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Pobreza y riqueza en el cristianismo



Pobreza y riqueza en el cristianismo han sido temas controvertidos desde los inicios de esa religión. Mientras algunos exégetas interpretan que la riqueza y el economicismo (especialmente el triunfante en el mundo occidental contemporáneo, fuertemente materialista) son opuestos a la doctrina cristiana,[2]​ y que incluso el llevar una vida acomodada (no sólo el lujo, sino todo lo que supere una vida sencilla) conlleva problemas de conciencia;[3]​ otros manifiestan la multiplicidad de puntos de vista cristianos sobre la riqueza,[4]​ que en ocasiones se ve como una ofensa a la fe (resultado de algún pecado, como alguno de los capitales —especialmente la avaricia— o la usura —equiparada al robo—), en otras como un obstáculo (la dificultad de que un «camello pase por el ojo de una aguja» se equipara a la de que «un rico entre en el reino de los cielos»)[5]​ y en otras como una consecuencia de la fe en sí misma (como ocurre en ciertas interpretaciones de la predestinación calvinista o en la teología de la prosperidad).[6]​ En cuanto a la pobreza, que a veces es vista como un castigo (tanto el genérico a toda la humanidad que trajo el pecado original, como el personal que pueda acarrear un comportamiento desordenado que cae en pecados capitales —gula, lujuria, pereza—), es más a menudo ensalzada como un valor (pobreza evangélica identificada con la del propio Cristo, consejo evangélico y voto de pobreza de las órdenes religiosas, incrementado hasta la mendicidad en las órdenes mendicantes, evangelio social, doctrina social de la Iglesia, opción preferencial por los pobres,[7]teología de la liberación). Está estrechamente vinculado a estas tendencias o puntos de vista, y en muy diferentes formas según la época, el concepto cristiano del trabajo.

Con anterioridad al establecimiento de la economía como una ciencia secularizada, el pensamiento económico se fue desarrollando en gran medida como una rama de la teología moral.[8]​ No debe confundirse la economía en el cristianismo o el pensamiento económico cristiano[9]​ con el concepto teológico denominado «economía de la salvación» o «economía divina».[10]​ Otra cuestión que ha suscitado fuertes debates e intereses enfrentados a lo largo de la historia es si la Iglesia debe ser pobre, o si las instituciones eclesiásticas pueden tener «bienes temporales».[11][12][13][14][15][16][17]

El nacimiento del cristianismo se dio en un contexto cultural en el que convivió y chocó con la cultura clásica grecorromana y la hebrea. En cuanto a dinero y riquezas, los puntos de vista pre-cristianos eran radicalmente diferentes. Mientras la cultura hebrea valoraba la riqueza material (se entendía que Dios bendeciría a su pueblo con riquezas si seguía sus mandamientos); para la cultura clásica, como para la cristiana, la riqueza material era indiferente o tenida en poca estima, cuando no objeto de condenación (por ejemplo, en Platón, Diógenes, Cicerón o Séneca —obviamente, desde el plano intelectual, no en la vida cotidiana, que es precisamente la que estos autores critican—). La motivación de ambas para mantener tales actitudes eran muy diferentes, así como sus implicaciones.[18][19]

El trabajo era considerado innoble por la civilización clásica, basada socioeconómicamente en el modo de producción esclavista.

La concepción judeocristiana del trabajo es la de una obligación impuesta como castigo divino, consecuencia del pecado original y vinculada al mantenimiento de la familia (a Adán se le dice ganarás el pan con el sudor de tu frente y a Eva parirás con dolor, Génesis 3:16-19), que recibe una evidente dignificación en las epístolas paulinas (si alguno no provee para los suyos, y especialmente para los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo -I Timoteo, 5:8-);[23]​ mientras que en boca del propio Jesús de Nazaret (él mismo un trabajador manual, como San José —carpinteros— y los apóstoles —pescadores—) los Evangelios ponen una poética recomendación contra el trabajo (Considerad los lirios, cómo crecen; no trabajan ni hilan; pero os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de estos. Y si Dios viste así la hierba del campo, que hoy es y mañana es echada al horno, ¡cuánto más hará por vosotros, hombres de poca fe! Vosotros, pues, no busquéis qué habéis de comer, ni qué habéis de beber, y no estéis preocupados, Lucas 12, 27-29).[24]

Cristo en casa de sus padres, de John Everett Millais.

The Shadow of Death, de William Holman Hunt.

Cristo, como jardinero, de Sadeler y Spranger.

A pesar de la valoración explícita del trabajo y de la condición de los humildes en los primeros textos del cristianismo[25]​ (ni comimos de balde el pan de nadie, sino que con trabajo y fatiga trabajamos día y noche a fin de no ser carga a ninguno de vosotros; no porque no tengamos derecho a ello, sino para ofrecernos como modelo a vosotros a fin de que sigáis nuestro ejemplo, II Tesalonicenses 3:7-9),[26]​ ello no significaba la negación de su condición servil ni una justificación para la desobediencia a los amos (Exhorta a los siervos [o esclavos —servos en la Vulgata—] a que se sujeten a sus amos en todo, que sean complacientes, no contradiciendo, no defraudando, sino mostrando toda buena fe, para que adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador en todo respecto, Tito 2:9-10).[27]

En realidad, la consideración social del trabajo manual como algo indigno y deshonroso se mantuvo durante la Edad Media y el Antiguo Régimen, cuya sociedad estaba basada socioeconómicamente en el modo de producción feudal y los estamentos (oratores, bellatores et laboratores), justificados ideológicamente por el propio clero (Wulfstan de York, Gerardo de Cambrai, Adalberón de Laon). Los oficios viles y mecánicos se asimilaban a la condición servil, salvando las actividades intelectuales como artes liberales. Todo ello sumado a la concepción bíblica del trabajo como castigo impuesto por el pecado original, impedía cualquier posibilidad de considerar lícito el enriquecimiento por el trabajo. La única posibilidad de ser rico «honradamente» era «vivir de las rentas» (de la renta feudal, mecanismo por el que los laboratores contribuyen al mantenimiento de quienes luchan y rezan por todos).

No obstante, el monacato había introducido desde el propio comienzo de la Edad Media una cierta valoración del trabajo como medio de ameritar una vida de esfuerzo encaminada a la salvación (ora et labora de la regla benedictina). En las ciudades bajomedievales, el nacimiento de la burguesía y el capitalismo fueron sentando las bases socioeconómicas para que la reflexión intelectual del humanismo renacentista (Luis Vives, De subventione pauperum) y la Reforma protestante inauguraran una revisión de la concepción del trabajo como posible vía a la obtención de riqueza e incluso de felicidad (ética del trabajo —para Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo—, pursuit of happiness —este último concepto, ya secularizado, en la teoría liberal y las revoluciones burguesas—)[28]​ al tiempo que comenzaba la culpabilización del pobre por serlo y la deslegitimación de la limosna como caridad y otras funciones paternalistas tradicionales de la Iglesia. Esa postura triunfó en la Europa septentrional, mientras que en la meridional triunfó la Contrarreforma católica, que actualizaba las concepciones tradicionales.[29]​ Ya en la época de la Revolución industrial, el capitalismo triunfante llegó extremos como las poor laws ("leyes de pobres") y workhouses ("casas de trabajo") inglesas, en las que se restringía la solidaridad hacia los pobres a un nivel ínfimo en entornos de extremo control, justificándose en la suposición de que sólo se animarían a convertirse en elementos productivos si se les abocaba a peores condiciones que las que tuviera el más mísero de los trabajadores asalariados (y estas eran mínimas —ley de bronce de los salarios—).[30]​ Mientras que en los países protestantes se había producido una masiva transferencia de las propiedades de la Iglesia al Estado durante la Reforma,[31]​ en los países católicos se produjo un resultado similar, sin cambios religiosos, con los procesos de desamortización de los siglos XVIII y XIX (los bienes del clero se convirtieron en bienes nacionales y se pusieron a subasta).[32]​ La organización del trabajo[33]​ para el capitalismo industrial era incompatible con la multiplicidad de festividades religiosas vinculadas a las reglamentaciones gremiales; y los gobiernos ilustrados procuraron su homogeneización y reducción (en el despotismo ilustrado español, la propuesta de Campomanes sobre los 93 días festivos,[34]​ en la Francia revolucionaria se llegó incluso a la descristianización del calendario, como también se intentó más adelante con el calendario revolucionario soviético).

Tras quedar establecida la dignidad del trabajo con la doctrina social de la Iglesia, se procura establecer una clara diferencia entre la «pobreza escogida» (que se sigue como una vía ascética de perfección personal encaminada a la salvación, identificada con la «pobreza de espíritu» propuesta por Jesucristo en las bienaventuranzas) y la «pobreza impuesta» (resultado de la injusticia y que debe combatirse con la solidaridad).[35]​ El trabajo se concibe ahora como «una bendición... que permite al individuo realizarse y ofrecer un servicio a la sociedad», así como «un deber moral».[36]

En la narración evangélica de la Natividad se refleja la pobreza del «pesebre» o portal de Belén y en cómo la «buena noticia» llegó en primer lugar a unos pobres pastores (Anunciación a los pastores), que fueron los primeros en adorarle (Adoración de los pastores, Lucas 2);[39]​ antes incluso que los reyes magos de Oriente con sus ricos regalos (Mateo 2).[40]

La adoración de los pastores, por Hugo van der Goes, 1478.

La adoración de los Reyes Magos, por Rubens, 1609-1629.

El desprecio a los bienes materiales (cuyo apego se asimila a la idolatría) aparece varias veces en los Evangelios en las palabras y actos del propio Jesucristo (No sólo de pan vive el hombre .... Apártate de ahí Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor Dios tuyo, y a él sólo servirás -Mateo 4:1-11, tentaciones de Cristo-; Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones -Marcos, 11:17, expulsión de los mercaderes del Templo-; Nadie puede servir a dos amos ... No se puede servir a Dios y a Mammón —Lucas 16:13, Mammón es la palabra aramea para «riqueza», pero también se personifica como el demonio de la avaricia, y en muchas traducciones de la Biblia se traduce como «dinero»—; Al césar lo que es del césar[41]​ -Mateo 22:21-; ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? -Marcos, 8:36-; Mi reino no es de este mundo -Juan 18:36-). Aunque no siempre en un sentido que permita identificar su postura de forma evidente:

Jesús expulsando a los mercaderes del Templo, por Giotto.

Cristo y el joven rico, por Hofmann, 1889.

Lázaro esperando en la puerta del rico, fresco románico de la iglesia de San Clemente de Tahull.

El tributo al césar, por Rubens, ca. 1612.[50]

La vuelta del hijo pródigo, por Guercino, 1619.

En Hechos de los Apóstoles se describe la visión que tenían sobre la riqueza los primeros cristianos, que en dos famosos pasajes (Hechos 2:43–45 y Hechos 4:32–37) se suele interpretar como un "comunismo primitivo" (koinonia): Todos los que habían creído estaban juntos y tenían todas las cosas en común; vendían todas sus propiedades y sus bienes y los compartían con todos, según la necesidad de cada uno. Día tras día continuaban unánimes en el templo y partiendo el pan en los hogares, comían juntos con alegría y sencillez de corazón.[63]La congregación [en la Vulgata multitudinis] de los que creyeron era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo lo que poseía, sino que todas las cosas eran de propiedad común. ... No había, pues, ningún necesitado entre ellos, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían, traían el precio de lo vendido, y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y se distribuía a cada uno según su necesidad. Y José, un levita natural de Chipre, ... poseía un campo y lo vendió, y trajo el dinero y lo depositó a los pies de los apóstoles.[64]

También se recogen aspectos positivos y negativos del uso de las riquezas: los que practican la caridad y generosidad con los pobres (Hechos 9.36 y 10.2-4) y los que aprecian más su propio dinero que las necesidades del prójimo (Hechos 5:1–11; 8:14–24).

En las Epístolas paulinas los ricos pueden mostrar el carácter y la actividad de Dios y Cristo como bendiciones espirituales y salvación (Rom. 2:4; 9:23; 2 Cor. 8:9; Eph. 1:7, 18; 2:4, 7) aunque ocasionalmente refiere la típica piedad judía y las enseñanzas morales grecorromanas de la época, como la generosidad (Rom. 12:8, 13; 2 Cor. 8:2; Efesios 4:28 -El que roba, no robe más, sino más bien que trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, a fin de que tenga qué compartir con el que tiene necesidad-; 1 Tim. 6:17) y la hospitalidad (1 Tim. 5:10); con advertencias contra el orgullo (1 Tim. 6:17) y la codicia (1 Cor. 5:11; 1 Tim. 3:8). 1 Tim. 6:10 parece reflejar una enseñanza popular cínico-estoica de la época: "el amor al dinero está en las raíces de toda clase de mal". El mayor énfasis de Pablo en el tema de la generosidad se dedica a la colecta (prestada como voluntaria, sin vinculación a las obligaciones veterotestamentarias del diezmo) para los "santos pobres"[65]​ de la iglesia de Jerusalén (Gal. 2:10; 1 Cor. 16:1–4; 2 Cor 8:1 – 9:15 No hablo como quien manda, sino para poner á prueba, por la eficacia de otros, la sinceridad también de la caridad vuestra. Porque ya sabéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor de vosotros se hizo pobre, siendo rico; para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos. ... Porque no digo esto para que haya para otros desahogo, y para vosotros apretura; Sino para que en este tiempo, con igualdad, vuestra abundancia supla la falta de ellos, para que también la abundancia de ellos supla vuestra falta, porque haya igualdad; Como está escrito: El que recogió mucho, no tuvo más; y el que poco, no tuvo menos. ... Esto empero digo: El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra en bendiciones, en bendiciones también segará. Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ó por necesidad; porque Dios ama el dador alegre. Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia; á fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo que basta, abundéis para toda buena obra: Como está escrito: Derramó, dio á los pobres; Su justicia permanece para siempre. Y el que da simiente al que siembra, también dará pan para comer, y multiplicará vuestra sementera, y aumentará los crecimientos de los frutos de vuestra justicia; Para que estéis enriquecidos en todo para toda bondad, la cual obra por nosotros hacimiento de gracias a Dios. Porque la suministración de este servicio, no solamente suple lo que á los santos falta, sino también abunda en muchos hacimientos de gracias á Dios;[66]​ Rom. 15:25–31) como un símbolo importante de unidad entre creyentes judíos y gentiles y una llamada a la reciprocidad material y espiritual. Se recoge que había amos y esclavos entre los cristianos (los que tienen amos que son creyentes, no les falten el respeto, porque son hermanos, sino sírvanles aún mejor, ya que son creyentes y amados los que se benefician de su servicio, I Tim 6:2).[67]

En la Epístola de Santiago se condena vehementemente a los ricos (identificados presumiblemente como personajes externos a la comunidad de cristianos a la que se dirige). Adoptando expresiones veterotestamentarias convencionales (procedentes del (Psalterio: los «ricos perversos» y los «pobres piadosos»), se acusa al rico de los pecados de acumular riquezas, retener fraudulentamente salarios, corrupción, orgullo, lujo, codicia y asesinato; y se denuncia la locura de sus actos ante la inminencia del día del juicio.

En Roma, durante las persecuciones, el asunto de las riquezas de la Iglesia se puso de manifiesto en el martirio de San Lorenzo, que como diácono tenía la obligación de administrarlas. Cuando se le requirieron, pidió tres días para reunirlas, que aprovechó para repartir todo cuanto pudo entre los pobres. Al cumplirse el plazo, acudió ante el prefecto con un grupo de pobres presentándolos como las verdaderas riquezas de la iglesia, que excedían a las del Emperador. Tras ello, fue martirizado.[68]

La decadencia del Imperio romano, simultánea a su cristianización, presenció el éxito de formas de vida religiosa que implicaban el apartamiento del mundo (definido como enemigo del alma): los eremitas, los estilitas, los dendritas y todo tipo de cenobitas (uno de ellos, San Antonio Abad, se hizo famoso por resistir a todo tipo de «tentaciones» demoníacas, similares a las de Cristo; otra, Santa María Egipcíaca, era comparada a la Magdalena), que terminaron construyendo el monacato y sus tres votos: pobreza, castidad y obediencia.

La patrística por lo general condenaba la propiedad privada y abogaba por la propiedad comunal de los bienes como un ideal cristiano a seguir. No obstante, se reconocía que tal ideal no era posible en su realización práctica en la vida cotidiana, y se concebía la propiedad como un «mal necesario que resulta de la caída del hombre».[69]​ Mientras casi todos los Padres condenan el «amor del dinero por sí mismo e insisten en el deber positivo de la limosna», ninguno de ellos parece haber abogado por la aplicación general del consejo de Cristo al joven rico (abandonar toda posesión mundana para seguirle).[70]San Agustín urgía a apartarse del deseo de éxitos y riquezas materiales, cuya acumulación no es un fin que merezca la pena para los cristianos. San Clemente de Alejandría aconsejaba usar la propiedad para el bien de la comunidad, sancionando la acumulación privada de riqueza.[71]Lactancio escribió que «la posesión de propiedades contiene el material tanto de vicios como de virtudes, pero la comunidad de bienes [communitas] no contiene más que licencia para el vicio».[70][72]

En la reconstrucción literaria de las virtudes heroicas de los santos, los hagiógrafos destacaban la renuncia a las riquezas y la generosidad con los pobres. Entre los ejemplos más divulgados estuvieron el episodio de la capa de San Martín de Tours (que la parte para compartirla con un pobre) y el comienzo de la vida religiosa de San Francisco de Asís (hijo de ricos mercaderes, que reparte sus riquezas y vivirá de la medicidad). La Orden Franciscana se basará en la pobreza.

San Zósimo cubre con su manto la desnudez de Santa María Egipcíaca.

San Martín y el mendigo.

San francisco da su manto a un pobre, por Giotto.

Santo Tomás de Villanueva, niño, repartiendo sus ropas entre los niños mendigos.[73]

Entre los tratadistas franciscanos que defendieron la pobreza destacaron San Buenaventura (Sobre la pobreza de Cristo) y Tomás de York (Manus quae contra Omnipotentem). Ambos protagonizaron el debate intelectual contra los "maestros seculares" de las Universidades, como Guillermo de Saint-Amour[74]​ (De periculis novissimorum temporum -Los peligros de los últimos tiempos-, 1252) que «acusaba en efecto a franciscanos y dominicos de defender sólo los intereses pontificios. Su indiferencia ante el problema del salario, su incomprensión de los derechos de secesión y huelga y, en general, su desprecio por los estatutos y por todo aquello que significase la defensa de la autonomía universitaria, colocaban a los mendicantes fuera del espíritu de la corporación. Franciscanos y dominicos, ni eran verdaderos universitarios, ni siquiera podían considerarse intelectuales. No vivían del producto de su saber, por lo que no cabía calificarles de trabajadores del intelecto».[75]​ La bula Etsi Animarum (Inocencio IV, 1254) recortó los privilegios de los mendicantes en la Universidad; pero al año siguiente los mendicantes obtuvieron la condena de Saint-Amour con la bula Quasi Lignum Vitae (Alejandro IV, proveniente de la orden franciscana). La querella se reanudó a finales del siglo XIII con otros «seculares»: Gerardo de Abbeville y Nicolás de Lisieux, cuyas ideas fueron condenadas en el concilio de París de 1290, presidido por legado Benito Gaettani (futuro Bonifacio VIII). Aunque todos estos movimientos tuvieron lugar en la Universidad de París, similares conflictos se dieron en otras universidades, como Oxford (1303-1320 y 1350-1360).[76]

El contraste entre la depauperación de la mayor parte de la población y las riquezas materiales acumuladas por las instituciones eclesiásticas (gestionadas por administradores y ecónomos desde el siglo IV)[77]​ fue evidente desde el triunfo del cristianismo como religión oficial, primero del Imperio y luego de las monarquías germánicas (ambas entidades políticas se sacralizaron), fundamental para la justificación de las estructuras económicas, sociales y políticas. Algunas de las herejías medievales consistieron en el cuestionamiento de esa función, reclamando una Iglesia pobre que tomara como modelo la pobreza evangélica y la propia pobreza de Cristo (los cátaros o valdenses, Ubertino da Casale y los franciscanos espirituales, los hussitas).[78]

En la Alta Edad Media, la ética paternalista cristiana «arraigó fuertemente en la cultura de Europa Occidental». Cualquier actitud individualista o materialista era vista como codicia y avaricia, y la acumulación de riquezas era condenada como anti-cristiana.[79]

El sistema de beneficencia medieval, tanto a escala individual como institucionalizado (hospicios, hospitales, hôtels-Dieu, inclusas, asilos, la sopa boba, etc.), se «organizaba a través de la Iglesia y se apoyaba en la idea del valor espiritual de la pobreza».[80]​ Los teólogos condenaban regularmente a los mercaderes: Honorio de Autun escribió que los mercaderes tenían pocas oportunidades de llegar al cielo, mientras que los campesinos estaban más cerca de la salvación. Graciano decía que «el hombre que compra algo para ganar vendiéndolo a su vez tal como lo compró, ese hombre es uno de los revendedores que fueron expulsados del Templo de Dios».[81]

No obstante, a lo largo de la Edad Media se fue cambiando la actitud de los cristianos hacia la acumulación de riquezas, desarrollándose intelectualmente tanto en la teología moral como en los inicios de un verdadero pensamiento económico. La cumbre de la escolástica del siglo XIII, Santo Tomás de Aquino, no definía la avaricia simplemente como el deseo de riquezas, sino como un "inmoderado" deseo de riquezas. Decía que era aceptable tener "riquezas externas" mientras fueran necesarias para que el hombre mantuviese sus "condiciones de vida"; lo que justificaba a la nobleza tener un derecho de poseer más riqueza que los campesinos. Lo que era inaceptable era buscar más riquezas de las apropiadas para su estado, o aspirar a un estado superior en la vida.[82]

La Iglesia se convirtió en la institución más poderosa, mucho más que cualquier individuo o institución laica, incluyendo a las monarquías y al propio Imperio. En el clero secular, sobre la base de los múltiples pagos a que se obligaba a los feligreses (diezmos, primicias, derechos de estola) se estableció un mecanismo de cobro de rentas por los clérigos (beneficios eclesiásticos) de importancia creciente según se ascendía en la jerarquía eclesiástica. En cuanto a la acumulación de propiedades ("bienes temporales de la Iglesia") que se vincularon a las distintas instituciones eclesiásticas, teóricamente para la eternidad, al ser de "manos muertas", se calcula que en Europa Occidental ascendía a entre el 20 y el 30% de las tierras,[84]​ la principal forma de riqueza. Desde los siglos VI y VII, el tema de la propiedad y de su cambio de manos en el contexto de las agresiones externas se había tratado en las comunidades monásticas mediante acuerdos tales como el Consensoria Monachorum.[85][86][87]​ En el clero regular, para el siglo XI los monasterios benedictinos (Orden de Cluny) se habían convertido en instituciones opulentas, gracias a las generosas donaciones de nobles y reyes. Los abades de los mayores monasterios ocupaban una posición de gran prestigio social y político en toda Europa. Como reacción a tal acumulación de poder y riqueza, se suscitaron movimientos de reforma que buscaban la recuperación de una vida monástica más simple y austera, en la que los monjes trabajaran con sus propias manos, en vez de comportarse como señores de siervos.[88]​ En el siglo XII se produjo la reforma interna de los benedictinos con el movimiento de los cistercienses. A comienzos del siglo XIII se crearon como órdenes diferenciadas las órdenes mendicantes: dominicos y franciscanos, que tomaban los votos con una insistencia en la pobreza extrema, y mantenían una activa presencia de predicación y servicio a la comunidad, por lo que establecían conventos urbanos, no monasterios rurales. San Francisco veía la pobreza como un elemento clave de la imitación de Cristo, que fue "pobre al nacer, al comer, al vivir en el mundo y desnudo murió en la cruz".[89]​ El contraste entre el compromiso visible de los franciscanos con la pobreza y la riqueza y poder de otras instituciones eclesiásticas provocaba "preguntas incómodas".[90]

La corrupción generalizada dentro del clero (querella de las investiduras, simonía) llevó a intentos de reforma, que apuntaban a la cuestión de la relación entre Iglesia y Estado.[91]​ Se criticaba ácidamente la riqueza de las instituciones eclesiásticas y el comportamiento mercenario del clero.[92]​ Por ejemplo, el reformador Pedro Damián recordaba a la jerarquía eclesiástica y a los laicos que el dinero era la raíz de todo mal.

San Anselmo de Canterbury equiparaba el cobro de intereses al robo; mientras que con anterioridad la usura era considerada simplemente una falta de caridad. Santo Tomás de Aquino argumentaba que cargar intereses es erróneo, porque significaba una "doble carga": cargar por la cosa y cargar por su uso. Impedir el interés no impedía la inversión, como algunos pensaban. Lo que se estipulaba era que, para que el inversor compartiera el beneficio debía compartir el riesgo; es decir: debía ser un socio (joint-venturer), puesto que simplemente invertir el dinero y esperar su devolución con intereses sin tener en cuenta el éxito de la empresa significaba hacer dinero solo por tener dinero, no por realizar ningún trabajo, esfuerzo o sacrificio, y por tanto es usura. Citando a Aristóteles, Aquino dice que "vivir de la usura es sumamente antinatural". Sí permite, no obstante, cargar por los servicios que de hecho se prestan: un banquero o prestamista puede cobrar por el trabajo o esfuerzo efectivo que realiza, como cualquier otro tipo de justos cobros administrativos. La motivación económica para eludir la prohibición en la práctica llevó a la invención de ingeniosas figuras jurídicas como el depositum confessatum (un contrato de depósito simulado que preveía una penalización monetaria en caso de no devolución en un plazo fijado, aunque la voluntad real de ambas partes era que tal dilación y penalización se produjera).[93]

Aunque las más importantes casas mercantiles bajomedievales eran cristianas (Médicis, Spínola, Pinelo, Fugger, Welser), el papel protagonista de las comunidades judías presentes en toda Europa en las actividades financieras (los inicios de la banca y el crédito, no únicamente como préstamos a particulares, sino a los reyes, junto con el arrendamiento de las rentas públicas y la tesorería) tuvo en parte una justificación teológica: para las interpretaciones más restrictivas, a cristianos y musulmanes no les era lícito el cobro de intereses; mientras que para los judíos, que también lo tenían prohibido para los tratos financieros entre su propia comunidad, era lícito si lo hacían a creyentes de otra religión.[94]​ Eso trajo como consecuencia tanto la especial relación de los judíos con los reyes, como una de las motivaciones para el antisemitismo (matanzas y saqueos de juderías, expulsiones). En el caso particular de la España bajomedieval, prolongado durante todo el Antiguo Régimen (estatutos de limpieza de sangre, Inquisición española), se suscitó la discriminación de los cristianos nuevos (judeoconversos y sus descendientes), cuya condición siempre se asoció a todo tipo de actividades económicas asociadas con el lucro. La persecución de judíos y conversos, y la sombra de sospecha que se extendía sobre cualquier actividad productiva, se ha considerado tradicionalmente (leyenda negra) como una de las razones del atraso socioeconómico y cultural de España.

Lutero expuso alguna de sus opiniones sobre el tema de la riqueza y la pobreza con motivo de la condena de las revueltas de campesinos simultáneas a su Reforma y que, en parte, pretendían justificarse en ella. El título de su texto es muy explícito: Wider die Mordischen und Reubischen Rotten der Bawren ("contra las hordas asesinas y ladronas de campesinos", 1526).[97]​ En general negaba que seguir una vida de pobreza, como ningún otro voto ni ningún otro tipo de obras, pudiera llevar a la salvación. Tampoco consideraba posible ningún tipo de mediación o intercesión ante Dios (como las oraciones de los pobres) con el fin de salvar el alma, cosa que no podía conseguirse por ningún tipo de mérito, sino por la fe, la gracia divina y el contacto personal con las Escrituras.

Calvino criticaba el uso de ciertos pasajes de las Escrituras como argumento contra el interés y el beneficio económico; reinterpretando algunos y sugiriendo que otros habían pasado a ser irrelevantes en la situación contemporánea, puesto que las condiciones habían cambiado desde el momento en que se redactaron. También rechazaba el argumento de la esterilidad del dinero (de origen aristotélico), replicando que los muros y techo de una casa también son estériles, pero sí está permitido cobrar rentas al inquilino que la habita; del mismo modo, el dinero también es "fructífero".[98]

Para los puritanos el trabajo no era simplemente el esfuerzo requerido para el mantenimiento de la vida. La actitud puritana hacia el trabajo tomó "el carácter de una vocación, una llamada para que cada cual mejorara el mundo, redimiera el tiempo, glorificara a Dios y siguiera el peregrinaje de la vida hacia la salvación".[99]​ La ética social puritana se enfocaba en la "adquisición y gestión adecuada de la riqueza como símbolos externos del favor de Dios y la consiguiente salvación individual".[100]​ Se animaba a los puritanos a ser productores más que consumidores, y a invertir su beneficios en crear más puestos de trabajos para trabajadores industriosos que se hicieran capaces de "contribuir a una sociedad productiva y a una iglesia vital y expansiva". Se les aconsejaba a buscar una posición acomodada y una auto-suficiencia económica, pero evitando la búsqueda del lujo o la acumulación de riquezas materiales por sí mismas.[99]

La neoescolástica, particularmente la Escuela de Salamanca,[101]​ afrontó los problemas intelectuales que planteaban las nuevas y complejas realidades socioeconómicas (ferias, letras de cambio, inicios de la banca y los seguros, comercio con deuda pública -"juros"- y privada -"censos"-, revolución de los precios, quiebras, alteraciones monetarias). Autores conocidos como "arbitristas", como Tomás de Mercado (Suma de tratos y contratos) o Martín de Azpilicueta (Manual de Confesores y Penitentes, De Usuras y Simonía, Tratado sobre las rentas de los beneficios eclesiásticos, Comentario Resolutorio de Cambios, Enajenación de las Cosas Eclesiásticas), no sólo se limitaban a aplicar las recetas tradicionales de la teología moral de un modo teórico, sino que reflexionaban sobre las prácticas cotidianas que requerían soluciones efectivas para los casos de conciencia que se planteaban a los confesores ("casuismo" en la corriente jesuítica).


El sueño del caballero, de Antonio de Pereda, ca. 1670; una vanitas donde se denuncia la vacuidad del dinero y toda clase de atractivos mundanos ante lo definitivo de la muerte.

Iglesia de la Compañía (Quito), calificada de ascua de oro.

Roundhead, de John Pettie. Refleja el ideal de sobriedad de los puritanos ingleses.

El caballero de la mano en el pecho, de El Greco. Refleja el ideal de sobriedad, no exento de signos de riqueza, de la nobleza española.

Voltaire protagonizó en el siglo XVIII la crítica de los philosophes de la Ilustración a la Iglesia en general y a los bienes de la iglesia en particular.[11]

Con las revoluciones liberales, la Iglesia perdió la mayor parte de su base económica en los países católicos (desamortización, supresión del diezmo y los señoríos eclesiásticos). En un contexto de descristianización, el clero y el propio cristianismo (tanto el católico como el protestante o el ortodoxo) pasaron a ser vistos como una clase reaccionaria y una ideología opuesta al progreso social (para Marx, la religión es el opio del pueblo).

A lo largo del siglo XIX, desde un inicial rechazo al liberalismo, a la ciencia moderna y a la mayor parte de las innovaciones del mundo contemporáneo, tanto clérigos individuales (Adolf Daens) como la propia postura oficial de la jerarquía eclesiástica pasaron a afrontar la denominada "cuestión social" desde un nuevo punto de vista (doctrina social de la Iglesia católica, sindicatos católicos, en el protestantismo la teología liberal, la controversia modernistas-fundamentalistas[102]​ y el evangelio social[103]​); y, ya en el siglo XX el aggiornamento en el contexto del Concilio Vaticano II (curas obreros, curas guerrilleros, teología de la liberación, movimientos cristianos de base, opción preferencial por los pobres),[7]​ mientras que tanto el catolicismo conservador (Opus Dei, legionarios de Cristo)[104]​ como el protestantismo conservador (neocons, mayoría moral, telepredicadores, teología de la prosperidad)[105]​ reforzaban sus vínculos con el mantenimiento del orden social y económico tradicional (tradicionalismo, conservadurismo, autoritarismo, sociedad preindustrial).

Ars moriendi, por el Maestro E. S., ca. 1450.

La muerte de un avaro, por El Bosco, ca. 1490.

Alegoría de la riqueza y la pobreza, ilustración del De Casibus de Boccaccio, comienzos del siglo XVI.

Santa Isabel de Hungría dando limosna a los pobres, anónimo ca. 1510.

El cambista y su mujer, por Quentin Massys, 1514.

Tabla central de El carro de heno, por El Bosco, ca. 1516.

San Roque, por Lorenzo Lotto, primera mitad del siglo XVI.

Peregrinos ciegos, por Pieter Brueghel el Viejo, 1566.

Mendigos de los caminos, grabado de 1568.

Alegoría de la riqueza, por Anton Möller, ca. 1600.

La oficina del recaudador de impuestos, de Pieter Brueghel el Joven, ca. 1615.

La ronda del pan y el huevo, por Luis Tristán, 1624.

Fray Martín de Vizcaya repartiendo limosna a los pobres, por Zurbarán, 1639.

San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres, por Murillo, 1646.[111]

Rico y pobre o la paz y la guerra, anónimo flamenco del siglo XVII.

Retrato de Adolf y Catharina Croeser, por Jan Havicksz Steen, 1655.

Finis gloriae mundi, por Juan Valdés Leal, 1672.

In ictu oculi, por Juan Valdés Leal, 1672.

Un médico yendo a curar a sus enfermos, por G. Engelmann.

El trabajo responde al designio y a la voluntad de Dios. Las primeras páginas del Génesis nos presentan la creación como obra de Dios, el trabajo de Dios. Por esto, Dios llama al hombre a trabajar, para que se asemeje a Él. El trabajo no constituye, pues, un hecho accesorio ni menos una maldición del cielo. Es, por el contrario, una bendición primordial del Creador, una actividad que permite al individuo realizarse y ofrecer un servicio a la sociedad. Y que además tendrá un premio superior, porque, “no es vano en el Señor” (1 Cor. 15, 58).

Pero la proclamación más exhaustiva del “Evangelio del trabajo” la hizo Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre —y hombre del trabajo manual— sometido al duro esfuerzo. Él dedicó gran parte de su vida terrena al trabajo de artesano e incorporó el mismo trabajo a su obra de salvación.

Por parte mía, en estos cuatro años de pontificado, no he dejado de proclamar, en mis Encíclicas y Catequesis, la centralidad del hombre, su primado sobre las cosas y la importancia de la dimensión subjetiva del trabajo, fundada sobre la dignidad de la persona humana. En efecto, el hombre es, en cuanto persona, el centro de la creación; porque sólo él ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Llamado a “dominar la tierra” (Gen. 1, 28) con la perspicacia de su inteligencia y con la actividad de sus manos, él se convierte en artífice del trabajo - tanto manual como intelectual - comunicando a su quehacer la misma dignidad que él tiene.

El concepto cristiano del trabajo, amigos y hermanos trabajadores, ve en éste una llamada a colaborar con el poder y amor de Dios, para mantener la vida del hombre y hacerla más correspondiente a su designio. Así entendido, el trabajo no es una necesidad biológica de subsistencia, sino un deber moral; es un acto de amor y se convierte en alegría: la alegría profunda de darse, por medio del trabajo, a la propia familia y a los demás, la alegría íntima de entregarse a Dios, y de servirlo en los hermanos, aunque tal donación conlleva sacrificios. Por eso el trabajo cristiano tiene un sentido pascual.

La consecuencia lógica es que todos tenemos el deber de hacer bien nuestro trabajo.»



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