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Imperio romano tardío



La decadencia y caída del Imperio romano es un concepto historiográfico que hace referencia a las transformaciones operadas durante la Crisis del siglo III y el Bajo Imperio romano, que a partir de 395 condujeron a un rápido deterioro del poder romano, y al hundimiento del Imperio de Occidente, cuyo último emperador efectivo, Rómulo Augústulo, fue depuesto por el caudillo hérulo Odoacro, empleado al servicio de Roma.

La decadencia y caída del Imperio romano es una de las cuestiones más debatidas y estudiadas de la Historia. Es considerada por algunos como "el mayor enigma de todos", y ha sido uno de los ejes del discurso histórico clásico desde san Agustín de Hipona. La ruina de la “Roma eterna” ha perdurado como el paradigma por excelencia del agotamiento y muerte de las civilizaciones, una caducidad mundana interpretada como el precedente y anuncio del fin del mundo o, al menos, de la civilización occidental. Los siglos XX y XXI han visto multiplicarse el interés por este problema histórico, debido probablemente al hecho de que la civilización contemporánea tiene muchos rasgos comunes con la de la Antigüedad Tardía, y a que la cultura occidental está en un período de transición, como la Roma de los siglos III y IV.[1]

La historiografía ha oscilado entre una interpretación minimalista (la interrupción de la serie de emperadores en la parte occidental del Imperio) y una maximalista (el hundimiento de una civilización y el quiebro de una historia del mundo dividida en dos etapas: una antigua-pagana y otra moderna-cristiana). De igual modo, de un extremo al otro del espectro de teorías propuestas, se ha considerado el proceso como una larga transformación debida a fenómenos endógenos (la "decadencia") o un derrumbamiento repentino por causas fundamentalmente exógenas (la "caída"). En concreto, el término decadencia y caída hace referencia a la obra maestra del historiador inglés Edward Gibbon, quien, sin ser el primero en abordar el tema, en el siglo XVIII renovó la ciencia historiográfica por medio de su análisis del período tardo-romano, asumiendo una postura a medio camino entre las endógenas y las exógenas.

En la actualidad predominan las teorías exógenas menos dramáticas, aunque sin restar importancia a los problemas internos y las consecuencias que produjo la irrupción de los germanos en el Imperio. Esta concepción continuista defiende la pervivencia hasta época carolingia -a pesar de las invasiones y violencias- de las estructuras político-económicas fundamentales y de la concepción del poder del mundo tardorromano. Ya sugerida por el célebre historiador belga Henri Pirenne, esta corriente continuista tendría su mayor exponente en Walter Goffart, de la Universidad de Toronto, hasta cierto punto en autores como el británico Peter Heather, y en su caso más extremo en la muy criticada corriente fiscalista del francés Jean Durliat. Un ejemplo serían las palabras del profesor Gonzalo Fernández Hernández, de la Universidad de Zaragoza:

Por otra parte, sigue habiendo quienes defienden una visión más "catastrofista" y acorde a la concepción tradicional de este problema histórico, tal es el caso del arqueólogo británico Bryan Ward-Perkins. De igual modo, hay diferencias entre quienes ponen el acento en el carácter romanista endógeno de las transformaciones (como Goffart), y quienes por el contrario apuntan hacia el carácter germanista exógeno (como el austriaco Walter Pohl).

El historiador francés Marc Bloch, miembro de la Escuela de los Annales, defendía que «todo libro de historia digno de este nombre debería incluir un capítulo o, si se prefiere, insertar en los puntos esenciales del desarrollo, una serie de párrafos titulados “¿Cómo puedo saber lo que voy a decir?”».[3]​ En este sentido, y dado que la Historia se redacta basándose en fuentes susceptibles de interpretación, la veracidad y fiabilidad de éstas han de ser analizadas previamente. En este sentido, los historiadores actuales consideran que el fallo metodológico más grave de las sucesivas corrientes historiográficas ha radicado precisamente en esta falta de análisis de las fuentes históricas.

En abierta contraposición respecto al siglo III, las fuentes disponibles para el período del siglo IV en adelante son extremadamente ricas y variadas, tal que sobrepasan incluso a la época de Cicerón, y hace de este uno de los períodos mejor documentados de la historia romana, a pesar de la pérdida de algunos textos como, por ejemplo, la Enmannsche Kaisergeschichte. Desgraciadamente, la historia romana es ante todo una historiografía limitada a lo político y lo militar, una historia fundamentalmente narrativa. Es decir, composiciones integradas por afirmaciones factuales, sosteniéndose cada hecho enunciado en otro, y el conjunto aparece como una red de unidades enunciativas cohesionadas entre sí.

Además de las obras de estricto carácter historiográfico (Amiano Marcelino, Aurelio Víctor, Zósimo, Hidacio, Jordanes, etc.), lírico (Panegíricos latinos, Rutilio Namaciano), epistolar (Símaco, Sidonio Apolinar) o biográfico (hagiografías varias), por añadidura, es esta la época de los grandes autores cristianos, tanto latinos (Jerónimo, Ambrosio, Agustín, Salviano de Marsella) como griegos (Basilio de Cesárea, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo). Todos ellos son continuadores de la tradición clásica, y por lo general también son de igual modo tendenciosos. Las obras tanto de paganos como de cristianos tienen intencionalidades manifiestas, y dan lugar a interpretaciones muy variadas.

La Historia de Occidente ha sido construida y redactada con documentos. El redactar una historia crítica supone la existencia de documentos neutros, cuya meta primitiva no haya sido la información histórica. Con respecto al período republicano, el Bajo Imperio presenta una inmensa cantidad de material, aunque la epigrafía sea mucho menor que la altoimperial.

El panorama administrativo puede seguirse a través de los pocos documentos conservados de la alta administración imperial: el Laterculus Veronensis y el Laterculus de Polemio Silvio, ambos listas de provincias del Imperio ordenadas por diócesis; las inscripciones honoríficas ordenadas por los gobernadores provinciales, que recogen nombres, títulos, cargos y fechas; y la Notitia Dignitatum, un registro de cargos, oficiales, subalternos y unidades militares a disposición de la administración central y provincial distribuidos por ambas partes del Imperio.

El Codex Theodosianus y el Corpus Iuris Civilis, las recopilaciones legislativas de los emperadores Teodosio II (408-50) y Justiniano (518-65) representan un sumario precioso del material jurídico de la época imperial, al igual que la epigrafía que contienen leyes imperiales, edictos, decretos, cartas, diplomas militares (decretos de baja), decretos senatoriales, inscripciones de municipios, de colegios, inscripciones privadas, etc.

Un importante material documental se puede encontrar también en los papiros egipcios de la época imperial, en especial los procedentes de Oxirrinco; aunque la inmensa mayoría se refieren solo a su zona de localización y no son extrapolables, entre ellos se ha hallado documentos de gran importancia, como por ejemplo una copia de la Constitutio Antoniniana de Caracalla.

Las monedas constituyen otra fuente original muy importante.[4]

La reciente incorporación de la arqueología ha permitido desterrar varios mitos asentados en la historiografía tardorromana. La gran crisis del siglo III se superó con una rapidez asombrosa en el siglo IV, que fue un período no de decadencia, sino de recuperación generalizada e incluso de gran prosperidad en algunas zonas, a pesar de los problemas del latifundismo, la presión fiscal, la inflación o la polarización social. Las invasiones germánicas, sin dejar de ser violentas y traumáticas, no lo fueron tanto como para destruir la civilización romana. Y si bien se puede decir que iniciaron un proceso de decadencia del Mundo Antiguo, éste no se inició realmente hasta el siglo VI.

La arqueología demuestra además que los pueblos germánicos eran completamente sedentarios:

Otro aspecto de capital importancia evidenciado por el registro arqueológico es que la "Decadencia y caída" no fue un fenómeno homogéneo y común a todo el Imperio. Algunas regiones efectivamente declinaron, pero otras no. Hispania, la Galia, Iliria, Grecia y las zonas del limes danubiano, escenario de numerosos conflictos, fueron los territorios más afectados por las guerras entre romanos y por las invasiones bárbaras. En Italia, tras los saqueos de Alarico y Atila, hay una continuidad hasta el siglo VI, alcanzando la cúspide de su prosperidad con Teodorico, para decaer y no recuperarse hasta la Plena Edad Media, a causa de la Guerra Gótica y las invasiones lombardas.

Un hito de gran importancia es que las excavaciones patrocinadas por la Unesco en el norte de África han revelado la pervivencia de la prosperidad africana durante la ocupación vándala, y un verdadero "renacimiento bizantino" tras las dificultades del reinado de Justiniano, alcanzando un nivel de prosperidad comparable al de comienzos del siglo V, para ser definitivamente arrasado por la invasión musulmana, que fue extremadamente cruenta en la zona y que en el transcurso de cuarenta años de luchas destruyó todas las grandes ciudades (Cartago, Susa, Hadrumeto, Hipona, Leptis, etc.).

Otro tanto ocurriría en las islas mediterráneas, en especial Sicilia, que a pesar de la irrupción de los vándalos se mantuvo prácticamente al margen de toda invasión hasta la llegada de los musulmanes. Las excavaciones revelan por último que Siria y Palestina alcanzaron probablemente su máxima prosperidad en los siglos V y VI, pese a los terremotos y a las devastaciones de Cosroes I en el reinado de Justiniano; esta prosperidad se mantuvo hasta el siglo VII, decayendo con rapidez a causa de las invasiones persas.

La versión tradicional del final del mundo antiguo fue que la desintegración política y militar del poder romano en Occidente acarreó la ruina de su civilización. Desde San Agustín hasta el siglo XXI ha predominado la idea de que las culturas ofrecen una evolución similar a la de los seres vivos, y que la decadencia es su fase final. Esta visión tuvo su origen en el siglo XVIII. Hasta entonces el absolutismo político y el Cristianismo del Bajo Imperio habían sido valorados positivamente, pero con los nuevos vientos ilustrados, comenzó a valorarse de manera peyorativa, surgiendo la idea de la decadencia.

Edward Gibbon y su monumental History of the decline and fall of the Roman Empire recibieron de la historiografía anterior un legado muy mediatizado por la religión, puesta en tela de juicio por los filósofos ilustrados. En este panorama de profunda revisión, Gibbon hizo suya la exposición de principios de Tácito, y desarrolló su monumental obra partiendo de la idea de moda en ese momento, ya adelantada por Montesquieu en sus Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence (París, 1734): que la pérdida de la "virtud republicana" fue causa fundamental de la decadencia del Imperio. Gibbon plantea que tras la Edad de Oro racionalista de los Ulpio-Aelios (para él "los Antoninos") se inicia la decadencia, el inicio del triunfo de lo bárbaro y lo cristiano, el momento en el que la irracionalidad ocupa el poder. El historiador italiano Arnaldo Momigliano[6]​ indicaba que lo novedoso de Gibbon no fueron sus ideas políticas, morales o religiosas, que son las mismas de Voltaire, sino que supo comprender el importante papel de los hechos en la Historia y supo ordenarlos y valorarlos, realizando la primera historia moderna, y en eso radica su importancia y la fuerza con que ha calado en toda la historiografía posterior.

La visión de Gibbon, probablemente el historiador más influyente de todos los tiempos.[7][8]​ fue compartida por los grandes historiadores positivistas del siglo XIX como Jacob Burckhardt u Otto Seeck. Entre las obras del primero se destaca Die Zeit Constantins des Großen (Basilea, 1853), donde abundaba en la idea de la decadencia como un envejecimiento social reflejado en la creencia en la inmortalidad y la vida ultraterrena, que desintegró la civilización clásica.

En general, hasta los últimos decenios del siglo XX se mantuvo la visión que de este periodo había establecido Gibbon, principalmente de la mano de Mikhail Rostovtzeff, y su influyente Social and Economic History of the Roman Empire (Oxford, 1926). Este historiador ruso realizó la primera explicación sistemática de la crisis bajoimperial, con una metodología concreta pero muy condicionada por sus experiencias personales (la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa). Rostovtzeff mantuvo el mismo esquema establecido por Gibbon, pero cambiando las religiosas por las económicas.

De la mano de Rostovzeff se retomó a Max Weber, estudiándose los fenómenos económicos que serán seguidos fundamentalmente por la historiografía marxista. Siguiendo esta tendencia, a lo largo del siglo se ahondó en aspectos más concretos, pero sin cuestionar la tesis "decadentista".

Otros importantes historiadores retomarán las ideas de la "barbarización del imperio", como Franz Altheim, con su obra Die Soldatenkaiser. Todos ellos mantienen el mismo concepto de fondo iniciado por Gibbon que llevaría a otro importante historiador como André Piganiol a decir que "la civilización romana no ha muerto de muerte natural. Ha sido asesinada". En general, los rasgos más importantes de la teoría tradicional de la "decadencia del Imperio romano" pueden resumirse en 7 puntos:

En 1956 el arqueólogo, epigrafista e historiador del arte Henri Marrou publicó un artículo de capital importancia titulado «La décadence de l’Antiquité classique». En él consideraba que los historiadores, él mismo incluido, habían subestimado la Antigüedad Tardía al considerarla mero periodo intermedio entre el clasicismo antiguo y su recuperación renacentista. El error habría sido de partida y metodológico, ya que humanistas e ilustrados habían utilizado con parcialidad el concepto de decadencia en defensa de sus opiniones e intereses. El concepto de "decadencia" implica necesariamente un juicio de valor que sustenta toda una filosofía de la historia: humanistas e ilustrados pretendían "disipar las tinieblas de la Edad Oscura", para redescubrir una antigüedad pretendidamente luminosa, la existente hasta la muerte de Marco Aurelio. El Bajo Imperio, con el triunfo del cristianismo y el absolutismo, era desdeñado por los prejuicios ilustrados como un período de «barbarie», «tiranía» y «superstición».

Marrou consideraba que los historiadores debían evitar caer en esos prejuicios y renovar su metodología. El Imperio Tardío no era en nada inferior al de Augusto o los Antoninos. Su cultura y modelo de civilización no eran decadentes ni reproducían, sin comprenderlos, los esquemas del Alto Imperio. Además, estaban produciendo nuevos modelos, es decir, que la época mostraba originalidad.

A la luz de los nuevos estudios, la historiografía piensa actualmente que existió una crisis importante, pero matizada y condicionada a zonas geográficas concretas, de las cuales todavía queda mucho por determinar.

Ya desde el siglo XIX, algunos historiadores pensaron que el término "caída" no era el término apropiado para el período que posteriormente sería bautizado como Antigüedad tardía, predominando actualmente la idea de cambio y evolución desde el modelo de sociedad de la Roma altoimperial a la plenamente medieval.

El pionero del moderno continuismo fue Fustel de Coulanges (Institutions politiques de l'ancienne France. I-VI vols; París, 1874), que consideraba que los bárbaros no serían destructores del mundo antiguo, sino que dieron un nuevo rumbo a un proceso de transformación del mundo romano que ya estaba en marcha. Encontró una gran variedad de pervivencias posteriores, observando que las instituciones tardorromanas estaban muy cerca de las similares de merovingios y carlovingios, y que las fuerzas de integración social actuaban de igual forma antes y después (creencias, estructura económica, etc.).

Henri Pirenne continuó en la línea de su maestro Coulange, planteando su célebre teoría (Mahomet et Charlemagne; Bruselas, 1937), según la cual las invasiones germánicas no destruyeron la unidad mediterránea del mundo antiguo, ni tampoco eliminaron los rasgos que suelen considerarse esenciales de la cultura romana tal como aún existía en el siglo V. La verdadera causa de la ruptura con la tradición de la Antigüedad la habría producido el rápido e inesperado avance del Islam, que interrumpió las rutas comerciales del Mediterráneo y llevó al declive de la economía europea, provocando un largo período de autarquía. Sin embargo, a pesar de su fama, Pirenne no convenció a la historiografía dominante en aquel momento, muy influenciada por el marxismo.

De origen antropológico y sociológico, sus principales representantes son Arnold Toynbee, James Burke y Joseph Tainter (The Collapse of Complex Societies; Cambridge, 1988).

En ellas se suele aceptar que la caída del Imperio romano era inevitable, equiparándola con la de otras grandes culturas de la historia universal, de acuerdo a una teoría del derrumbe de las sociedades complejas. Simplificando mucho, esta visión considera que, a medida que una sociedad se desarrolla, se diferencia cada vez más socialmente y se hace más compleja, de modo que para poder seguir existiendo necesita de un crecimiento correspondiente.

A grandes rasgos, se pueden ordenar en siete categorías o clases las diferentes teorías sobre las causas del hundimiento del poder imperial romano en Occidente. Es difícil citar nombres concretos, ya que muchos de los que figuran en cada categoría podrían también aparecer en otros apartados. Los nombres que siguen, aun siendo representativos, no engloban a la extraordinaria cantidad de obras, autores y tendencias que se han pronunciado sobre el tema. Así por ejemplo, el profesor alemán Alexander Demandt, de la Universidad Libre de Berlín, publicó una obra en que repasaba 210 teorías diferentes sobre la caída de Roma titulada Der Fall Röms. Die Auflösung des romischen Reiches im Urteil der Nachwelt (Múnich, 1984).

La "culpa del cristianismo" fue uno de los factores a los que más se ha achacado la crisis del siglo V. Actualmente es una teoría sin peso y sin defensores, al menos en estricta puridad. Unir bajo un mismo punto de vista metodológico la progresiva crisis del mundo romano y la victoria del cristianismo, haciendo culpable a este último de la primera es un planteamiento voluntarista, excesivamente radical, que no responde a la realidad. La Iglesia no volvió la espalda al Imperio y, si algunos cristianos contribuyeron a debilitar la resistencia imperial, otros apelaron al patriotismo romano; durante el Bajo Imperio, el cristianismo triunfante sirvió de aglutinante a la sociedad romana. Además, en Occidente (Galia, Germania, Britania e Hispania), donde la crisis fue más aguda, el cristianismo tuvo una implantación limitada hasta entrado el s. V, mientras que fue precisamente el Oriente más cristianizado el que mejor sobrellevó la crisis.

Ya en la Antigüedad Tardía hubo intelectuales, como el historiador pagano del s. V Zósimo y su maestro Eunapio de Sardes, que echaron la culpa al cristianismo de los males que afligían del Imperio. Los paganos creían que la crisis se debía a que los dioses les negaban su protección por culpa de la expansión cristiana en el Imperio, lo que impulsó a gentes como Cipriano de Cartago, Agustín de Hipona, Salviano de Marsella o Paulo Orosio a defender lo contrario en obras como De civitate dei o Historiarum adversum paganos.

La apologética pagana potenció su influencia con la Ilustración; la “Edad de la Razón”, señalada por su negación del pasado, su escepticismo religioso, y su crítica violenta al poder monárquico y la autoridad religiosa, no podía aceptar como algo positivo el absolutismo y la profunda influencia del clero y la religión en el Imperio romano tardío. Edward Gibbon en su clásico History of the decline and fall of the Roman Empire, aparecido entre 1776 y 1788, se planteó las causas de la decadencia del Mundo Antiguo desde estos presupuestos racionalistas, agnósticos, e incluso neopaganos, pero su mérito estuvo en hacerlo de una manera totalmente novedosa. Adaptando las ideas de Tácito, el sabio inglés atribuyó la decadencia del Imperio a la pérdida de las virtudes cívicas, y echó la culpa al cristianismo, que predicaba un estilo de vida que influyó negativamente en la marcha de la gravísima crisis que padecía el Imperio desde la época de Marco Aurelio:

En buena medida, casi todas ellas han sido resultado de la identificación de cultura, raza y nación propias de la sociología y antropología darwinista.

En Die Bevölkerung der griechisch-römischen Welt (Leipzig, 1886) ofrecía una explicación culturalista: la creación de un estado panmediterráneo impidió el desarrollo y consolidación de la vida civilizada. La Roma imperial habría ahogado los impulsos innovadores de la Grecia plural. Es preciso señalar que Beloch hizo tales conclusiones tras la unificación alemana, en pleno auge del militarismo, el nacionalismo y la socialpolitica de Bismarck, que en pocos años acabaron con la tradición liberal alemana.

Este profesor norteamericano de la Universidad Johns Hopkins, publicó en 1916 un estudio titulado "Race Mixture in the Roman Empire"[9]​ en el que defendía que la decadencia de Roma se debía a la diversidad cultural y la mezcla de razas: al emanciparse todos los griegos y orientales esclavos, cambiaron el carácter del Imperio, convirtiéndolo en una monarquía helenística, motivando el absolutismo, la expansión de las religiones orientales, la decadencia de la literatura latina y la desaparición de la vieja clase gobernante, ruda y viril, que construyó el Imperio romano.

En Geschichte des Untergangs des antiken Welt (Stuttgart, 1920-1921) planteó que la decadencia de Roma se debió al hecho de que a partir del s. III hubo una especie de "selección al revés" que provocó la desaparición de la élite que dirigía el Estado romano. Esta desaparición se explicaría por el desinterés de las clases dirigentes en reproducirse y por su debilitamiento, desgastadas por mezclas continuas, provocada por la manumisión de esclavos, el matrimonio de libres y libertos, la prohibición del matrimonio a los soldados, las continuas guerras, etc. Asimismo, los emperadores se habrían dedicado a exterminar la capacidad y el mérito personal, y a extender la mentalidad servil, a lo que contribuyó el triunfo del cristianismo. El resultado obvio de todo ello habría sido la decadencia y el hundimiento del poder imperial.

Es importante señalar que Seeck planteó su teoría tras la derrota de la Alemania imperial en la Primera Guerra Mundial, en pleno proceso democratizador de la República de Weimar. Ferdinand Lot objetó a esta tesis que, muy al contrario, el Bajo Imperio fue una época de grandes personalidades.

En sus obras Die Soldatenkaiser (Fráncfort del Meno, 1939) y Die Krise der alten Welt im 3. Jahrhundert n. Zw. und ihre Ursachen (Berlín, 1943), este prestigioso historiador alemán explicaba la caída de Roma en la preponderancia de las "razas jóvenes" germanas, con mayor agresividad e iniciativa, sobre las "razas viejas" y decadentes del Mundo Mediterráneo, sumidas en la desidia. En su momento, sus explicaciones entraron dentro de la historiografía oficial del III Reich.

Para este profesor sueco, una autoridad en religión griega, la decadencia de Roma vendría motivada por un cambio racial. Según su planteamiento, la “raza romana” estaría cada vez más diluida y barbarizada. No obstante, pasó poco tiempo antes de que autores como N.H. Baynes señalaran en la región donde la mezcla de razas fue mayor, Asia Menor, en el Bajo Imperio no hubo decadencia alguna, ni en lo intelectual, ni en lo social, ni en lo económico, ni el cristianismo tuvo ningún resultado funesto (antes al contrario).

Su obra The decline of Rome: The metamorphosis of Ancient Civilization (Londres, 1967) insistía en la metamorfosis cultural, pero ajena a planteamientos biológicos, defendiendo una noción de continuidad sobre la base de un cambio. Consideraba que la mal llamada "decadencia" fue un proceso lento de cambio, que comenzó con Cómodo (180-193) y que dio como resultado un tipo nuevo de cultura, muy parecida al Mundo Medieval. En esta idea de cambio cultural, Vogt remarcaba la importancia de tener presente que las invasiones germánicas eran "una migración de gentes, no meramente una invasión de bárbaros".

Entran en el grupo los que explican el fin del Imperio romano en Occidente por el impacto que sobre el mismo tuvieron los germanos, de cualquier modo que ello se entienda, ya sea desde el punto de vista puramente militar o de las causas internas que obraron con ocasión de la coyuntura de la presión de los germanos. Esta presión fue causada por los hunos pueblo del centro de Asia, de origen mongol.

En su Epitoma rei militaris (c. 430), este historiador militar contemporáneo de los hechos afirmó que la decadencia de las armas romanas se debía al abandono de las antiguas formas de organización de las legiones y la incorporación de mercenarios bárbaros al ejército romano.

Un cuarto grupo de autores han formulado explicaciones fundadas en las ciencias naturales, haciendo hincapié en la población, el clima y el suelo. Es importante señalar que el enfriamiento del clima a partir del siglo II tendría su influencia en malas cosechas, plagas de peste y la mayor movilidad de los pueblos bárbaros.

Este profesor de Historia Antigua en la Universidad de Míchigan, especialista en Historia Bizantina, publicó un estudio, que ha tenido gran aceptación en América del Norte, titulado Manpower Shortage and the Fall of the Roman in the West (Londres, 1956). Opinaba que la causa de la caída de Roma se debe al déficit de la mano de obra que sufrió el Imperio, que tuvo efectos desastrosos en la agricultura, en la industria y en los servicios públicos; los decenios comprendidos entre los años 235 y 284, lo que se conoce con el nombre de la Anarquía Militar debido a las continuas luchas y a la peste, que asoló todo el Imperio durante 15 años y vació, al decir de los contemporáneos, ciudades enteras (ya a mediados del s. II, en época de Marco Aurelio, hubo otra pertinaz peste), fueron desastrosos para la población rural. La falta de mano de obra esclava se sintió en Occidente, pero no en Oriente.

El ejército, falto de nuevos reclutas desde mediados del s. II, alistó bárbaros, lo que produjo la barbarización del ejército ya en el s. III. La falta de mano de obra se agravó en el s. IV por la valoración cristiana de la castidad, y por el control de la natalidad, ya que las mujeres no querían tener más que un hijo. Sin negar que hubo períodos en que el déficit de mano de obra fuera grande, los historiadores actuales no consideran que fuera una causa determinante de la decadencia del Imperio.

Muchos historiadores consideran que los problemas políticos internos debilitaron económica y militarmente a Roma, y que ello permitió a sus enemigos externos derribar "un edificio podrido".

Su obra Corruption and the Decline of Rome (Binghampton, 1988) es novedosa por el análisis cuantificado de algunos aspectos de la decadencia de Roma y la incorporación crítica de nuevos materiales. Hace una gran labor de sociología histórica, analizando las relaciones entre los distintos grupos sociales, concluyendo que algunos grupos sociales llegarían a constituirse en enemigos internos del Imperio: desertores, rebeldes, bandidos, etc.

Considera que el factor clave del fracaso del Bajo Imperio es que, a medida que se iba volviendo más burocrático (la alta administración pasó de unos 200 cargos a 6000 desde Trajano a Teodosio) y totalitario, el poder absoluto iba escapando de manos del Emperador en favor de los funcionarios civiles y militares. Estos solo velaban por sus intereses personales, lo que llevó a la corrupción, los abusos de poder y la creciente incapacidad para enfrentarse adecuadamente a los problemas administrativos y militares. Los factores favorecedores de esta corrupción serían los siguientes:

El efecto más notable sería el deterioro del ejército, con la barbarización de la tropa y la oficialidad, la falta de equipo militar y la corrupción de la clase dirigente. Bajo el mando de emperadores fuertes, la nave del Estado se mantenía firme, pero con el ascenso al poder de personajes débiles como Honorio, declinó rápidamente, lo que llevaría al caudillismo, encarnado en grandes espadones como Estilicón o Aecio.

Para este economista austriaco la caída del Imperio fue causada por la manipulación de la moneda realizada con objeto de enriquecer al Estado y una legislación creciente que regulaba el mercado. En su tratado La acción humana Mises sostiene que:

Entre la medidas regulatorias que habían tomado los emperadores romanos estarían el castigo a quien osara abandonar la ciudad, la nacionalización del comercio de grano, la regulación de los precios agrícolas y del sector naviero (generando escasez) el aumento y la creación de nuevos impuestos especialmente desde el siglo III d. C. (sobre herencias y bienes para sufragar los gastos militares, la creación de espectáculos y obras públicas, para la pensión de soldados veteranos). A esto se sumaría un constante envilecimiento de la moneda para adquirir mayores beneficios de "señoreaje" (diferencia entre el valor nominal de la moneda y sus costes de fabricación).

En The Ancient Economy (Londres, 1985) plantea la importancia del desinterés. La polarización social y la acumulación de inmensos patrimonios en unas pocas manos aristocráticas provocaría que el dinero permaneciera ocioso por falta de incentivo. Además, los nuevos ricos no tendrían un verdadero afán de crear capital y producir riqueza, sino de adquirirla e imitar el modo de vida de la clase dominante. Los objetivos económicos no serían fines en sí mismos, sino medios de promoción política y social. Una vez alcanzados, se trataría de mantener el nivel de vida. Asimismo, al ser la tierra la base de la riqueza y no producirse progreso técnico alguno, el crecimiento económico, la productividad y aún la eficiencia se habrían estancado.



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