La península itálica o apenina es una de las tres grandes penínsulas del sur de Europa, junto a la balcánica y la ibérica. Situada en el centro del Mediterráneo, entre los mares Tirreno y Adriático, limita al norte con los Alpes, al este el mar Adriático la separa del resto de Europa y de la península balcánica, al sur el mar Jónico la separa de la isla de Sicilia (en especial el estrecho de Mesina de apenas 2,0 km) y al oeste las aguas del mar Tirreno y del mar de Liguria la separan de las islas de Córcega y Cerdeña.
Los límites geográficos de la península itálica no están claros, aceptándose unas veces el curso del río Po, otras una línea que une el golfo de Génova con el golfo de Venecia y otras la propia cordillera de los Alpes. Toda la península, administrativamente, pertenece a Italia, aunque una minúscula parte depende de los micro-Estados de San Marino y Ciudad del Vaticano. Convencionalmente, no forman parte de la península los territorios continentales del norte de Italia (como la zona de los Alpes y la llanura del Po), además de las islas de Sicilia y Cerdeña.
Se caracteriza por su forma de «bota», por lo que es llamada en italiano Lo stivale, «La bota». Es una de las penínsulas más grandes de Europa, extendiéndose unos 1000 km de noroeste a sudeste. Entre sus accidentes geográficos más significativos, se encuentra la cadena montañosa de los Apeninos, que se extiende a lo largo de toda la península desde el centro de la región de Liguria, donde se encunetra con los Alpes.
Su monte más alto es el Corno Grande, parte del macizo del Gran Sasso, en los Montes Abruzos de los Apeninos centrales, mientras, uno de sus montes más conocidos, el Vesubio, situado cerca del golfo de Nápoles, es un volcán activo que ha mostrado actividad desde hace milenios, con algunas erupciones célebres como la que afectó a las ciudades de Pompeya, Estabia y Herculano, en el año 79 d.C.
La península itálica, con el nombre de Italia, fue durante siglos cuna y zona central de la República y del Imperio romano y, anteriormente, hogar de la Magna Grecia, constituyendo una pieza clave en la configuración de la cultura occidental. De esta manera, el legado arqueológico y cultural de tipo clásico es notable en esta zona.
El nombre de Italia se viene usando desde antiguo, al menos desde el siglo IX a.C., para designar a la gente del sur y del centro de la que se conoce como península itálica, haciendo referencia a los pueblos itálicos, hablantes de las lenguas llamadas igualmente.
Según el historiador griego Antíoco de Siracusa, el vocablo Italia designaba, en el siglo V a. C., a la parte meridional de la actual región italiana de Calabria —el antiguo Brucio—, habitada por los itàlii, el grupo más meridional de los itálicos. También según el arqueólogo Pallottino el nombre de Italia derivaría del gentilicio de uno de los pueblos itálicos nativos de la región de Calabria, los (v)itàlii, el cual mutua su nombre de su animal sagrado: el ternero (víteliú en idioma osco, vitulus en latín y vitello en italiano); y que fue usado por los antiguos griegos como término general para designar a los habitantes de toda la península.
En el siglo II a. C., el historiógrafo griego Polibio llamaba Italia al territorio comprendido entre el estrecho de Mesina y los Apeninos septentrionales, aunque su contemporáneo Catón el Viejo extendió el concepto territorial de Italia hasta el arco alpino. El nombre de Italia fue usado también en monedas acuñadas durante la guerra Social por la coalición de los socii (aliados) itálicos en lucha contra Roma y las demás ciudades itálicas ya provistas de ciudadanía romana para obtener, a su vez, la plena ciudadanía romana. Por otra parte, también es posible que los itálicos tomaran su nombre de un animal-tótem, el ternero, que, en una lejana primavera sagrada, los había guiado hasta los lugares en los que se asentaron definitivamente.
El termino se consolidó de manera definitiva sobre todo desde que, la ciudad itálica de Roma, a partir del siglo V a.C., unificó gradualmente toda la península conquistando al resto de pueblos itálicos peninsulares, empezando por los latinos, de los cuales la misma constituía una aldea, y terminando con los etruscos hacia el norte y los brucios hacia el sur, unificando así todo el territorio peninsular bajo un único régimen y dándole nombre de Italia, la cual, desde entonces, constituirá el territorio metropolitano de la misma Roma. Posteriormente, el norte de Italia (ex Galia Cisalpina) fue añadido al territorio de la Italia romana durante el siglo I a. C., llevando así, de iure , el nombre de Italia hasta los pies de los Alpes.
Comprender el mapa étnico de la península itálica al principio de su historia significa tomar conciencia de la movilidad que en ella tiene lugar, por lo menos, a lo largo de las diferentes fases de la Edad del Hierro, para lo que también es preciso tener en cuenta el carácter específico de las fuentes. La arqueología reseña los cambios en los materiales, sus transformaciones, difusiones, superposiciones, no siempre resultado de cambios étnicos.
Las fuentes literarias pertenecen a una época en que el mapa sufre nuevas alteraciones, o bien por la presencia de colonias griegas, o bien por la expansión romana en Italia y la consiguiente unificación de los pueblos itálicos. Por fin, son precisamente estos fenómenos los mismos que provocan la alteración total del mapa etnográfico primitivo y los que promueven, de otra parte, la auténtica identificación de los grupos étnicos como realidades históricas con conciencia de tener una personalidad colectiva propia.
Sólo con la Edad del Hierro, como primer fenómeno histórico en el sentido de iniciar el desarrollo de los elementos suficientes para crear las imágenes que favorecen la identificación étnica, comienzan a darse las circunstancias que permiten el reconocimiento de los pueblos. Cada vez está más admitido que el mismo proceso de identificación de los grupos lingüísticos, el establecimiento de límites diferenciadores tanto como las mutuas influencias, se produce en la Italia protohistórica a consecuencia de las migraciones, pero también de los distintos modos de contacto que se operan como resultado del encuentro de colectividades en que los rasgos comunes se alternan con rasgos desiguales, que afectan tanto a los niveles culturales como a los sociales y económicos.
Si los estudios arqueológicos han aportado resultados capaces de configurar una secuencia cultural de la península itálica desde la prehistoria a la historia, si los estudios de lingüística comparada, principalmente del área indoeuropea, han proporcionado además un mapa donde se diferencian las ramificaciones de la lengua común, si las tradiciones antiguas han transmitido también las imágenes de un mosaico de pueblos en que no siempre es fácil hacer coincidir las distintas fuentes, todos los conocimientos adquiridos en cada campo anduvieron durante mucho tiempo por caminos separados y las versiones procedentes de la arqueología, de la lingüística o de la interpretación de las fuentes se mantuvieron sin comunicaciones entre ellas.
Afortunadamente, desde hace ya bastante tiempo, se están realizando nuevos esfuerzos desde cada campo para llegar a una coordinación de los resultados.variante lingüística o con cada mención de la nomenclatura étnica en las fuentes antiguas no siempre responde a la realidad histórica.
El esfuerzo es evidentemente digno de alabanza y los progresos aparecen favorables. Sin embargo, también se han manifestado diversos problemas procedentes de la misma metodología utilizada para el estudio, problemas que, desde luego, sólo se han hecho a la luz gracias a la aplicación misma, rigurosa y sistemática de dicha metodología. La identificación estricta de cada fenómeno arqueológico con cadaCon respecto al panorama lingüístico de Italia, su estudio lleva a conclusiones similares.ligures son las predominantes en la Italia primitiva, así como los pueblos itálicos —y especialmente los itálicos pertenecientes al subgrupo latino-falisco— constituyen el núcleo que, a través del latín, se impondría en época histórica por medio de la expansión romana. Queda, de momento, al margen el pueblo etrusco que, con una implantación problemática y un evidente protagonismo a mediados del I milenio a. C., resulta por fin también absorbido en el proceso de expansión romana.
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