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Historia de la Armada Española



Se puede considerar que la historia de la Armada Española comienza en los últimos años del siglo XV y primeros del siglo XVI, cuando los reinos hispánicos de Castilla y Aragón se unieron de hecho, aunque aún no de derecho. En aquel tiempo no existía una armada centralizada, y esta no se consiguió hasta la llegada de los Borbones. Lo que sí existía era flotas militares más o menos permanentes que, cuando era necesario, se reunían para cumplir una determinada misión.

La Armada Española, heredera de las marinas de Castilla y Aragón, es una de las más antiguas del mundo.

La Armada Española nace de la unión de la Armada de Castilla y de la Armada de Aragón.

La marina aragonesa, constituida principalmente por naves catalanas, es una marina de ámbito mediterráneo, prefiere como buque de combate la galera y sus derivados, mientras que la marina castellana, atlántica, prefiere buques «mancos», esto es, sin remos, con solo propulsión eólica.

Esta unión se produce en tiempos de los Reyes Católicos, siendo la primera campaña de Italia del Gran Capitán, en la que participan las galeras de Sicilia junto a naves del Cantábrico su primera operación de guerra.

En estos primeros tiempos, la marina de guerra española, al igual que en los demás países europeos (salvo Venecia), no existía en el sentido que la entendemos hoy, esto es, formada por barcos pertenecientes al Estado y especialmente hechos para la guerra. Debido a los corsarios y a las inseguridades de la navegación, todos los barcos llevaban cañones y armas. Cuando eran requeridos por el rey para la guerra, cambiaban las cargas comerciales por cargas militares, y sus armadores y tripulantes pasaban a ser pagados por la Corona.

Además de los buques «mercantes militarizados», también había particulares que armaban flotillas de combate, dedicándose al corso hasta que el rey solicitaba sus servicios.

El rey nombraba los mandos de las escuadras así formadas, en las que embarcaban sus tropas. El combate naval de la época difería poco del terrestre, ya que se buscaba el abordaje y el combate cuerpo a cuerpo, haciendo relativamente poco uso de la artillería.

Se pierde interés en las galeras (que luego se recuperará) en beneficio de naos, carracas y carabelas. A finales del reinado de los Reyes Católicos, solo quedaban cuatro galeras en la guarda de la costa de Granada para apoyar a las demás naves en verano.

La historia de la Armada Española puede datarse en los últimos años del siglo XV y primeros del siglo XVI cuando los dos reinos (Castilla y Aragón) se unieron de hecho aunque aún no de derecho. En aquel tiempo no existía una armada centralizada y esta no se consiguió hasta la llegada de los Borbones. Lo que sí existían eran flotas militares más o menos permanentes que, cuando era necesario, se reunían para cumplir una determinada misión.

Los preliminares de esta incipiente Armada conjunta pueden estar en primera y segunda expediciones a Italia y las acciones de Gonzalo Fernández de Córdoba, el «Gran Capitán» en 1494; pero quizá la primera gran acción conjunta de las dos armadas en una fuera la batalla de Mazalquivir en 1505.

En esa batalla, que comenzó la campaña española en la costa berberisca (norte de África), la organización y planificación fue obra de Fernando el Católico rey de Aragón; pero el principal impulsor e incluso financiador fue el Cardenal Cisneros, auténtico garante de las últimas voluntades de Isabel la Católica. Por distintos motivos tanto Castilla como Aragón necesitaban controlar la margen sur del Mediterráneo haciendo nuevamente cierta la frase «eran una voluntad en dos cuerpos».

Después de esta conquista las caídas de ciudades berberiscas continúan. En lo sucesivo el Cardenal Cisneros sigue alentando y dirigiendo, pero ahora es Pedro Navarro quien manda la flota. Así, las fuentes cuentan:

A las órdenes de Navarro el embrión de lo que sería la Armada continuó las conquistas:

Estas campañas siempre se han presentado como la continuación de la Reconquista y, según Ramiro Freijoo, lo eran, pero con un carácter defensivo.

Nuevamente la «Armada» tuvo un gran protagonista con Carlos V y su ataque a Túnez.[2]

Por una serie de acontecimientos las costa de Italia y el norte de África quedaron desguarnecidas y Jeireddín Barbarroja asoló las costas italianas y norteafricanas, expulsando a los españoles de Túnez en 1504. Este corsario era considerado un héroe por sus contemporáneos musulmanes y también cristianos que alababan su carrera.[3]​Por ejemplo, el Pierre de Brantôme, en su libro sobre la Orden de Malta, escribió de él:

En 1535 Carlos V dirige una carta para reunir una flota que, además de las 45 naos y 17 galeras del marqués del Basto, sumaría las 23 carabelas que Andrea Doria traería desde Génova. A este contingente el papa añadió nueve galeras, la Orden de San Juan otras seis y Portugal un galeón. A estas cien naves Carlos V trae toda la flota española desde Nápoles, Sicilia, Vizcaya y Málaga.[2]

En esta ocasión la armada reunida por el emperador desembarcó a 25 000 hombres entre 4000 veteranos de las guerras italianas, 9000 recién reclutados, 7600 alemanes y 5000 italianos. Como en el caso de la Armada, las principales fuerzas eran españolas; pero no las únicas, pues se trataba de un ejército imperial.

Finalmente caen en manos españolas la imponente fortaleza de La Goleta y las ciudades de Túnez, Bizerta, Bugía y Bona.

En 1541 el Emperador pretende finiquitar el problema berberisco con la toma de Argel, su último bastión en el Mediterráneo occidental, pero esta vez la Armada Imperial se ve dispersada por las tempestades y tormentas, y las fuerzas ya desembarcadas han de replegarse rápidamente.

En 1571 se produce el éxito más conocido de la Armada Española en toda su historia; se concentran en el puerto de Mesina (Italia) 70 galeras españolas procedentes de la propia España, de Italia y de Flandes, 9 de Malta, 12 del Papado y 140 venecianas formando la Liga Santa. La fuerza está dirigida por don Juan de Austria, y entre los principales mandos se encuentran Álvaro de Bazán, Juan Andrea Doria y Luis de Requesens.

El 7 de octubre de 1571 tiene lugar la batalla de Lepanto en el golfo del mismo nombre, con 260 galeras turcas; tras horas de batalla en la que los veteranos españoles e italianos asaltan las naves turcas y se lucha sobre ellas cuerpo a cuerpo, tan solo 45 naves otomanas logran escapar.

Esta victoria frenó el poderío naval turco, principalmente en el Mediterráneo occidental, y serviría para recuperar Túnez, Bizerta y La Goleta. A partir de este momento la atención española se centró en el Atlántico, dejando a un lado la política mediterránea, donde el Imperio otomano continuó con las últimas etapas de su expansión. Por estos motivos la batalla de Lepanto no tuvo grandes repercusiones estratégicas; pero sí morales, pues era la primera vez que las armas otomanas cosechaban una derrota contundente frente a las cristianas.

Tras la muerte de Sebastián I de Portugal en Alcazarquivir, el trono luso queda vacante, posicionándose Felipe II como principal candidato a ocuparlo. En 1580 los tercios entran en Portugal y Felipe es coronado rey de Portugal en las Cortes de Tomar. Al mismo tiempo el otro candidato al trono, don Antonio, prior de Crato e hijo ilegítimo del padre de Sebastián, se hace fuerte en Lisboa.

En esta ocasión los barcos españoles lucharon coordinados con las tropas del duque de Alba en Lisboa para lograr la huida del pretendiente, perseguido por las tres compañías de Pedro Dávila, que lo encontraron y capturaron. La invasión de Portugal pudo terminar ahí si no hubiera sido por la codicia, que tantas veces perdería a los españoles en América, y los hombres que lo encontraron no se hubiesen dejado sobornar para permitirle la huida a las islas Azores (fieles al prior de Crato).[4]

Álvaro de Bazán reúne en Sevilla y Lisboa doce galeras y sesenta naos gruesas. El 26 de julio de 1582 la escuadra española derrota a la luso-francesa en la batalla de la isla Terceira, asegurando las Azores para la Monarquía de Felipe II.

En aquel tiempo el poder de las flotas hispanas descansaba en las galeras de remos, herederas de los navíos de la Antigüedad, y lo seguiría siendo durante casi todo ese siglo. Sin embargo en la toma de Túnez ya aparecen signos de los nuevos tiempos. Las nuevas naos, más grandes que las utilizadas por Cristóbal Colón cuarenta años antes, ya iban equipadas con cañones y con dos castillos (el de proa y el alcázar a popa) y podían transportar 150 marineros y 500 soldados a cortas distancias; pero sin duda la novedad fue el galeón, aún más grande y mucho más armado que la nao, que después sería la punta de lanza de la Armada.[5]

Tanto la nao como el galeón eran barcos con el casco más redondeado y de tres palos (mesana, trinquete y mayor). La primera era una derivación de la carraca con mayor artillería y menor tonelaje, y el segundo una respuesta a las olas del Atlántico que las naos no podían superar con facilidad. Aunque la resistencia de las naos y su potencia artillera quedaron demostradas en la Jornada de Mazalquivir y en el combate de la nao de Machín de Rentería contra 17 galeotas berberiscas, su poca maniobrabilidad y la irregularidad de los vientos hicieron que en el Mediterráneo sus ventajas artilleras y de navegación no resultaran muy grandes, pero sí en el nuevo escenario que pronto se vislumbraría como el más importante.

La importancia de estos dos tipos de navíos comenzó a verse cuando los primeros piratas franceses, apoyados y asesorados por piratas españoles renegados, descubrieron algunos de los importantes cargamentos de metales y especies llegados desde América,[3]​ como se verá más adelante.

Las naos resultaron buenos buques de transporte como prueba el hecho de que solo la carga de especias que trajo la nao Victoria a los mandos de Juan Sebastián Elcano cubrió con creces los gastos de toda la expedición de Magallanes y Elcano (cinco naves en total).[6]​ Por su parte los galeones demostraron sus posibilidades de navegación en travesías como la realizada por Miguel López de Legazpi en la conquista de Filipinas y el regreso del galeón San Pedro a Nueva España que rompió el dicho del Pacífico («Irás pero no volverás»).[7]

Aunque el poderío de los navíos españoles era claro desde principios del siglo XVI, es en estos años cuando comenzó a cosechar sus más importantes logros, como la circunnavegación del mundo, la conquista de Filipinas y la protección inquebrantable de las flotas de Indias, pese a que el cine y la literatura han hecho ver lo contrario.

En agosto de 1543 se promulgó una ordenanza según la cual se establecían dos flotas anuales. La primera se la llamaba de Nueva España y partía desde Sanlúcar de Barrameda hacia las Antillas Mayores, de allí a Veracruz en México para recoger su cargamento y llevarlo de vuelta a la península. La segunda se la denominaba de Tierra Firme y su primer destino eran las Pequeñas Antillas desde donde continuaba hacia Panamá entre julio y agosto.

Estas flotas las formaban unos 30 o 35 navíos de los que al menos dos eran galeones, uno para el comandante de la flota y su estado mayor (llamado «Capitana») y el otro llevaba al almirante (por lo que recibía el nombre de «Almiranta»). Ambas naves contaban con cuatro cañones de hierro, ocho cañones de bronce y 24 piezas menores. Además el resto de las naves iban equipadas con dos cañones, decenas de arcabuces y varias armas blancas de distintos tipos.

Esto galeones en muchas ocasiones resultaban insuficientes para garantizar la seguridad del cargamento por lo que se dotaba a ambas flotas de una escolta formada por ocho o diez galeones, por lo que se llamaba a la flota escoltada «convoy de los galeones».

El servicio de información y seguridad eran excelentes según J. B. Black.[8]​ Antes de partir hacia las Indias eran revisadas tres veces y esperaban órdenes alejados de la costa para evitar que subieran a bordo piratas, renegados o moriscos que tenían prohibido emigrar a América. La comunicación entre los la capitana y la almiranta se realizaba periódicamente por medio de buques rápidos, al avistar tierra las naves no podía fondear para descender a tierra salvo en casos de extrema necesidad y por un período no superior a las 24 horas. Las penas por infringir estas órdenes eran contundentes, pudiendo llegar a la pena de muerte. Además, antes de su partida, se enviaba un navío rápido para informar a la península de su llegada prevista y el cargamento que llevaban. Así mismo se recogía información del tiempo y de posibles presencia de fuerzas piratas. En caso de que la situación lo requiriera las dos flotas podían viajar juntas o retrasar su salida o enviar el cargamento en tres o cuatro zabras, barcos de unas 200 toneladas, rápidos y bien armados que podían realizar el viaje en 25 o 30 días en lugar de los mercantes habituales o, en casos extremos, renunciar a realizar el viaje hasta el año siguiente.

Estas flotas solían llevar oro de México y/o Perú y plata de Potosí; sin embargo no eran los únicos productos de gran valor; sus bodegas también llevaban piedras preciosas, perlas obtenidas en las costas del Caribe venezolano y colombiano, algunas especies como la vainilla y plantas tintoreras muy codiciados como el palo de Brasil y el palo campeche.[9]​ Estos tesoros hacían que cualquier barco separado del resto por una tormenta, por ejemplo, fuese una presa muy codiciada y su apresamiento permitía alimentar la leyenda de grandes capturas por parte de los piratas, capturas que nunca fueron tales, salvo algunas excepciones.

Durante el reinado de Carlos I Francisco Pizarro demuestra que el Perú no era un mito y que sí era enormemente rico en metales preciosos. Este descubrimiento se uniría a los hallazgos en México y Bolivia (con las famosas minas de Potosí).

Pese a que durante muchos años los monarcas hispanos trataron de mantener en secreto lo descubierto en América, ya en 1521 piratas franceses a las órdenes de Jean Fleury lograron capturar parte del famoso «tesoro de Moctezuma», abriendo toda una nueva vía para asaltos y abordajes en busca de fabulosos botines. Ante las relativamente inmensas riquezas encontradas, pronto cundió el ejemplo entre los franceses y el acecho y asalto a los barcos españoles fueron aumentando.

Para evitarlo, el Imperio de los Habsburgo montó un doble sistema: primero, armadas estratégicas en distintos puntos del imperio. Y segundo, la navegación con las colonias en dos flotas anuales, regulado por orden de 1564. Gracias a ello, las capturas fueron ínfimas para las muchas riquezas traídas de las Indias; y es que la importancia de estos cargamentos era demasiada como para no protegerlos. España contaba con dos tipos diferentes de flotas: por un lado, la mediterránea, en la que proliferan las galeras movidas por remeros (barcos obsoletos, pero que la victoria en batallas como la de Lepanto parecía desmentir), por el otro lado las atlánticas, integradas por naos y galeones. Aunque las galeras se mantuvieron en vigor muchas décadas, fueron las flotas atlánticas quienes realmente tuvo el favor de Felipe II y sus herederos; el propio Juan de Austria debía dejar anclados sus barcos por falta de presupuesto tras al exitosa victoria de Lepanto.

En aquel momento las flotas atlánticas contaba con las mejores técnicas y los avances más recientes en navegación, sus planos, diseño y construcción de naos y galeones eran un secreto guardado celosamente. Tanto es así que no ha llegado a nuestros días, como demostró el hecho que de ninguna de las réplicas realizadas con motivo de los quinientos años del descubrimiento de América lograse igualar los tiempos conseguidos por Colón.[10]​ Por lo que el transporte de las mercancías estaba asegurado si no mediaban tormentas que mandaron a pique muchos barcos. Los cargamentos eran llevados por dos flotas anuales que partían de Cartagena de Indias principalmente e iban escoltadas por una dotación de naos y especialmente de galeones.[11]

A los piratas ingleses como Francis Drake o John Hawkins siempre se les presentó en Inglaterra como héroes nacionales y un auténtico calvario para las arcas de la corona española. Pero estudios más detallados sobre esta piratería indican que la potencia de la flota española era abrumadora sobre todas las demás. Un ejemplo está en la derrota que sufrieron aquellos dos piratas a manos de la flota de Nueva España en la batalla de San Juan de Ulúa en 1568, de la que los ingleses solo pudieron salvar dos barcos.[12]

La superioridad que una formación de galeones tenía sobre cualquier armada quedó patente con los primeros combates de la Armada Invencible en 1588 contra los barcos ingleses; en aquella ocasión no se trataba de una flota pirata, sino de todas las fuerzas inglesas luchando por la supervivencia de su propios país; aún con todo eso no pudieron romper la formación de la Armada ni detenerla. Únicamente después de desordenar los barcos con brulotes y el apoyo de las naves neerlandesas, consiguieron causarle daños a las naos y galeones españoles, pero solo en cuatro naves (una galeaza, una nao y dos galeones), con 800 bajas (de un total de 130 navíos y casi 29 000 hombres). Esta no es una tesis revisionista y no significa que la Invencible no fracasara; pero sí que la acción de la escuadra inglesa no causó el desastre.

Tras esta victoria cundió el optimismo en la corte de Isabel I e incluso la euforia que les llevó en parte a organizar la Contraarmada. Los ingleses consideraban posible invadir España por La Coruña; pero los hechos demostraron que estaban equivocados. Los hombres que mandó Álvaro de Bazán antes de su destitución y los habitantes de las ciudades los aguardaban y les infringieron una contundente derrota, primero en La Coruña y después en Lisboa, Cádiz y Cartagena de Indias. Los ingleses perdieron también 20 naves y 12 000 de sus hombres, la diferencia con las bajas españolas es que esta cifra era más de la mitad de los soldados y marineros enviados (20 000 en total), la mayoría bajo los cañones españoles. El consejo privado de Isabel I en un informe reservado calificó la operación de la siguiente manera:

Felipe II envió dos armadas más contra Inglaterra que también fracasaron a causa del tiempo. Pero esto no es algo único, Japón nunca fue invadido por los mongoles gracias al llamado «Viento Celestial» (Kamikaze, en japonés).

Las hostilidades siguieron entre las dos naciones cada vez más agotadas. Según algunos historiadores, como Mariano González Arnao, si Felipe II no planificó concienzudamente la invasión de Inglaterra, más bien aguardaba la intervención divina en una causa que debía ser también la suya. Si hubiera trazado un plan meticuloso, como era él, los resultados hubiesen sido muy diferentes; pues Inglaterra realmente contaba con muy pocas fuerzas para defenderse.[13]​ Esto parecen confirmarlo hechos como:

A finales del siglo XVI las dos naciones estaban exhaustas. España había logrado victorias frente al duque de Essex y en las Azores frente a Releigh. Por su parte, los hombres de George Cliford lograron apoderarse de San Juan de Puerto Rico en 1598. Ante esta situación y tras la muerte de Isabel I, España e Inglaterra se apresuraron a firmar el Tratado de Londres en agosto de 1604.

El deseo de las otras potencias por España y sus posesiones no podía quedar zanjado con el testamento real. Por lo que la Guerra de Sucesión era casi inevitable. Y esta guerra y las negligencias cometidas en ella llevaron a nuevas derrotas para las armas españolas, llegando incluso al propio territorio peninsular. Así se perdió Orán, Menorca y la más dolorosa y prolongada que fue Gibraltar, donde había únicamente 50 españoles defendiéndolo contra la flota anglo-holandesa.

Felipe V no estaba preparado para dirigir el reino más grande de aquel momento y él lo sabía; pero también sabía rodearse de las personas más preparadas de su que trajeron un proyecto y la Armada, es la primera vez que puede llamarse así, fue uno de los puntos donde más éxitos se lograron.

Este éxito fue precedido de varias reformas en el sistema contributivo y una mejora sustancial en el estado de las arcas reales. Una vez saneadas las finanzas públicas pudo acometerse el proyecto de crear una armada y después abastecerla de barcos en calidad y cantidad suficiente como para defender todo el Imperio.

El primero de los reformadores fue José Patiño. Este italiano, uno de los mejores técnicos navales del siglo XVIII, comenzó por la reestructuración de las flotas y las pequeñas armadas en una institución única y común. Asimismo abrió nuevos astilleros como Cádiz, Ferrol y creó arsenales de donde pudieran salir los cañones, balas, herrajes y demás enseres para poder armar todos los barcos que debían construirse. Patiño logró poner a flote 56 barcos y 2500 nuevos cañones. Las labores de Patiño han sido recordadas por la Armada siempre, tanto es así que en el siglo XXI uno de los buques de aprovisionamiento logístico fue bautizado en recuerdo suyo.

Patiño encontró en Cádiz a un joven que llamó su atención y le dio su primer nombramiento en 1720 con 18 años. Su nombre era Zenón de Somodevilla que llegaría a ser Marqués de la Ensenada.

El marqués de la Ensenada continuó escalando puestos de una manera meteórica con el rearme de la Armada. Pasó por Ferrol, Cartagena o Cádiz y en 1728 ascendió a comisario. Con una Armada considerablemente más poderosa comenzaron los planes para al expansión.

El primer objetivo fue Orán, perdido en la Guerra de Sucesión (ver Expedición española a Orán). En 1732 la Armada lanza una movilización para tomarlo con generales como el Duque de Montemar o Blas de Lezo. Como ya sucediera en tiempo de Fernando el Católico la plaza cae sin excesivas complicaciones. Este éxito, entre otros le valió a Somodevilla su ascenso a ministro superior de la Armada. A finales del siglo XX España pondría el nombre de Marqués de la Ensenada y Blas de Lenzo a dos de sus principales buques.

Pero esta plaza realmente solo constituía un primer paso hacia un objetivo mucho mayor: la llamada Grand Borbón.

Se ha comentado mucho entre los historiadores la mucha o poca influencia de Isabel de Farnesio sobre su marido Felipe V para obtener reinos que dejar a sus hijos. Lo que si es cierto es que Ensenada puso en marcha de nuevo a la Armada rumbo a Nápoles tratando de ganar el favor de la Reina, lo que finalmente consiguió. En 1734 los navíos y las tropas españolas toman el reino italiano en lo que se ha denominado el gran triunfo italiano.[14]

El siguiente peldaño de la Grand Borbón pasaba por la conquista de Sicilia. Eso llevaría a una guerra y a un nuevo desgaste económico. Somodevilla, Montamar y el propio Ministro Campillo lo sabían, pero no se atrevieron a contradecir a la Farnesio.

Finalmente se emprende la toma de la isla italiana y se entra en guerra. La Armada contaba con los amplios conocimientos del futuro marqués y eso se notó en la guerra; sin embargo las finanzas no eran el fuerte del que sería superministro y en 1739 se produce la bancarrota, setenta millones de escudos de oro y plata se calculó en 1747 que costó la contienda.

En 1743 la Reina nombra a Somodevilla ministro cuando se avistaba el agotamiento de las potencias europeas y, por tanto, la llegada de la que se llamaría Paz de Aquisgrán. No obstante, el Marqués era consciente de que dicha paz en realidad sería una tregua y volvería la contienda; pero en esta ocasión cabía la posibilidad de que se luchara en el Atlántico y por las posesiones en las Indias. Previendo esto Ensenada comenzó lo que sería su gran proyecto: hacer realidad la reforma de la Armada expuesta por su rey Fernando VI en Exposición sobre el fomento de la Marina.

Su proyecto chocaba contra la falta de fondos, un problema crónico de las monarquías españolas. Sin embargo, en esta ocasión se aprecia la vitalidad que da la economía española siempre y cuando se gestionara correctamente. En 1751 el propio Ministro escribía:

El ascenso al trono español de Carlos III supuso un cambio en la política exterior española cuya principal consecuencia fue la alianza con Francia.[15]​ La firma del Tercer Pacto de Familia en 1761 conllevó la entrada de España en la Guerra de los Siete Años al lado de Francia en un momento en que la armada francesa había sido severamente derrotada en Europa y la mayor parte de las colonias del país habían caído en manos de Gran Bretaña.[15]​ La armada española, en aquellas fechas, se componía de 47 navíos de línea y 28 fragatas en estado de servicio, y contaba con un personal conistente en 50.000 hombres, de los cuales solo 26 000 estaban en disposición de servicio inmediato.[16]

Los planes del monarca español consistían en invadir Gran Bretaña en conjunción con Francia y asediar la plaza de Gibraltar.[17]​ Ninguno de estos planes, sin embargo, pudo llevarse a cabo, y los británicos tomaron la iniciativa desde un primer momento. En 1762 zarpó de Inglaterra una armada al mando del almirante George Pocock compuesta de 27 navíos de línea, 15 fragatas, nueve avisos, tres bombardas y 150 transportes con un total de 22.326, marineros y soldados.[18]​ El objetivo de esta expedición, comparable a la de Edward Vernon que atacó infructuosamente Cartagena 20 años antes, era la conquista de La Habana, principal ciudad de la América española.[18]

La armada española disponía en la plaza de 14 navíos de línea y 6 fragatas al mando de Gutierre de Hevia, marqués del Real Transporte; además de fuerzas terrestres numéricamente superiores a las que defendieron Cartagena en 1741.[19]​ Las fortificaciones de La Habana eran igualmente más sólidas que las de la plaza neogranadina.

La defensa de la Habana se caracterizó por los errores del mando español, siendo el primero de ellos el hundimiento en la boca del puerto de tres navíos de línea, el Asia, el Neptuno y el Europa, cosa que dejó a la escuadra al completo bloqueada.[20]​ Los infantes de marina, marineros y oficiales de estos navíos colaboraron en la defensa de la ciudad. Luis Vicente de Velasco, capitán del navío Reina, lideró una heroica defensa en el castillo del Morro durante la cual perdió la vida, pero nada pudo evitar la caída de la ciudad el 12 de agosto de 1762.[21]​ 12 navíos de línea españoles cayeron en manos británicas, además de otros dos que estaban construyéndose en los arsenales y numerosas fragatas y buques menores. El golpe para la armada española fue muy grave, pues una tercera parte de sus efectivos habían sido apresados.[22]

Manila cayó en manos británicas un mes y medio después de La Habana. En aguas filipinas las unidades navales británicas se apoderaron del galeón de Manila Santísima Trinidad.[23]​ Además de estos reveses cabe destacar la insignificancia, al contrario que en otras guerras, del corso español. Mientras los británicos apresaron 120 buques a los españoles, estos hicieron solamente 19 presas a sus enemigos; ninguna de ellas de demasiado valor.[24]

Al comenzar el reinado de Carlos IV, y la Revolución francesa, entre 1788 y 1795 la Armada alcanzó el punto más alto en cuanto al número de navíos y de tonelaje bruto, con más de 80 navíos de línea y más de un centenar de fragatas y buques menores, la Armada española era la 2ª del mundo (junto a la francesa) por tonelaje y potencia, al menos potencialmente, pero los problemas de mantenimiento y de marinería hacían que la armada no pudiera estar al tope de su capacidad.

Entre 1795 y 1825 la Armada pierde 22 navíos en combate, 10 en naufragios, 8 que se entregan a Francia y 39 que tienen que ser dados de baja por su mal estado. En el mismo periodo solo se dan de alta 11 buques, 6 franceses y 5 rusos, resultando los rusos inservibles por su mal estado de conservación. En el Estado General de la Armada de 1834 tan solo figuran 3 navíos, 4 fragatas y 5 corbetas, más algunas unidades menores.

El primer buque de vapor utilizado por la Armada fue el Isabel II, durante la Primera Guerra Carlista. Ese era un buque de tres palos y ruedas, artillado con 2 cañones y 6 carronadas y con una máquina de 270 caballos que le permitía alcanzar una velocidad de 6 nudos en propulsión a vapor. Su nombre original era Royal William, estaba arrendado y lo mandaba un Capitán de Navío inglés. Participó en las operaciones de Vizcaya sin grandes resultados. Las tres primeras unidades de vapor que adquirió la Armada fueron compradas a México en 1846.

El otro gran evento del siglo XIX para la Armada fue la Guerra Hispano-Estadounidense de 1898. La Armada se encontraba afectada por la larga crisis económica y política que padecía España a fines del siglo XIX. Esta situación fue hábilmente utilizada por los líderes norteamericanos que vieron en esto la oportunidad de presentar ante el mundo la nueva América como novísima potencia mundial económica y militar. Previamente el comando naval americano había estudiado el difícil momento que pasaba España y su poca capacidad de respuesta, más aún acrecentada por la lejanía de sus bases.

El rápido ataque por parte de los estadounidenses cumplió estos planes estratégicos y logró en el campo de batalla una rápida efectividad a pesar de los grandes esfuerzos y el gran valor de las fuerzas navales españolas. Fue el encuentro de la antigua gran potencia, en ese momento en crisis y la nueva potencia en auge, presentándose internacionalmente con una acción espectacular. Y en verdad significó el gran impulso para la nación estadounidense, pero para su antagonista, la acentuación de una crisis que no se resolvería sino hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando la Armada española consiguió recuperar sus fuerzas y ubicarse nuevamente entre las armadas más importantes del mundo.

Las primeras medidas para la reconstrucción de la Armada las tomó en 1907 el gobierno de Antonio Maura (que como presidente de la Liga Marítima Española era un firme partidario de dotar a España de una Armada poderosa) y fueron obra de su Ministro de Marina, el capitán de navío José Ferrándiz, que en noviembre consiguió la aprobación por las Cortes de la Ley de reorganización de los servicios de la Armada y armamentos navales.

Tras el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) el gobierno español se declaró neutral y la Armada se limitó a tareas de vigilancia de las costas españolas.

En 1914, cuando empezó la Gran Guerra la armada apenas era una sombra de lo que había llegado a ser. Sus mejores unidades era los acorazados dreadnought España, Alfonso XIII y el pre-dreadnought Pelayo y, en construcción, el Jaime I. La armada contaba asimismo con los cruceros acorazados Carlos V, Princesa de Asturias, Cataluña, y los cruceros protegidos Río de la Plata, Extremadura, Reina Regente y, en construcción, el Victoria Eugenia, además de siete destructores: cuatro de clase Furor y tres de nueva factura de clase Bustamante, a los que se unían los cuatro cañoneros de Recalde y de la clase Álvaro de Bazán, además de otros más antiguos como el Mac-Mahón, el Infanta Isabel o el Temerario.

Por último, se inició la construcción masiva de torpederos de la clase T-1, de los que ya se habían alistado seis, junto con los más viejos torpederos Orión, Habana y Halcón, y finalmente el típico conglomerado de remolcadores, escampavías y pequeñas lanchas cañoneras. En definitiva, la armada estaba formada por los buques que no fueron hundidos en Cuba y Filipinas, bien porque sobrevivieron a los combates navales o bien debido a que formaban parte de la flota del almirante Cámara, que finalmente no intervino en el conflicto y por eso se libraron de su posible pérdida. Otros buques eran de reciente construcción gracias al Plan Ferrándiz.

Tras el final de la contienda, la República de Weimar alemana entregó a España una serie de mercantes en compensación por los buques hundidos por sus submarinos. Uno de esos mercantes, el inicialmente bautizado como España n.º 6, sería el futuro Dédalo, el primer portaaeronaves de la Armada española, que intervendría en el desembarco de Alhucemas.

En 1923, junto con la aviación de combate española, la armada llevó a cabo el primer desembarco aeronaval de la historia, el desembarco de Alhucemas durante la Guerra de Marruecos.

Durante la Segunda República Española (1931-39) la Armada se convirtió en la Marina de Guerra de la República Española. Del mismo modo que los otros dos brazos de las Fuerzas Armadas de la República Española, en la historia de la Marina de Guerra de la República se distinguen dos fases claramente diferenciadas:

La Armada republicana fue derrotada con la ayuda del Tercer Reich y la Italia Fascista. Al final de la contienda, un total de 8 unidades principales de combate republicanas habían sido hundidas; los buques superviventes fueron integrados en la armada de la España franquista. La mayoría de los documentos relativos a la Marina de Guerra de la República de España se hallan actualmente en el Archivo General de la Marina "Álvaro de Bazán".[26]

Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) pocos meses después de la finalización de la guerra civil el régimen franquista se declaró neutral y la Armada se limitó a tareas de vigilancia de las costas españolas, como ya hizo en la Primera Guerra Mundial.

El núcleo de la Armada española estaba compuesto en 1940 por un crucero pesado, cinco cruceros ligeros, una veintena de destructores y cinco submarinos. Aunque suponía una fuerza naval significativa no era ni de cerca la que necesitaba España para proteger los intereses marítimos de una nación que salía de una guerra civil, que había destruido sus recursos y recibía por mar la casi totalidad de sus importaciones. Tampoco era mejor el estado de las bases navales desde donde operaban estas naves.

De los seis cruceros, solo cuatro eran operativos: el buque insignia, el crucero pesado Canarias, el crucero ligero Navarra, el crucero ligero Almirante Cervera y el ya obsoleto Méndez Núñez. Los otros dos, el crucero Galicia y el crucero Miguel de Cervantes (ambos cruceros ligeros de la clase Cervera), se encontraban en astilleros, sin dotación, en reacondicionamiento.

En cuanto a los destructores, una cuarta parte tenían una edad que se aproximaba a los veinte años, carecían de valor militar y cumplían funciones de escuela. Los destructores eran de las clases Churruca y Alsedo. En cuanto a la clase Ceuta y la clase Teruel eran viejos destructores cedidos por Mussolini a Franco durante la Guerra Civil que ya solo servían como buques de instrucción.

Los submarinos eran muy anticuados respecto a los que desplegaban Alemania y otras grandes potencias: los C-1 Isaac Peral, C-2 y C-4 de la clase C (aptos únicamente para funciones de vigilancia de costas y escuela), además del B-2 de la clase B, que por su nula utilidad militar y su antigüedad era usado como Escuela Naval de Mecánicos de Ferrol. Como ocurría en el caso de los destructores, Mussolini también cedió submarinos, los General Mola y General Sanjurjo, de la llamada clase General Mola.

Entre los buques menores se contaba con cuatro modernos cañoneros-minadores de la clase Júpiter, tres cañoneros de la clase Cánovas del Castillo y el poco marinero transporte-cañonero Calvo Sotelo. También se contaban con seis antiguos torpederos de la clase T, dos lanchas torpederas de la clase G-5 soviética, tres antiguas de la clase MAS italiana y tres más de los primeros prototipos de la clase Schnellboot alemana, estas últimas muy problemáticas por sus motores de gasolina. A ello se sumaba la lista habitual de buques auxiliares como petroleros, transportes, aljibes, remolcadores, lanchas, patrulleras y pontones.

La Aeronáutica Naval, que en 1936 tenía aproximadamente un centenar aviones, había desaparecido en aquel mismo año por la eliminación física de sus oficiales durante los primeros compases de la Guerra Civil. Unos meses antes de la sublevación había quedado fuera de servicio el portahidroaviones Dédalo, que fue definitivamente desguazado en 1940.

La carencia de oficiales, fruto de la Guerra Civil, la escasez de repuestos y de combustible y, como consecuencia, el bajo adiestramiento de las dotaciones, reducían aún más el valor práctico de la Armada.

El 8 de septiembre de 1939, el gobierno franquista promulgó una ley que establecía la construcción de cuatro acorazados, dos cruceros pesados, doce cruceros ligeros, cincuenta y cuatro destructores, treinta y seis torpederos, cincuenta submarinos, cien lanchas torpederas, buques auxiliares, pertrechos y repuestos. Este programa nunca se llegó a efectuar por su coste astronómico y por el devenir de los acontecimientos posteriores.

El programa se basaba en la ayuda técnica que habría de recibir España, ya que su industria no estaba en condiciones de construir por sí sola buques de guerra modernos de alguna importancia. No habían hecho más que iniciarse las conversaciones con los italianos para la construcción en España de acorazados de la clase Littorio, cuando se inició la Segunda Guerra Mundial. Quedó detenido el programa naval antes de nacer y el esfuerzo industrial, sin la cooperación extranjera, se centró en la modernización de las unidades existentes y la finalización de los buques iniciados antes de la Guerra Civil.

En los primeros tiempos del Franquismo las Fuerzas Armadas Españolas estuvieron pobremente armadas y aun menos preparadas para ninguna otra acción que no fuese reprimir poblaciones (el llamado Enemigo Interior). Así los militares ensalzaban las virtudes del caballo frente a los carros de combate y el valor frente al equipamiento.[27]​ Esto fue así por propio deseo del dictador. Unos ejércitos modernos, bien formados y entrenados, requería el contacto con naciones desarrolladas y democráticas; lo que podía llegar a ser peligroso.[27]​ Durante años calaron hondo en las FF.AA. frases como la pronunciada por Franco que, ante el peligro de invasión, los españoles tenían para oponerse a los aviones, carros de combate, destructores y acorazados... el corazón y la cabeza; pero en el fondo envidiaban el equipamiento de otras naciones.[27]

Por otra parte las posibilidades de adquirir tecnología punta eran muy escasa, solo en contadas ocasiones España tenía acceso a armas y sistemas de armas relativamente modernos.[28]

Estas dos causas hacían que España contara con una Armada paupérrima.

La situación fue mejorando paulatinamente desde mediados de los años 50 cuando la presión de otros países por mantener a España aislada fue disminuyendo. Así en 1954 en la cúpula de al dictadura franquista ya se sospechaba que las naciones occidentales necesitarían de España en la Guerra Fría y les permitirían comprar armamento moderno además de préstamos económicos.[29]

Hasta los años 50, los buques de los que disponía la Armada Española tenían una tecnología similar a la de las armadas de la Segunda Guerra Mundial. Lo mismo sucedía con los aviones del Ejército del Aire Español.

El año 1953 los gobiernos de España y USA firman unos acuerdos a partir de los cuales se instalan en España, bajo pabellón español[30]​ y con algunas zonas exclusivas para cada nación, varias bases de utilización conjunta hispanonorteamericana, en las que los contactos entre militares españoles y norteamericanos fueron continuos. A raíz de esos acuerdos, se modernizan hasta 30 buques de la Armada española. Además, desde 1954, los EE. UU. prestan a la Armada española una serie de buques que, en su mayoría, deben recoger las marinos españoles en puertos USA.[31]​ Al mismo tiempo, el Ejército del Aire empieza a recibir aviones modernos. Así, en la década de los 50 recibe los Grumman Albatros, los Sabre y los T-33 entre otros,[32]​ en los años 60 es el turno de los Starfighter y de los Caribou, y en los 70 de los Phantom y F-5. Todos ellos aviones modernos en su época. La entrega de esos buques y aviones se hizo mayoritariamente en USA, donde también se impartieron los cursos de adiestramiento para capacitar a los militares españoles en el empleo de esas nuevas armas, lo que implicó estancias en USA de meses, y, en algunos casos, de más de un año.[33][34]

Estos contactos, junto a la naturaleza misma de la actividad naval y aérea, que implica el contacto con el exterior, hizo que aviadores y marinos españoles adquiriesen un buen nivel tecnológico y se convenciesen de que las programaciones y planes a largo plazo eran una necesidad.[35]

Así, en la Armada, el año 1964, nace el PLANGENAR,[36]​ que fue vigente hasta mediados de los 80, tras su última revisión de 1976. Gracias a ese plan, a principios de los 80, la Armada Española disponía de unidades modernas y esperaba recibir en poco tiempo un nuevo portaaviones, tres nuevas fragatas y cuatro nuevos submarinos.

Concluida la Transición, el año 1978, la Armada Española estaba formada por las siguientes unidades modernas:[37]

Además, en el PLANGENAR de la Armada de 1977, estaba prevista la construcción de:

Junto a estos buques modernos, la Armada contaba con 3 unidades con menos de 20 años, que eran los dos destructores tipo Roger de Lauria y una de las corbetas tipo Atrevida.

Los demás naves de la Armada contaban con 35 años o menos desde su botadura, es decir, estaban dentro de su ciclo de vida útil, salvo 4 de los 5 tipo Lepanto, los dos tipo Liniers, el Pinzón.

Los buques anfibios eran del 44, 45, 52 y 53 salvo en el caso de los tipo Edic. las BDK, que eran del 66.

Los dragaminas y cazaminas tenían entre 18 y 25 años.

Ya en 1977, al revisarse la segunda fase del programa naval, en el PLANGENAR, la Armada considera la necesidad de nuevos escoltas para acompañar al Príncipe de Asturias, por lo que se decide la construcción de tres fragatas tipo Santa María. Posteriormente se decidió la construcción de una cuarta fragata. Juntos, el Príncipe de Asturias y las fragatas clase Santa María, formaron el Grupo Alfa a finales de los años 80.

Pero 15 años después, a principios de los 90, la situación de la Armada era mucho peor. Los que el 78 eran buques modernos, ya habían sobrepasado la mitad de su vida operativa. Ya no había destructores, los buques anfibios habían sido sustituidos por otros también de segunda mano, y la mayoría de las unidades contaban con más de 20 años. Para sustituir las bajas, la Armada solo había recibido el Príncipe de Asturias, las fragatas tipo Santa María, los submarinos y algunas pocas unidades más. Por lo que diseñó un plan posibilista para ser dotada de los medios considerados necesarios hasta el primer tercio del siglo XXI. Este plan sustituía al obsoleto PLANGENAR de 1977 y se llamó Plan ALTAMAR.

Como continuación del PLANGENAR de la Armada de 1977, y para sustituir los viejos destructores, dragaminas y buques anfibios, se desarrolló el Plan ALTAMAR. [7]

Los objetivos de este plan era:

De esta forma las líneas de la ejecución fueron las siguientes:

Pero la realidad demostró que la situación económica española daba para mucho más de lo presupuestado. Más aún la situación política, que tuvo que enfrentarse al problema de dar carga de trabajo a los astilleros. Por último los acontecimientos y acuerdos políticos y de otra índole hicieron que la ejecución del Plan, si bien es cierto que en algunos apartados fue recortada, casi llegara a duplicar lo planificado inicialmente y dio como resultado una Armada moderna que está considerada por algunos estudios entre las 10 primeras del mundo por potencial y proyección.[41]

Véase: Armada_Española#La_Armada_en_el_siglo_XXI



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