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Reinos germánicos



Los reinos germánicos fueron los estados que se establecieron a lo largo de Europa, a partir de finales del siglo IV hasta bien entrada la Edad Media, por los pueblos de habla germánica procedentes de la Europa del Norte y del Este. Sus instituciones políticas peculiares, en concreto la asamblea de guerreros libres (thing) y la figura del rey (en protogermánico kuningaz, que da en anglo-sajón cyning, en inglés king, en alemán König y en las lenguas nórdicas kung o konge, aunque los más romanizados utilizaban su versión latina rex), recibieron la influencia de las tradiciones institucionales del Imperio y la civilización grecorromana, y se fueron adaptando a las circunstancias de su asentamiento en los nuevos territorios.

Si bien estos reyes utilizaron el sistema provincial romano para justificar sus derechos sobre ciertos territorios (ya que algunos de ellos se habían asentado como federados del Imperio) y después los reyes medievales utilizarían la configuración política de los primeros para justificar sus propias ambiciones, hay que recalcar que no hay ninguna conexión entre los modernos estados-nación y estos reinos más allá de la nominal, ya que este término nació en el tratado de Westfalia de 1648 (siendo las fronteras y culturas europeas de ese momento distintas a las de los últimos años de la Antigüedad tardía).

Las invasiones bárbaras desde el siglo III habían demostrado la permeabilidad del limes romano en Europa, fijado en el Rin y el Danubio. La división del Imperio en Oriente y Occidente, y la mayor fortaleza del imperio oriental o bizantino, determinó que fuera únicamente en la mitad occidental donde se produjo el asentamiento de estos pueblos y su institucionalización política como reinos.

Fueron los visigodos, primero como Reino de Tolosa y luego como Reino de Toledo, los primeros en efectuar esa institucionalización, valiéndose de su condición de federados, con la obtención de un foedus con el Imperio, que les encargó la pacificación de las provincias de Galia e Hispania, cuyo control estaba perdido en la práctica tras las invasiones de 410 por suevos, vándalos y alanos. De estos, sólo los suevos lograron el asentamiento definitivo en una zona: el Reino de Braga, mientras que los vándalos se establecieron en el norte de África y las islas del Mediterráneo Occidental, pero fueron al siglo siguiente eliminados por los bizantinos durante la gran expansión territorial de Justiniano I, con las campañas de los generales Belisario, de 533 a 544, y Narsés, hasta 554. Simultáneamente, los ostrogodos consiguieron instalarse en Italia expulsando a los hérulos, que habían expulsado a su vez de Roma al último emperador de Occidente. El Reino Ostrogodo desapareció también frente a la presión bizantina de Justiniano I.

Un segundo grupo de pueblos germánicos se instala en Europa Occidental en el siglo VI, entre los que destaca el Reino franco de Clodoveo I y sus sucesores merovingios, que desplaza a los visigodos de las Galias, forzándolos a trasladar su capital de Tolosa a Toledo. También derrotaron a burgundios y alamanes, absorbiendo sus reinos. Algo más tarde los lombardos se establecen en Italia en 568-569, pero serán derrotados a finales del siglo VIII por los mismos francos, que reinstaurarán el Imperio con Carlomagno en el año 800.

En Gran Bretaña se asentarán los anglos, sajones y jutos (véase Invasión anglosajona de Gran Bretaña) que crearán una serie de reinos rivales, unificados finalmente por los daneses (un pueblo nórdico) en lo que terminará por ser el reino de Inglaterra.

Los godos poseían una fuerte organización dinástica que les permitió adquirir una capacidad de choque y una penetración mayor que las demás tribus germánicas de la época, invadieron Dacia y se asentaron en ella a pesar de haber sido derrotados en 214 por el emperador Caracalla.

El contacto con el Imperio romano prontamente introdujo cierta civilización en las tribus góticas, sobre todo en las orientales (ostrogodos), muchos de cuyos miembros decidieron integrarse en las legiones imperiales como voluntarios.

Sin embargo, la presión hostil en los confines del Imperio se hizo cada vez más fuerte por obra de los visigodos, siendo una de sus causas el explosivo aumento poblacional de los bárbaros y el simultáneo ocaso de la capacidad militar del Imperio. Hacia el año 247, los visigodos completaron la ocupación y conquista de Dacia, venciendo y asesinando al emperador Decio en la batalla de Attrio. Al mismo tiempo comenzaron con la invasión de los Balcanes hacia Bizancio, por una parte, y la de Italia y Panonia, por otra.

Contra ellos lucharon los emperadores Claudio II (llamado El Gótico) y Lucio Domicio Aureliano, logrando contener sus invasiones y por casi dos siglos retrasaron su empuje hacia Occidente. Más adelante se aliaron con Constantino y se convirtieron al cristianismo por obra del obispo Ulfilas, que tradujo la Biblia a su lengua.

Las guerras entabladas entre los emperadores romanos y los gobernantes godos a lo largo de casi un siglo devastaron la región de los Balcanes y los territorios del noreste del Mediterráneo. Otras tribus se unieron a los godos y bajo el gran rey Hermanarico establecieron en el siglo IV (350) un reino que se extendía desde el mar Báltico hasta el mar Negro, teniendo como súbditos a eslavos, ugrofineses e iranios.

En 401, el rey visigodo Alarico I marchó contra Italia pero fue vencido cerca de Pollentia (6 de abril de 402) y después en Verona. Probablemente el general romano Estilicón negoció con Alarico su ayuda contra otros bárbaros, como Radagaiso, y se cree que le fue ofrecida la confirmación como Magister Militum y gobernador de Iliria, con unos límites que entraban en contradicción con las reivindicaciones territoriales de Oriente.

El partido nacionalista romano, tal vez instigado por el gobierno de Constantinopla, acusó a Estilicón de preparar la entrega del Imperio a Alarico y urdió un complot. Estalló una revuelta de tropas que obligó a Estilicón a refugiarse en una iglesia, siendo asesinado en el momento de salir (tras prometérsele que salvaría la vida si salía) por Olimpo, por órdenes del Emperador Honorio (23 de agosto de 408). Alarico regresó a Italia y obtuvo nuevas concesiones de Honorio que se había establecido en Rávena, pero una vez se retiraron los visigodos, Honorio no mantuvo sus promesas. Los visigodos marcharon hacia Roma y apoyaron la proclamación de un usurpador llamado Prisco Atalo (409), que era de origen jonio y probablemente arriano, el cual concedió a Alarico el título de Magister Militum.

Pero Atalo no quiso o no pudo cumplir sus promesas y el rey visigodo regresó a Roma, depuso al usurpador (14 de agosto de 410) y sus hombres saquearon la Ciudad Eterna durante tres días, tras lo cual la abandonaron llevándose con ellos a Atalo y a Gala Placidia, hermana de Honorio. De Roma pasaron al sur devastando Campania, Apulia y Calabria. Alarico murió en el sitio de Cosenza (410) y le sucedió su cuñado Ataúlfo. Este pactó con Honorio la salida de Italia a cambio de la concesión del gobierno de las Galias (territorios que escapaban del control de Roma, pues se habían sometido a Constantino).

Los visigodos bajo Ataúlfo dejaron Italia (412) y fueron al sur de la Galia y el norte de Hispania.

Las largas y complejas luchas de Ataúlfo para dominar el sur de las Galias le ocuparon varios años (411 a 414). En el 414 el rey Ataúlfo, que tras una alianza con Honorio y con el Magister Militum Constancio había vuelto a actuar por su cuenta, se casó con Gala Placidia, hermana de Honorio. Constancio fue enviado a la zona y los visigodos fueron derrotados en Narbona. Constancio logró desviar a Ataúlfo hacia Hispania (lo que le permitía conservar el sur de la Galia), y los visigodos entraron en la Tarraconense el 415. En 416 Ataúlfo propuso una alianza con el Imperio romano, en nombre del cual se encargaría de combatir a los suevos, alanos, vándalos asdingos y silingos que ocupaban las provincias de Hispania. Con tal motivo Ataúlfo se trasladó a Barcino (415 o 416), pero allí fue asesinado por el esclavo Dubius, a quien se supone instigado por su sucesor Sigerico o bien por el noble Barnolfo, supuesto amante de Gala Placidia.

La cúspide del poder visigodo fue alcanzada durante el reinado de Eurico (466-84), quien completó la conquista de Hispania. En 507, Alarico II fue derrotado en Vouillé por los francos bajo Clodoveo I, quien perdió todas sus posesiones (a excepción de la Septimania) al norte de los Pirineos. Toledo fue declarada la nueva capital visigótica, y la historia de los visigodos se convirtió esencialmente en la historia de Hispania. Para mayores referencias, se puede consultar la página de la Hispania visigoda.

El Reino visigodo fue debilitado por las guerras con los francos y los vascos, así como la penetración bizantina en el sur de la actual España. El reino recobró su vigor al final de la sexta centuria bajo Leovigildo y Recaredo. La conversión de estos dos reyes al catolicismo facilitó la fusión de las poblaciones visigoda e hispanorromana. El rey Recesvinto impuso (hacia 654) la ley visigótica común a ambos súbditos godos y romanos, que hasta entonces habían vivido bajo diferentes códigos legales (ver leyes germánicas). Los Concilios de Toledo se convirtieron en la fuerza principal del Estado visigodo, como consecuencia del debilitamiento de la monarquía.

El rey Wamba, sucesor de Recesvinto, fue depuesto por una guerra civil, que luego se tornó en una contienda generalizada a todo el reino. Cuando el último rey, Roderico, alcanzó el trono, sus rivales se avocaron al líder musulmán Táriq Ibn Ziyad, quien, con su victoria (711) en una batalla cerca de Medina Sidonia, terminó con el Reino visigodo e inaugura el período islámico en la historia de España.

El reino ostrogodo fue fundado por Teodorico en la actual Italia después de vencer a Odoacro. Teodorico organizó el Reino ostrogodo por su fuerza militar, su habilidad política y por la sabia prudencia con que interpretó la situación de los demás reinos.

En 488, Teodorico conquista la península itálica por orden del emperador de Oriente Zenón I, de manera de sacárselo de las cercanías de Constantinopla, donde sus tropas ya habían mostrado su fuerza. En la península gobernaba Odoacro, quien en 476 había destronado al último emperador romano de Occidente, Rómulo Augústulo. En 493, Teodorico conquistó Rávena, lugar donde murió Odoacro en manos de Teodorico en persona. El poderío de los ostrogodos estaba en ese momento en su cima en Italia, Sicilia, Dalmacia y en las tierras al norte de Italia. Al momento de esta reconquista, los ostrogodos y los visigodos comenzaron a colaborar y esa colaboración se estrechó con el tiempo haciendo de ostrogodos y visigodos una sola nación. El poder de Teodorico se extendió sobre gran parte de Galia e Hispania al convertirse en regente del reino visigodo de Tolosa.

Al morir el rey visigodo Alarico II, yerno de Teodorico, en la batalla de Vouillé contra los francos de Clodoveo I, el rey ostrogodo asume la tutoría de su nieto Amalarico y se reserva el dominio sobre la totalidad de Hispania y una parte de Galia. Tolosa pasa a manos de los francos, pero los godos dominan Narbona y la Septimania: esta región fue la última parte de Galia en donde todavía los godos dominaron y durante muchos años fue conocida como Gotia. En 526, ostrogodos y visigodos se escindieron una vez más. Algunos ejemplos en los cuales todavía se ve que proceden de acuerdo se refieren a asuntos espaciados y sin importancia real. Amalarico heredó el reino visigodo en Hispania y Septimania. Se agregó la Provenza al dominio del nuevo rey ostrogodo, Atalarico, nieto de Teodorico por parte de su madre Amalasunta.

Ninguno de los dos soberanos pudo solventar los conflictos que sobrevinieron en el seno de las élites godas. Teodato, primo de Amalasunda y sobrino de Teodorico por parte de la hermana de este último, le sucedió luego de haberlos asesinado cruelmente. No obstante, esta usurpación desencadenaría mayores matanzas aún. Tres reyes godos se sucedieron en el trono en el espacio de cinco años.

La debilidad de la posición de los ostrogodos en Italia se mostró entonces con toda evidencia. El emperador bizantino Justiniano I siempre se había esforzado, en la medida de lo posible, por restaurar el poder imperial sobre la totalidad de la extensión del Mediterráneo; no dejó escapar esta ocasión para actuar.

En 535, encargó a su mejor general, Belisario, atacar a los ostrogodos. Este invadió rápidamente Sicilia y desembarcó en Italia, donde tomó Nápoles y luego Roma en 536. Después marchó hacia el norte y se apoderó de Mediolanum (Milán) y Rávena, la capital de los ostrogodos, en 540. Es entonces cuando Justiniano I ofreció a los godos un generoso acuerdo —algo demasiado generoso a ojos de Belisario—: el derecho a mantener un reino independiente en el noroeste de Italia, pero a condición de que lo compensaran con un tributo consistente en la mitad de su tesoro para el Imperio. Los ostrogodos lo aceptaron.

Después de una invasión persa al Imperio bizantino, Belisario pudo regresar a Italia y se encontró con una situación considerablemente distinta: Erarico había sido asesinado y la facción prorromana de la élite goda, eliminada.

En 541, los ostrogodos eligieron como nuevo jefe a Totila; este godo «nacionalista», brillante general, había recuperado toda la Italia del Norte y expulsado a los bizantinos fuera de Roma. Belisario entonces volvió a tomar la ofensiva: engañó a Totila para recuperar Roma, pero volvió a perderla luego de que Justiniano I, celoso y temeroso de su poder, le cortara el aprovisionamiento y los refuerzos. El general, avejentado, se vio entonces obligado a asegurar la defensa por sus propios medios.

En 548, Justiniano I lo reemplazó por el general eunuco Narsés, en quien tenía mayor confianza. Narsés no decepcionó a Justiniano I. Totila fue salvajemente asesinado tras la batalla de Tagina o Busta Gallorum en julio de 552, y sus partidarios Teya, Aligerno, Escipuarno y Gibal fueron matados o se rindieron luego de la batalla del Monte Lactario en octubre de 552 o 553.

Widhin, el último jefe del ejército godo del que tenemos testimonio, se rebeló a finales de los años 550 con una ayuda militar mínima de francos y alamanes. La sublevación no tuvo consecuencias: los ostrogodos se sublevaron en Verona y Brescia, pero la revuelta terminó con la captura de su jefe en 561. Finalmente, Widhin fue conducido para ser ejecutado allí en 561 o 562. Una minoría, sumisa a los bizantinos y convertida al cristianismo, sobrevivió en Rávena.

En 568, a tres años de la muerte de Justiniano I, una nueva oleada de germanos provenientes de Panonia, los lombardos, se propagaron por la Italia septentrional. Al mando de Alboino, conquistaron Aquilea, Verona, Milán y Pavía para luego avanzar hacia Spoleto y Benevento. Al morir Alboino en 572, asesinado por su sucesor Clefi, siguió un período de anarquía que concluyó con la elección del hijo de Clefi, Aulario, que se esforzó por someter a los duques lombardos a su autoridad y realizar nuevas conquistas. Sus obras fueron continuadas por sus descendientes, hasta que con Liutprando los lombardos llegaron a las puertas de Roma. Más tarde, el rey Astolfo decidió invadir los Estados Pontificios. Pero el Papa Esteban II pidió ayuda al rey franco Pipino el Breve, que bajó a Italia y obligó a Astolfo a abandonar sus planes expansionistas. Carlomagno, el hijo de Pipino, acabó con el reino lombardo tras vencer a Desiderio en Pavía el año 774.

El reino de Gallaecia fue fundado por los suevos en la primera mitad del siglo V en la provincia de la Gallaecia del Imperio romano de Occidente tras haber penetrado en la península ibérica junto con vándalos y alanos en el 409. A su vez, fue el primer reino independizado en un territorio dentro de los límites del Imperio Romano Occidental. El conocimiento de su historia viene determinado por las fuentes, ya que para los ochenta años transcurridos entre el 469 y el 550 no disponemos de ellas. En el 585 el reino suevo dejó de existir al ser conquistado por el rey visigodo Leovigildo y su territorio fue incorporado al reino visigodo de Toledo.

En la primavera de 429, los 80.000 vándalos, liderados por su rey Genserico, decidieron pasar a África con el fin de hacerse con las mejores zonas agrícolas del Imperio. Para ello construyeron barcos con los cuales cruzaron el Estrecho de Gibraltar y llegaron a Tingi y Septem entre quince y veinte mil guerreros.[1]

Luego se desplazaron al este, haciéndose, tras algunos años de lucha, con el control del África romana y la ciudad de Cartago que pasó a ser la capital de su reino, por tanto, las fuentes de producción de la mayor región cerealista del viejo imperio, que en lo sucesivo tuvo que comprar el grano a los vándalos, además de soportar sus razzias piratas en el Mediterráneo occidental.

Para ello contaban con el gran puerto de Cartago y con la flota imperial en él apresada. Sobre la base de esta última, Genserico consiguió apoderarse de bases marítimas de gran valor estratégico para controlar el comercio marítimo del Mediterráneo occidental: las islas Baleares, Córcega, Cerdeña y Sicilia.

Es la denominación del periodo de la Alta Edad Media inglesa, que abarca desde el fin de la Britania romana y el establecimiento de los reinos anglosajones en el siglo V hasta la conquista normanda en 1066. Los siglos V y VI son conocidos arqueológicamente como la Britania posromana, o en historia popular como la «Edad Oscura»; desde el siglo VI, se desarrollan reinos más extensos que se denominan conjuntamente «heptarquía». La llegada de los vikingos a finales del siglo VIII trajo consigo cambios a Britania. Las relaciones con el continente eran importantes cuando desapareció la Inglaterra anglosajona, momento que se asocia tradicionalmente con la conquista normanda.

Francia, como término en latín, designa el territorio geográfico de los francos, que establecidos en el limes del Imperio romano, aprovecharon la decadencia de la autoridad romana durante el siglo V para expandirse en la Galia romana. De entre todos los pueblos francos, los merovingios encabezados por Clodoveo I lograron eliminar toda competencia y aseguraron el dominio de su dinastía sobre los territorios de los francos no romanizados, sobre las romanas Dioecesis Viennensis y Dioecesis Galliarum, ocupando los territorios de los visigodos y burgundios, y sobre parte de territorios germanos no romanizados como Alemania, Turingia o Baviera. De modo que se habrían establecido sobre los territorios de actuales países como Francia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Alemania Occidental y Suiza.

Fue una federación de tribus eslavas orientales desde finales del siglo IX hasta mediados del siglo XIII, bajo el reinado de la dinastía Rúrika.[2][3]​ Alcanzó su mayor extensión a mediados del siglo XI, ya que se extendía desde el mar Báltico en el norte hasta el mar Negro en el sur, y desde las cabeceras del Vístula en el oeste hasta la península de Tamán en el este,[4][5]​ uniendo la mayoría de las tribus eslavas orientales.[2]​ La Rus de Kiev tiene sus orígenes en la fundación de la dinastía Rúrika en 862. Sin embargo, fue durante el reinado del príncipe Oleg (r. 879–912), quien en el año 882 extendió su control de Nóvgorod al valle del río Dniéper con el fin de proteger el comercio de las incursiones jázaras en el este y trasladó su capital a la más estratégica Kiev, que se estableció el país.[2][6]Sviatoslav I (?-972) consiguió la primera gran expansión del control territorial de la Rus de Kiev. Vladimiro el Grande (980–1015) introdujo la Cristiandad en 988 con su propio bautismo y, por decreto, a todos los habitantes de Kiev y más allá.[7]​ La Rus de Kiev alcanzó su mayor extensión bajo Yaroslav I (1019–1054); sus hijos prepararon y publicaron su primer código legal escrito, la Justicia de la Rus (Rúskaya Pravda), poco después de su muerte.[8]

El declive del Estado empezó a finales del siglo XI y durante el siglo XII, desintegrándose en varios poderes regionales rivales.[9]​ Se debilitó aún más por factores económicos, tales como el colapso de los lazos comerciales de la Rus con Bizancio debido a la decadencia de Constantinopla[10]​ y la subsiguiente disminución de las rutas comerciales en su territorio. El Estado cayó finalmente con la invasión mongola de 1240.

Los actuales pueblos de Bielorrusia, Ucrania y Rusia, además de otros grupos étnicos eslavos reivindican a la Rus de Kiev como el origen de su legado cultural.[11]

Es el nombre que se le dio a una región existente en la parte noreste de Inglaterra bajo el control de vikingos daneses desde finales del siglo IX hasta principios del XI. El término también se utiliza para describir el sistema de términos legales y de definiciones establecidos entre Alfredo el Grande y el vikingo Guthrum el Viejo después de su derrota en la batalla de Edington en 878. Alrededor del año 886 se firmó el tratado de Alfredo y Guthrum fijando los límites de sus reinos y tomando ciertas disposiciones para las relaciones entre ingleses y daneses.


El texto se refiere concretamente a Hispania y sus provincias, y los bárbaros citados son específicamente los suevos, vándalos y alanos, que en 406 habían cruzado el limes del Rin (inhabitualmente helado) a la altura de Maguncia y en torno al 409 habían llegado a la península ibérica; pero la imagen es equivalente en otros momentos y lugares que el mismo autor narra, del periodo entre 379 y 468.

Mientras los germanos percibían con admiración a los romanos, a su vez eran percibidos por estos con una mezcla de desprecio, temor y esperanza (retrospectivamente plasmados en el influyente poema Esperando a los bárbaros de Constantino Cavafis),[13]​ e incluso se les atribuyó un papel justiciero (aunque involuntario) desde un punto de vista providencialista por parte de autores cristianos romanos (Orosio y San Agustín). La denominación de bárbaros (βάρβαρος) proviene de la onomatopeya bar-bar con la que los griegos se burlaban de los extranjeros no helénicos, y que los romanos —bárbaros ellos mismos, aunque helenizados— utilizaron desde su propia perspectiva. La denominación invasiones bárbaras fue rechazada por los historiadores alemanes del siglo XIX, momento en el que el término barbarie designaba para las nacientes ciencias sociales un estadio de desarrollo cultural inferior a la civilización y superior al salvajismo. Prefirieron acuñar un nuevo término: Völkerwanderung ('Migración de pueblos'), menos violento que invasiones, al sugerir el desplazamiento completo de pueblos con sus instituciones y culturas, y más general incluso que invasiones germánicas, al incluir a hunos, eslavos y otros.

El Imperio romano había pasado por invasiones externas y guerras civiles terribles en el pasado, pero a finales del siglo IV, aparentemente, la situación estaba bajo control. Hacía escaso tiempo que Teodosio había logrado nuevamente unificar bajo un solo centro ambas mitades del Imperio (392) y establecido una nueva religión de Estado, el cristianismo niceno (Edicto de Tesalónica, 380), con la consiguiente persecución de los tradicionales cultos paganos y las heterodoxias cristianas. El clero cristiano, convertido en una jerarquía de poder, justificaba ideológicamente a un Imperium Romanum Christianum y a la dinastía Teodosiana como había comenzado a hacer ya con la Constantiniana desde el Edicto de Milán (313).

El gobierno de Teodosio había encauzado los afanes de protagonismo político de los más ricos e influyentes senadores romanos y de las provincias occidentales. Además, la dinastía había sabido encauzar acuerdos con la poderosa aristocracia militar, en la que se enrolaban nobles germanos que acudían al servicio del Imperio al frente de soldados unidos por lazos de fidelidad hacia ellos. Al morir en 395, Teodosio confió el gobierno de Occidente y la protección de su joven heredero Honorio al general Estilicón, primogénito de un noble oficial vándalo que había contraído matrimonio con Flavia Serena, sobrina del propio Teodosio. Sin embargo, cuando en el 455 murió asesinado Valentiniano III, nieto de Teodosio, una buena parte de los descendientes de aquellos nobles occidentales (nobilissimus, clarissimus) que tanto habían confiado en los destinos del Imperio parecieron ya desconfiar del mismo, sobre todo cuando en el curso de dos decenios se habían podido dar cuenta de que el gobierno imperial recluido en Rávena era cada vez más presa de los exclusivos intereses e intrigas de un pequeño grupo de altos oficiales del ejército itálico. Muchos de estos eran de origen germánico y cada vez confiaban más en las fuerzas de sus séquitos armados de soldados convencionales y en los pactos y alianzas familiares que pudieran tener con otros jefes germánicos instalados en suelo imperial junto con sus propios pueblos, que desarrollaban cada vez más una política autónoma. La necesidad de acomodarse a la nueva situación quedó evidenciada con el destino de Gala Placidia, princesa imperial rehén de los propios saqueadores de Roma (el visigodo Alarico I y su primo Ataúlfo, con quien finalmente se casó); o con el de Honoria, hija de la anterior (en segundas nupcias con el emperador Constancio III) que optó por ofrecerse como esposa al propio Atila enfrentándose a su propio hermano Valentiniano.

Necesitados de mantener una posición de predominio social y económico en sus regiones de origen, reducidos sus patrimonios fundiarios a dimensiones provinciales, y ambicionando un protagonismo político propio de su linaje y de su cultura, los honestiores (honestos), representantes de las aristocracias tardorromanas occidentales habrían acabado por aceptar las ventajas de admitir la legitimidad del gobierno de dichos reyes germánicos, ya muy romanizados, asentados en sus provincias. Al fin y al cabo, estos, al frente de sus soldados, podían ofrecerles bastante mayor seguridad que el ejército de los emperadores de Rávena. Además, el avituallamiento de dichas tropas resultaba bastante menos gravoso que el de las imperiales, por basarse en buena medida en séquitos armados dependientes de la nobleza germánica y alimentados con cargo al patrimonio fundiario provincial de la que ésta ya hacía tiempo se había apropiado. Menos gravoso tanto para los aristócratas provinciales como también para los grupos de humiliores (humildes) que se agrupaban jerárquicamente en torno a dichos aristócratas, y que, en definitiva, eran los que habían venido soportando el máximo peso de la dura fiscalidad tardorromana. Las nuevas monarquías, más débiles y descentralizadas que el viejo poder imperial, estaban también más dispuestas a compartir el poder con las aristocracias provinciales, máxime cuando el poder de estos monarcas estaba muy limitado en el seno mismo de sus gentes por una nobleza basada en sus séquitos armados, desde su no muy lejano origen en las asambleas de guerreros libres, de los que no dejaban de ser primus inter pares.

Pero esta metamorfosis del Occidente romano en romano-germano, no había sido consecuencia de una inevitabilidad claramente evidenciada desde un principio; por el contrario, el camino había sido duro, zigzagueante, con ensayos de otras soluciones, y con momentos en que parecía que todo podía volver a ser como antes. Así ocurrió durante todo el siglo V, y en algunas regiones también en el siglo VI como consecuencia, entre otras cosas, de la llamada Recuperatio Imperii o Reconquista de Justiniano.

La monarquía germánica era en origen una institución estrictamente temporal, vinculada estrechamente al prestigio personal del rey, que no pasaba de ser un primus inter pares (primero entre iguales), que la asamblea de guerreros libres elegía (monarquía electiva), normalmente para una expedición militar concreta o para una misión específica. Las migraciones a que se vieron sometidos los pueblos germánicos desde el siglo III hasta el siglo V (encajonados entre la presión de los hunos al este y la resistencia del limes romano al sur y oeste) fue fortaleciendo la figura del rey, al tiempo que se entraba en contacto cada vez mayor con las instituciones políticas romanas, que acostumbraban a la idea de un poder político mucho más centralizado y concentrado en la persona del emperador romano. La monarquía se vinculó a las personas de los reyes de forma vitalicia, y la tendencia era a hacerse monarquía hereditaria, dado que los reyes (al igual que habían hecho los emperadores romanos) procuraban asegurarse la elección de su sucesor, la mayor parte de las veces aún en vida y asociándolos al trono. El que el candidato fuera el primogénito varón no era una necesidad, pero se terminó imponiendo como una consecuencia obvia, lo que también era imitado por las demás familias de guerreros, enriquecidos por la posesión de tierras y convertidos en linajes nobiliarios que se emparentaban con la antigua nobleza romana, en un proceso que puede denominarse feudalización. Con el tiempo, la monarquía se patrimonializó, permitiendo incluso la división del reino entre los hijos del rey.

El respeto a la figura del rey se reforzó mediante la sacralización de su toma de posesión (unción con los sagrados óleos por parte de las autoridades religiosas y uso de elementos distintivos como orbe, cetro y corona, en el transcurso de una elaborada ceremonia: la coronación) y la adición de funciones religiosas (presidencia de concilios nacionales, como los Concilios de Toledo) y taumatúrgicas (toque real de los reyes de Francia para la cura de la escrófula). El problema se suscitaba cuando llegaba el momento de justificar la deposición de un rey y su sustitución por otro que no fuera su sucesor natural. Los últimos merovingios no gobernaban por sí mismos, sino mediante los cargos de su corte, entre los que destacaba el mayordomo de palacio. Únicamente tras la victoria contra los invasores musulmanes en la batalla de Poitiers el mayordomo Carlos Martel se vio justificado para argumentar que la legitimidad de ejercicio le daba méritos suficientes para fundar él mismo su propia dinastía: la carolingia. En otras ocasiones se recurría a soluciones más imaginativas (como forzar la tonsura —corte eclesiástico del pelo— del rey visigodo Wamba para incapacitarle).

Los problemas de convivencia entre las minorías germanas y las mayorías locales (hispanorromanas, galo-romanas, etc.) fueron solucionados con más eficacia por los reinos con más proyección en el tiempo (visigodos y francos) a través de la fusión, permitiendo los matrimonios mixtos, unificando la legislación y realizando la conversión al catolicismo frente a la religión originaria, que en muchos casos ya no era el paganismo tradicional germánico, sino el cristianismo arriano adquirido en su paso por el Imperio Oriental.

Algunas características propias de las instituciones germanas se conservaron: una de ellas el predominio del derecho consuetudinario sobre el derecho escrito propio del Derecho romano. No obstante los reinos germánicos realizaron algunas codificaciones legislativas, con mayor o menor influencia del derecho romano o de las tradiciones germánicas, redactadas en latín a partir del siglo V (leyes teodoricianas, edicto de Teodorico, Código de Eurico, Breviario de Alarico). El primer código escrito en lengua germánica fue el del rey Ethelberto de Kent, el primero de los anglosajones en convertirse al cristianismo (comienzos del siglo VI). El visigótico Liber Iudicorum (Recesvinto, 654) y la franca ley sálica (Clodoveo, 507-511) mantuvieron una vigencia muy prolongada por su consideración como fuentes del derecho en las monarquías medievales y del Antiguo Régimen.

La expansión del cristianismo entre los bárbaros, el asentamiento de la autoridad episcopal en las ciudades y del monacato en los ámbitos rurales, constituyó una poderosa fuerza fusionadora de culturas y ayudó a asegurar que muchos rasgos de la civilización clásica, como el derecho romano y el latín, pervivieran en la mitad occidental del Imperio, e incluso se expandiera por Europa Central y septentrional. Los francos se convirtieron al catolicismo durante el reinado de Clodoveo I (496 o 499) y, a partir de entonces, expandieron el cristianismo entre los germanos del otro lado del Rin. Los suevos, que se habían hecho cristianos arrianos con Remismundo (459-469), se convirtieron al catolicismo con Teodomiro (559-570) por las predicaciones de san Martín de Dumio. En ese proceso se habían adelantado a los propios visigodos, que habían sido cristianizados previamente en Oriente en la versión arriana (en el siglo IV), y mantuvieron durante siglo y medio la diferencia religiosa con los católicos hispanorromanos incluso con luchas internas dentro de la clase dominante goda, como demostró la rebelión y muerte de San Hermenegildo (581-585), hijo del rey Leovigildo). La conversión al catolicismo de Recaredo (589) marcó el comienzo de la fusión de ambas sociedades, y de la protección regia al clero católico, visualizada en los Concilios de Toledo (presididos por el propio rey). Los años siguientes vieron un verdadero renacimiento visigodo[14]​ con figuras de la influencia de Isidoro de Sevilla y sus hermanos Leandro, Fulgencio y Florentina, los cuatro santos de Cartagena, de gran repercusión en el resto de Europa y en los futuros reinos cristianos de la Reconquista (véase cristianismo en España, monasterio en España, monasterio hispano y liturgia hispánica). Los ostrogodos, en cambio, no dispusieron de tiempo suficiente para realizar la misma evolución en Itialia. No obstante, del grado de convivencia con el papado y los intelectuales católicos fue muestra que los reyes ostrogodos los elevaban a los cargos de mayor confianza (Boecio y Casiodoro, ambos magister officiorum con Teodorico el Grande), aunque también de lo vulnerable de su situación (ejecutado el primero —523— y apartado por los bizantinos el segundo —538—). Sus sucesores en el dominio de Italia, los también arrianos lombardos, tampoco llegaron a experimentar la integración con la población católica sometida, y su divisiones internas hicieron que la conversión al catolicismo del rey Agilulfo (603) no llegara a tener mayores consecuencias.

El cristianismo fue llevado a Irlanda por san Patricio a principios del siglo V, y desde allí se extendió a Escocia, desde donde un siglo más tarde regresó por la zona norte a una Inglaterra abandonada por los cristianos britones a los paganos pictos y escotos (procedentes del norte de Gran Bretaña) y a los también paganos germanos procedentes del continente (anglos, sajones y jutos). A finales del siglo VI, con el papa Gregorio Magno, también Roma envió misioneros a Inglaterra desde el sur, con lo que se consiguió que en el transcurso de un siglo Inglaterra volviera a ser cristiana.

A su vez, los britones habían iniciado una emigración por vía marítima hacia la península de Bretaña, llegando incluso hasta lugares tan lejanos como la costa cantábrica entre Galicia y Asturias, donde fundaron la diócesis de Britonia. Esta tradición cristiana se distinguía por el uso de la tonsura céltica o escocesa, que rapaba la parte frontal del pelo en vez de la coronilla.

La supervivencia en Irlanda de una comunidad cristiana aislada de Europa por la barrera pagana de los anglosajones, provocó una evolución diferente al cristianismo continental, lo que se ha denominado cristianismo celta. Conservaron mucho de la antigua tradición latina, que estuvieron en condiciones de compartir con Europa continental apenas la oleada invasora se hubo calmado temporalmente. Tras su extensión a Inglaterra en el siglo VI, los irlandeses fundaron en el siglo VII monasterios en Francia, en Suiza (Saint Gall), e incluso en Italia, destacándose los nombres de Columba y Columbano. Las islas británicas fueron durante unos tres siglos el vivero de importantes nombres para la cultura: el historiador Beda el Venerable, el misionero Bonifacio de Alemania, el educador Alcuino de York, o el teólogo Juan Escoto Erígena, entre otros. Tal influencia llega hasta la atribución de leyendas como la de Santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes, bretona que habría efectuado un extraordinario viaje entre Britania y Roma para acabar martirizada en Colonia.[15]



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