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Isabel de Baviera



Isabel Amelia Eugenia duquesa en Baviera (en alemán: Elisabeth Amelie Eugenie Herzogin in Bayern;[nota 1]Múnich, 24 de diciembre de 1837-Ginebra, 10 de septiembre de 1898) fue una princesa bávara conocida por haber sido emperatriz de Austria (1854-1898) y reina consorte de Hungría (1867-1898), entre otros muchos títulos inherentes a la Casa de Habsburgo-Lorena. En el mundo germanófono es más conocida como Isabel de Austria (Elisabeth von Österreich).

Globalmente se la conoce por su apodo, originariamente Sisi, pero transformado en Sissi a raíz de las películas de Ernst Marischka, gracias a las cuales todavía se la recuerda. Algunos autores sostienen, sin embargo, que su sobrenombre habría sido en realidad Lisi, derivado de Isabel (Elisabeth en alemán).[1][2][3]

Perteneciente a la Casa de Wittelsbach, nacida con la dignidad de duquesa en Baviera y tratamiento de Alteza Real, era hija del duque Maximiliano de Baviera y de la princesa real Ludovica de Baviera.

Isabel nació en la ciudad de Múnich, Baviera. Su padre, Maximiliano de Baviera, duque en Baviera, procedía de una rama menor de la Casa de Wittelsbach, la de Condes Palatinos de Zweibrücken-Birkenfeld-Gelnhausen, en ese momento "Duque en Baviera". En cambio su madre, Ludovica de Baviera, era hija del rey Maximiliano I de Baviera y, por tanto, princesa real de Baviera.

Educada, como sus hermanos, lejos de la Corte de Baviera, pasó la mayor parte de su infancia a caballo entre su ciudad natal y los salvajes parajes que rodeaban al castillo de Possenhofen, a orillas del lago de Starnberg, que su padre había adquirido para residencia de verano y que pronto se convirtió en la residencia preferida por la familia ducal.

En agosto de 1853, a los 15 años, Isabel acompañó a su madre y a su hermana mayor, Elena de Baviera, a quien familiarmente apodaban Nené, en un viaje a la residencia de verano de la Familia Real de Austria, situada en Bad Ischl, donde esperaba la archiduquesa Sofía de Baviera, hermana de Ludovica, junto a su hijo, el emperador de Austria, Francisco José I. Tal encuentro estaba preparado para que el emperador se fijase en Elena y la tomase como prometida. Sin embargo, Francisco José, de 23 años, se sintió inmediatamente atraído por Isabel, lo que trastocó los planes que madre y tía tenían para ellos. Todos los esfuerzos para hacer desistir al emperador de la idea de casarse con su prima fueron vanos. El mismo Francisco José escribió a Alberto de Teschen, su primo, que estaba «enamorado como un cadete».

Un año después del primer encuentro, Isabel contrajo matrimonio con su primo, el emperador de Austria, el 24 de abril de 1854 en la Iglesia de los Agustinos de Viena, y se convirtió así en emperatriz.

Isabel tuvo desde el principio grandes dificultades para adaptarse a la estricta etiqueta que se practicaba en la corte imperial de Viena. Aun así, le dio al emperador cuatro hijos:

En una visita a Hungría en 1857, Isabel se empeñó en llevar consigo a las archiduquesas Sofía y Gisela, a pesar de la rotunda negativa de su suegra, la archiduquesa Sofía. Durante el viaje, las niñas enfermaron gravemente, padeciendo altas fiebres y graves ataques de diarrea. Mientras que la pequeña Gisela se recuperaba rápidamente, su hermana no tuvo la misma suerte y falleció, seguramente deshidratada. Su muerte, que sumió a Isabel en una profunda depresión que marcaría su carácter para el resto de su vida, propició que le fuese denegado el derecho sobre la crianza del resto de sus hijos, que quedaron a cargo de su suegra, la archiduquesa Sofía. Tras el nacimiento del príncipe Rodolfo, la relación entre Isabel y Francisco José comenzó a enfriarse.

Isabel, por su parte, solo pudo criar a su última hija, María Valeria, a la que ella misma llamaba cariñosamente «mi hija húngara», dado el gran aprecio que le tenía al país de Hungría, lugar donde habitualmente se refugiaba y en cuya cultura y costumbres se empeñó en educarla. Los grandes enemigos que Isabel hizo en la Corte austriaca la llamaban despectivamente «la niña húngara» y no por el amor que su madre profesaba por tal país, sino porque creían que la niña era fruto en realidad de algún escarceo que Isabel habría mantenido con el conde húngaro Gyula Andrássy. No obstante, el gran parecido que Valeria guardaba con su padre, el emperador, se encargó de desmentir tales rumores.

Dotada de una gran belleza física, Isabel se caracterizó por ser una persona rebelde, culta y demasiado avanzada para su tiempo. Adoraba la equitación y llegó a participar en muchos torneos. Sentía un gran aprecio por los animales; amaba a sus perros, costumbre heredada de su madre, hasta el punto de pasear con ellos por los salones de palacio. Le gustaban los papagayos y los animales exóticos en general. Incluso llegó a tener su propia pista circense en los jardines de su palacio en Corfú.

Hablaba varios idiomas: el alemán, el inglés, el francés, el húngaro, propiciado por su interés e identificación con la causa húngara, y el griego, este último aprendido con ahínco para poder disfrutar de las obras clásicas en su idioma original. Cuidaba su figura de una forma maniática, llegando a hacerse instalar unas anillas en sus habitaciones para poder practicar deporte sin ser vista, además de utilizar espalderas para sus ejercicios gimnásticos. Además, mantuvo su cabellera siempre larga y perfectamente cuidada. Su peluquera, Fanny Angerer, dedicaba por lo menos dos horas cada día a ocuparse de ella, lavándola con una mezcla de huevo y coñac. Su alimentación dio también mucho que hablar, pues se alimentaba básicamente a base de pescado hervido, alguna fruta y zumo de carne exprimida. A partir de los 35 años no volvió a dejar que nadie la retratase o le tomase una fotografía; para ello, adoptó la costumbre de llevar siempre un velo azul, una sombrilla y un gran abanico de cuero negro con el que se cubría la cara cuando alguien se acercaba demasiado a ella. Paseaba a diario durante ocho largas horas, llegando a extenuar a varias de las damas de su séquito, entre ellas las húngaras Ida Ferenczy y la condesa Maria Festetics. Además, adoraba viajar, y nunca permanecía en el mismo lugar más de dos semanas. La condesa Maria Festetics acompañó a la emperatriz en 33 de sus viajes al extranjero, siempre velando estrictamente por su seguridad personal, y fue su más leal servidora y estrecha confidente. Disfrutó de la literatura, en especial de las obras de William Shakespeare, de Friedrich Hegel y de su poeta predilecto, Heinrich Heine.

Detestaba el aparatoso protocolo de la corte imperial de Viena, radicalmente diferente del ambiente en el que se había criado. Sus damas de compañía, de edad mucho mayor que la suya y elegidas entre las grandes familias de la aristocracia, eran extremadamente conservadoras. De hecho, procuró participar lo menos posible de la vida en la corte y terminó desarrollando una auténtica fobia contra ella que le provocaba trastornos psicosomáticos, como cefaleas, náuseas y depresión nerviosa. También se mantuvo en lo posible alejada de la vida pública. De hecho, al poco tiempo de casarse, Sissi expresó en un poema su decepción con el enclaustramiento que sufría dentro del palacio imperial:

que a la libertad me había de conducir!
¡Ojalá no me hubiese extraviado
por las avenidas de la vanidad!
Desperté en un calabozo
con esposas en las manos.
Mi nostalgia crece día a día y tú,
libertad, me volviste la espalda.
Desperté de una embriaguez
que tenía presa mi alma,
y maldigo en vano ese momento

Fue una emperatriz ausente de su imperio, aunque no por ello menos pendiente de los asuntos de Estado.

Tras haber usado cualquier excusa para evitar un posible embarazo, Isabel decidió que quería un cuarto hijo. Esta decisión no fue solo una deliberada elección personal, sino también una negociación política. De esta manera, se aseguraba que Hungría, con la cual ella sentía una intensa relación emocional, ganaría la misma posición que Austria.

El compromiso austro-húngaro de 1867 creó la monarquía dual entre Austria y Hungría. Andrassy se convirtió en el primer ministro húngaro y en recompensa coronó a Francisco José y a Isabel como rey y reina de Hungría en junio.

Como regalo de coronación, se le otorgó a la pareja real una residencia en Gödöllő, a 32 kilómetros al noreste de Budapest. Durante el año siguiente, Isabel vivió principalmente en Gödöllő y en Budapest, dejando sus descuidadas y resentidas tareas de Austria, para hacer circular rumores sobre el hijo que estaba esperando. Si este era varón lo llamaría Esteban, en honor al primer rey de Hungría. Sin embargo, dio a luz a una hija, a la que pusieron por nombre María Valeria (1868-1924), la cual Isabel consideraba su "hija húngara". Nació diez meses después de la coronación de los emperadores y fue bautizada en Hungría, en abril.

En esta ocasión, Isabel consiguió criar a su hija por sí misma. Depositó todo su reprimido instinto maternal en su hija más pequeña hasta el punto de sofocarla. La influencia de la archiduquesa Sofía sobre los hijos de Elisabeth y la Corte terminó con su muerte en 1872.

En 1889, la vida de la emperatriz cambiaría radicalmente a causa de la muerte de su único hijo y de las circunstancias en que ocurrió. El príncipe Rodolfo, de 30 años, que padecía ciertos trastornos psicológicos causados en parte por la estricta educación militar a la que fue sometido en su infancia, convenció a su amante, la joven baronesa María Vetsera, para que se quitase la vida junto a él. Sin embargo, se habló, y aún hoy en día se habla, de un complot contra Rodolfo. Por un lado, existe la hipótesis de un complot tejido por los servicios secretos austríacos, dadas las ideas radicales y liberales que el hijo del emperador profesaba. Por otro lado, la hipótesis de un complot urdido por los servicios secretos franceses ante la negativa de Rodolfo a dar un golpe a la política de su padre. Todo esto se fundamenta en los estudios sobre los cuerpos de los fallecidos. Ella, según dichos estudios, no murió de un disparo en la cabeza, sino de una paliza previa. Él presentaba cortes en la cara y en varias partes del cuerpo, algo impropio de un suicidio, que se taparon con maquillaje antes de su funeral en Viena. A pesar de las hipótesis, la causa de su muerte es, al día de hoy, una incógnita.

Este episodio, que se conoce como «Crimen de Mayerling» por ser Mayerling el nombre del refugio de caza donde ocurrió la tragedia, dejó también marcado al emperador, quien de la noche a la mañana se encontró sin un heredero que se hiciese cargo del vasto imperio austrohúngaro.

Tras la muerte de su hijo, la emperatriz abandonó Viena y adoptó el negro como único color para su vestimenta, a la vez que se incrementó su fobia a ser retratada. Solo unas pocas fotografías se conservan, de fotógrafos con suerte que lograron captarla sin que ella lo advirtiera. Con el tiempo se hizo extraño que la emperatriz visitase a su marido en Viena, pero, curiosamente, su correspondencia aumentó de frecuencia durante los últimos años, y la relación entre los esposos se fue convirtiendo en platónica y cariñosa.

Esta última etapa en la vida de la emperatriz estuvo marcada más que nunca por sus viajes. Compró un barco de vapor al que llamó Miramar y en él recorrió el mar Mediterráneo. Uno de sus lugares favoritos fue Cap Martin, en la Riviera francesa, donde el turismo se había hecho constante a partir de la segunda mitad del siglo XIX. También pasaría algunas temporadas de verano en el lago de Ginebra en Suiza, en Bad Ischl, en Austria, y en Corfú, donde construyó su palacio, el Achilleion, en honor de Aquiles, uno de sus héroes griegos preferidos. Dedicó largas temporadas en estos años a aprender griego, con ayuda de un joven profesor particular, Constantin Christomanos. Además, visitó otros países como Portugal, España, Marruecos, Argelia, Malta, Grecia, Turquía y Egipto.

El 10 de septiembre de 1898, mientras paseaba por el lago Lemán de Ginebra con una de sus damas de compañía, la condesa húngara Irma Sztaray, fue atacada por un anarquista italiano, Luigi Lucheni, quien fingió tropezarse con ellas y aprovechó el desconcierto para deslizar un fino estilete en el corazón de la emperatriz. La seguridad personal de la emperatriz por lo general se hallaba confiada a la otra condesa húngara Maria Festetics, quien ya a su avanzada edad y con su salud debilitada había sido forzada a tomar una pausa. Por eso, en su lugar, en este viaje a Ginebra acompañó a la emperatriz una dama de compañía mucho más joven, Irma Sztaray. Al principio, Isabel no fue consciente de lo que había sucedido. Solamente al subir al barco que las estaba esperando comenzó a sentirse mal y a marearse. Cuando se desvaneció, su dama de compañía avisó al capitán del barco de la identidad de la dama y regresaron al puerto. Ella misma desabrochó el vestido de la emperatriz para que respirara mejor y, al hacerlo, vio una pequeña mancha de sangre sobre el pecho causada por el estilete, que había provocado una pérdida de sangre que le ocasionó un taponamiento cardíaco que le causó la muerte.

Luigi Lucheni estaba en realidad planeando un atentado contra el pretendiente al trono francés, un príncipe de la Casa de Orleans, pero cambió de víctima al leer en un periódico que la visita del príncipe francés se había cancelado y que la emperatriz austríaca se encontraba en la ciudad. El cuerpo de la emperatriz fue trasladado a Viena entre el gran cortejo fúnebre que el protocolo dictaba, y fue sepultada en la Cripta Imperial o Kaisergruft, en la iglesia de los Capuchinos, en vez de en su palacio en la isla griega de Corfú, el Achilleion, donde deseaba recibir sepultura realmente, tal como indicó en su testamento. Junto a su sepulcro se encuentra el de su esposo y el de su hijo Rodolfo.

Su imagen es actualmente un icono turístico de Austria; así, en el palacio Hofburg de Viena, que ella tanto detestaba, hay actualmente un museo en su honor. También es un icono turístico bávaro, región de origen de Isabel, con un museo en su localidad natal, Possenhofen. Uno de los valses más famosos de Johann Strauss, que lleva el nombre de Myrthen-Kränze Walzer, Op.154, se estrenó en un cumpleaños de la soberana y ha pasado a la posteridad como una gran obra musical decimonónica.

En su visita a la provincia de Alicante en 1894 estuvo en Alicante y Elche, y allí, al ver la famosa palmera de siete brazos del Palmeral, exclamó que era digna de un imperio, por lo que recibió el nombre de "Palmera Imperial". La escritora española Ángeles Caso ha escrito varios libros sobre la emperatriz, intentando desmitificar la imagen edulcorada e infantil que de ella se dio en el cine, aunque basándose en la primera gran biografía realista sobre la emperatriz, de la escritora e historiadora germano-austríaca Brigitte Hamann,[6]​ Existen además numerosas publicaciones sobre su vida en varios idiomas.

Es un personaje histórico muy conocido gracias al cine por la trilogía de películas austro-alemanas de los años 1950: Sissí, Sissí Emperatriz y El destino de Sissí, todas protagonizadas por la bella actriz vienesa Romy Schneider. Esta volvería a encarnar el personaje en la película Ludwig II (1972) de Luchino Visconti. No obstante, la primera aparición cinematográfica sería en 1932 cuando la realizadora alemana Lotte Reiniger hizo un cortometraje sobre la emperatriz. También fue interpretada por Ava Gardner en Mayerling (1968).

La editorial Bruguera publicó en 1958 la revista para niñas Sissi, buscando rentabilizar el éxito del personaje cinematográfico.[7]

En 1998, con motivo del centenario de su muerte, se estrenó en Viena el musical Elisabeth, el cual se ha traducido a siete idiomas y estrenado en países como Alemania, Finlandia, Japón, Hungría, Países Bajos y Suecia. Sin lugar a dudas, el mayor éxito se ha dado en Japón, donde diferentes compañías del teatro Takarazuka lo llevan representando desde 1996 hasta la actualidad. También se estrenó en 2012 en Corea del Sur contando con la participación de la estrella Xiah Junsu, con gran éxito y acogida.

En la serie austriaca Rex, un policía diferente, hubo un episodio titulado Sissi, sobre una asesina que pretendía mimetizarse con ella.




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