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Cruzada albigense



Estados Pontificios

Condado de Tolosa

Papa Honorio III
Papa Gregorio IX
Simón de Montfort
Amaury VI de Montfort
Felipe II de Francia

Raimundo VI de Tolosa
Raimundo VII de Tolosa

La cruzada albigense —denominación derivada de Albi, ciudad situada en el suroeste de Francia—, también conocida como cruzada cátara o cruzada contra los cátaros, fue un conflicto armado que tuvo lugar entre 1209 y 1244, por iniciativa del papa Inocencio III con el apoyo de la dinastía de los Capetos (reyes de Francia en la época), con el fin de reducir por la fuerza el catarismo, un movimiento religioso calificado como herejía por la Iglesia católica y asentado desde el siglo XII en los territorios feudales del Languedoc, favoreciendo la expansión hacia el sur de las posesiones de la monarquía capetana y sus vasallos.

La guerra, que se desarrolló en varias fases, se inició con el enfrentamiento entre los ejércitos de cruzados súbditos del rey Felipe Augusto de Francia con las fuerzas de los condes de Tolosa y vasallos, provocando la intervención de la Corona de Aragón que culminó en la batalla de Muret. En una segunda etapa, en la que inicialmente los tolosanos alcanzaron ciertos éxitos, la intervención de Luis VIII decidió la sumisión del condado certificada por el Tratado de París (1229). En una prolongada fase final, las operaciones militares y las actividades de la recién creada Inquisición se centraron en la supresión de los focos de resistencia cátara, que, desprovistos de sus apoyos políticos, terminaron por ser reducidos. La guerra destacó por episodios de gran violencia, provocó la decadencia del movimiento religioso cátaro, el ocaso de la hasta entonces floreciente cultura languedociana y la conformación de un nuevo espacio geopolítico en Europa occidental.

A principios del siglo XIII, las regiones del Languedoc se encontraban bajo el dominio de varios señores:

Las cinco diócesis cátaras —Albi, Cahors, Carcasona, Narbona y Toulouse—, e incluso Agen, ocupaban casi exactamente los territorios de los grandes señores feudales del Languedoc. Los cátaros recibían el apoyo de algunos nobles y habían logrado asentarse gracias a la acción ejemplar de los Perfectos —seguidores cátaros de una vida ascética— y a la incapacidad del clero católico. Los Perfectos y Perfectas no eran muy numerosos, pero una gran parte de la población toleraba su doctrina e incluso la favorecía.[1]

El catarismo es frecuentemente clasificado como una religión de carácter gnóstico y maniqueísta, especialmente inspirada en el movimiento de los bogomilos que surgieron en el siglo X en los Balcanes y con influencias litúrgicas del cristianismo primitivo.

Tuvo un fuerte auge durante los siglos XII y XIII en Europa occidental donde llegaron a ser conocidos también como albigenses, en alusión a la ciudad de Albi donde residían algunas de las mayores comunidades cátaras, junto con otras establecidas en el norte de Italia, en el reino de Aragón y condado de Barcelona, aunque su enclave principal se encontraba en la región del Languedoc. Se implantó principalmente en los burgos, poblaciones complejas en las que coexistían los señores, caballeros, burgueses y gente del pueblo; pueblos y ciudades con talleres, artesanos y comercio. En 1178 Henri de Marcy, legado del papa, calificó las poblaciones de implantación cátara con el apodo en latín de sedes Satanae —sedes de Satán—.[2]

El catarismo se basaba en una interpretación dualista del Nuevo Testamento (rechazaban el Antiguo por ser una crónica de la creación del mundo material por el falso Dios, también denominado Demiurgo). De este modo defendían la existencia de dos principios supremos: el 'Bien' y el 'Mal', siendo el primero el creador de los espíritus y el segundo el del mundo material. También sostenían al matrimonio con fines de procreación, ya que consideraban un error traer un alma pura al mundo material y aprisionarla en un cuerpo sin el apoyo de una familia. Creían en la castidad y en la monogamia como medio de procreacion para tener familias.

Para ellos el mundo era una plasmación de esta dualidad en la que vagaban las almas (espíritus puros creados por el Dios bueno) envueltas en sus cuerpos (materia creada por el Dios malo). Rechazaban el concepto del infierno, siendo el equivalente a este el propio mundo en el cual las almas debían purificarse a través de sucesivas reencarnaciones o transformaciones hasta alcanzar un grado de autoconocimiento que les llevaría a la visión de la divinidad escapando del mundo material al paraíso inmaterial.

Para llegar a este estado predicaban una vida ascética y contemplativa. A los que la seguían se les denominaba «Perfectos» y se les consideraba una especie de herederos o continuadores de las prácticas de los apóstoles teniendo el poder de absolver de los pecados a través de la ceremonia del consolamentum o bautismo , único sacramento en la religión cátara.

La doctrina cátara choca radicalmente con la predicada por la Iglesia. Entre otras cosas:

Además, el modo de vida ascético predicado y practicado por los Perfectos contrastaba con la corrupción y el lujo ampliamente extendidos en la Iglesia católica, representando una amenaza para la supervivencia de las diócesis católicas en un medio rural empobrecido y cansado de diezmos eclesiásticos.

También rechazaban los juramentos, por ser ataduras al mundo material, lo que atacaba a su vez la propia disposición de la sociedad feudal europea, donde dado el analfabetismo reinante casi todas las transacciones comerciales y compromisos de fidelidad se basaban en juramentos.

Por todo ello la Iglesia romana con el papa Celestino III trató de contrarrestar el auge del catarismo mediante una política misionera, multiplicando las fundaciones cistercienses y enviando a predicadores de relevancia como Bernardo de Claraval en el siglo XII.

Ya a finales de dicho siglo, Celestino III fue sucedido por Inocencio III, que por su origen familiar era un gran señor feudal. Creía en la virtud de las armas cuando estaban guiadas por Dios; también era un jurista, formación que había recibido en París y Bolonia. Comprendió que el catarismo había surgido por una carencia de la Iglesia; había pocos clérigos católicos bien instruidos, pocas abadías y obispos; muchos de estos últimos no visitaban sus diócesis más que para recoger impuestos.

El 1 de abril de 1198 escribió a sus arzobispos instándoles a castigar a los herejes cátaros. En 1199 se equiparó la herejía al crimen de lesa majestad; en lo sucesivo, los herejes obstinados serían proscritos y sus bienes confiscados. Esta disposición se extendió a Occitania en julio del año 1200. Instituyó legados y les otorgó plenos poderes: derecho de excomunión, de pronunciar interdicto, de hacerse obedecer por los prelados y, en caso necesario, de sustituirlos por hombres más decididos. Su principal misión consistía en reformar el clero local y combatir la herejía.

En 1203 Inocencio III designó como legados a dos hermanos cistercienses de la abadía de Fontfroide, Raoul de Fontfroide y Pierre de Castelnau, un jurista de la orden del císter que se conducía con la intransigencia de un juez seguro de la ley que aplicaba. En diciembre se dirigieron a Toulouse donde hicieron jurar al conde que se extirparía la herejía. En febrero de 1204 tuvo lugar una reunión en Béziers presidida por el rey Pedro II de Aragón. El rey se había reconocido vasallo de la Santa Sede pero, en contra de lo que pedían los legados, manifestó que no estaba dispuesto a hacer uso de la espada contra sus vasallos occidentales, sino todo lo contrario.

Unos meses más tarde Arnaud Amaury, abad de Cîteaux, se incorporó a la delegación, pero incluso con el refuerzo de Arnaud Amaury, los legados no obtenían logros. Su presentación no era la más adecuada para alcanzar el éxito que pretendían: recorrían el país en lujosos coches de caballos acompañados de todo un cortejo de servidores. Es lógico el efecto adverso que causaron cuando precisamente el lujo y la suntuosidad era lo que más reprochaba el pueblo occitano a la iglesia romana. En mayo de 1206 los abades decidieron regresar a sus respectivas abadías. En el camino de regreso hicieron una parada en Montpellier y allí coincidieron con dos castellanos que regresaban de Roma. Eran Diego de Acebes, obispo de Osma, y su viceprior, Domingo de Guzmán, posterior fundador de la Orden dominica. Este encuentro fue decisivo. Los legados plantearon sus dificultades: cuando predicaban se les objetaba el comportamiento detestable de los clérigos, pero si se dedicaban a reformar a los clérigos, tendrían que renunciar a la predicación. Los castellanos plantearon la solución: dejar de lado la reforma de los clérigos y dedicarse exclusivamente a la predicación pero, para que esta fuera eficaz, era preciso que cumpliera una condición imperativa: la pobreza, es decir, viajar con humildad, ir a pie, sin dinero, en parejas de dos en dos, imitando las costumbres de los Perfectos cátaros y que antiguamente habían utilizado los apóstoles.[3]

Poco a poco, los métodos de Diego de Acebes y Domingo de Guzmán lograban sus efectos, convirtiendo a creyentes cátaros e incluso a algunos Perfectos. Diego regresó a Osma y Domingo de Guzmán eligió entonces como compañero a Guillem Claret, clérigo de Pamiers, con el que se instaló en Fanjeaux, el centro mismo de la región, donde convirtió a un grupo de Perfectas y mujeres creyentes cátaras, a las que instaló en el monasterio de Prouilhe, cerca de Fanjeaux, convirtiéndose en un centro educativo y hospitalario de muchachas, a semejanza de las «casas de las Perfectas».

Los logros de Domingo de Guzmán ponían de manifiesto la eficacia de sus métodos, pero se trataba de una predicación larga y difícil que exigía modestia y paciencia, Domingo de Guzmán parecía adaptado a esta situación pero no así los cistercienses que esperaban una conversión en masa y entusiasta y, en lugar de ello, tenían que ir de población en población enfrentándose a los contrapredicadores cátaros que en ocasiones conocían el Evangelio mejor que sus propios clérigos. Para ellos, la campaña de 1207 fue un fracaso.

En este clima, con la herejía en pleno auge y la creciente humillación de la Iglesia Romana ante la pasividad y connivencia de los señores occitanos, solo faltaba una chispa que sirviera de argumento a Inocencio III para tomar las armas. Esta se produjo en la primavera de 1208 con el asesinato del legado papal Pedro de Castelnou en Saint-Gilles (atribuido según las crónicas a una orden del conde tolosano Raimundo VI). El papa pronunció un anatema contra el conde tolosano y declaró sus tierras «entregadas como presa». Esto equivalía a una llamada directa a Felipe II Augusto, rey de Francia, así como a todos los condes, barones y caballeros de su reino para acudir a la cruzada.

En esta cruzada se suelen distinguir tres fases.

Una primera etapa, a partir de 1209 y que destacó por episodios de gran violencia como el de la matanza de Béziers. Se enfrentaron fuerzas reunidas por señores vasallos de los Capetos provenientes principalmente de Isla de Francia y del Norte, mandadas por Simón de Montfort, contra parte de la nobleza tolosana encabezada por el conde Ramón VI de Tolosa y la familia Trencavel. Estos últimos, vasallos del rey de Aragón Pedro II el Católico, invocaron la participación directa en el conflicto del monarca aragonés, que resultó derrotado y muerto en el curso de la batalla de Muret en 1213.

En una segunda fase la muerte de Simón de Montfort en el sitio a Toulouse tras el retorno del conde Raimundo VII de Tolosa y la consolidación de la resistencia occitana apoyada por el conde de Foix y fuerzas aragonesas, decidieron la intervención militar de Luis VIII de Francia a partir de 1226 con el apoyo del papa Honorio III. En noviembre de 1226 murió el rey de Francia, pero la cruzada continuó bajo el mando de la regente, su viuda Blanca de Castilla. Los cruzados tomaron Toulouse y se firmó el Tratado de Meaux-París de 1229, en el que se pactó la boda de hija de Raimundo VII de Tolosa con el hermano del rey de Francia, lo que llevaría a la integración del territorio occitano en la corona francesa.

En una tercera y última etapa los abusos de la Inquisición provocaron numerosas revueltas y sublevaciones urbanas y decidió una última tentativa de Raimundo VII a la que tuvo que renunciar a pesar del apoyo de la corona inglesa y de los condes de Lusignan, terminando con la toma de las últimas fortalezas de Montsegur y de Queribus en 1244.

En 1207, mientras Domingo y los otros cistercienses predicaban, el legado papal Pierre de Castelnau tomó la iniciativa de plantear un acuerdo general de paz a todos los condes y señores del Languedoc. Pedía la promesa de comprometerse a no emplear judíos en su administración (en intento de evitar préstamos que no fueran eclesiásticos), devolver a las iglesias el dinero no pagado en concepto de tributo, no contratar salteadores y, sobre todo, perseguir a los herejes cátaros.

Al conde Ramón VI de Tolosa le era imposible aceptar estas condiciones sin quebrantar los fundamentos de su poder, de modo que se negó. Fue excomulgado por ello el 29 de mayo de 1207. Decidió entonces prestar juramento y se le levantó la excomunión. Pero, evidentemente, no pudo llevar a cabo las peticiones y fue excomulgado de nuevo en una reunión en Saint-Gilles.

El 14 de enero de 1208, Castelnau fue asesinado cuando se disponía a cruzar el río Ródano, cuando volvía de la reunión de Saint-Gilles. El asesinato no fue ordenado por Raimundo pero sobre él, sus tierras y los señores feudales occitanos con los que mantenía algún tipo de vínculo, cayó toda la responsabilidad. El papa Inocencio III acusó abiertamente al conde de Tolosa. La cruzada militar iba a sustituir a la cruzada pacífica.

En Felipe Augusto, rey de Francia, podía estar la clave política, pero estaba en guerra con el rey de Inglaterra y el reino francés no podía mantener dos ejércitos, uno para defenderse de Inglaterra y otro para perseguir herejes.

El 9 de marzo de 1208, el papa dirigió una carta a todos los arzobispos del Languedoc y a todos los condes, barones y señores del reino de Francia. Un fragmento de esta decía:[4]

Así, otorgaba a quienes tomaran parte de la cruzada iguales privilegios concedidos para las cruzadas en Tierra Santa: absolución de los pecados y promesa del paraíso para los muertos en combate. Se añadió una cláusula específica suplementaria: las tierras «limpias de herejes» pasarían a ser posesión, de pleno derecho, del cruzado que las hubiera conquistado.

Se formó una numerosa tropa; en un territorio con diferentes señores feudales, mal defendido y poco habitado, la victoria podía parecer fácil a barones habituados a las cruzadas en ultramar. Fundamentalmente la fuerza bélica estaba formada por nobles venidos de Francia, no dispuestos a prolongar su estancia más allá de los cuarenta días reglamentarios de servicio d'Ost.

Simón de Montfort, barón de Amury, proveniente de Isla de Francia, destacaría como jefe militar de la cruzada; Arnaud Amaury, abad de Cîteaux, fue nombrado por el papa jefe religioso de la expedición. La financiación, en un principio, recayó en los prelados, que debían detraer de las poblaciones de sus diócesis el diez por ciento de los ingresos.

La concentración de tropas tuvo lugar en Lyon: 20 000 caballeros, más de 200 000 ciudadanos y campesinos, sin contar al clero. Así lo describe el trovador de la época Guillem de Tudèle; lo cierto es que la llamada concentró a una elevada tropa.

Los cruzados partieron hacia el Mediodía bajando por el valle del Ródano. Raimon Roger Trencavel, vizconde de Carcasona y conde de Béziers, cabalgó a su encuentro en un intento por llegar a un acuerdo con los legados papales. Nada tenía que ver con el asesinato de Pierre Castelnau, pero era sospechoso de herejía y fue rechazado. Trencavel se dirigió inmediatamente hacia Béziers, puso la ciudad y a sus cónsules en estado de defensa, partiendo inmediatamente hacia Carcasona para hacer lo propio.

El 21 de julio de 1209 los cruzados se apostaron delante de Béziers; Simón de Montfort al frente del ejército cruzado atacó la ciudad y exterminó a una parte de la población sin tener en cuenta su filiación religiosa y pronunciando, según la crónica que escribió Cesáreo de Heisterbach más de 50 años después de los hechos, la frase:

Esta primera matanza, de 7000 a 8000 personas, que tuvo lugar principalmente en la iglesia de la Madeleine, no entraba en las costumbres de la época. Está considerada más bien un golpe de efecto o instauración de terror entre la población: causar pánico para evitar resistencia en los señores del Mediodía, según algunos cronistas, aunque otros resaltan el comportamiento y carácter cruel del jefe militar de la cruzada.

Tras la conquista de Béziers, la cruzada avanzó hacia Carcasona, la masacre de Beziers causó efecto y todas las fortalezas y burgos iban capitulando sin ofrecer resistencia.

Los cruzados llegaron a Carcasona el 1 de agosto de 1209. Pedro II de Aragón cabalgó hasta la ciudad solicitando condiciones de paz aceptables para su sobrino Raimon Roger Trencavel. Arnaud Amaury exigió a su vez sus condiciones: solo autorizar a Raimon Roger y doce acompañantes el abandonar la ciudad. Condiciones inaceptables para Trencavel que, con veinticuatro años, moriría en las mazmorras de la que había sido su propia fortaleza una vez tomada la Cité.

Reforzado en su puesto de jefe de los cruzados, Montfort emprende a continuación la conquista de la región de Rasez. Montréal, Preixan, Fanjeaux, Montlaur, Bram van cayendo sistemáticamente a su paso.

Desde ahí pone cerco a Minerve. Es junio de 1210 y a la caída de la villa ciento cuarenta cátaros serán quemados vivos.[5]​ A continuación durante cuatro meses asedia el castillo de Termes y acto seguido el de Puivert que caerá en solo tres días. Tras la caída de estos dos bastiones, Pierre-Roger de Cabaret decide entregar los castillos de Lastours al jefe cruzado a cambio de la liberación de Bouchard de Marly, señor de Saissac.

A finales de ese mismo año Montfort controla el este del Languedoc y es nombrado vizconde de Rasez. Está preparado para adentrarse en los dominios de los dos señores más poderosos de Occitania, los condes de Tolosa y Foix.

Y lo hará precisamente por la villa de Lavaur, a poco más de treinta kilómetros de la ciudad del Garona. El 3 de mayo de 1211 sus tropas entran en la ciudad desatando una feroz represión. El señor Aymeri de Montréal y ochenta de sus caballeros son ahorcados, su hermana Guiraude embarazada es lapidada en el fondo de un pozo y cuatrocientos cátaros quemados vivos.[5]​ A continuación se dirigen a la cercana Toulouse sin conseguir doblegarla. Para entonces Raimundo VI ha pedido ayuda a todos sus vasallos y al rey de Aragón y se dispone a presentar batalla.

La primera batalla con el bando occitano al completo se produjo en Castelnaudary en septiembre de 1211. El resultado fue incierto y pese a las abundantes bajas ambos bandos reclamaron la victoria para sí; pero solo fue el preámbulo de un enfrentamiento mayor.

Llamado por Ramón VI de Tolosa, Bernard IV de Comminges y Raimundo Roger de Foix, Pedro II de Aragón decide finalmente acudir en ayuda de sus súbditos en verano de 1213. Viene precedido por la aureola de su éxito en la batalla de las Navas de Tolosa en la que había participado junto con los otros reinos cristianos peninsulares.

El 30 de agosto pone cerco al castillo de Muret, a unos veinte kilómetros al suroeste de Toulouse, donde se refugian unos treinta caballeros cruzados. Simón de Montfort que se encontraba en aquel momento en Fanjeaux parte hacia Muret en compañía de otros mil caballeros llegando al mismo la víspera de la batalla.

El 12 de septiembre de 1213 las calles de Muret, estrechas y llenas de barricadas, sirven de refugio a los cruzados ampliamente superados en número por la alianza occitano-aragonesa, que sin embargo acabará sufriendo una derrota sin paliativos.

En un mismo día los occitanos pierden entre 10 000 y 15 000 hombres, además de al rey de Aragón Pedro II, y Foix, Narbona y Comminges pasan a manos de Simón de Monfort. En noviembre de 1215 el Concilio de Letrán IV desposee de sus tierras a Raimundo VI de Tolosa y Raimundo II Trencavel nombrando a Montfort duque de Narbona, conde de Tolosa y vizconde de Carcasona y Rasez, y a Arnaud Amaury arzobispo de Narbona.

Inocencio III fallece en 1216 y su muerte desencadena una sublevación general en todo el Mediodía. Raimundo VI, que había estado rearmándose en el Condado de Barcelona junto con su hijo Raimundo VII, desembarca en Marsella (el Concilio de Letrán le había conservado sus posesiones provenzales) y retoma la lucha.

En agosto de 1216 derrota por primera vez a Montfort en Beaucaire. Este trata de deshacerse definitivamente de su adversario poniendo asedio a la ciudad de Toulouse, pero el 25 de junio de 1218 una piedra de catapulta lanzada por mujeres desde la ciudad, según cuentan los cronistas, acierta a dar en el general enemigo y lo mata.

Su hijo, Amaury VI de Monfort, le sucede, pero no tenía el genio militar de su padre y es derrotado sucesivamente. En 1221 los cruzados abandonan el cerco de Castelnaudary donde habían encerrado al conde de Foix y huyen a Carcasona. Raimundo VII (su padre muere ese mismo año) se une a Roger-Bernard y recupera sucesivamente Montréal, Fanjeaux, Limoux y Pieusse. Continúa sus conquistas por las regiones de Carcassès y el bajo Razes y, en marzo de 1223, Mirepoix donde se encontraba Guy I de Lévis, Mariscal de la Fe y lugarteniente de Montfort, que deberá huir también hacia Carcasona.

Los cruzados han retrocedido hasta posiciones similares al inicio de la guerra y el nuevo papa Honorio III reacciona excomulgando al joven conde tolosano. Por su parte Luis VIII de Francia, por influencia de su esposa Blanca de Castilla, es convencido para que tome él mismo las riendas de la cruzada. En 1226 desciende con sus tropas francesas el valle del Ródano y somete Aviñón. Advertidos de la presencia de la armada real, los habitantes de Carcasona se rebelan contra la familia Trencavel, que se había vuelto a establecer en la ciudad, y es forzada a replegarse en Limoux. Finalmente tras escribir una carta el 17 de junio de 1227, Trencavel huye a Barcelona dejando sus tierras bajo la protección de Roger-Bernard de Foix.

Derrotado Trencavel y excomulgado Raimundo VII, los occitanos se ven forzados a firmar los humillantes términos del Tratado de Meaux.

Aún intentaría en 1240 Trencavel recuperar sus antiguos dominios a la cabeza de un ejércitos de faydits (caballeros occitanos favorables al catarismo y desposeídos de sus dominios) de Rasez, el Carcasonés y Fenolleda apoyados por infantería aragonesa, pero en lugar de aprovechar el efecto sorpresa y dirigirse directamente a Carcasona, hacen acto de presencia en las fortalezas de la comarca de Minerve, la Montaña Negra y las Corbières, dando tiempo al senescal de la Cité, Guillaume des Ormes, a reforzar sus defensas.[6]​ Finalmente el asedio fracasa y los condes de Tolosa y Foix deben acudir en ayuda de Trencavel para permitirle una rendición honorable y huir a Aragón.

En 1242 Raimundo VII de Tolosa con el apoyo de Trencavel, Almaric vizconde de Narbona y el conde de Foix se apropia de Rasez y a continuación del Minervois y Albi antes de entrar en Narbona. Los franceses resisten en Carcasona y Béziers, y las llamadas de Raimundo VII al alzamiento occitano y sus peticiones de ayuda a los duques de Bretaña, condes de Provenza y al rey de Aragón son desoídas. Luis IX se pone en marcha hacia el Languedoc a la cabeza de sus ejércitos obligando una vez más al conde tolosano a capitular. En enero de 1243 Raimundo VII hace acto de sumisión a Luis IX y es imitado por el conde de Foix y el vizconde de Narbona.

Pese a la derrota de los señores feudales, la herejía cátara siguió presente en el Mediodía. Para terminar de extirparla la Iglesia crea la Inquisición, que en un principio se centrará en reprimir a cátaros y valdenses. Su presencia es motivo de distintos alzamientos populares y de que los cátaros se retiren paulatinamente a fortalezas apartadas con la esperanza de sobrevivir alejados de las fuentes militares del conflicto. La caída de estos castillos y fortalezas, como la de Montsegur en 1244 y la de Quéribus en 1255, causará las últimas matanzas de la guerra y el fin del catarismo. La Inquisición seguirá actuando en la zona en los siguientes tres cuartos de siglo, pero con casos individuales, hasta que se da por extinguido.

La primera y más evidente consecuencia de la cruzada tuvo lugar en el plano religioso. El movimiento cátaro, aún sin dejar de ser minoritario y pese haber sido perseguido en otras partes de Europa, había alcanzado a lo largo el siglo XII una influencia creciente en la tolerante sociedad del Languedoc, incrementando su número de fieles, particularmente, entre los miembros de la nobleza. Como consecuencia de la guerra y la represión posterior el movimiento fue desorganizado y entró en decadencia; aunque logró sobrevivir en áreas periféricas del reino de Aragón y de Bosnia, su influencia acabó desapareciendo de Europa Occidental hacia principios del siglo XIV (definitivamente con la conquista turca de Bosnia). La Iglesia romana consolidó así, por la fuerza de las armas, su posición hegemónica antes de que la amenaza considerada herética se extendiera a toda la sociedad languedociana o a otros territorios. Además en el curso del conflicto nacieron dos instrumentos que le serían fundamentales en los siglos siguientes: la Inquisición y la Orden de los Hermanos Predicadores.

En el plano político hubo dos: el fin de la expansión aragonesa al norte de los Pirineos y la desaparición del Condado de Tolosa.

Los aragoneses sufrieron una doble derrota, militar en la batalla de Muret, y estratégica con la desaparición de territorios que les rendían vasallaje. Hasta aquel momento Tolosa, Carcasona, Foix, Provenza o Comminges habían sido teóricos vasallos del rey de Francia pero llevaban décadas actuando con independencia de la Isla de Francia, y en 1213 se habían declarado súbditos aragoneses. Tras la cruzada albigense casi todos estos territorios volvieron a la órbita francesa, quedando solo como posesiones de la corona aragonesa el señorío de Montpellier (hasta 1349). Este retroceso en su expansión hacia el norte, unido a la limitación en sus avances hacia el sur (Sentencia Arbitral de Torrellas y Tratado de Elche) sería una de las causas de que la monarquía aragonesa se volcase en su expansión por el Mediterráneo en los siglos siguientes.

Por su lado la disolución del Condado de Tolosa y la integración de sus territorios en la Corona francesa fue especialmente trascendental por el momento en que se produjo. Dado el grado de autonomía, la riqueza comercial de los territorios controlados por los Saint-Gilles y su creciente peso estratégico al sumar otros señores feudales que le rendían pleitesía, no es descabellado suponer que el condado de Tolosa habría seguido ganando independencia con los años actuando como entidad independiente al estilo, por ejemplo, del Ducado de Bretaña. En su lugar, su inclusión dio acceso a Francia al Mediterráneo (lo que sería aprovechado por el propio san Luis IX para partir a las cruzadas desde Aigues-Mortes) y asentó su autoridad sobre unos territorios en los que apoyarse en la posterior guerra de los Cien Años (cabe recordar que el Mediodía limita con Aquitania).

En el plano cultural la inclusión tuvo como efecto una progresiva diglosia del idioma francés sobre el occitano. A partir de la Revolución francesa y el Primer Imperio las sucesivas leyes no hicieron sino fomentar esta inferioridad para potenciar el francés (dado que las lenguas periféricas eran percibidas como amenazas a la unidad nacional), lo que pondría el occitano incluso en peligro de desaparición hasta su renacimiento a finales del siglo XIX gracias a autores como Frédéric Mistral y movimientos como el Félibrige. Esta consecuencia es significativa por cuanto el occitano venía de vivir su edad de oro como lengua de los trovadores, y en el momento de la caída en desgracia del Condado de Tolosa la corte de esta ciudad era considerada como una de las más importantes de Europa en el plano cultural.

A mediados del siglo XX diversos investigadores e historiadores recuperaron la memoria de la cruzada albigense como reivindicación del patrimonio histórico-cultural de la región cultural francesa de Occitania, siendo el concepto del catarismo explotado actualmente con fines comerciales turísticos principalmente, como la marca Pays Cathare (País Cátaro) con que se promociona el departamento del Aude[7]​ o los denominados castillos cátaros.



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