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Resurrección



El término «resurrección» [del sustantivo latino resurrectĭo, -ōnis -3.ª declinación-; derivado del verbo resurgo (resurrexi, resurrectum): levantarse, alzarse, resurgir, renacer] hace referencia a la acción de resucitar, de dar nuevo ser o nueva vida. Es la creencia que sostiene que una persona puede recobrar la vida después de la muerte. La resurrección constituye un símbolo de la trascendencia.[1]​ El judaísmo y el islam aceptan la existencia de la resurrección.[2]​ Para el cristianismo es el pilar de su fe: «Si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía es también nuestra fe» (I Corintios 15, 14).[3]

Desde la antigüedad, la resurrección se consideró el símbolo más indiscutible de la manifestación divina, ya que se suponía que el secreto de la vida no puede pertenecer más que a la divinidad. El propio «sol inmortal», que cada noche descendía al «reino de los muertos», podía llevar consigo a los hombres y, al ponerse, matarlos. Pero también podía guiar a las almas a través de las regiones infernales, «resucitando» a la luz al día siguiente, con la mañana.[1]

Cuando Asclepio, hijo de Apolo y de la mortal Corónide, semidiós de la medicina (al que los romanos llamaron Esculapio), instruido por el centauro Quirón en el arte de curar las enfermedades, alcanzó tales progresos que consiguió ser capaz de resucitar a los muertos,[Nota 1]​ su ciencia llegó al punto de provocar las quejas de Hades. Zeus, temiendo que el arte de Asclepio trastornase el orden del mundo, fulminó al médico con un rayo.[4][Nota 2]​ La «ciencia de la resurrección» era, pues, una ciencia prohibida.

Las «religiones del misterio», en particular los misterios de Eleusis, así como las ceremonias funerarias egipcias, testimoniaron una expectativa humana vivaz por la resurrección.[1]​ Los ritos de iniciación a los grandes misterios eran símbolos de la resurrección esperada por los iniciados. Si algo tienen en común con la idea bíblica de resurrección es que todos sitúan el principio de la resurrección fuera del poder del hombre.

El concepto de resurrección en la Biblia se basa en la idea que una divinidad crea humanos híbridos (en parte carne y en parte espíritu) , la resurrección se toma como base de los dogmas en la multitud de credos alrededor del mundo.

La concepción bíblica del término «resurrección»,[5]​ que experimentó una revelación lenta a través de la Biblia hebrea, de los libros griegos del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento, y que continúa presente en el Judaísmo, en el Cristianismo y en el Islam, no tiene punto de comparación con el ideario antiguo de inmortalidad típico, por ejemplo, de la concepción griega. Entendida en las Sagradas Escrituras primero como rescate del šeol, en algunos casos como retorno a la vida anterior, y luego como continuidad en la vida eterna de toda la persona humana, el vocablo «resurrección» termina por asumir con el cristianismo su acepción por antonomasia: la resurrección de Jesucristo, resultante de la experiencia de la Pascua, de la cual sigue por extensión la resurrección de los hombres. Este punto, debatido desde las primeras comunidades seguidoras de Jesús de Nazaret hasta nuestros días, es -sin dudas- el centro y piedra angular de la fe cristiana, tal como lo expresó taxativamente Pablo de Tarso a la comunidad griega de Corinto, renuente a creer en la resurrección de los muertos: «Si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía es también nuestra fe» (I Corintios 15:14).

Se considera que Dios es «el único señor de la vida y de la muerte»:

Según la Biblia, Dios tiene el poder sobre el šeol mismo y rescata el alma de la fosa:

Sin duda, estas expresiones se entienden de forma hiperbólica, para significar una preservación temporal de la muerte.

Los milagros de resurrección operados por Elías y Eliseo van aún más allá: muestran a Dios vivificando a los muertos mismos sacándolos del šeol, al que habían descendido.

Este tipo de «resurrección», no para la vida eterna, sino como reanimación o retorno a la vida anterior, se repite en el Nuevo Testamento como se detalla más adelante.

La Biblia hebrea también hace referencia a la «resurrección» con un sentido metafórico, implicando una verdadera liberación. Por ejemplo:

Con motivo de la crisis macabea (siglo II a.C.), de la persecución de Antíoco IV Epífanes y de la experiencia del martirio, se plantea de forma aguda el tema de la retribución individual. Según la Biblia, en esta etapa ya se transmite como una certeza fundamental que haya que aguardar el reinado de Dios y el triunfo final de su pueblo. Pero ¿qué sería de los santos muertos por la fe?

En los escritos neotestamentarios, Jesús de Nazaret no es presentado solo como alguien que cree en la resurrección de los justos que tendría lugar al final de los tiempos. En los Evangelios, manifiesta poder sobre la vida, volviendo a la vida a varios muertos por los que acuden a él a suplicarle durante su ministerio:

En todos estos casos, los cuerpos físicos habrían vuelto a la vida, indistinguibles de su situación antes de la muerte. Estas resurrecciones recuerdan los milagros proféticos del Antiguo Testamento y representan en las Escrituras el anuncio velado de otra resurrección muy diferente: la de Jesús mismo.

Más aún:

En la Biblia el término significa volver a la vida o reanimar como cuerpo físico (creencia ampliamente aceptada entre los israelitas), jamás aparece el concepto de unión cuerpo/alma. Más tarde, se mencionan otros casos de resurrección en el libro de los Hechos de los Apóstoles:

Los Evangelios no describen el momento de la resurrección, ni dicen que alguien haya visto a Jesús resucitar. En cambio, describen distintos momentos en que Jesús resucitado se manifiesta a testigos escogidos.

Luego comienzan las apariciones del resucitado. Jesús aparece «durante muchos días» (Hechos 13:31), «durante cuarenta días» (Hechos 1:3). Los relatos subrayan el carácter concreto de estas manifestaciones: el que aparece es ciertamente Jesús de Nazaret.

Desde el día de Pentecostés, la resurrección se torna en el centro de la predicación apostólica porque, según los discípulos de Jesús, se revela en la resurrección el objeto fundamental de la fe cristiana (Hechos 2:22-32). Se trata del testimonio que los apóstoles tributan a hechos que aseguran haber visto: que Jesús fue crucificado y murió; pero Dios lo resucitó. En correspondencia con lo anterior anuncian que, al igual que sucedió con Jesús de Nazaret, la vida de los hombres no termina con la muerte. Tal es la predicación de Simón Pedro a los judíos (Hechos 3:11-15) y el testimonio de Simón Pedro y de Juan el Apóstol ante el Gran Sanedrín (Hechos 4:1-13). Así es la enseñanza de Pablo de Tarso a los judíos (Hechos 13:26-33 Hechos 17:1-3) y su confesión delante de sus jueces (Hechos 23:6). La predicación de Pablo a los atenienses también se centra en la resurrección, aunque por ello sufra el rechazo por parte de la mayoría de los griegos (Hechos 17:22-34). Para los apóstoles, todas estas predicaciones no son otra cosa que el contenido de la experiencia pascual de Jesús de Nazaret, que sucedió de conformidad con lo previsto por las Escrituras (1Corintios 15:3-10).

En la época de Jesús de Nazaret, los judíos creían en buena medida en la futura resurrección de los muertos al final de los tiempos, aunque se diferenciaban actitudes variadas y era tema de debate (Mateo 22:23-33). En efecto, tanto los fariseos como los esenios sostenían su firme apoyo a la otra vida, mientras que los saduceos la negaban.[6]​ Merced a la reciente publicación de fragmentos de los rollos disponibles de la década de 1950, está claro que la esperanza y la creencia por parte de los esenios en una vida después de la muerte y en la resurrección están explícitas en algunos manuscritos del Mar Muerto encontrados en las cuevas de Qumrán.[7][Nota 4]​ El Nuevo Testamento y el historiador judío Flavio Josefo amplían considerablemente el número de alusiones a la resurrección. A los manuscritos de la época, se puede añadir otro tipo de pruebas, como la epigrafía. Existen numerosos epitafios en tumbas judías de la época que evidencian la creencia ya asentada en la resurrección de los muertos.[8][Nota 5]

Como derivó desde fuentes judaicas, hay que señalar que el Judaísmo también tiene como principio de fe la resurrección de los muertos. Una famosa autoridad judía, Maimónides, indicó trece principios de la fe judía, y la resurrección es uno de ellos, impreso en el libro de oraciones rabínicas. Es el principio décimo tercero y señala:

Quienes rechazaron o rechazan que Jesús sea un personaje histórico, niegan asimismo la resurrección. Charles-François Dupuis (1742–1809), quien se opuso por completo a la historicidad de Jesús, sostuvo que las escrituras judías y cristianas se pueden interpretar de acuerdo con el «patrón de la energía solar»: la caída del hombre en el Génesis sería una alegoría de las dificultades causadas por el invierno, y la resurrección de Jesús representaría el crecimiento de la fuerza del sol en el signo de Aries en el equinoccio de primavera.[9]

El tema de «los dioses que mueren y resucitan» se suele asociar con el análisis de James George Frazer, en su obra « La rama dorada» («Golden Bough: A Study in Magic and Religion», publicado por primera vez en 1890).[10]​ El libro gira en torno a la idea de que, en el núcleo de las religiones, existe un mito –ritual promulgado– de un dios real que encarna el poder de la fertilidad, que muere al año y –a continuación– resucita como el grano para reinar de nuevo. Si bien este sistema de «mito-ritual» estaría representado particularmente por dioses como Atis, Adonis y Osiris, Frazer consideró que es general a todas las religiones y, aunque no hizo referencia directa a los relatos de la muerte y resurrección de Jesús, fue tomado como antecedente por todos aquellos que lo consideraron un mito.

Casi nadie pone en tela de juicio que los cultos naturistas del Antiguo Oriente asignaban una posición de importancia al mito de un dios muerto y resucitado,[5]​ que parecía no ser otra cosa que una traducción dramática de la experiencia que viven los hombres: la del resurgir de la vida en primavera, después del tono melancólico del otoño, y de la angustia del invierno. Osiris en Egipto, Tammuz en la Mesopotamia asiática, Baal en Canaán, eran dioses de este género. Aunque el debate se centra en el presunto influjo o no de los mitos antiguos sobre los documentos neotestamentarios referidos a Jesús resucitado. Mientras que, como se verá a continuación, algunos ateos, agnósticos o creyentes en otras religiones sugieren la influencia de los mitos antiguos en los relatos de Jesús resucitado,[Nota 6]​ los cristianos en general sostienen la ausencia de cualquier proyección de los relatos mitológicos sobre la resurrección de Jesús a la que reconocen, no solo como hecho real, sino como hecho central de la historia de la Humanidad: el retorno de toda la creación a Dios, por medio de Jesucristo.[Nota 7]

De allí que Joseph McCabe (1867–1955), escritor ateo racionalista, documentó en su obra «The Myth of the Resurrection» de 1925 (reeditada junto con otras obras suyas en el libro «The Myth of the Resurrection and Other Essays» en 1993)[11]​ lo que en su opinión eran similitudes entre la «resurrección de Jesús» y algunos mitos paganos como el mito egipcio de Osiris, el mito sumerio de Tammuz y el de Attis de Frigia: «Es una característica muy importante de nuestra historia que esta leyenda de un dios muerto y resucitado surgió en partes muy diferentes del mundo civilizado antiguo. Tammuz, Attis y Osiris son tres creaciones separadas e independientes de la imaginación creadora de mitos» (p. 45). McCabe señaló que estas historias paganas con temática similar no fueron reproducciones unas de otras, tomadas de una única fuente más antigua, sino que aparecieron de forma separada e independiente: «Por alguna razón [...] la mente del hombre en la mayoría de los lugares del mundo llegó a concebir una leyenda de muerte y resurrección [...] De hecho, en una forma u otra existía una creencia universal que el dios o un representante del dios (rey, prisionero, efigie, etc.) moría, o que debía morir cada año» (pp. 52-53). McCabe intuyó en sus propios términos la existencia de una «creencia universal en un dios muerto y resucitado», que implicaría la existencia de «una estructura mental universal» sobre el tema de la resurrección (p. 63). La intención de McCabe fue, sin dudas, asociar esta «estructura mental universal» con la visión judeocristiana. Con variantes, esa postura es aún sostenida por algunos pensadores agnósticos que señalan que el cristianismo se habría apropiado de este tipo de mitos para elaborar su «historia de la resurrección».

Earl Doherty afirma en «The Jesus Puzzle» (2005) que Jesús se originó como un mito derivado del platonismo medio, con cierta influencia de la mística judía. Según Doherty, la creencia en Jesús surgió solamente entre las comunidades cristianas del siglo II. Doherty afirma que Teófilo de Antioquía (c. 163-182), Atenágoras de Atenas (c. 133-190), Taciano el sirio (c. 120-180) y Marco Minucio Félix (quien escribió entre 150 y 170) no ofrecen ninguna indicación de que creyeran en una figura histórica crucificada y resucitada, y que el nombre de Jesús no aparece en ninguno de ellos.[12]​ Pero resulta que Atenágoras de Atenas fue un filósofo griego antes de su conversión al cristianismo, Taciano se unió a una secta herética, Marco Minucio Félix fue un licenciado romano antes de su conversión (su obra fue en forma de diálogo entre un cristiano y un pagano), y Teófilo de Antioquía se convirtió en edad madura y solo se conservan de él tres libros, en los que sí hace referencia a la resurrección. Al teorizar que el cristianismo primitivo era una versión judía sectaria de este tipo de sistema de creencia generalizada, Doherty no solo desconsidera los escritos neotestamentarios, sino toda la evidencia patrística de fondo (Clemente de Roma, Papías de Hierápolis, Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, Justino Mártir, Melitón de Sardes, Ireneo de Lyon, Clemente de Alejandría, por citar algunos representantes de la misma época), que encarnan el testimonio vivo de las comunidades cristianas de los primeros dos siglos.

Estos supuestos paralelismos entre la mitología y la resurrección de Jesús fueron intensamente rebatidos desde diferentes ángulos por especialistas de distintas corrientes de pensamiento. Según académicos especialistas en mitología, se distorsionan las fuentes para forzar la comparación de los relatos mitológicos con los relatos de Jesús resucitado. El especialista en religiones comparadas Jonathan Z. Smith[13]​ y el académico de semitismo antiguo del Department of Hebrew and Judaic Studies de la Universidad de Nueva York, Mark S. Smith[14]​ declararon como fantasía al llamado «mito de la muerte y resurrección de los dioses», al que consideraron el producto de una comparación carente de crítica, más que un examen atento de la evidencia.

Por su parte, son muy escasos los eruditos bíblicos que no rechacen el concepto de uniformidad en referencia a la «muerte y resurrección de los dioses», y que sostengan que los relatos acerca de Jesús resucitado tienen carácter mítico. La inmensa mayoría de los exégetas de las Sagradas Escrituras señalan que los libros de la Biblia se desarrollaron en un ambiente totalmente distinto del que abonó la difusión de los mitos antiguos sobre la resurrección. Tryggve Mettinger, exprofesor de Biblia hebrea en la Universidad de Lund, es uno de los académicos que apoya la existencia del mito de la «muerte y resurrección de los dioses», pero él sostiene que Jesús no encaja en ese patrón.[15]

En el «Comentario Bíblico "San Jerónimo"»,[16]​ obra dirigida por el biblista Raymond E. Brown y colaboradores, reconocida por su rigurosidad, se comenta que «los críticos del siglo XIX, que negaban toda historicidad científica a los documentos bíblicos, veían mitos por doquier» (op. cit., p. 264). Y se agrega: «De todas las reacciones frente a la metodología clásica en el siglo XIX, la historia de las formas de Hermann Gunkel (1862-1932) fue la más notable. Gunkel negó la existencia de mitos propiamente tales en la Biblia. Si bien en las leyendas abundan los elementos míticos, el monoteísmo israelita los hizo inofensivos y eliminó sus aspectos más groseros». Según Raymond E. Brown, «la crítica actual sugiere que el mito se refiere más a la modalidad del pensamiento que a su contenido» (op. cit., p. 264). En la misma obra, John L. McKenzie comentó el tema del mito entre los diferentes aspectos del pensamiento veterotestamentario, en los siguientes términos:

Desde otro ángulo, la discusión académica sobre el «mito de la resurrección» quizá obnubila otra posible relación entre los mitos antiguos y la resurrección de Cristo, que bien pudo intuir «poéticamente» J. R. R. Tolkien (1892-1973), escritor, poeta, filólogo y profesor universitario. De hecho, el famoso novelista C. S. Lewis, quien en su juventud fuera un ateo interesado por la mitología y el ocultismo, debió a esta interpretación de su amigo Tolkien su conversión final al cristianismo. Según Walter Hooper, amigo y biógrafo del escritor C. S. Lewis, la comprensión de la verdad en las mitologías desencadenó la conversión de Lewis.[17]

El largo intercambio de opiniones entre C. S. Lewis, J. R. R. Tolkien y Hugo Dyson (los tres, miembros del cenáculo conocido como los Inklings) que tendría luego un impacto revolucionario en la vida de Lewis, se desarrolló en el marco de una reunión efectuada el 19 de septiembre de 1931, después de que Lewis invitara a Tolkien y a Dyson a cenar en sus habitaciones en el Magdalen College de Oxford. La charla se prolongó hasta las cuatro de la mañana, y fue recogida por Humphrey Carpenter en J. R. R. Tolkien, una biografía.[18]​ A partir del libro de Carpenter, el diálogo entre Tolkien y Lewis fue reproducido y comentado por otros varios escritores, entre ellos Joseph Pearce.[17]

Después de la cena los tres hombres fueron a dar un paseo junto al río y discutieron la naturaleza y el propósito del mito. Lewis explicó que él sentía el poder de los mitos pero que ellos eran, en última instancia, falsos o, como lo expresó a Tolkien:

Tolkien reanudó la conversación con el argumento de que los mitos, lejos de ser mentiras, eran la mejor manera de transmitir las verdades que, de otro modo, serían inexpresables. Señalando las ramas de los grandes árboles de Magdalen Grove dobladas por el viento, inició una nueva argumentación.

Comenta Joseph Pearce:

C. S. Lewis expresó su concepción posterior con las siguientes palabras:

En la Primera epístola a los corintios 15, Pablo de Tarso desarrolla una explicación minuciosa del tema de la resurrección de los muertos, que incluye:

Dag Øistein Endsjø[20]​ señala que la incredulidad demostrada en la Primera epístola a los corintios hacia la idea de la resurrección del cuerpo no es realmente acerca de la «resurrección de Cristo», sino acerca de la «resurrección general de los muertos». Según Endsjø, este dilema no puede explicarse por referencia a las creencias platónicas, donde todas las formas de la resurrección corporal eran consideradas igualmente absurdas, o a la tradición judía, que no sabía de ninguna resurrección y subsecuente inmortalización de un solo individuo antes del fin del mundo. Sin embargo, volviendo al material griego más tradicional, se encuentra que la idea de la resurrección corporal no era en absoluto desconocida. Pero siempre había una objeción a la «continuidad» del cuerpo. Ningún cuerpo o parte del cuerpo que había sido aniquilado podría ser «recreado». Como tal, esto puede explicar por qué los oponentes de Pablo en 1 Corintios no consideraron la resurrección de Cristo controvertida, pero rechazaban la idea de una resurrección general de los muertos.

Podría decirse que la expresión «resurrección de la carne» se trata de una metonimia lingüística, como cuando hablamos de un «rebaño de cuatrocientas cabezas»: se toma la parte por el todo. Pero no cualquier parte, sino precisamente la más vulnerable y efímera: la carne, aquello que parecería menos recuperable por ser más perecedero.[21]​ Algo muy semejante ocurre cuando, para decir que «el Hijo de Dios se hizo hombre», se dice que «se hizo carne»: se menciona la parte más visible, palpable y precaria de su humanidad, en contraste con la trascendencia de lo divino.

En ambos casos resulta muy significativa la «elección del elemento débil». Este énfasis, esta voluntad de subrayar tan deliberada, obedece en ambos casos al mismo propósito. El Evangelio de Juan insistía en la «encarnación»: «Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Juan 1:14a). Del mismo modo, frente a los griegos del Areópago que exaltaban el alma en detrimento de la carne, San Pablo, al referirse a la vida futura, no menciona siquiera la inmortalidad del alma: trata solo la «resurrección de los muertos» (Hechos 17:16-34).

Pero, al hablar de «resurrección de la carne» desde el punto de vista cristiano, solo se puede decir que es una metonimia (del todo y de sus partes) en un sentido impropio, porque el cuerpo no constituye «una parte del hombre».

El hombre –según José María Cabodevilla, y con él, buena parte de los teólogos y biblistas contemporáneos– no es una «suma» de cuerpo y espíritu, sino una «totalidad indivisible»: un todo, al que llamamos «espíritu» porque posee tal «interioridad» que desborda la realidad «físico-biológica», y lo llamamos «cuerpo» en cuanto que ese mismo todo resulta visible, localizable, histórico.[21]

Más aún, para el cristianismo, el cuerpo pertenece a la definición misma del «espíritu humano»: el espíritu es «humano» porque está encarnado, porque es corporal. El hombre no «tiene» cuerpo, «es» cuerpo: todo él «es cuerpo», lo mismo que todo él «es alma»[21]​ Por eso, el mensaje de los Evangelios (a diferencia de la filosofía griega) nunca menciona la «inmortalidad del alma». Pero confiesa su fe en la «resurrección de los muertos», es decir, su fe en que «el hombre, como entidad completa, resucitará».

Para los cristianos, el cuerpo resucitado es un dato de fe. La revelación no ofrece ninguna explicitación científica al respecto y no existen trabajos científicos sobre el tema de ninguna naturaleza. En ese marco, José María Cabodevilla (1928-2003) escribe en su libro El cielo en palabras terrenas sobre el tema de la resurrección:[21]

¿Se puede esperar que la ciencia confirme la resurrección? Cabodevilla responde negativamente.

Sin renunciar a pensar sobre el tema de la resurrección, Cabodevilla señala que resulta vano el esfuerzo imaginativo del hombre.



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