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Ibero



Los iberos[1]​ o íberos fue como llamaron los antiguos escritores griegos a la gente del levante y sur de la península ibérica para distinguirlos de los pueblos del interior, cuya cultura y costumbres eran diferentes. De estos pueblos destacaron Hecateo de Mileto, Heródoto, Estrabón o Rufo Festo Avieno, citándolos con estos nombres, al menos desde el siglo VI a. C.: elisices, sordones, ceretanos, airenosinos, andosinos, bergistanos, ausetanos, indigetes, castelanos, lacetanos, layetanos, cossetanos, ilergetas, iacetanos, suessetanos, sedetanos, ilercavones, edetanos, contestanos, oretanos, bastetanos y turdetanos.

Geográficamente, Estrabón y Apiano denominaron Iberia al territorio de la península ibérica.

Aunque las fuentes clásicas no siempre coinciden en los límites geográficos precisos ni en la enumeración de pueblos concretos, parece que la lengua es el criterio fundamental que los identificaba como iberos desde el punto de vista de griegos y romanos, puesto que las inscripciones en lengua ibérica aparecen a grandes rasgos en el territorio que las fuentes clásicas asignan a los iberos: la zona costera que va desde el sur del Languedoc-Rosellón hasta Alicante, que penetra hacia el interior por el valle del Ebro, por el valle del Segura, gran parte de La Mancha meridional y oriental hasta el río Guadiana y por el valle alto del Guadalquivir.

Desde el punto de vista arqueológico actual, el concepto de cultura ibérica no es un patrón que se repite de forma uniforme en cada uno de los pueblos identificados como iberos, sino la suma de las culturas individuales que a menudo presentan rasgos similares, pero que se diferencian claramente de otros y que a veces comparten con pueblos no identificados como iberos.

La primera referencia que se tiene de los iberos es a través de los historiadores y geógrafos griegos. Curiosamente, los griegos también llamaban iberos a un pueblo de la actual Georgia, conocido como Iberia caucásica, de donde descienden los Íberos de Hispania y Portugal. Al principio, los griegos utilizaron la palabra ibero para designar el litoral mediterráneo occidental, y posteriormente, para designar a todas las tribus de la península. También llamaban Iberia al conjunto de sus pueblos.

Polibio fue un historiador griego del siglo II a. C. que vivió un tiempo en la península. Polibio dice textualmente:

Se llama Iberia a la parte que cae sobre Nuestro Mar (Mediterráneo), a partir de las columnas de Heracles. Mas la parte que cae hacia el Gran Mar o Mar Exterior (Atlántico), no tiene nombre común a toda ella, a causa de haber sido reconocida recientemente. Polibio

Las primeras descripciones de la costa ibera mediterránea provienen de Avieno en su Ora maritima, del viaje de un marino de Massalia mil años antes (530 a. C.):

Apiano habla de pueblos y ciudades, aunque ya habían desaparecido en su época. También describe la parte más occidental de Andalucía. Estrabón hace una descripción de esta zona basándose en autores anteriores, y se refiere a las ciudades de la Turdetania, como descendientes de la cultura de Tartessos. En general, autores como Plinio el Viejo y otros historiadores latinos se limitan a hablar de pasada sobre estos pueblos como antecedentes de la Hispania romana.

Para estudiar a los iberos, se ha recurrido, además de a las fuentes literarias, a las fuentes epigráficas, numismáticas, y arqueológicas.

A pesar de que estos pueblos compartían ciertas características comunes, no eran un grupo étnico homogéneo ya que divergían en muchos aspectos. No se sabe detalladamente el origen de los iberos, aunque hay varias teorías que intentan establecerlo:

Los supuestos límites máximos de la expansión íbera habrían llegado desde el Mediodía francés hasta el Algarve portugués y el norte de la costa africana.[4]

Sin embargo, con posterioridad, los pueblos celtíberos ejercieron mucha influencia sobre otros pueblos del interior de la península. Esta influencia se aprecia en la llegada del torno de alfarero a muchas zonas de la meseta norte de la península, sobre todo a los pueblos limítrofes del valle del Ebro, e incluso a algunos más alejados como arévacos, pelendones o vacceos.

Los iberos fueron, en definitiva, los diferentes pueblos que evolucionan desde diferentes culturas precedentes hacia una serie de estructuras proto-estatales, viéndose ayudados en dicha evolución por la influencia de fenicios, primero, y luego de griegos y púnicos, que traerán consigo elementos de lujo que ayudarán, como bienes de prestigio, a la diferenciación interna de los diversos grupos sociales.

La lengua ibera es una lengua paleohispánica que está documentada por escrito, fundamentalmente, en signario ibero nororiental (o levantino) y ocasionalmente en signario ibero suroriental (o meridional) y en alfabeto greco-ibérico. Las inscripciones más antiguas de esta lengua se datan a finales del siglo V a. C. y las más modernas (ánforas halladas en Vieille-Toulouse, Haute-Garonne)[5]​hacia la primera mitad del siglo II d. C.

Los textos en lengua ibera se saben leer razonablemente bien, gracias al desciframiento del alfabeto por Gómez-Moreno pero en su mayor parte son incomprensibles, puesto que la lengua íbera es una lengua sin parientes suficientemente cercanos de su época que sean comprensibles, para haber sido útil para la traducción de textos.

Después de los años transcurridos desde el desciframiento se han producido una serie de lentos avances que, aun siendo poco espectaculares, permiten ya un atisbo de comprensión de inscripciones de poca extensión (principalmente funerarias o de propiedad sobre instrumentum), además de intuir algunas características gramaticales o tipológicas.[6]

La lengua ibera, en sus diferentes variantes, se hablaba en la amplia franja costera que se extiende desde el sur del Languedoc-Rosellón hasta Alicante, y penetraba hacia el interior por el valle del Ebro, el valle del Júcar, el valle del Segura y el alto valle del Guadalquivir hasta el río Guadiana como límite noroeste. Las inscripciones en lengua íbera aparecen sobre materiales muy variados: monedas de plata y bronce, láminas de plomo, cerámicas áticas, cerámicas de barniz negro A y B, cerámicas pintadas, dolías, ánforas, fusayolas, estelas, placas de piedra, mosaicos, etc. Es, con diferencia, la lengua paleohispánica con más documentos escritos encontrados, unos dos millares de inscripciones, que representan el 95 % del total.

La escritura ibérica constituye uno de los principales testimonios del desarrollo cultural con personalidad propia de los iberos. Se conocen tres tipos de escrituras paleohispánicas: la escritura del suroeste, la meridional y la ibérica levantina. Además se escribió lengua ibérica con alfabeto jónico, prácticamente solo en territorio contestano, como lo testimonian algunos plomos encontrados en la Serreta de Alcoy, grafitos sobre cerámica procedentes de la Isleta de Campello (ambos en Alicante) y el plomo de El Cigarralejo (Mula, Murcia). La escritura ibérico-levantina es la mejor conocida, y fue descifrada en la década de 1920 por Manuel Gómez-Moreno.

Sin embargo, hasta la fecha, no ha sido posible su traducción, por lo que no es posible entender lo que dicen los textos. Es una escritura de tipo mixto, silábica y alfabética, que posiblemente procede de una escritura más antigua de origen fenicio o chipriota. El descubrimiento de grafitos en cerámica procedentes de yacimientos tartésicos como el Cabezo de San Pedro, en Huelva, con una cronología entre mediados del siglo IX y mediados del siglo VIII a. C., sugieren que la adopción de la escritura meridional y del SO se produjo de forma temprana, lo que explicaría la introducción de formas arcaicas del alfabeto fenicio, utilizadas con anterioridad al siglo VIII a. C. Este alfabeto sería adaptado a la lengua tartésica, con la introducción de signos silábicos, dando origen al primitivo signatario paleohispánico y que será el origen de la escritura del SO utilizada en las estelas tartésicas. La escritura meridional se utilizó en la Alta Andalucía y en el sureste, incluida la Contestania, persistiendo hasta época romana temprana.

Esta escritura fue posteriormente adaptada a la lengua ibérica posiblemente en el territorio de la Contestania dando origen a la ibero-levantina (que se escribe de izquierda a derecha, al contrario que la meridional), conviviendo con la escritura meridional y la ibero-jónica, y desde allí se extendió al resto del territorio ibérico. El hecho de que en Contestania se documente la utilización de tres formas de escribir la lengua ibérica (escritura meridional, levantina e ibero-jónica), sugiere a algunos autores (J. de Hoz, ver referencias) que sería en este territorio donde se produjo la aparición de la escritura ibérica levantina a partir de la meridional.

Los procesos de intercambio comercial facilitaron la extensión de la escritura levantina por el arco mediterráneo y el valle del Ebro (junto a otras manifestaciones culturales como la cerámica ibérica), donde fue utilizada para escribir celtíbero en el siglo I a. C. (ejem., bronces de Botorrita procedentes de Contrebia Belaisca y alfabeto monetal), y cuando prácticamente ya no se utilizaba en su lugar de origen. En la Contestania y en la Edetania encontramos textos escritos en plomo (La Serreta, La Bastida de las Alcusas, este en escritura meridional) y sobre cerámica (San Miguel de Liria), principalmente. Es posible que se utilizaran otros soportes (madera, papiro, pieles) de los que no queda testimonio. Una pregunta interesante se plantea en relación con qué estratos sociales conocían y utilizaban la escritura. Parece probable una aplicación relacionada con prácticas religiosas y comerciales. Es posible que las clases dirigentes la utilizaran como método de control de mercancías (grafitos en cerámica indicadores de origen, destino, o poseedor), sin descartar prácticas de tipo mágico relacionadas con determinados cultos, como sugiere su presencia en depósitos votivos (como en el plomo de Amarejo) y santuarios, así como en cerámica, y de tipo funerario (estelas, como la de Sinarcas).

La romanización hizo que la utilización de la escritura ibérica fuera desapareciendo de forma paralela a una progresiva latinización. En algunos lugares como Sagunto o el valle del Ebro perduró hasta época republicana, desapareciendo prácticamente su uso en torno al siglo I a. C. Una relevante excepción la constituye el fragmento de sigillata con inscripción bilingüe procedente del Tossal de Manises, depositado en el MARQ. No obstante, algunos autores sospechan que pueda tratarse de una falsificación en tanto que, si bien la pieza es antigua, la inscripción podría no serlo ya que se hunde en algunos descorchados de la pieza.

El vascoiberismo es una hipótesis de trabajo sobre la estructura y parentesco filogenético del idioma íbero, que en su versión extrema pretendía traducir los textos en lengua íbera a través de la lengua vasca. Sin embargo, las diversas propuestas de traducciones basadas en el euskera no han resultado consistentes gramaticalmente, ni permiten traducir las inscripciones. Una de las principales críticas a los «traductores» vascoiberistas es que el ibérico interpretado a la luz de sus traducciones no parece tener una gramática regular reconocible, existiendo solo similitudes de forma con el léxico del vasco. Hoy en día esta visión identificativa extrema no cuenta con respaldo académico, ya que es absurdo tratar de traducir una lengua de hace dos mil años con una lengua actual descendiente de una lengua antigua, aunque fuera muy próxima a la anterior.

Sin llegar a la identificación plena entre lenguas, muchos estudiosos de la lengua íbera reconocen ciertas afinidades entre la lengua íbera y la lengua vasca, o más correctamente, con su variante más antigua, la lengua aquitana, hasta el punto que para algunos estas afinidades ya serían suficientes para afirmar que pertenecen a la misma familia. Estas afinidades, sin embargo, son interpretadas por muchos autores, sobre todo seguidores de Mitxelena, como una influencia de tipo sprachbund más que como una muestra de parentesco filogenético real.

El protovasco o el aquitano y el íbero podrían ser lenguas con cierto parentesco lingüístico. Se puede apreciar en inscripciones íbericas, en el protovasco reconstruido y en el euskera actual, una serie de elementos comunes.

Se ha propuesto que podrían compartir ciertos sufijos con un mismo uso.

Se ha propuesto (pero no demostrado aún) que quizá compartan cierto léxico.

Se ha propuesto (pero no demostrado aún) coincidencias entre numerales ibéricos y vascos. Sin embargo, ninguno de los dados ibéricos hallados hasta la fecha con signos (acrófonos) en cada una de las seis cara confirman estas propuestas vascoiberistas (quizá solo dos de los numerales), pero sí presentan una coincidencia total (para los seis números) con numerales altaicos.

Se ha propuesto (pero no demostrado aún) coincidencias en el sistema para construir números elevados, como por ejemplo:

abaŕ-ke-bi --- hama.bi 'doce' (10+2) oŕkei-(a)baŕ-ban -- hogei.ta.(ha)maika treinta y uno (20+11)

El origen del sustrato cultural local que ejerció influencia en los iberos se remonta, cuando menos, al primer Neolítico mediterráneo: la cultura agro-pescadora de la cerámica impreso-cardial, que se extendió desde el Adriático hacia occidente, influyendo intensamente en los aborígenes paleolíticos y asimilando toda las regiones costeras del Mediterráneo occidental en el V milenio a. C.

Hacia el 2600 a. C. se desarrolla en Andalucía oriental la civilización calcolítica, que se aprecia en los yacimientos de Los Millares (Almería) y Marroquíes Bajos (Jaén), estrechamente relacionados con la cultura portuguesa de Vila Nova y quizás (no probado) con alguna cultura del Mediterráneo oriental (Chipre).

Hacia 1800 a. C., esta cultura se ve sustituida por la de El Argar (bronce), que se desarrolla independientemente y parece estar muy influida en su fase B (desde 1500 a. C.) por las culturas egeas contemporáneas (enterramientos en pithoi).

Hacia 1300 a. C., coincidiendo con la invasión del noroeste peninsular por los celtas, El Argar, que bien pudo haber sido un estado centralizado, da paso a una cultura «post-argárica», de villas fortificadas independientes, en su mismo ámbito. Tras la fundación de Marsella por los focenses (hacia 600 a. C.), los iberos reconquistan el noreste a los celtas, permitiendo la creación de nuevos establecimientos griegos al sur de los Pirineos.

A las comunidades establecidas al final de la edad del bronce se las considera sustrato indígena al hablar de la cultura íbera. Básicamente hay cuatro focos: El Argar, la cultura del Bronce Manchego, la del Bronce Valenciano y los campos de urnas del Noreste.

El área de cultura predominantemente ibérica abarcaba todo el litoral mediterráneo, desde la actual Andalucía hasta el sur francés, incluyendo parte del valle del Ebro. Experimentarán influencias fenicias y, posteriormente, griegas a través de los contactos con las colonias que fueron estableciendo en zonas estratégicas de la costa mediterránea y el sur atlántico de la península.

Gran parte del occidente, norte y centro peninsular pertenece a una cultura no ibérica, de pueblos asentados en época paleolítica y mesolítica; desde el siglo VIII a. C. se añadirán grandes contingentes de inmigrantes celtas que, paulatinamente, se asentarán en la meseta y en las zonas costeras atlánticas. Serán influenciados por las culturas fenicia y griega, indirectamente, a través de sus relaciones con los pueblos íberos.[7]

La antigua Iberia fue objeto de los intereses comerciales de los fenicios, pueblo de tradición marinera que, según los historiadores clásicos, hacia el siglo IX a. C.[8]​ fundó su primera colonia ultramarina en el Atlántico, al otro extremo del Mediterráneo, Gádir 𐤀𐤂𐤃𐤓 (Cádiz) por su valor estratégico (dominio del paso del Estrecho) y comercial (riquezas minerales de la región de Huelva). También fundaron otras colonias, principalmente en el suroeste peninsular, como Toscanos (Torre del Mar), Malaka (Málaga), Sexi (Almuñécar) o Abdera (Adra), en Almería.

Mediante el trueque de productos manufacturados por materias primas, monopolizaron el comercio de metales e impulsaron la industria del salazón. Hay constancia de explotaciones mineras en la península de metales (oro, plata y estaño), en la zona de Río Tinto, y en otras de la provincia de Huelva. Estas explotaciones aportaron riqueza, no solo a los fenicios, también a las caciques de la zona, habiéndose encontrado varios «tesoros» en algunas necrópolis de la época. No hay noticias de grandes revueltas ni guerras.

La colonización griega tuvo dos objetivos: comerciales y el paliar el problema demográfico de las polis griegas. Divulgaron el alfabeto y el uso de la moneda. También practicaron intercambios con los nativos, de vino, aceite y manufacturas (cerámicas, bronces) por materias primas (oro, plata, plomo, cereales, esparto y salazones). Los griegos focenses, procedentes del Asia Menor, fundaron asentamientos en la costa nordeste mediterránea, como Massalia (Marsella); posteriormente Rhode (Rosas), en el golfo de Rosas y Emporion (Ampurias), en la península; también núcleos comerciales, más o menos estables, como Hemeroscopio, Baria (Villaricos), Malaka, Mainake, Salauris, Portus Menesthei, Callipolis y Alonis.[nota 1]

Los cartagineses[9]​ eran un pueblo de origen fenicio que se estableció en Cartago Qart Hadašt (en el actual Túnez). Se independizaron de la metrópolis cuando Tiro declinó bajo el poder asirio. Con su inmejorable situación estratégica, en medio del Mediterráneo, lideró a todas las colonias fenicias de occidente, entre estas, las factorías de Iberia, que enviaban plata, estaño y salazones.

A raíz de la enorme deuda que contrajeron con Roma en la primera guerra púnica, Cartago emprendió la conquista de las regiones mediterráneas de la península ibérica para crear un nuevo imperio cartaginés; Amílcar Barca desde Cádiz, su única plaza, comenzó la invasión del valle del río Betis, cuyos reyezuelos se entregaron por la fuerza o la diplomacia, uniéndose al ejército invasor. Las nuevas prospecciones colmaron de plata las arcas cartaginesas y después de nueve años de guerra, había conseguido para Cartago la plata y los mercenarios de Iberia. Amílcar muere el año 229 a. C. en una escaramuza contra los oretanos.

Su yerno, Asdrúbal, continuó su labor aunque utilizando una política de alianzas con los reyes ibéricos; se fundó la ciudad de Qart Hadasht (Cartagena) y se estableció un tratado con los romanos fijando en el río Ebro los límites de influencia de los dos imperios. Los cartagineses se adueñaron de todo el sur de la península, desde el Levante hasta el golfo de Valencia y puede que dominasen también el territorio de los oretanos. Asdrúbal muere asesinado el año 221.

Aníbal Barca (Aníbal), con solo 25 años, es elegido nuevo general por su ejército; invade el territorio de los olcades y penetra en los territorios de la meseta central al año siguiente, ocupando las ciudades de Toro y Salamanca; pagados los tributos, emprende regreso a Cartago Nova con numerosos rehenes, siendo atacado por un ejército en coalición de carpetanos, vacceos y olcades, a los que derrota junto al Tajo. El ataque a la ciudad de Sagunto desencadena la segunda guerra púnica que concluye con la derrota de Aníbal, el declive del poder cartaginés y la conquista romana de la península ibérica. Durante esta época destacaron Istolacio, y su hermano Indortes, generales celtas de los ejércitos mercenarios (Diodoro 25. 10).

Roma decidió conquistar la península ibérica por la gran cantidad de recursos que poseía y su valor estratégico.

El proceso conquistador duró cerca de doscientos años y se hizo en varias etapas: los Escipiones (218–197 a. C.) ocuparon la franja mediterránea, el valle del Ebro y el del Guadalquivir, aunque no sin dificultades. Después, conquistaron la Meseta y Lusitania (Portugal). Los guerreros íberos preferían la muerte a tener que entregar sus armas. Los pueblos que habitaban estas zonas, ofrecieron gran resistencia, como los guerrilleros lusitanos con Viriato y los numantinos con jefes celtíberos como Retógenes el Caraunio (App. Iber. 93). Posteriormente (29 a 19 a. C.) sometieron a los cántabros y astures, dominando así toda la península, aunque la violenta resistencia requirió la presencia del emperador Augusto. Hispania fue dividida administrativamente en provincias romanas y se convirtió en fuente de materias primas con destino a la capital de Imperio romano.

Aunque los textos clásicos hablan de unas formas de gobierno muy homogéneas —simplificación debida a motivos propagandísticos–, la mayoría de la comunidad científica estima que hubo formas de gobierno mucho más heterogéneas y complejas.[10]

La sociedad íbera estaba fuertemente jerarquizada en varias castas sociales muy dispares, todas ellas con una perfecta y bien definida misión para hacer funcionar correctamente una sociedad que dependía de ella misma para mantener a su ciudad.[cita requerida]

La casta guerrera y noble era la que contaba con más prestigio y poder dentro de estas.[cita requerida] Aparte de las armas, poseer caballos otorgaba también gran prestigio y reflejaba poder, nobleza, y formar parte de la clase más pudiente.

También tenían gran importancia la casta sacerdotal,[cita requerida] en la que las mujeres, como se observa en los túmulos funerarios, eran el vínculo de la vida y la muerte. Las sacerdotisas gozaban de gran prestigio, ya que eran las que estaban en continuo contacto con el mundo de los dioses, aunque también había hombres que desarrollaban una tarea mística, prueba de ello son los sacerdotes lusitanos, que leían el futuro en los intestinos de los guerreros enemigos.

Otra de las castas era la de los artesanos, apreciados porque de ellos salían los ropajes con los que se vestían y resguardaban del frío, los que elaboraban calzado, los que modelaban vasijas en las que guardar agua y alimentos y, sobre todo, por ser los que les hacían, a medida, armas y armaduras con las que se distinguían de las otras castas más bajas.

Finalmente estaba el «pueblo llano», gente de distintos oficios que se dedicaban a los trabajos más duros.

Los iberos se vestían con telas de distintas calidades, según su poder económico.

Su carácter fue descrito por los griegos, quienes se fascinaron por unos soldados que se lanzaban al combate sin miedo alguno y que resistían peleando sin retirarse aún con la batalla perdida,[cita requerida] los guerreros a los que se referían eran mercenarios iberos reclutados por los griegos para sus propias guerras.

No sabemos mucho sobre la agricultura ibérica, pero sí lo suficiente como para deducir su importancia económica. Del estudio de una buena cantidad de piezas del utillaje agrícola halladas en los poblados del área valenciana, dedujo E. Plá que se había venido en este, como en otros edificios, a una especialización adecuada, dándose con la herramienta justa que en muchos casos ha llegado hasta nuestros días.

La agricultura que se practica es la de secano, siendo los cultivos fundamentales el cereal, el olivo y la vid, para la que está atestiguada ya en el siglo VI la obtención de excedentes con destino a su comercialización, así como las leguminosas (garbanzos, guisantes, habas y lentejas). Y por otra parte, se conocen diversas especies frutales, entre las cuales destaca el manzano, el granado y la higuera.

Tuvieron también cierta importancia determinados cultivos industriales, especialmente el lino en Saitabi (Játiva). Tenemos ampliamente documentada la industrialización del esparto, especialmente en el Campus Spartarius, al norte de Cartagena, con multitud de aplicaciones, entre las cuales sobresalen los cordajes para la navegación.

Respecto a la ganadería, no parece haber tenido un papel predominante, salvo quizá en regiones específicas, limitándose al papel habitual complementario de la agricultura. Sí es necesario señalar la importancia de ciertas especies como el caballo, utilizado en la caza y la guerra y probablemente símbolo de determinado estatus social en cuanto que da acceso a estas actividades. También debió tenerse en gran estima al buey y de la abundancia de ganado bovino nos hablan las frecuentes menciones del sagum o manto de lana ibérico en las fuentes romanas.

La caza, parece haber tenido una cierta importancia, según se deduce de su frecuente representación en la cerámica pintada, aunque quizá más como actividad social que económica. El jabalí debe haber sido la pieza reina, aunque junto a él se cazan igualmente cérvidos y varias especies menores.

El arte ibérico tiene sus mejores manifestaciones en obras escultóricas de piedra y bronce, madera y barro cocido. Ofrece gran variedad regional con rasgos culturales de cada zona que se distribuye en tres zonas bien diferenciadas: Andalucía, la zona de Levante y el centro peninsular.

La escultura ibérica aparece en torno al 500 a. C. y constituye una de las manifestaciones más importantes de la cultura ibérica en la que confluyen influjos mediterráneos (griegos y fenicios principalmente) y autóctonos. Desde los primeros descubrimientos se han planteado entre los especialistas diversas hipótesis respecto a su origen.

Las diferentes influencias se ven reflejadas en las obras, algunas de estilo más orientalizante (Pozo Moro), con posibles influjos sirio-hititas, y otras de aspecto más jónico (Cerrillo Blanco, Porcuna), con algunas evocaciones del arte chipriota y etrusco. Las damas son figuras de busto o de cuerpo entero, que acostumbraban a estar de pie o sentadas (sedentes) y que son representadas portando ofrendas.

La pintura ibérica no reúne la perfección y el interés que ofrece la escultura, pero tampoco deja de tener su importancia aún prescindiendo de que muchas interesantes pinturas de las llamadas prehistóricas pueden datar de las edades del bronce y del hierro y sean, por lo mismo, verdadera y propiamente obras de arte ibéricas. Fuera de ellas, la pintura ibérica se reduce a decoraciones de numerosas vasijas y de algún muro de cámaras sepulcrales. Su mayor antigüedad se atribuye al siglo VI a. C. como puede inferirse por comparación con los restos de cerámica griega con los cuales se halla, a veces confundida la ibérica y, sin duda, que esta fue siguiendo a través de las civilizaciones púnica y romana llegando quizá hasta la invasión de los bárbaros.

Con la introducción del torno rápido por los fenicios en el siglo VIII a. C. se produce un cambio en la fabricación de la cerámica en el mundo indígena, lo que permite el desarrollo de una de las manifestaciones más características de la cultura ibérica.

Etapas de la cerámica ibérica, según Ruiz-Molinos:

La religión es un tema poco conocido de la cultura ibérica, pero en los últimos años se han producido importantes avances en el conocimiento e interpretación de muchos hallazgos. Las fuentes fundamentales son los materiales arqueológicos, y los escasos escritos. Entre los materiales más relevantes estarían los exvotos de bronce, terracota y piedra, la cerámica y otros objetos como falcatas votivas.

Poco se sabe del mundo de los dioses de los iberos, lo poco que se conoce es gracias a escritos de antiguos historiadores y filósofos, y a algún que otro resto arqueológico. De lo que sí se tiene constancia, es que animales como los toros, lobos, linces, o buitres, formaban parte de este mundo, ya fuese como dioses, símbolos, vínculos con el mundo mortal y sus 'espíritus', o el mundo divino.

El toro representaría la virilidad y la fuerza. El lince estaba vinculado al mundo de los muertos. Los buitres llevaban las almas de los guerreros muertos en las batallas al mundo de los dioses. No se sabe mucho más, ya que ha perdurado escasa información sobre estos asuntos.

Los iberos utilizaban el rito de la incineración, conocido gracias a los fenicios o a los pueblos transpirenaicos que introducen la cultura de los campos de urnas.

Las cenizas eran guardadas en urnas cinerarias de cerámica con forma de copa, con tapa y sin decoración. Otras tenían forma de caja con patas terminadas en garras, con tapadera y decoración de animales. Las urnas se introducían en fosos excavados en tierra junto con un ajuar funerario. Los íberos, para señalizar el lugar de la tumba, construían túmulos de variadas dimensiones, aunque había enterramientos mucho más elaborados para las clases sociales más altas como ocurre en el caso de la Cámara Sepulcral de Toya, Peal de Becerro (Jaén).

Se han hallado túmulos con recipientes cerámicos a los pies de la difunta, como la Dama de Baza que está sentada en una especie de trono alado, o Dama de Elche que guarda y protege los restos y el ajuar funerario. En otros túmulos se depositaban las armas del difunto, al que se incineraba y se introducía en una vasija de cerámica ornamentada. En algunos funerales se peleaba sobre la propia tumba hasta la muerte, como en el entierro de Viriato.

Hace unos 9500 años, las últimas comunidades de cazadores-recolectores que ocupaban la península ibérica comenzaron a enterrar de forma sistemática en cementerios, un hábito que se vincula a la progresiva sedentarización de estas sociedades y a un cambio significativo en la relación de sus territorios con las actividades económicas. La necrópolis más antigua de la península ibérica, se halla en Oliva (Valencia).[12]​ Los restos tienen una antigüedad de entre 9500 y 8500 años.

Se han identificado lugares de culto como santuarios urbanos, algunos de los más importantes localizados en la Contestania y área de influencia como el Santuario de la Serreta (Alcoy), famoso por sus terracotas, el Santuario del Cerro de los Santos (Albacete), el templo urbano de La Alcudia (Elche), los templos de la Isleta (Campello), el santuario de la Luz (Verdolay, Murcia), el santuario de El Cigarralejo (Mula, Murcia), el Santuario de Coimbra de Barranco Ancho (Jumilla, Murcia) y el santuario de La Encarnación (Caravaca, Murcia). También se han identificado espacios sacros como el santuario doméstico de El Oral (S. Fulgencio, Alicante), o el de la Bastida de les Alcuses (Mogente, Valencia) y depósitos votivos como el encontrado en el El Amarejo (Bonete, Albacete), o el posible santuario de Meca (Ayora, Valencia). En el ámbito rural, destaca el Santuario de El Pajarillo (Huelma, Jaén), localizado en un punto estratégico de tránsito y que exhibe una arquitectura teatral de compleja narración mitológica para la fama del príncipe ibero protagonista del conjunto escultórico. También en el ámbito rural en 2004 fue descubierto en el Cerro del Sastre (Montemayor, Córdoba) un santuario ibérico que puede considerarse único en España, por conservar gran parte de su perímetro de muro (de más de dos metros de alto) así como las escaleras de acceso al conjunto[cita requerida].

Otra característica es el empleo de grutas o cavernas a modo de santuarios, en los que se depositaban pequeñas estatuillas, llamadas exvotos, como ofrenda votiva a alguna deidad. Estas figuras son tanto de mujeres sacerdotisas como de hombres guerreros, a pie o a caballo, otras están sacrificando algún animal con un cuchillo, o mostrando su respeto con las manos en alto, o con los brazos abiertos.

Las zonas que mejor se conocen son las del Alto Guadalquivir y del río Segura, donde se distinguen tres tipos de poblados:

Las ciudades iberas podían estar construidas junto a cerros, en lugares estratégicos, controlando las vías de paso, lo que les daban una importante ventaja frente a los enemigos; solían estar circundadas por muros de piedra y adobe, sobre los que se disponían torres de vigilancia y las puertas a la ciudad. Los asentamientos construidos en llano nunca estaban amurallados y tenían una funcionalidad económica, agrícola y ganadera.[13]

Las casas de las ciudades solían ser de planta rectangular, hechas de adobe sobre una base de piedra, a modo de cimientos, de una sola planta y, algunas veces, dos; las cubiertas tenían una estructura de madera y recubrimiento vegetal.

La principal ciudad de la Oretania, Cástulo, fue también el oppidum más extenso de la península, si bien las posteriores etapas históricas, principalmente romanas y medievales, ocultaron arqueológicamente esta fase ibera, conocida gracias a las diversas campañas de investigación.



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