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Historia del pensamiento



La historia de las ideas es una rama especial de la historiografía que estudia la determinación y evolución de las ideas expresadas o reconstruibles a través de las distintas producciones culturales. Si bien la historia de las ideas es relativa en general a disciplinas y ciencias, religiones y creencias, es de reconocer que ha disfrutado especialmente de fuerte desarrollo en las modalidades de historia de las ideas estéticas, campo en el que irrumpe durante el último cuarto del siglo XIX por obra de Marcelino Menéndez Pelayo,[1]​ e historia de las ideas políticas.

Habitualmente se reconoce a la "historia de las ideas" un parentesco metodológico con la literatura comparada y, en general, la comparatística. En cualquier caso, la historia de las ideas no debe confundirse con la historia del pensamiento ni tampoco con la historia de la cultura,[2]​ aunque sin duda contribuye decisivamente a éstas y, en tanto que especificación cualificada según sus particularizaciones de sentido disciplinar, también evidentemente contribuye a la historia de las ciencias y diversos ámbitos del saber.

Cabe afirmar como campos de estudio frecuentemente relativos a la historia de las ideas tanto la historia de la filosofía, la filosofía de la historia y la historia de la ciencia como la historia del arte, la historia de la literatura o la historia de las religiones, al igual que la ética, la antropología cultural, la estética, la musicología, la poética, la retórica, la gramática o la lingüística, entre las ciencias humanas, o la jurisprudencia, la historia de las instituciones, la sociología del conocimiento y la economía, entre las ciencias sociales.

La especificación y construcción ejemplar primera del género intelectual de la "Historia de las Ideas" nace como "Historia de las Ideas Estéticas" en 1883,[3]​ gracias a la obra de Marcelino Menéndez Pelayo de ese título,[4]​ la cual incluye en su preliminar un verdadero programa que define este género intelectual de manera estricta, precisa y extraordinariamente abarcadora en sus términos:

"1º Las disquisiciones metafísicas de los filósofos españoles acerca de la belleza y su idea. 2º Lo que especularon los místicos acerca de la belleza en Dios, considerándola principalmente como objeto amable, de donde resulta que no podemos separar siempre en ellos la doctrina de la belleza de la doctrina del amor, que llamaremos, siguiendo a León Hebreo, Philographia, y que, rigurosamente hablando, corresponde a la filosofía de la voluntad, y no a la del entendimiento ni a la de la sensibilidad, que son las facultades que principalmente intervienen en la contemplación y estimación o juicio de lo bello. 3º Las indicaciones acerca del arte en general, esparcidas en nuestros filósofos y en otros autores de muy desemejante índole. 4º Todo lo que contienen de propiamente estético, y no de mecánico y práctico, los tratados de cada una de las artes, verbigracia, las Poéticas y las Retóricas, los libros de música, de pintura y de arquitectura, etc., etc. 5º Las ideas que los artistas mismos, y principalmente los artistas literarios, han profesado acerca de su arte, exponiéndolas en los prólogos o en el cuerpo mismo de sus libros" (Historia de las Ideas Estéticas en España).[5]

En el siglo XX el historiador norteamericano Arthur O. Lovejoy (1873-1962) se sirvió restringidamente de la fórmula "historia de las ideas" a fin de designar ciertos argumentos filosóficos, sobre todo relativos a "la gran cadena del ser", estudiados mediante pequeñas monografías que luego acumuló en una obra de conjunto. También llegó a crear un History of Ideas Club en la Johns Hopkins University, donde fue profesor de historia entre 1910 y 1939. Allí difundió este concepto entre alumnos y colegas como Leo Spitzer, con los cuales mantuvo extensos debates. Por otra parte, en Ideología y utopía (1927) el sociólogo Karl Mannheim distinguía entre la historia de las ideas y la historia materialista de tipo marxista, reactualizando así la oposición idealismo / materialismo y privilegiando el último término de esta oposición. Representante del historicismo alemán, Mannheim acepta concebir una historia de las ideas a condición de que estas sean expuestas en su contexto sociohistórico de emergencia. Habla pues no tanto de relativismo, sino de relacionismo, esto es, de la necesidad para el historiador de poner las ideas en relación con lo que las vuelve posibles, frente al atomismo y abuso documental del positivismo. Dentro de esta óptica, la historia no está comprendida en términos de continuidad, sino más bien en función de cambios, de transformaciones, de renovaciones o de desarrollos que siguen los datos espaciotemporales de los objetos estudiados.

Este proyecto de una historia de las ideas será seguido -desde una óptica diferente— por Michel Foucault, quien afirmaba, como el referido Paul Veyne, que "la historia de las ideas comienza verdaderamente cuando se ha de tener en cuenta del carácter múltiple de la 'verdad' a través de la historia". Las ideas varían en función de las culturas y, para darse asumir esto, es preciso levantar acta de los efectos de ruptura, de la historia, de las diversas maneras de pensar de los actores y de las variaciones semánticas del pensar de los actores y del lenguaje, todo lo cual impide concebir una historia de las ideas de carácter homogéneo y continuo.

Al tiempo y tras la crisis de la historiografía de la segunda mitad del siglo XX, y recuperada, al menos parcialmente, de una parte, la historia de las instituciones y, de otra, la historia cultural, se ha establecido una serie de sectores de innovación historiográfica entre los cuales, y con diferente grado de relación con la "Historia de las Ideas", son de señalar, cuando menos, la historia de las mentalidades, la historia intelectual o la "semántica histórica", llamada preferentemente historia conceptual o historia de los conceptos (Begriffsgeschichte), representada notablemente por Reinhart Koselleck, Quentin Skinner, J. G. A. Pocock, Christopher Hill y, en sus últimos trabajos, Jean Starobinski. Por otra parte, se han ejercido distinciones regionales, por así decir, como es el caso notable de la microhistoria, la historia material y la historia oral. Asimismo, cabría considerar, en el ámbito de las ciencias sociales, la historia del pensamiento económico o la historia del pensamiento evolucionista.

Diríase que junto a todo ello, dentro de un contexto historiográfico apreciablemente enriquecido, la "Historia de las Ideas" mantiene su tradicional especificidad, que le otorga sentido insustituible y en la actualidad continúa produciendo en Europa novedosas aportaciones, quizás sobre todo en Italia.

Pueden encontrarse esbozos de historia de las ideas en Aristóteles, que poseía un fino sentido crítico para clasificar la importancia de sus fuentes, o en historiadores posteriores como notablemente Ibn Jaldún en el siglo XIV. Su Historia universal revela unos enormes conocimientos y una inusual capacidad para desarrollar teorías generales que explican siglos de evolución social y política. Fue el único historiador musulmán de su época que sugirió razones económicas y sociales para el cambio histórico, pero su trabajo, ampliamente leído y copiado, no tuvo una influencia real hasta el siglo XIX. Muy diversos sectores y escuelas del pensamiento europeo pueden reclamar posiciones de hecho en establecimientos determinables como de Historia de las ideas, así notablemente por ejemplo, la Escuela de Salamanca, no ya en lo relativo a problemas teológicos y morales sino políticos y económicos. Sea de recordar por otra parte, que la primera persona que escribió una historia completa de China desde sus orígenes fue Sima Qian, que redactó su Shiji (Memorias históricas) durante el gobierno de la dinastía Han. Esta obra incluye datos tabulados, ensayos sobre cuestiones actuales de la época y biografías de personajes destacados. Si en la tradición occidental corresponde al humanismo el mayor núcleo y permanente corriente de creación de ideas clave de la civilización occidental, en la tradición asiática esta función ha estado desempeñada por el confucianismo.

El descubrimiento de América provocó una nueva proliferación de ideas cuya visión del mundo supuso una amplia conmoción y debate en torno a lo que era el ser humano y los modos de ser del mismo que es patente en escritores como Montaigne. La Ciencia nueva del genial profesor de Retórica napolitano Giambattista Vico no sólo concibió una original teoría espiral de la historia según la cual esta se desarrolla a través de la sucesión cíclica de tres etapas (divina, heroica y humana) sino que contribuyó además al vuelco de las ideas de fondo sobre el lenguaje y la poesía en un sentido que sería decisivo para la época romántica. El contraste entre diversas ideas constituyó algo fundamental en Montesquieu y escritores de la Ilustración como Voltaire. Recuperó la tradición historiográfica literaria a la que se añade la excitación de su provocativo racionalismo e ignoró el interés clásico por la historia política incluyendo todas las facetas de la civilización en una historiografía de profundo carácter intelectual, despreocupándose del detalle erudito. Otros ilustrados diversos como David Hume o Jean Antoine Condorcet, continuaron esa concepción filosófica de la historia y la evaluación indiferente de las evidencias. Edward Gibbon escribió con esa inspiración su Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano (1776-1788). La Escuela Universalista Española del siglo XVIII desplegó un semillero enciclopédico de ideas científicas, humanísticas, musicológicas y filológicas, especialmente en Italia, también en América. Hegel, es bien sabido, influyó poderosamente en la creación de una conciencia de progreso histórico por medio de su dialéctica de proyección histórica. Su discípulo Karl Marx (1818-1883) creó una influyente doctrina y teoría social, económica y política indisolublemente unida al socialismo y al comunismo, que ha dado en llamarse marxismo. Marx develó las leyes inherentes al desarrollo del capitalismo. La teoría científica sostiene que cada época histórica se caracteriza por un modo de producción específico que se correspondía con el sistema de poder establecido y, por lo tanto, con una clase dirigente opresora -explotadora del trabajo de la clase oprimida- en lucha contra una clase oprimida -explotada- a la cual la clase opresora la explota durante la producción material y la oprime espiritualmente (ideológicamente). Ejemplos: En la edad esclavista la clase que dirige el estado (maquinaria de explotación de una clase sobre otra) es la esclavista y la clase oprimida y explotada es la esclava; en el Feudalismo, el Señor -explotador-y el siervo -explotado-. Esa forma en grandes rasgos de comprender la historia es conocida como materialismo histórico, tuvo gran tendencia al mecanicismo e incluso a una bien reconocida superficialidad creciente, y ello en coincidencia con la época del estructural-formalismo, con el cual puede decirse que compartió un proyecto de división del trabajo. Pero también es cierto que en estos campos se produjo hasta bien avanzado el último tercio del siglo XX, mediante la aplicación de criterios cientificistas, dogmáticos y de ortodoxia la mayor anulación del estilo, versatilidad y penetración más característicos de la Historia de las Ideas.

Con la obra e influencia de Leopold von Ranke, creador del Positivismo en Historia, esta disciplina había alcanzado identidad académica independiente, dotada de propio método crítico y universalmente reconocido. Ranke insistió en una desapasionada objetividad como punto de vista propio del historiador, e hizo de la consulta de las fuentes contemporáneas una ley de la reconstrucción histórica. Progresó de forma sustancial en la crítica de las fuentes, más allá de los logros de los especialistas en antigüedades, al tener en consideración las circunstancias históricas del escritor que se convirtieron en la clave para evaluar los documentos. Esta combinación de la objetividad del historiador (al menos como ideal) con la aguda observación de que todos los historiadores son producto de su tiempo y entorno, y que por tanto sus relatos son necesariamente subjetivos, auguraba la ruptura de la conexión de la historiografía clásica con el arte literario, de carácter intuitivo, y la alineaba con la moderna investigación científica. Pero la mayor riqueza y contribución a un orden de cosas favorable a lo que llegaría a ser la Historia de las Ideas corresponde sin duda a la obra y el pensamiento de Jacob Burckhardt, fundamentador de la historia cultural y otras muchas cosas más tarde rentabilizadas. François Guizot trabajó propiamente la historia de las civilizaciones. Por su parte, la epistemología de las Ciencias humanas como Ciencias del espíritu, al igual que la Hermenéutica, encuentran en la obra de Dilthey su proyección más vinculable a la Historia de las Ideas. El positivismo, pero curiosamente arraigado en el mejor humanismo tradicional, se instaló en España con la obra de Marcelino Menéndez Pelayo, memorable y decisivo por casi todas sus obras, allegable a terrenos característicos del pensamiento ideológico en su juvenil, monumental y beligerante Historia de los heterodoxos españoles, maduro en Los orígenes de la novela y, sobre todo, su original y fundacional Historia de las Ideas Estéticas en España (1883-1889).

Quepa recordar la notable influencia de Oswald Spengler mediante La decadencia de occidente. Bosquejo de una morfología de la historia universal (editada por primera vez en España en 1923 traducida por Manuel García Morente), la cual explica que Occidente no lo es todo y, además, se acaba. La historia estaría habitada por seres/culturas que nacen, crecen, se multiplican y mueren. Otro gran ejemplo, que al menos parcialmente puede ser considerado entre los historiadores de las ideas es el historiógrafo británico Arnold Joseph Toynbee en sus doce volúmenes A study of history o Estudio de la historia (1934-1961), donde se define la filosofía de la historia como el análisis del desarrollo y declive cíclico de las civilizaciones. Pero su método de trabajo es en exclusiva historiográfico.

A veces se han tomado en cuenta dos dimensiones explicativas para abordar las diversas corrientes de pensamientos a principios del siglo XX. Durante esos años, los pensadores y los movimientos intelectuales eran con frecuencia objeto de estudio de las denominadas “historias del pensamiento” y las “historias de la filosofía”.[6]

En el primer caso, se planteaba un enfoque que establecía una estrecha relación entre los pensadores “clásicos” y sus producciones textuales más representativas. Esta operación proporcionaba al investigador la posibilidad de analizar un corpus bibliográfico identificando y examinando los contenidos o temáticas centrales latentes en los pensadores a través de sus escritos más destacados. En general, se establecía una línea que se dedicaba a realizar una exégesis de las obras principales. Estos textos en alguna medida constituían una herencia en el pensamiento moderno porque, entre otras cuestiones, estos sistemas de ideas se traslucían en los diseños políticos e institucionales actuales. Tal maniobra analítica dejaba de lado el contexto social de producción de los textos. Estos sólo se analizaban en cuanto que constituían un “canon” que bajo el rótulo de “textos clásicos” interesaban a la luz que posibilitaban la comprensión y el establecimiento de una continuidad temporal con el presente.[7]

Las historias de la filosofía, en cambio, accedían al estudio de las ideas a través de los sistemas, escuelas o movimientos; así, por ejemplo, estudiaba el idealismo alemán, al racionalismo francés, al empirismo inglés, y no a Hegel, Descartes o Locke. La desventaja de tal enfoque radicaba en concebir a estos movimientos filosóficos como irreductibles, cerrados en sí mismos, sin conexiones posibles, colocaban en segundo plano los rasgos del contexto social y la articulación entre una determinada corriente intelectual y la cultura que lo daba a nacer.

Contra estas dos visiones tradicionales se dieron dos reacciones que pusieron en evidencia la ausencia del componente histórico y social en el análisis de los pensamientos. La primera se originó en el continente americano, y tomó como nombre History of ideas, fue impulsada principalmente por Arthur Lovejoy. La segunda, apareció en Europa continental, Francia, y se denominó Historie des mentalités, originada en los estudios de la Escuela de los Annales, a partir de las líneas de investigación que impulsaron los trabajos pioneros de Lucien Febvre y Marc Bloch[8]

Según Lovejoy “El estudio de la historia de las ideas no necesita justificarse a sí mismo sobre la base de sus potenciales servicios —grandes, por cierto— a los estudios históricos bajo otros nombres. Tiene su propia razón de ser. No es meramente auxiliar de otros estudios, sino que otros estudios son, más bien, auxiliares suyos. Conocer, tan ampliamente como sea posible, los pensamientos que los hombres han tenido sobre temas que les concernían; determinar cómo estos pensamientos han surgido, se han combinado, interactuado o neutralizado a otros, y cómo se han relacionado diversamente con la imaginación, las emociones y el comportamiento de quienes los han tenido: en el conjunto de esa rama del conocimiento que llamamos historia, esto no es sino una parte esencial, es más, su parte central y más vital”[9]

En la segunda mitad del siglo XX, los historiadores se acercaron crecientemente las ciencias sociales como la Sociología, la Psicología, la Antropología y la Economía y a nuevos métodos y sistemas explicativos. Se ha matematizado en los estudios económicos y demográficos. La ya perdida influencia de las teorías marxistas sobre el desarrollo económico y social fue muy relevante al igual que la aplicación de la teoría del Psicoanálisis a la historia. Por otra parte se reconsideran las relaciones entre la literatura y la historia. Como una derivación del viejo Marxismo, el Materialismo cultural incidió en el campo de la Antropología. También la Historia del Pensamiento Social o Historia social contribuyó, principalmente desde algunos ámbitos académicos, al corpus de doctrinas producido y recopilado a lo largo de la historia de la humanidad, básicamente como un saber científico acumulado.

Entre los más genuinos representantes de la "Historia de las ideas políticas" se encuentran Isaiah Berlin, Mark Bevir, Pierre-André Taguieff, Marc Crapez, Andreas Dorschel... Por otro lado, parte de las obras de Stephen Toulmin, Allan Janik y June Goodfield pueden entenderse como propias de historiadores de las ideas.

Tras Marcelino Menéndez Pelayo, creador de la disciplina desde el ámbito de la Estética, y tras las Ideas y creencias de Ortega y Gasset en 1940, así como la importante Revista de Ideas Estéticas (1943-1979),[10]​ otros autores también contribuyeron notablemente al despliegue de esta metodología en el siglo XX español. Entre ellos, en primer lugar el kantiano Manuel García Morente, el historiador y crítico literario Américo Castro, y con mayor o menor dedicación, pero siempre significativa, el arabista Julián Ribera, el crítico literario y de la cultura Pedro Sáinz Rodríguez, el antropólogo Julio Caro Baroja, el historiador social José Antonio Maravall, el crítico de arte José Camón Aznar,[11]​ o José Luis López Aranguren y parte de su escuela, el historiador de las ideas lingüísticas Lázaro Carreter, el poeta y crítico José María Valverde, el hispanista Ciriaco Morón Arroyo, el historiador Francisco Márquez Villanueva... Entre los discípulos de Luis Diez del Corral (1911-1998) es de recordar al liberal Dalmacio Negro Pavón, cuya obra penetra en el siglo XXI.

El ámbito hispanoamericano produjo, en coincidencia con el final de la guerra civil española, un notable arraigo y expansión de la Historia de las Ideas, sobre todo en los campos del pensamiento filosófico y de las teorías políticas. Este género historiográfico sirvió tanto para elevar las posibilidades de una naciente y renovadora versatilidad intelectual como para discernir y subrayar un modo característico del pensamiento hispánico, no proclive al sistema. Argentina y México, primeramente, pero también Colombia y Uruguay e incluso Venezuela, son sin duda los focos principales, pero sin olvidar el hecho de la itinerancia de algunos autores importantes, como es el caso de Pedro Henríquez Ureña, mentor intelectual de varias generaciones americanas.

En Argentina especialmente, entre los más destacados cultivadores de la disciplina deben ser recordados, en primer lugar el español emigrado Francisco Romero, Alejandro Korn, que dio nombre a una cátedra de Historia de las Ideas, José Luis Romero y, por otra parte, la filóloga María Rosa Lida. Pero también con gran relevancia han de ser tenidos en cuenta Arturo Andrés Roig y el uruguayo Arturo Ardao. Con posterioridad, Alberto Guerberof y Oscar Terán, ambos vinculados al pensamiento socialista y fallecidos en 2008.

En México se encuentra sin duda junto a Argentina la mayor producción hispanoamericana en este campo. Es de considerar, en primer término, a Alfonso Reyes, así como al exiliado español José Gaos y su "Seminario de Historia de las Ideas" en El Colegio de México, pero también a Silvio Zavala, la escuela de los antropólogos, el español transterrado Eduardo Nicol, el filósofo Samuel Ramos, los historiadores Ángel María Garibay y Edmundo O'Gorman, o Leopoldo Zea, director del Instituto Panamericano, y Luis Villoro (1922-2014), que ha hecho la crónica y bibliografía de todo ello.

En Cuba es de subrayar al poeta y pensador José Lezama Lima (1910-1976), autor de La Expresión Americana, en materia estética y literaria, ejemplo mayor de entre otros neobarrocos, como el sobre todo novelista Alejo Carpentier, o Severo Sarduy, ya de una generación posterior.

En Puerto Rico es de destacar la obra del emigrado austriaco, dramaturgo, profesor de filosofía e historiador de las ideas en lengua española Ludwig Schajowicz (1910-2003).



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