La guerra nuclear es un tipo de guerra que se llevaría a cabo mediante el empleo de armas nucleares, una clase de arma de destrucción masiva. Puede tratarse de una guerra nuclear limitada o una guerra nuclear total. Este tipo de conflagración tiene sus propias teorías, estrategias, tácticas y conceptos, distintos de los de la guerra convencional, que han ido variando a lo largo de las décadas. Puede librarse en la tierra, el mar, el aire, el espacio e incluso en el subsuelo, a distintas escalas, con medios muy diferentes.
Se ha postulado que, en una guerra nuclear total, la radiación y el cambio climático que ésta produciría dejarían la atmósfera de la Tierra muy afectada y posiblemente la especie humana y el resto de seres vivos del mundo sufrirían los efectos de un invierno nuclear. Los supervivientes deberían realizar la reconstrucción de las infraestructuras del planeta en unas condiciones muy difíciles. La flora y la fauna sería afectada por múltiples mutaciones.
Hasta el momento, el único ataque con armas nucleares de la historia ha sido unilateral y se ha efectuado en el bombardeo estratégico de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki por parte de los Estados Unidos, que condujeron a finalizar la Segunda Guerra Mundial. Estas dos bombas causaron en torno a 200 000 muertes y un número aún mayor de heridos y afectados, la mayoría civiles. A pesar de ello, el escaso número y reducida potencia de estas armas primitivas no permiten colegir los resultados de una guerra nuclear a gran escala con armamento contemporáneo.
Algunos autores apuntan que una guerra nuclear a gran escala equivaldría a un evento ligado a la extinción. Sin llegar a este extremo, existen pocas dudas sobre su capacidad para aniquilar pueblos, naciones y modelos de civilización enteros, con cientos e incluso miles de millones de bajas.
La posibilidad de una destrucción completa de la civilización humana como consecuencia de la guerra nuclear inspiró también el movimiento pacifista contemporáneo, a partir de los trabajos del Comité de Emergencia de los Científicos Atómicos, compuesto por numerosas personalidades que habían participado en el desarrollo de las primeras armas de este tipo y eran plenamente conscientes de sus posibilidades aniquiladoras. Entre estos, se contaban Albert Einstein, Harold C. Urey, Linus Pauling y Leó Szilárd.
Debido a su enorme poder devastador, las armas nucleares han sido frecuentemente objeto de numerosos tratados y negociaciones internacionales, y están sujetas a regímenes de vigilancia, protección e inspección especiales.
La guerra nuclear es un recurso utilizado comúnmente en la literatura de ciencia ficción que se puso de moda durante la Guerra Fría debido a la tensión entre las dos superpotencias, ambas poseedoras de armas nucleares, lo que derivó en multitud de relatos en los cuales las armas nucleares y sus efectos eran las protagonistas. La aparente inevitabilidad de este conflicto en caso de un enfrentamiento entre grandes potencias ha conducido a muchas personas a considerar que guerra nuclear y Tercera Guerra Mundial son sinónimos en la práctica.
La guerra nuclear ha inspirado también a numerosos autores y artistas como símbolo del mal, el abuso de la razón de estado, la violencia, la muerte o la destrucción absolutos.
El siglo XX trajo consigo la Teoría de la Relatividad y el descubrimiento de la Física Atómica, lo que permitió postular vías para obtener energía del núcleo del átomo.
El día 12 de septiembre de 1933, cinco años antes del descubrimiento de la fisión y sólo siete meses después del descubrimiento del neutrón, el físico húngaro Leó Szilárd descubrió que era posible liberar grandes cantidades de energía mediante reacciones neutrónicas en cadena. El 4 de julio de 1934, Szilard solicitó la patente de una bomba atómica donde no sólo describía esta reacción en cadena neutrónica, sino también el concepto esencial de masa crítica. La patente le fue concedida, lo cual convierte a Leó Szilárd en el inventor de la bomba atómica.
En noviembre de 1938, la física alemana Lise Meitner logró identificar trazas de bario en una muestra de uranio. La presencia de este elemento sólo se pudo explicar asumiendo que se había producido una fisión nuclear. El descubrimiento se le adjudicó a Otto Hahn. En enero de 1939, Niels Bohr redescubriría la fisión en los Estados Unidos. El físico teórico Julius Robert H. Oppenheimer, tres días después de leer la conferencia de Bohr, se dio cuenta de que la fisión del átomo produciría un exceso de neutrones utilizable para construir la bomba concebida por Szilárd.
A inicios de la Segunda Guerra Mundial, por tanto, muchos científicos y gobiernos eran conscientes de la posibilidad de crear un arma nuclear. Sin embargo, sólo Alemania y Estados Unidos estaban en condiciones de embarcarse en el proyecto con seriedad. Desde el principio, el programa alemán estuvo plagado de dificultades, limitaciones y errores, probablemente por la ausencia de una percepción teórica clara sobre sus posibilidades. Estados Unidos, en cambio, contaba con los recursos industriales y los mejores cerebros de su tiempo: Albert Einstein, Leó Szilárd, Robert Oppenheimer, Enrico Fermi, Arthur Compton y muchos más. Eso les permitió iniciar en secreto el monumental Proyecto Manhattan, con el objeto de construir bombas atómicas que les otorgaran una ventaja decisiva en la Segunda Guerra Mundial.
El Proyecto Manhattan les permitió fabricar al menos tres núcleos experimentales de uranio y plutonio, pesados y primitivos. El primero de ellos, denominado simplemente The Gadget (el dispositivo), fue detonado en el Desierto Jornada del Muerto de Nuevo México (Estados Unidos continentales), a las 5:29:45 del 16 de julio de 1945 (hora local). Se trataba de un arma de fisión de plutonio de 19 kt de potencia. Fue la primera detonación nuclear producida por la especie humana.
Poco después, los días 6 y 9 de agosto de 1945, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos lanzó desde bombarderos B-29 sendas bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. La primera era una bomba por disparo de uranio de unos 15 kt, llamada Little Boy, y la segunda funcionaba por implosión de plutonio bajo el nombre Fat Man, con unos 25 kt de potencia. Esto equivale a la vigésima parte de la potencia de las armas nucleares actuales, y una milésima de las más potentes desarrolladas durante la Guerra Fría. Ambas ciudades resultaron aniquiladas instantáneamente, con un saldo aproximado de entre 150 000 y 220 000 muertos, la gran mayoría civiles. Un número indeterminado de personas fallecieron con posterioridad debido a sus heridas y a los efectos de la radiación. Se ha producido un elevado número de mutaciones en bebés, durante varias generaciones. Estos hechos, que constituyen el primer y hasta ahora único uso de armas nucleares en un conflicto real, precipitaron la capitulación de Japón y el fin de la Segunda Guerra Mundial.
El evidente poder que otorgaban estas armas inició una enorme carrera de armamentos entre las potencias que ya se adivinaban enfrentadas en la Guerra Fría, tanto con respecto a las armas atómicas en sí mismas como a los vectores de lanzamiento que permiten llevarlas hasta sus blancos y los medios técnicos y humanos extensivos, necesarios para operarlas eficazmente. La Unión Soviética, que venía siguiendo muy estrechamente el Proyecto Manhattan desde al menos 1943 y había desarrollado ya sus propias investigaciones en el Instituto Kurchátov, logró detonar una réplica de la bomba de Nagasaki («Joe 1») en el polígono de Semipalatinsk, en la mañana del 29 de agosto de 1949. Sin embargo, la URSS desarrollaba paralelamente un arma de diseño totalmente propio («Joe 2») que detonó el 24 de septiembre de 1951, liberando 38 Kt. La Guerra Fría Nuclear había comenzado. Les siguieron el Reino Unido el 3 de octubre de 1952 («Operación Hurricane»), Francia el 13 de febrero de 1960 («Gerboise Bleue») y China, el 16 de octubre de 1964 («Dispositivo 596»).
Simultáneamente a estos acontecimientos, se había vuelto evidente que existía una manera de desarrollar armas con potencias mayores por muchos órdenes de magnitud: la fusión nuclear, que imita las reacciones energéticas de las estrellas. Mediante una segunda fase compuesta de isótopos del hidrógeno y el litio, Estados Unidos logró hacer estallar la primera arma termonuclear o bomba de hidrógeno el 1 de noviembre de 1952 («Operación Ivy», Islas Marshall). Les siguió la Unión Soviética menos de un año después, primero con una bomba de fusión parcial («Joe 4», 12 de agosto de 1953) y luego con una de fusión completa. A diferencia de las armas norteamericanas, estas primeras armas rusas de fusión eran utilizables militarmente, no meros dispositivos experimentales. Estados Unidos no tendría un arma de fusión militarizable hasta 1954.
Paralelamente, se libraba otra batalla entre las superpotencias: la carrera espacial. Además de sus aplicaciones civiles y científicas, a nadie se le escapó que la disponibilidad de grandes cohetes espaciales permitiría también desarrollar misiles pesados de alcance intercontinental, muy superiores a los bombarderos aéreos utilizados hasta entonces e imposibles de derribar. Generalmente inspirados en la V2 alemana de la Segunda Guerra Mundial, estos misiles otorgarían el poder de librar gran número de armas nucleares contra blancos remotos, situados en otros continentes. La posibilidad de lanzar bombas atómicas con cohetes había sido evidente desde el principio, pero no se disponía de vectores grandes y fiables para hacerlo con eficacia.
El primer misil balístico intercontinental verdadero fue el Cohete R-7 soviético (llamado en Occidente SS-6 Sapwood), una variante del mismo propulsor utilizado para lanzar el Sputnik, la primera nave espacial en órbita. Podía lanzar una bomba de 3 Mt a 8800 km de distancia, lo que le permitía alcanzar los Estados Unidos continentales, Europa y la mayor parte del Hemisferio Norte. Esta variante militar se probó por primera vez el 15 de diciembre de 1959. Pronto les siguieron los Titán norteamericanos de 9 Mt.
Por primera vez en la historia humana, era posible llevar la devastación más absoluta al corazón del enemigo. La consciencia de este hecho significó profundas transformaciones en la mentalidad política y social, por lo general pesimistas y ominosas, y dio lugar a numerosas novedades culturales y en la civilización. Militarmente, las armas nucleares adquirieron un carácter igualador que impedía a cualquier potencia iniciar una guerra contra la otra, sobre todo desde que su número y prestaciones garantizaron la destrucción mutua asegurada. Hubo que crear nuevos conceptos, teorías, tácticas y estrategias para esta arma radicalmente distinta, así como formar a generaciones de técnicos y soldados, y desplegar numerosos equipos avanzados (desde radares y satélites hasta sistemas novedosos de mando, control, comunicaciones e inteligencia) para poderlas usar eficientemente. Esto estimuló el desarrollo de numerosas invenciones, entre las que cabe incluir Internet (que se deriva de ARPANET, una red que contaba entre sus capacidades la de ser especialmente resistente a un ataque nuclear limitado, aunque no fuera su característica esencial). La aparente inminencia de una guerra nuclear dio alas para la creación del movimiento pacifista contemporáneo, iniciado por los propios científicos atómicos, más conscientes que los demás de sus riesgos.
Durante toda la Guerra Fría ambas potencias y otras menores se amenazaron con decenas de miles de armas nucleares prestas para disparar, según un concepto denominado overkill que garantizaba la destrucción total del enemigo decenas de veces. Hubo varias ocasiones en que estuvieron a minutos de ser lanzadas, debido a errores o situaciones conflictivas, la más conocida de las cuales es la Crisis de los misiles de Cuba. Sin embargo, no fue la única, ni la más grave. Generalmente se considera que el más peligroso de todos los incidentes sucedió en el entorno de las maniobras de la OTAN «Able Archer 83», diseñadas en un contexto de operaciones psicológicas contra la Unión Soviética, que fueron percibidas por los dirigentes de este país como una amenaza directa real. Esto llevó a las fuerzas nucleares soviéticas al estado de máxima alerta durante semanas, mientras en Occidente se tenía una falsa impresión de tranquilidad, por lo que incluso un incidente menor podría haber disparado la respuesta nuclear. Poco antes había sucedido el Incidente del equinoccio de otoño, donde las fuerzas nucleares soviéticas pudieron estar a escasos minutos del lanzamiento, lo que contribuyó a tensar la situación aún más.
Este grado de peligro y tensión dio lugar a numerosos tratados, tratando de limitar su despliegue y efectos. El primero de todos ellos fue el Tratado de prohibición parcial de ensayos nucleares (1963), por el que terminaron las pruebas nucleares atmosféricas. Le siguió el polémico Tratado de No Proliferación Nuclear (1968), que restringe la disponibilidad de armas nucleares a los países que ya las tenían en esas fechas. Más relevantes fueron los Acuerdos SALT de los años 1970 entre las principales superpotencias, así como el Tratado INF. Ambos limitaban el número de lanzadores y cabezas; este es el inicio en la práctica del desarme nuclear.
Al finalizar la Guerra Fría y reducirse por tanto el grado de confrontación entre las superpotencias, se implementó el tratado START I (1991); esto redujo finalmente el número real de cabezas en un plan de desarme que culminaría en 2001, con unas 2000 ojivas desplegadas. Sin embargo, la denuncia norteamericana del Tratado sobre Misiles Anti-Balísticos de 1972 impidió la ratificación por parte rusa del tratado START II (1993), que habría reducido esta cifra a 2000 cabezas en 2012. También bloqueó la negociación del START III. El Tratado de Reducciones de Ofensivas Estratégicas (SORT) de 2003 propuso un objetivo muy difuminado y del que cualquiera de las partes puede retirarse en cualquier momento. Posteriormente, en 2010, se aprobó el tratado New START que reduce el número de cabezas estratégicas activas a 1550 por cada una de las dos grandes potencias nucleares.
Aunque el número de armas nucleares listas para disparar y su nivel de alerta ha descendido considerablemente, éstas siguen conformando la columna vertebral y primera garantía de seguridad en muchos países industrializados del mundo. Tales reducciones se han traducido en un "olvido" social de esta amenaza mientras se favorecía el temor hipotético de que tales armas acaben en poder de grupos terroristas, sobre todo desde algunos gobiernos y medios de comunicación.
Si bien el peligro de guerra nuclear entre naciones persiste gravemente, existen serias dudas sobre las posibilidades reales de un grupo terrorista para hacerse con un arma atómica. Además de la dificultad para apoderarse de componentes esenciales de la misma, o de un arma completa, se trata de un sistema tecnológicamente complejo con exigencias de mantenimiento y operación poco compatibles con la naturaleza clandestina e irregular de las organizaciones terroristas. Sólo la reposición y reforja de los componentes radiactivos —que van decayendo conforme avanza su vida media— requieren una infraestructura tecnológica e industrial únicamente al alcance de estados o grandes corporaciones privadas. El resultado es que nunca se ha detectado un arma nuclear o componentes sustanciales de la misma en manos de un grupo terrorista, ni tampoco la voluntad clara de poseerlas.
Un arma nuclear es un explosivo de alta energía, que obtiene la misma mediante la fisión o fusión del núcleo atómico. Para la fisión, se utilizan átomos pesados como el uranio o plutonio, y para la fusión átomos muy ligeros como ciertos isótopos del hidrógeno (deuterio y tritio) y el litio. Se trata de un uso militar de la energía nuclear. Su característica fundamental radica en la posibilidad de liberar una potencia explosiva equivalente a miles o millones de toneladas de TNT con un dispositivo de pocos kilogramos de peso, fácilmente militarizable.
No existe ningún material estructural en el universo conocido capaz de resistir el impacto térmico, mecánico y radiológico de una detonación nuclear a corta distancia. Una carga nuclear de potencia común, adecuadamente ubicada en las proximidades del blanco, desintegrará cualquier objetivo civil o militar y causará enormes daños y mortandad en los alrededores, incluso a kilómetros de distancia. Por esta razón, las armas nucleares se consideran el máximo exponente de las armas de destrucción masiva.
Tecnológicamente, las armas nucleares se dividen en bombas atómicas o de fisión, por un lado, y bombas de hidrógeno, armas termonucleares o de fusión, por otro:
La mayoría de armas atómicas modernas son termonucleares de potencia variable, pues la tecnología de fusión pesa menos y aporta mayor seguridad, economía y flexibilidad. Esta flexibilidad incluye poder graduar la potencia explosiva de la bomba a voluntad, variando la presencia de tritio en el secundario. También permiten elegir, al menos en parte, el tipo de energía producido por el arma.
Normalmente, al hablar de armas nucleares nos referimos tanto a estos explosivos atómicos como a los medios utilizados para llevarlos hasta su blanco, y generalmente también a los medios de apoyo para lograrlo. Así, entendemos las armas nucleares como un sistema integrado complejo, científico, industrial, militar y humano, que culmina cuando el blanco es alcanzado por una explosión nuclear. Entre estos medios, cabe destacar de manera significativa los vectores de lanzamiento: la llamada tríada nuclear. Clasificándolas por estos lanzadores, pues, las armas nucleares suelen dividirse en:
Existen otros lanzadores posibles, prohibidos por tratado, como los sistemas de bombardeo orbital fraccional (FOBS), desde satélites artificiales que pueden iniciar el ataque por sorpresa aproximándose por cualquier ángulo y trayectoria.
Además, se han producido armas nucleares de propósito especial, como las siguientes:
Otros equipos imprescindibles para librar con eficacia una guerra nuclear son:
Existen muchos tipos de armas nucleares. Entre las más relevantes actualmente se encuentran:
Se ha planteado la posibilidad de crear sistemas antimisil para detener un ataque nuclear mientras se produce, el más conocido de los cuales fue la Iniciativa de Defensa Estratégica de EE. UU. Sin embargo, el único sistema antibalístico que realmente ha llegado a estar operativo es el Sistema de Defensa de Moscú. Actualmente, los Estados Unidos tratan de desplegar un escudo antimisiles más limitado.
Existen serias dudas sobre la posibilidad de crear un escudo antimisiles eficaz. Rara vez un sistema antimisil ha logrado derribar un misil en una batalla real, al tratarse de una maniobra tecnológicamente muy crítica y con poco tiempo de preaviso, cuyas posibilidades verificables sólo se pueden conocer el día del ataque real, de naturaleza inherentemente impredecible.
Además, resulta relativamente sencillo modificar las armas atacantes y sus tácticas para dificultar enormemente su intercepción, a un coste muy inferior al de los sistemas antimisil que deberían detenerlas; esto es especialmente cierto para los misiles más sofisticados, usando técnicas especiales entre las que se encuentran:
La acción combinada de todas estas técnicas y otras más esotéricas resulta en problemas insuperables para los sistemas antimisil de nuestro tiempo y del futuro próximo. Generalmente, se considera que los sistemas antimisil del presente y del futuro próximo sólo serían capaces de derribar las armas de atacantes poco sofisticados.
La existencia de las armas nucleares redefinió las relaciones internacionales y tuvo un hondo efecto en las estrategias militares y en la cosmovisión de la mayoría de civilizaciones contemporáneas. El pavor inducido a todos los niveles por los daños directos y colaterales previstos en una guerra nuclear dio nueva forma a la doctrina de la disuasión, bloqueando efectivamente las hostilidades entre potencias dotadas de este armamento y abriendo la era de guerras subsidiarias que caracterizó a la Guerra Fría y sigue vigente en la actualidad.
La doctrina de la disuasión alcanzó sus extremos máximos cuando la cantidad y capacidad del armamento nuclear desplegado por las superpotencias llegó al nivel de destrucción mutua asegurada (MAD).
La destrucción mutua asegurada se obtiene aplicando el concepto de overkill, según el cual cada uno de los combatientes principales dispone de medios sobrados para aniquilar totalmente al enemigo decenas de veces. En un cierto momento de la Guerra Fría, existían armas para extinguir 23 veces a la especie humana. En la actualidad sigue habiendo medios suficientes para matar a toda la Humanidad más de una vez. En un principio, las armas nucleares se concebían como una extensión de alta potencia a la guerra convencional estratégica y los grandes bombardeos aéreos que pudieron verse en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, su rápido progreso y expansión, así como la llegada del arma termonuclear y el misil balístico intercontinental que podía producirse económicamente en grandes cantidades, obligaron a establecer una categorización según el uso previsto de cada arma:
Según esta categorización, se creaba una línea nítida entre un uso menor o legítimo de las armas nucleares en el teatro de operaciones, como un medio más, y un uso mayor de las mismas en un contexto de guerra total. Las dudas sobre el realismo de esta frontera y sobre la posibilidad de que un uso limitado de las armas nucleares condujera rápidamente a una escalada causaron grandes polémicas sociales por su despliegue y disuadieron, en la práctica, de su uso. Al final, las principales potencias terminaron adhiriéndose de hecho a la doctrina de no primer uso, según el cual ninguna de ellas sería la primera en utilizar armas nucleares. Esta doctrina contribuyó a prevenir una guerra nuclear e, indirectamente, también una guerra convencional entre las grandes potencias.
Generalmente, todas ellas se reservaron el derecho de primer uso en propio territorio. Hipotéticamente, este derecho permitía detener radicalmente una invasión enemiga mediante el uso táctico de las armas nucleares en el propio territorio nacional, sin empezar una guerra termonuclear total. No se ha producido ocasión de verificar la funcionalidad de este derecho, pero existen serias dudas sobre la posibilidad de detener la escalada subsiguiente.
Los países poseedores de armas nucleares disponen de unos planes de guerra prediseñados para su uso, que se conocen en Estados Unidos y el Reino Unido como SIOP (plan único de operaciones integradas)
cuando se refieren al propio y RISOP (plan único de operaciones integradas del "bando rojo") cuando se refieren al enemigo. Estos planes determinan unas listas de objetivos y estrategias básicos, que se pueden adaptar parcialmente al conflicto real. El SIOP parte de unos conjuntos de objetivos esenciales denominados opciones de ataque limitado (limited attack options, LAO), opciones de ataque regional (regional attack options, RAO) u opciones de ataque selectivo (selected attack options, SAO), que se pueden ir escalando hasta llegar a las opciones de ataque mayor (major attack options, MAO). Convencionalmente, se considera que existen cuatro niveles MAO: Cotidianamente, las fuerzas nucleares otorgan a sus poseedores un elevado poder, una garantía última de seguridad en las circunstancias más excepcionales, y una capacidad diplomática superior. Sin embargo, se trata de un poder económicamente muy costoso, militarmente poco flexible, políticamente comprometido y, en último término, constreñido a no usarlo jamás si se aspira a la supervivencia. Esto ha hecho que muchos países con capacidad sobrada para convertirse en potencias nucleares hayan optado por políticas de seguridad y defensa que las excluyen explícitamente, llegando incluso al antinuclearismo.
Las estrictas circunstancias históricas, científico-técnicas, económicas, políticas y diplomáticas que permiten el acceso a una fuerza nuclear hacen que el número de países que han decidido proveerse de la misma sea reducido, lo que configura un grupo de carácter selecto conocido como club nuclear. En 2012 se estima que la cantidad total de armas nucleares existentes se encuentra aproximadamente entre 19 115 y 19 465 unidades, con el siguiente detalle:
Puede observarse que Rusia —estado sucesor de la Unión Soviética— y los Estados Unidos siguen siendo, con diferencia, las principales superpotencias nucleares. Emblemáticamente, Rusia cuenta con la principal fuerza nuclear del mundo cuantitativa y cualitativamente —las Fuerzas de Cohetes Estratégicos—, mientras Estados Unidos se ha caracterizado por disponer de potentes medios económicos para refinar la suya.
Otros muchos países han tratado de acceder a este club nuclear en el pasado, o se sospecha que lo han hecho, pero por distintos motivos no lo lograron o desistieron. Entre ellos cabe citar a Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, Corea del Sur, Egipto, España, Irán, Irak, Libia, Polonia, Rumania, Sudáfrica, Suecia, Suiza, Taiwán y Yugoslavia. Por el contrario, Bielorrusia, Kazajistán y Ucrania heredaron un gran número de armas nucleares de la Unión Soviética pero se las devolvieron o revendieron a Rusia, normalmente para su desmantelamiento.
Muchos países europeos occidentales, así como Canadá, México y Japón, podrían disponer fácilmente de una fuerza nuclear respetable si se lo propusieran pero no han manifestado su deseo y voluntad política de hacerlo.
Los efectos discretos locales de las armas nucleares individuales son bien conocidos, merced a las más de 2000 pruebas nucleares realizadas y las consecuencias de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. En esencia, un arma nuclear es un explosivo extraordinariamente potente y muy contaminante capaz de causar gran devastación en un área determinada mediante las siguientes acciones combinadas:
Estos efectos discretos varían significativamente entre los ataques próximos al suelo (groundburst), destinados a destruir blancos altamente reforzados o muy resistentes, y las detonaciones en altitud (airburst), que pretenden maximizar el área de devastación contra objetivos blandos como ciudades o polígonos industriales. También dependen del número de cabezas asignadas a un mismo blanco.
Las detonaciones nucleares producen unas nubes características en forma de hongo, que pueden alcanzar tamaños enormes.
Los efectos sinérgicos generalizados de un ataque nuclear combinado a gran escala, diseñado para causar el máximo daño posible, son más difíciles de determinar. Para empezar, no es posible predecir la naturaleza exacta de semejante ataque con antelación. Sin embargo, resulta posible definir algunas líneas generales:
No es exagerado afirmar que una guerra nuclear a gran escala provocaría cientos o miles de millones de víctimas, y la desaparición de las naciones y modelos de civilización que conocemos. El término megamuerte, una unidad de medida equivalente a un millón de muertos, se acuñó para manejar estas cifras aniquiladoras. Así, por ejemplo, mil megamuertes equivale a mil millones de víctimas; mil megamuertes es una estimación media-alta razonable del número de bajas en las primeras 24 horas de una guerra termonuclear total con blancos demográficos que implicara a Estados Unidos, Rusia, Europa y China.
Muchos países han tomado medidas para proteger a su población civil de ataques nucleares hasta donde fuera posible, que van desde la difusión de folletos informativos hasta la construcción de complejas redes de refugios nucleares para un elevado porcentaje de la población en algunos Estados. En general, estos intentos fueron recibidos con ironía y escepticismo, pues acostumbraban a emplazar a los ciudadanos a recursos e instituciones que probablemente no sobrevivirían a una guerra nuclear, o a un futuro que no tenía en cuenta los efectos de la contaminación radiactiva y el invierno nuclear. Esta percepción amarga y ominosa llegó a inspirar notables obras artísticas, como la película de animación británica Cuando el viento sopla (1986).
Con un carácter inmediato, se suelen realizar las siguientes recomendaciones:
La guerra nuclear y sus preparativos no sólo tuvieron un gran impacto en la política, la diplomacia y la estrategia, sino que marcaron profundamente a varias generaciones a lo largo de toda la Guerra Fría. Además de contribuir enormemente a la difusión del pensamiento pacifista y la protesta social, surgieron numerosas expresiones artísticas, culturales y populares sobre el tema. Curiosamente, el final de la Guerra Fría acabó con la mayor parte de las mismas porque la amenaza de guerra nuclear desapareció de la cosmovisión mediática y popular, aunque siga estando presente.
La amenaza de guerra nuclear y la aparente inevitabilidad de la misma imprimió también un pensamiento pesimista, apocalíptico e incluso milenarista en ámbitos tanto religiosos como seculares, desde varias profecías de la llegada del fin del mundo a un fatalismo presente en numerosas manifestaciones sociales y culturales del periodo.
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