores de la isla y por tanto a vacunarse contra alianzas que pudieran dar lugar a un levantamiento general. Se desarrolló la cultura de la vendetta y del bandolerismo, que lejos de desaparecer se afianzaron. Todo esto mientras en Europa, y especialmente en la vecina Italia peninsular, florecía el Renacimiento.

A las desgracias políticas se unieron epidemias de peste y el encarecimiento del coste de la vida que sirvieron para que el proceso de empobrecimiento y embrutecimiento de la isla, además de exacerbar el odio de los corsos hacia el dominio genovés.

Durante la primera mitad del siglo XVI, Francia ―que se estaba desarrollando como estado y potencia europea― empieza a colocar sus peones en el Mediterráneo por lo que manifiesta interés por Córcega e Italia. En este marco, Enrique II de Francia concibe un proyecto para apoderarse de la isla, aprovechándose de la torpeza de la política de los genoveses y el resentimiento de los corsos enrolados en los ejércitos franceses como mercenarios.

Tras firmar en 1553 un tratado de cooperación con el sultán otomano Solimán el Magnífico, el rey de Francia se garantizó no solo la neutralidad, sino también la colaboración de la flota turca en el Mediterráneo. Solo dieciocho años después, en 1571, el avance turco hacia Europa se detendrá en la batalla de Lepanto con una flota multinacional dirigida principalmente por España y Venecia, en la que Francia no participa.

Poco después de la firma del tratado entre Francisco I de Francia y Solimán, la flota franco-turca se presentó ante las costas de la isla y la atacó, sitiando a la vez todas las fortalezas costeras. Bastia cayó casi sin luchar, mientras Bonifacio resistió mucho tiempo y solo cedió ante la promesa a la guarnición de respetar la vida de los sitiados, promesa que los turcos incumplieron, ya que una vez la ciudadela se rindió toda la guarnición fue masacrada y la ciudad saqueada. Pronto cayó toda la isla, salvo Calvi que siguió resistiendo.

Preocupado por la acción francesa, que abría decididamente las puertas a los otomanos en pleno corazón del Mediterráneo occidental, intervino el rey de España y emperador de Alemania, Carlos V, que a su vez invadió la isla a la cabeza de sus tropas y las de Génova. En los años siguientes (los Turcos habían desembarcado brevemente solo en Bonifacio), alemanes, españoles, genoveses y corsos lucharon ferozmente por las fortalezas de la isla.

De ese modo se llega a 1556, fecha en la que se produce una tregua que dejaba momentáneamente a Francia el control de toda la isla, salvo Bastia, que anteriormente había vuelto a ser conquistada por genoveses y españoles. El gobierno francés, más moderado que el genovés, consiguió simpatías entre la población, también gracias a la acción de los corsos al servicio de Francia, entre los que estaba, con el grado de coronel, el mercenario Sampiero di Bastelica.

Sin embargo, en 1559, las conclusiones de la Paz de Cateau-Cambrésis dispusieron la restitución de Córcega al Banco de San Giorgio. Los responsables del banco procedieron inmediatamente a imponer duros impuestos para tratar de resarcirse de los gastos de guerra (impuestos que gran parte de los corsos se negaron o estuvieron en medida de pagar) y, violando el tratado, que preveía una amnistía general, procedieron a confiscar todos los bienes de Sampiero, de su esposa Vannina d'Ornano, y de otros corsos que habían servido al lado de Francia.

Sampiero, establecido en Provenza, no se dio por vencido y empezó a trabajar para agrupar en torno a él una parte significativa de los notables de la isla enfrentados a Génova, mientras paralelamente buscaba apoyos para su proyecto de separar la isla de la República de Génova. Se dirigió con ese objetivo a Catalina de Médicis, entonces reina regente de Francia tras la muerte de su marido durante los festejos de celebración de la Paz de Cateau-Cambrésis. Sin embargo, Catalina se negó a apoyar a Sampiero, al no querer implicarse en una operación que hubiese reabierto la larga guerra que acababa de terminar.

No tuvo más suerte un intento en ese sentido con Cosme I de Médicis, que también quería adueñarse de Córcega, pero pretendía hacerse con ella solo mediante tratados con las potencias europeas, puesto que sabía que Toscana no estaba en condiciones de desafiar abiertamente a los genoveses.

Fracasado un posterior intento de conseguir el apoyo de los Farnesio de Parma, Sampiero, que había conseguido credenciales diplomáticas francesas, consiguió ir personalmente al norte de África y a Constantinopla para suplicar al Sultán que interviniese para convertir Córcega en provincia otomana, lo que resulta significativo para entender hasta qué punto Génova se había hecho odiosa entre los corsos agrupados alrededor del antiguo coronel de los franceses. La misión de Sampiero en Oriente terminó de hecho en fracaso porque mientras tanto Cosme I, conocedor de los proyectos del corso para instalar a la potencia otomana justo frente a las costas toscanas, había advertido de la iniciativa a los genoveses, cuyos embajadores se habían adelantado a Sampiero y convencido a los ministros turcos para que rechazaran la propuesta.

Mientras Sampiero estaba en Oriente, su mujer, Vannina d'Ornano, dueña de feudos confiscados por Génova, había tratado de recuperarlos buscando personalmente un acuerdo con la Serenísima República de Génova. Al enterarse Sampiero de estas gestiones al regresar a Francia, no dudó en reaccionar ante lo que consideraba una sangrienta traición, matando a un amigo corso que había permanecido para cuidar a su esposa y estrangulando personalmente a su esposa y a las dos damas de compañía que la cuidaban en su ausencia. Sampiero reivindicó los homicidios como delito de honor burlando de este modo a la justicia francesa. Llevado por un gran entusiasmo y una buena dosis de desesperación unida a sus vivencias personales, desembarcó en julio de 1563 con un puñado de seguidores en Propriano, en el golfo de Valinco, con el deseo de expulsar a los genoveses de la isla.

Mientras tanto los genoveses, una vez conscientes (aunque tarde) del nefasto papel político desempeñado por el Banco de San Giorgio en la administración de Córcega, habían decidido asumir el control directo a partir de 1562, instalando un gobernador en la isla.

En muy poco tiempo Sampiero consolidó las alianzas locales, preparadas desde mucho tiempo antes, consolidando un ejército de 8000 hombres, con el que llevó a cabo una sangrienta serie de golpes de mano a los que el gobierno genovés se opuso tanto por las armas como azuzando las rivalidades entre los notables isleños. Tras años de una guerra caracterizada por una extrema ferocidad por ambas partes, por matanzas, saqueos, incendios de cosechas y de poblaciones, los genoveses explotando el odio de los familiares de Vannina consiguieron reclutar entre ellos a unos sicarios que, en 1567 mataron a traición a Sampiero y llevaron su cabeza al gobernador de Génova. El presunto nombre del asesino de Sampiero, Vittolo pasó así a convertirse en paradigma del traidor en la fantasía corsa popular y aún hoy guarda ese significado.

La lucha prosiguió durante algún tiempo encabezada por un jovencísimo hijo de Sampiero, Alfonso, pero los rebeldes corsos, sin el experto liderazgo de Sampiero y sin recursos militares, se desanimaron y buscaron la paz, a la que se llegó en 1569 con el pacto entre Alfonso y el genovés Giorgio Doria.

Se llegó también al final de la guerra gracias a que, ya en los últimos momentos de la lucha, la República de Génova parecía haber comprendido que la excesiva dureza mostrada en la administración y en la explotación de Córcega incitaba a sus habitantes a rebelarse ante las miserias infligidas, y había preparado una política más moderada y equilibrada para recuperar el apoyo de la población.

El dispositivo de paz preveía una amnistía y la liberación de rehenes y prisioneros, la concesión a los corsos de libertad de movimiento de y hacia Italia y libertad para disponer directamente de sus bienes, condonación y prórroga fiscal de cinco años. Se ofreció a Alfonso la restitución de los feudos de Ornano que, confiscados, estaban en el origen de la tragedia familiar, siempre que él, junto a sus más cercanos colaboradores, se exiliara, como hizo trasladándose a Francia.

Con intención de pacificar la isla de modo duradero y reconocer, además de los derechos más básicos, elementos de autogobierno local significativos, en 1571 Génova (que se había vuelto a ocupar directamente de Córcega desde el final de la administración del Banco de San Giorgio en 1562) instituyó los Estatutos Civiles y Militares que, desde ese momento en adelante, regularían, al menos sobre el papel, el derecho y la administración en la isla.

Sucesivamente enmendados y ampliados, los Estatutos resultaron ser un buen instrumento institucional y, en parte trasladadas a la Constitución paolina de 1755, seguirán parcialmente en vigor hasta la conquista francesa (1769).

Desde el punto de vista administrativo Córcega pasó a depender, a partir de ese momento, de una especie de ministerio especial con sede en Génova, el Magistrado de Córcega, que rendía cuentas de sus actuaciones ante los máximos órganos de la República, el Maggior Consiglio y el Minor Consiglio. En la isla residía un gobernador genovés, ayudado por un Vicario y por el Consejo de los Doce Nobles, inspirado en la institución similar de la Tierra de Comunas.

El territorio se subdividió en provincias, cada una de las cuales tenía a la cabeza un comisario (con sede en Bonifacio, Ajaccio y Calvi), o un lugarteniente (con sede en Corte o Aleria, Rogliano, Algaiola, Sartena y Vico). Las fortalezas en unos casos se repararon y en otros se consolidaron y ampliaron, además de disponer en ellas guarniciones más sólidas que en el pasado. Se reorganizaron las Cortes de Justicia y se les dotó de un complejo aparato burocrático. La vida pública se reorganizó sobre una cuidada redefinición de las comunidades rurales que pasaron a ser el núcleo básico del territorio desde el punto de vista institucional, fiscal y religioso, integrando la antigua red de las Pievi. Los pueblos, reunidos en parlamentos, elegían periódicamente sus Podestás o Padres del municipio, responsables de las funciones administrativas y de policía local, mediante el cargo, también electivo, de capitán de la milicia.

Las comunidades se gobernaban pues de modo bastante autónomo, sin intervención de la República, salvo casos excepcionales. En los pueblos del interior de la isla esta libertad de desarrollo fue tal que se creó una clase de notables a los que se llamó Principales. Los actos, tanto privados como públicos (elecciones locales y Grida del gobernador), se transcribían en los registros notariales, que eran remitidos de forma regular al Cancelliere de la sede provincial competente y durante un cierto periodo las autoridades locales pudieron enviar representantes propios al Gobernador o, incluso, a las autoridades centrales en Génova, para expresar exigencias particulares, denuncias por abusos graves o peticiones de ayuda en caso de calamidades como la sequía.

Se subdividió el territorio, desde el punto de vista fiscal y productivo, en círculos destinados a frutales y viñas, tomas, destinadas a las siembra, y tierras comunes, patrimonio colectivo de las comunidades, destinadas a pastos, a cultivos de temporada y huertos, a la recolección de frutos del bosque y a madera. Guardias forestales y jueces especializados se preocupaban de velar porque se respetaran los Estatutos en el tratamiento de las tierras.

Se definieron las leyes civiles y criminales, así como los impuestos, que fueron mucho más eficientes, a pesar de seguir basándose en la talla (imposición directa) y en la gabela como el escudo por bota para el vino, las mermas para otros productos, el boatico (venta forzosa a precio reducido de cebada y grano a las guarniciones establecidas en la isla) y diversos monopolios (el más importante el de la sal) en lo que concierne a la imposición indirecta.

Las ciudades costeras, algunas de las cuales estaban pobladas en su gran mayoría por gente originaria de Liguria (en especial Calvi, Bastia y Bonifacio), tenían diversos privilegios respecto a las localidades del interior (exenciones fiscales, inmunidades especiales), por lo que constituían un mundo aparte. Sede de los gobiernos provinciales, estas pequeñas capitales desarrollaron un patriciado similar al que se estaba desarrollando en ese momento en Italia, enriqueciéndose tanto con el comercio marítimo y con los beneficios derivados del ejercicio de funciones administrativas unidas al gobierno, como mediante las labores de explotación agrícola desarrolladas en las zonas del interior más cercanas. La clase del patriciado, llamados los Nobles (aunque en realidad se trataba de una burguesía urbana) controlaba el mercado de los cereales, el de la pesca, el de los préstamos y el de los artesanos, y manufacturas locales. Serán precisamente los miembros de esta clase los que, siempre deseosos de tener mayor prestigio y riquezas, encabezarán en el siglo XVIII la rebelión popular y constituirán la fuente de la Córcega independiente de Pasquale Paoli, y a continuación el primer elemento de legitimación local de los gobiernos franceses.

La República, tanto durante el siglo XVII como en el XVIII, recuperó las mejores ideas del Banco de San Giorgio para mejorar el cultivo de cereales en las regiones litorales, el cultivo del olivo (especialmente en Balagna) y el aprovechamiento forestal (en especial los castaños de Castagniccia). La red de carreteras de la isla se amplió y mejoró (algunos de los puentes genoveses aún siguen en uso), a la vez que especialmente en el Cismonte y en todas las ciudades de la costa tuvo lugar una intensa actividad de urbanización y reestructuración de edificios que caracterizó muchos centros históricos cuyo aspecto hoy sigue marcado por la fuerte influencia del estilo ligur y barroco de este periodo.

En las costas se reforzó el dispositivo de las torres de vigilancia y defensa, debido al recrudecimiento de las incursiones berberiscas, que fueron especialmente frecuentes y destructivas en las dos décadas que siguieron a la derrota de los turcos en Lepanto en 1571. Esto es normal, ya que la piratería venía a llenar el vacío dejado por la imposibilidad de acceder de otro modo a las riquezas de las que antes disponían a través del comercio y que ahora no era accesible debido a la derrota de su flota.

Las consecuencias de estas dos décadas de ataques, muy bien documentados y distribuidos a lo largo de todas las costas de la isla, fueron desastrosas y ocasionaron el despoblamiento de muchas zonas en los llanos, en un éxodo que no se conocía desde siglos antes. Como ejemplo se puede citar el caso de Sartena. En 1540 esta región tenía once centros mayores que a finales de siglo quedaron abandonados en su totalidad, si exceptuamos la propia Sartena, que tuvo que fortificarse y constituyó así refugio para toda la población circundante hasta el siglo XVIII en que, una vez pasado el peligro, pudieron resurgir los centros menores.

En ese mismo periodo la isla padeció dos epidemias de peste que constituyeron más adelante un grave obstáculo para poder llevar a cabo los planes de desarrollo preparados por la República, que a pesar de estar bien concebidos sobre el papel no tuvieron el éxito esperado. Las dificultades económicas mantuvieron la emigración de los corsos, que buscaron fortuna en el continente, muchos sirviendo como militares al servicio de las potencias extranjeras, desafiando la prohibición que en esa línea emitía Génova, preocupada por esta sangría que dificultaba sus planes de desarrollo y despoblaba los campos.

Además, dicha preocupación estaba justificada por la disminución de los ingresos fiscales debido a la falta de desarrollo. Esta merma en los ingresos era muy preocupante debido a los problemas financieros de la República, que se había arriesgado a financiar a la corona de España que, durante el siglo XVII, dejó de pagar los importante préstamos concedidos por los genoveses en los plazos estipulados, llegando incluso a declararse insolventes. Estas dificultades mermaron la capacidad económica de una República Genovesa, ya disminuida por la progresiva pérdida de todas sus colonias orientales a manos de los turcos y de la disminución del volumen de su comercio con el Levante, debido a la competencia de los franceses, que se unió a partir del siglo XVI, a la ya tradicional competencia ejercida por la Serenísima República de Venecia.

Además de restablecer la prohibición formal de emigrar, impuesta de nuevo a los corsos a pesar de lo que se establecía en los Estatutos, Génova trató de todos los modos posibles de impulsar la revalorización de las tierras de la isla, instituyendo también con ese objetivo la figura del Magistrado del cultivo y elaborando planes de desarrollo que sin embargo resultaron ineficaces en su mayor parte, pero de cuya calidad general da testimonio el hecho de que mucho más tarde serán copiados por los franceses en planes similares (por otra parte, también ineficaces durante mucho tiempo).

Uno de los puntos débiles de esos planes se debía al hecho de que se basaban, más que sobre una actuación del Estado (que tenía dificultades por sus problemas económicos), sobre la iniciativa privada mediante un complejo sistema de feudos y enfiteusis que lejos de iniciar una dinámica positiva acabó erosionando las tierras comunes impidiendo la disponibilidad plena a las comunidades locales y favoreciendo el lucro de algunos Principales y Nobles sin que la colectividad tuviera ventaja alguna.

Este fenómeno de expropiación y empobrecimiento de las comunidades corsas en beneficio de los terratenientes ricos se acelerará cuando este esquema sea propuesto de nuevo por los franceses, y acabará ocasionando daños sociales enormes y que desencadenarán en las rebeliones que, durante medio siglo, se dieron en Córcega tras la ocupación francesa, y que ocasionarán el fenómeno que pasará a la historia como Bandolerismo.

En este marco se implanta la llegada de unos cientos de griegos originarios de Laconia (región meridional del Peloponeso) huyendo del dominio otomano. Tras dar, con problemas, el consentimiento del primado pontificio estos prófugos se instalaron en 1676 en las tierras costeras a unos 50 km al norte de Ajaccio. En la región, llamada Paomia, los griegos fundaron una colonia en Cargese que, tras la ocupación francesa, ha mantenido casi hasta nuestros días su idioma y algunas tradiciones originarias, incluyendo el rito religioso oriental.

El éxito frustrado de los planes genoveses de desarrollo, que acabó por plantear la cuestión agrícola cuyas consecuencias se hacen sentir hasta nuestros días, en el contexto de una economía aún marcada por una explotación sustancialmente colonial y de restricción progresiva en la práctica de las escasas libertades de que gozaban los corsos, considerados de hecho súbditos y no ciudadanos de la República, acabó ocasionando una crisis que parecía llevar a Córcega a la ruptura definitiva con Génova, primero de modo gradual e imperceptible, y finalmente con la explosión de una nueva revuelta a partir de 1729.

La larga historia de los conflictos y violencias que ha caracterizado a Córcega a partir al menos de la caída del Imperio romano, había acostumbrado a sus habitantes a considerar la guerra algo habitual y había hecho del oficio de las armas uno de las principales actividades ejercidas por los corsos expatriados hacia los estados italianos (y en mucho menor medida hacia Francia) desde la Edad Media hasta la Edad Moderna. Recorriendo atentamente la lista de nombres de los capitanes mercenarios italianos, se puede observar que muchos de ellos eran originarios de Córcega y que, en algunos casos, contaban con batallones enteros de corsos.

Entre los destacamentos militares integrados en su totalidad por corsos que operaron fuera de la isla destaca la Guardia Corsa papal, que ejerció sus funciones durante varios siglos. A pesar de la poca fiabilidad de los documentos, normalmente se fecha en 1378, coincidiendo con el final del cautiverio de Aviñón, la fundación en Roma de un cuerpo militar compuesto exclusivamente por corsos con funciones de Guardia Pontífica y de milicia urbana, semejante a la actual Guardia Suiza.

No parece que haya documentos que certifiquen la creación de este cuerpo militar antes, a pesar de la presencia de una significativa colonia corsa en Porto (Fiumicino) y luego en el Trastévere (la iglesia de San Crisógeno fue basílica sepulcral de los corsos) certificada al menos desde el siglo IX y de hecho no se puede excluir una presencia organizada de milicias corsas en el seno de los ejércitos papales incluso mucho antes del siglo XIV, considerando el importante vínculo entre Córcega y Roma, ciudad de la que dependió la isla formalmente a partir del siglo VIII y hasta su definitiva entrada en la órbita genovesa.

La Guardia Corsa estará al servicio del Papa de modo ininterrumpido durante casi tres siglos y precederá en casi 130 años a la institución en 1506 de la Guardia Suiza. Su final se desencadena tras un incidente ocurrido en Roma el 20 de agosto de 1662 y es uno de los indicios de que los franceses comienzan a tener cada vez más influencia en la península itálica.

A mediados del siglo XVII la presencia en Roma de numerosas delegaciones diplomáticas de los Estados había acabado por crear una situación paradójica, respecto a las potencias mayores, que abusando del concepto de extraterritorialidad, habían dotado a sus embajadas de auténticas guarniciones militares (que se movían armadas por toda la ciudad) y llevado a la transformación de zonas enteras del centro de la ciudad en zonas francas, en las que los delincuentes y asesinos de todo tipo encontraban refugio e impunidad.

El papa Alejandro VII trató de remediar estos excesos. El rey de España y los representantes del Imperio aceptaron reducir sus milicias, pero el rey de Francia Luis XIV, en cambio, mandó a Roma a su primo Carlos III, duque de Créqui, como embajador extraordinario con una escolta militar reforzada, que poco tiempo después tuvo un grave enfrentamiento cerca del Puente Sixto con algunos miembros de la Guardia Corsa que patrullaban las calles de Roma, especialmente grave porque incluso los militares sin servicio en el cuartel acudieron para asaltar el vecino Palacio Farnesio, sede de la Embajada de Francia, exigiendo la detención de los militares franceses responsables del incidente. Se produjeron disparos en el momento en el que la esposa del embajador regresaba al Palacio Farnesio, con una numerosa escolta militar francesa. Un paje de la señora de Créqui fue herido de muerte y Luis XIV se aprovechó para elevar a sus mayores cotas un desencuentro con la Santa Sede que se había iniciado durante el gobierno del cardenal Mazarino.

El Rey Sol llamó a cuentas a su embajador, retirándolo de Roma; expulsó de Francia al del papa, se anexionó los territorios pontificios de Aviñón y amenazó seriamente con la invasión de Roma si el papa no le presentaba excusas y no se sometía a sus peticiones, que comprendían la inmediata disolución de la Guardia Corsa, la emisión de un anatema contra su país, el encarcelamiento como represalia de cierto número de militares y la condena como galeotes para otros muchos; el cese del Gobernador de Roma y la construcción cerca del cuartel de la Guardia de una columna de infamia y maldición para los corsos que se habían atrevido a desafiar la autoridad real francesa.

En un primer momento, el papa se opuso y trató de ganar tiempo, pero la real posibilidad de una intervención del ejército francés en Roma hizo que cediera. Se disolvió la Guardia Corsa para siempre y se encarceló a algunos de sus miembros, se erigió el monumento infamante, y se desterró de Roma al gobernador. En febrero de 1664 los franceses restituyeron los territorios de Aviñón y en julio, en Fontainebleau, el sobrino del papa, Flavio Chigi, fue obligado a humillarse y a presentar disculpas de Roma al rey de Francia, que cuatro años después dio permiso para destruir la columna infamante.

A lo largo de las negociaciones Luis XIV había visto el modo de ampliar su influencia en la península, convirtiéndose en protector de algunos príncipes itálicos al obligar al papa, siempre en el contexto de los desagravios por el asunto de la Guardia, a devolver Castro y Ronciglione al duque de Parma y a indemnizar al duque de Módena por sus derechos sobre Comacchio.

A pesar de no verse amenazada por nuevas invasiones (exceptuando las habituales incursiones piratas) ni por nuevos cambios de régimen ni de potencia ocupante, Córcega, durante el último siglo de dominación genovesa deriva hacia una crisis que la hará bascular, con muchas dificultades, del ámbito de influencia italiano al entorno francés. Ya la penetración genovesa en Córcega y su dominio había contribuido a alejar Córcega del área sociocultural y lingüística toscana y centro-italiana en la que se había movido desde el siglo IX: los Grida (bandos) del gobierno genovés, escritos en italiano, eran mejor comprendidos por los pastores analfabetos corsos que por los guardias de lengua ligur que acompañaban al pregonero que los anunciaba en los pueblos de la isla.

La crisis sufrida por Córcega durante el siglo XVII y luego en el XVIII es consecuencia de la crisis y declive de la República de Génova, en el marco más amplio del declive general que afecta a todos los estados de la Península italiana tras el Renacimiento, en contraposición a la creciente riqueza y potencia de otros estados europeos.

Génova entra en una situación clara de crisis mucho antes que Venecia y se verá amenazada de cerca y luego ocupada y disuelta como Estado independiente por Francia poco después de perder Córcega y, gastando gran parte de sus escasas fuerzas y recursos en el inútil intento de conservar el control.

Hay que tener en cuenta que la Liguria tiene hoy una superficie (5410 km²) netamente inferior a la de Córcega y que, incluso si en los tiempos de la República el territorio metropolitano era mayor (poco más de 6000 km²), Córcega representaba alrededor del 60 % de todo el territorio controlado por la Serenissima. También el dato demográfico es significativo: Liguria, que hoy tiene 1 760 000 habitantes, tenía solo 370 000 en el siglo XVII (que pasarán a 523 000 a la caída de la República en 1797) mientras Córcega tenía alrededor de 120 000 en el siglo XVII y no llegaba a los 165 000 a finales del XVIII.

Es pues evidente que la lucha que se desarrolló durante cuarenta años (de 1729 a 1768) entre Génova y su colonia era una lucha por la supervivencia (y de hecho Génova perderá su independencia menos de treinta años después de haber perdido la isla), y era muy importante para la República, que controlaba en el continente un territorio de menor tamaño al que se disputaba y sin contar en la metrópoli con una base demográfica significativa respecto a la corsa.

En este sentido se justifica la dureza de la guerra, su prolongación durante décadas influyó dramáticamente en el estancamiento de la población corsa, especialmente después de los estragos y destrucciones que siguieron afectando a Córcega en su lucha contra Francia (con episodios significativos al menos hasta la segunda década del siglo XIX) después de que Génova abandonara la lucha y esperara su final como Estado independiente.

En el origen de la rebelión corsa contra Génova, junto al odio hacia el gobierno genovés que no concedía a los corsos la ciudadanía, está la pobreza motivada por el fracaso de los planes de desarrollo de la isla. Córcega acabó viviendo de una economía de subsistencia, mientras en Europa por todas partes florecía el comercio y se acumulaban inmensas riquezas.

En cambio, en la isla, las medidas adoptadas por el gobierno de la República con el fin de estimular la agricultura, demasiado volcadas sobre la iniciativa privada, terminan haciendo surgir una burguesía parasitaria, que vive (salvo algunas excepciones, como en Capo Corso, en donde predomina la empresa comercial unida al transporte naval) sobre todo de rentas inmobiliarias cuando no de la pequeña usura, muy dañina, como por ejemplo cuando acaba dificultando la transhumancia ganadera y a amenazar la propia subsistencia de las comunidades campesinas quitando progresivamente espacio a las tierras comunes.

Esta situación hace crecer el descontento, por lo que vuelve a crecer el fenómeno de la vendetta y, consecuentemente, el muy difundido bandolerismo (al que recurren tanto los corsos descontentos con la justicia como los pastores expulsados de las tierras comunes), creando una situación de alarma y malestar social difuso que prefigura un clima de guerra civil.

La indiferencia de Génova ante esta evolución y el que su presencia solo se notara a la hora de exigir gabelas y de perseguir los delitos (tampoco todos y no siempre eficazmente), acabó haciendo crecer la ya tradicional tendencia isleña a la introversión y aumentando el odio contra la República. Cuando ésta intervenga para intentar (de modo tardío e incongruente) terminar con la muy extendida violencia, con la prohibición general para los corsos de llevar armas (una prohibición tanto más incomprensible e inaceptable cuanto se trataba de un pueblo acostumbrado a llevarlas), lo que pretendía pacificar será lo que encienda la mecha de la revuelta, gracias también a la disparidad de trato que se produce por la concesión arbitraria de salvoconductos e indultos (en lo relativo al derecho a llevar armas y a su uso), junto a la curiosa práctica de enrolar en sus milicias a los bandidos que no conseguía capturar.

Será precisamente la clase minoritaria de notables rurales y urbanos de la isla, a cuyo desarrollo había dado un impulso decisivo el grupo de medidas económicas privatizadoras del gobierno genovés, la que hará ver la situación modesta y a veces miserable del resto de la población y desencadenará en 1729 la revuelta independentista corsa.

Para compensar el descenso de ingresos debidos a la prohibición de llevar armas (costumbre muy difundida y por el que se pagaba una tasa), en 1715 Génova introdujo en Córcega la tasa general de los due seini. Esa tasa se había aparcado temporalmente, pero se había prorrogado varias veces sin que la prohibición de pasear armados ni la introducción de los Pacieri (magistrados para mediar pacíficamente en las vendettas) tuviera efectos significativos.

En 1729 se habló de volver a prorrogar los due seini por otros cinco años, justo en el momento en el que las malas cosechas de los últimos años y el endeudamiento de los campesinos alcanzaba niveles catastróficos. Por eso la visita de los recaudadores de los due seini, llevada por el lugarteniente de Corte en Pieve di Bozio, hizo saltar la chispa de la insurrección en el corazón de la Tierra de Comunas que, social y civilmente más avanzada que otras regiones desde la Edad Media, estaba menos preparada para soportar la crisis económica y la restricción de derechos. Un destacamento de soldados genoveses fue rodeado, desarmado, robado y, prácticamente desnudo, reenviado a Bastia a la vez que en toda la región sonaban las campanas y en las montañas el tradicional cuerno marino de los pastores llamando a la rebelión.

De ese modo se originó una revuelta campesina que, a principios de 1730, descendiendo de Castagniccia y de Casinca, saqueó la llanura de Bastia, afectando también a veces a la capital. Génova envió a la isla como nuevo gobernador a Gerolamo Veneroso (que había sido dogo entre 1726 y 1728) y este alcanzó una efímera tregua, invitando a las comunidades corsas a presentar sus reivindicaciones. En diciembre de 1730 los reunidos en la Consulta (asamblea) de San Pancrazio toman medidas relativas a la financiación de la insurrección y la constitución de milicias, cohesionando un grupo dirigente alrededor de algunos notables: Andrea Colonna Ceccaldi, Luigi Giafferi y el abate Raffaelli. A la revuelta se adhiere el bajo clero en lo que pronto se convertirá en causa nacional.

En febrero del año siguiente, 1731, una Consulta general en Corte establece formalmente las reivindicaciones que hay que dirigir al gobierno genovés, marcando una fase en la que los notables que encabezan la revuelta se preocupan de moderarla (reprimiendo a díscolos y maleantes) y de buscar salidas negociadas a la revuelta. En abril los teólogos de la isla se reúnen en Orezza, adoptando una actitud prudente, invitando a la República a cumplir con sus deberes para evitar unos desórdenes que son contemplados con indulgencia. El canónigo Orticoni viaja como emisario de una a otra corte en Europa, defendiendo las razones de su pueblo, especialmente ante la Santa Sede. La revuelta corsa se convierte pronto en asunto de interés europeo y llama la atención del embajador francés en Génova, que informa a su gobierno.

Mientras tanto, la anarquía y los desórdenes vuelven a ensangrentar la isla: la colonia griega de Paomia es agredida y amenazada con el exterminio, lo que marca la extensión de la rebelión, primero reducida al Cismonte, también al Pumonte, mientras se inicia el contrabando de armas especialmente desde Livorno, con ayuda de los corsos emigrados a Italia.

Algunos de los implicados, confiando como era costumbre en los apoyos externos, invocaron la ayuda de Felipe V de España (quien prudentemente evitará entrar en un conflicto en el que su sobrino, el rey de Francia Luis XV, tenía intereses) y con este objetivo modifican la bandera aragonesa con la Testa Mora: la venda que, en el original, cubría los ojos de la figura se transforma en una cinta en la frente para justificar la divisa, «Ahora Córcega ha abierto los ojos».

En agosto de 1731 Génova, una vez rotas las hostilidades e incapaz de afrontar sola la rebelión, obtiene del emperador Carlos VI (preocupado por una posible intervención de Felipe V, que le había privado del trono de España, del que se decía heredero, por medio de la Guerra de Sucesión de España) el envío de una expedición militar que desembarca en Córcega a las órdenes del barón alemán Wachtendonk para apoyar a las fuerzas del comisario extraordinario genovés, Camillo Doria. Tras ser derrotados en Calenzana (en febrero de 1732), las tropas imperiales, mejor dotadas en artillería y con 8.000 hombres, se imponen. Los cabecillas de la rebelión son desterrados y el arbitraje imperial garantiza, en enero de 1733, las graciosas concesiones que el Minor Consiglio genovés aprueba con el objetivo de desarmar las aspiraciones secesionistas y devolver la tranquilidad a la isla.

En realidad durante poco tiempo, ya que en el siguiente otoño (1733) estalla un nuevo foco rebelde en Castagniccia, esta vez dirigido directamente por un notable originario de la máxima instancia local que Génova había pretendido que colaborara con el gobernador, los Nobili Dodici. Entre estos había sido elegido Giacinto Paoli, que se sitúa al frente de la nueva rebelión. La isla vuelve a escaparse del control genovés (exceptuando las ciudades de la costa) y los rebeldes se organizan con la ayuda cada vez mayor de sus compatriotas en Italia. Se llega así a 1735, cuando una nueva Consulta general celebrada en Corte elabora, bajo la dirección del abogado Sebastiano Costa (un corso que regresa de Italia para apoyar la insurrección) una declaración constitucional que de hecho constituye a Córcega como estado soberano. El texto anticipa la Constitución paolina de 1755 y llama la atención de Montesquieu, que ve cómo a partir de ese momento encabezan la revolución corsa hombres inspirados por los más avanzados conceptos jurídicos e ilustrados difundidos en Italia.

En el mismo contexto, Córcega se pone bajo la protección de la Virgen María y se adopta como himno nacional el canto sacro «Dio vi salvi, Regina» compuesto a finales del siglo anterior por el jesuita Francesco de Geronimo, originario de la provincia de Tarento.

El Estado de Córcega concebido en Corte carece voluntariamente de soberano, con el objetivo más o menos manifiesto (además de liberarse de la República ligur) de invitar a algún monarca reinante europeo a reclamar Córcega. Sin embargo, a pesar de que muchos de ellos querrían apoderarse de la isla, el complejo equilibrio alcanzado tras la Paz de Westfalia invita a todos a la prudencia y juega a favor de Génova y de la increíble aventura de un cierto barón Teodoro de Neuhoff (1694-1756), un extraño aventurero de la pequeña nobleza alemana originario de Colonia y que había pasado por Francia y España antes de conseguir convencer a la comunidad corsa de Livorno para que lo apoyara como candidato al vacante trono de Córcega.

De ese modo, tras desembarcar en marzo de 1736 en Aleria con armas, cereales y ayudas en dinero, consigue con notoria habilidad y elocuencia ser acogido por Giacinto Paoli, Sebastiano Costa y Luigi Giafferi, que dirigen la rebelión, como una especie de Deus ex machina y se hace proclamar rey de Córcega. De naturaleza perspicaz, Teodoro demuestra comprender bien cuáles son las aspiraciones más profundas de los notables de la isla y se da prisa en instaurar una orden de la nobleza de Córcega, distribuyendo con liberalidad títulos pomposos a los cabecillas de la insurrección.

A pesar de esto, pronto se desencadenan disputas entre los nuevos nobles para tratar de acaparar los títulos que parecían más sugestivos, demostrando hasta qué punto las aspiraciones de los notables iban unidas a su propio progreso social que les negaba constitucionalmente Génova. Al malestar relacionado con las disputas sobre los títulos nobiliarios, se unieron pronto otros más serios relacionados con las vanas promesas de ayuda que Teodoro había usado para convencerlos de convertirlo en rey. Demostrando una vez más oportunismo y perspicacia, tras solo ocho meses de reinado, el efímero soberano, menospreciado por los genoveses, dejó Córcega en noviembre de 1736 con la excusa de reclamar las ayudas prometidas.

También en 1736 aparece, publicado por el abate corso Natali, el Desengaño en torno a la Revolución de Córcega, primer ejemplo significativo de la floreciente literatura apologética (escrita en italiano) que popularizará la lucha por la independencia de los corsos en los ambientes ilustrados de toda Europa.

Teodoro volverá a aparecer en Córcega solo dos años más tarde, para una breve tentativa frustrada de restauración y otra vez en 1743, con apoyo británico, pero igual resultado. La vida del rey de Córcega terminará en la pobreza en Londres en 1756 y su tragicómica historia será objeto de curiosidad en toda Europa, hasta el punto de ser protagonista de la ópera Il re Teodoro in Venezia de Giovanni Paisiello, que había tomado el personaje del que esbozó Voltaire en su Cándido''.

Una vez huido Teodoro, la lucha se estanca. Por una parte, los corsos rebeldes se han apoderado de la isla, pero no son capaces de conquistar las fortalezas costeras, por otra, los genoveses están confinados en los centros litorales y carecen de recursos humanos y financieros para poder lanzar una contraofensiva que les permita retomar el control total de la isla. En estas circunstancias Génova, carente de alternativas, acepta la ayuda que Francia le ofrece. Francia desea hacerse con Córcega (anticipándose a posibles movimientos de ingleses o españoles) pero sin iniciar abiertamente un conflicto europeo.

La estrategia de la Francia de Luis XV, bajo el gobierno primero del cardenal de Fleury y luego de Germain Louis Chauvelin y del duque de Choiseul, consistirá en instalar sus tropas en Córcega para apoyar al gobierno genovés, pero exigiéndole a este un pago por sus servicios, pago que la República de Génova no estaba en condiciones de satisfacer. Así, en febrero de 1738 desembarcan en Córcega las primeras tropas francesas al mando del general de Boissieux, que se propone como mediador, a pesar de que no logra contentar a nadie. En diciembre una columna francesa es derrotada por los rebeldes en Borgo y Boissieux es relevado de sus funciones, que pasan a Maillebois. Este decide atacar a los rebeldes. En julio de 1739 Giacinto Paoli (y su hijo Pasquale) y Luigi Giafferi se ven obligados a huir a Italia. En 1741, considerando pacificada la isla, Maillebois deja Bastia sin que la República de Génova, sola, sea capaz de mantener el control de la isla, que pronto se volverá a levantar en armas. El nuevo compromiso propuesto por Génova en 1743 tampoco sirve, ni la misión pacificadora emprendida en la isla por el franciscano Leonardo da Porto Maurizio en 1744.

En agosto de 1745 una nueva Consulta revolucionaria convocada en Orezza instituye un nuevo triunvirato a la cabeza de la rebelión. Está formado por Gian Pietro Gaffori, Alerio Matra e Ignazio Venturini, mientras el corso exiliado Domenico Rivarola (antiguo podestá de Bastia en 1724 y luego coronel del ejército sabaudo) consigue convencer a Carlos Manuel III de Cerdeña para que intente, con apoyo de los británicos (que también mostraban interés por la isla) y de los austriacos, una expedición contra Bastia. Entre 1745 y 1748, con la ayuda inglesa y sabauda, Domenico Rivarola consigue ponerse a la cabeza de los insurgentes y castigar duramente a los genoveses en Bastia, pero las divisiones entre los notables corsos minan los éxitos de esta iniciativa y en 1748 Rivarola muere en Turín, adonde se había dirigido en busca de nuevas ayudas.

Otra vez en situación comprometida, los genoveses volvieron a recurrir a Francia, que envió a Bastia tropas al mando del Mariscal de Cursay. Este, además de desarrollar un papel mediador, puso en marcha en la capital de la isla una academia y otras iniciativas culturales que tenían como objetivo fomentar la presencia de la cultura francesa en la isla. El excesivo celo mostrado por Cursay en esta acción propagandística en favor de Francia ante los corsos suscitó las iras de los genoveses. La República reaccionó en 1753, solicitando y consiguiendo que el mariscal y sus tropas salieran de la isla. Mientras tanto, algunos sicarios a sueldo de Génova asesinaban al cabecilla rebelde, Gian Pietro Gaffori.

Estas últimas acciones se encuadran en el marco del desarrollo de la Guerra de sucesión austriaca que, entre otras cosas, lleva a la ocupación de Génova por los ejércitos austriacos (con el famoso episodio del balilla, en diciembre de 1746), y a nuevos y durísimos contratiempos para la República, empobrecida, invadida y enemistada con la Casa de Saboya y obligada a aliarse con Francia.

Tras el asesinato de Gaffori los insurrectos tardaron casi dos años en elegir un nuevo jefe. La elección de muchos notables de la zona Norte del Cismonte, quizás también para no reavivar rivalidades largamente consolidadas en la isla, recayó en el joven (treinta años) Pasquale Paoli, hijo de Giacinto, que se había exiliado en Nápoles en 1739. Pasquale, que tenía catorce años al dejar Córcega, en ese tiempo se había convertido en oficial del rey de Nápoles (y futuro rey de España) Carlos de Borbón y prestaba servicio en Porto Longone en la Isla de Elba.

Formado en el ambiente ilustrado del Nápoles de Antonio Genovesi y Gaetano Filangieri, Pasquale Paoli –que llevaba tiempo preparándose para volver a la isla y desempeñar un papel dirigente– dio un giro decisivo a la revuelta corsa: Paoli la convirtió en la primera auténtica revolución burguesa de Europa, y suya es la primera Constitución democrática y moderna, la que reguló la vida de la Córcega independiente entre 1755 y la conquista francesa de 1769.

(Discurso de Pasquale Paoli en Nápoles en 1750).

Paoli llega a Córcega el 19 de abril de 1755 y se reúne con su hermano Clemente en Morosaglia y, entre el 13 y el 14 de julio de 1755, es proclamado "General" de la que ya se definía como la Nación corsa. La elección se desarrolla cerca del convento franciscano de San Antonio de Casabianca. Emanuele Matra, notable de la región de Aleria, reúne en torno a él a un grupo de adversarios del partido de Paoli, y no acata la elección, por lo que pronto se inicia una auténtica guerra civil.

Matra, apoyado por los genoveses fue derrotado en noviembre por el recién elegido General de la Nación, que según el cónsul francés en Bastia estaba apoyado por los británicos, y fue desterrado. A pesar de este éxito, Paoli tendrá aún que enfrentarse durante años a miembros de la familia Matra y a sus aliados.

Entre el 16 y el 18 de noviembre de 1755 se reúne la Consulta general en Corte (que había pasado a ser capital del estado corso), Paoli promulgó la Constitución de Córcega, que tenía en cuenta la estructura institucional anterior, y la perfeccionaba y mejoraba, a pesar de que tenían que adecuarse a la situación de emergencia, de aislamiento geográfico, de guerra y de falta de un auténtico reconocimiento internacional del nuevo estado que instituía y regulaba, y contribuyó a que Paoli se hiciera muy popular en los ambientes ilustrados de toda Europa y entre los colonos ingleses insurrectos que formarán los Estados Unidos y su Constitución.

La Constitución corsa llamó la atención de toda Europa por su excepcional carga de innovación y Paoli solicitó para perfeccionarla la colaboración de Jean-Jacques Rousseau. El filósofo ginebrino respondió afirmativamente a esta llamada y redactó su "Proyecto de Constitución para Córcega" (1764).

La Constitución asignaba al General un especial papel, parecido en ciertos aspectos, dado que se estaba en una situación de guerra continuada, a la de un dictador en la República romana, junto a un Consejo de Estado electivo que respondía a los principios de colegialidad y de rotación, siguiendo un esquema que se inspiraba en el modelo municipal de Italia. Se trataba pues de una especie de despotismo ilustrado, en el que a la máxima autoridad se superponía al control asambleario y votado en una acción reformadora inspirada en el espíritu de las luces

Las rebeliones anárquicas internas, nunca acabadas, junto a la constante amenaza exterior, llevaron al desarrollo de un sistema judicial, severo e inflexible (que se hará famoso como Justicia paolina) y a una notable presión fiscal, unida a un continuo y casi desesperado esfuerzo de desarrollo agrícola, económico (en 1762 Córcega acuñará su propia moneda) y comercial y se dotó de una flota propia, con la bandera de la Cabeza Mora, para romper el bloqueo genovés. También con ese objetivo, en 1758 Pasquale Paoli fundó el puerto de Isola Rossa, estratégicamente bien posicionado para cortar el tráfico entre Génova, Calvi y San Fiorenzo. También en 1758 el abad corso Salvini publicó en Corte, en italiano, la Justificación de la Revolución de Córcega.

Reducido el control Genovés a controlar unas pocas plazas fuertes costeras, asediadas con frecuencia, Paoli se dedicó con energía inagotable a dar forma y concreción al autoproclamado Estado de Córcega en cada campo, sin olvidar ninguno, desde la justicia a la economía. Tolerante en el ámbito religioso (Paoli fomentó la inmigración de judíos de Toscana), el General consiguió la confianza del clero local, que por otra parte siempre había apoyado en su mayoría a los insurgentes, y buenas relaciones con la Santa Sede, también con la esperanza de que eso pudiera llevar a un reconocimiento oficial de la independencia corsa.

El nuevo Estado, al igual que los surgidos más tarde de las revoluciones norteamericana y francesa, se caracterizó por ser un régimen controlado por la burguesía isleña que se había desarrollado durante el dominio genovés y mediante los instrumentos democráticos de convocatoria periódica de asambleas que, incluso en los pueblos más pequeños, elegían por sufragio universal sus representantes que, reunidos en consulta, a su vez procedían a la renovación de los cargos administrativos y políticos a varios niveles, hasta el Consejo de Estado que gobernaba junto al General de la Nación. Las elecciones eran por sufragio universal y el voto era un derecho para todos los residentes leales al Estado, sin tener en cuenta su nacionalidad de origen, su sexo (también las mujeres podían votar) su estado financiero o religión (podían votar todos los mayores de 25 años).

La aspiración de la clase de los notables se cumplió y accedieron a los altos cargos del gobierno, en la administración o en la justicia, que les habían negado siempre por la República genovesa, sin acoger nunca a los corsos en su oligarquía, había marcado su propio dominio de la isla como colonia y provocado la sublevación de Córcega contra su autoridad.

La administración local de la isla, encabezada por el General y el Consejo de Estado, que se establecieron en el "Palacio Nacional" de Corte, presidía el control de las provincias mediante magistrados que realizaban las funciones de los Comisarios y Lugartenientes genoveses (que respondían ante el gobernador de la isla). También en Corte Paoli fundó, en 1765, una Universidad de Lengua Italiana (que era la lengua oficial del Estado) cuyo objetivo era formar a los cuadros del gobierno y a su clase dirigente, mientras se preparaba la publicación de un auténtico boletín oficial del Estado.

Junto a la conservación de parte de la Constitución de los Estatutos de la República ligur, también a nivel local hubo una confirmación sustancial de buena parte de las instituciones existentes, incluyendo a los podestás, a los padres del municipio, los capitanes de la milicia, los pacificadores y los guardias (forestales). La situación de guerra condujo a considerar movilizables todos los hombres válidos. Estos preparativos militares son vitales cuando, desde 1764, los franceses vuelven a tomar por la fuerza Bastia, Ajaccio, Calvi y San Fiorenzo.

Con la llegada del duque de Choiseul como ministro de Luis XV se aceleraron las ambiciones ya antiguas de Francia sobre Córcega.



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