Como Transición Españolahistoria contemporánea de España en que el país dejó atrás el régimen dictatorial del general Francisco Franco y pasó a regirse por una Constitución que restauraba la democracia. Dicha fase constituye la primera etapa del reinado de Juan Carlos I.
se conoce al periodo de laExiste cierto consenso en situar el inicio de la transición en la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975, cuando el denominado Consejo de Regencia asumió, de forma transitoria, las funciones de la jefatura del Estado hasta el 22 de noviembre, fecha en la que fue proclamado rey ante las Cortes y el Consejo del Reino Juan Carlos I de Borbón, que había sido designado seis años antes por Franco como su sucesor «a título de rey».
El rey confirmó en su puesto al presidente del Gobierno del régimen franquista, Carlos Arias Navarro. No obstante, pronto se manifestó la dificultad de llevar a cabo reformas políticas bajo su gobierno, lo que produjo un distanciamiento cada vez mayor entre Arias Navarro y Juan Carlos I. Finalmente el rey le exigió la dimisión el 1 de julio de 1976 y Arias Navarro se la presentó. Le sustituyó Adolfo Suárez, quien se encargó de entablar las conversaciones con los principales líderes de los diferentes partidos políticos de la oposición democrática y fuerzas sociales, más o menos legales o toleradas, de cara a instaurar un régimen democrático en España.
El camino utilizado fue la elaboración de una nueva Ley Fundamental, la octava, la Ley para la Reforma Política que, no sin tensiones, fue finalmente aprobada por las Cortes franquistas y sometida a referéndum el día 15 de diciembre de 1976. Como consecuencia de su aprobación por el pueblo español, esta ley se promulgó el 4 de enero de 1977. Esta norma contenía la derogación tácita del sistema político franquista en solo cinco artículos y una convocatoria de elecciones democráticas.
Las elecciones se celebraron finalmente el día 15 de junio de 1977. Eran las primeras desde las celebradas en febrero de 1936. La coalición Unión de Centro Democrático (UCD), liderada por Adolfo Suárez, resultó la candidatura más votada aunque no alcanzó la mayoría absoluta y fue la encargada de formar gobierno. A partir de ese momento comenzó el proceso de construcción de la democracia en España y de la redacción de una nueva constitución. El 6 de diciembre de 1978 se ratificó en referéndum la Constitución española con el 87,78 por ciento de votos favorables, que representaban el 58,97 por cien del censo electoral, entrando en vigor el 29 de diciembre.
Adolfo Suárez acabaría admitiendo en una entrevista a la periodista Victoria Prego que no se hizo un referéndum sobre la forma del Estado (monarquía o república) porque, según las encuestas de opinión popular realizadas por el gobierno de la época, daban como vencedor a la opción de la república.
A principios de 1981 dimitió Adolfo Suárez debido, entre otras razones, al distanciamiento con el monarca y a las presiones internas de su partido. Durante la celebración de la votación en el Congreso de los Diputados para elegir como sucesor a Leopoldo Calvo-Sotelo (UCD) se produjo el golpe de Estado dirigido por el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, el general Alfonso Armada y el teniente general Jaime Miláns del Bosch, entre otros. El golpe, conocido como 23-F, fracasó.
Las tensiones internas de UCD provocaron su desintegración a lo largo de 1981 y 1982, llegando finalmente a disolverse en 1983. El segmento democristiano terminó integrándose en Alianza Popular, pasando así a ocupar la franja del centroderecha. Por otro lado, los miembros más cercanos a la socialdemocracia se unieron a las filas del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Mientras, el expresidente Suárez y un grupo de disidentes de UCD iniciaron un nuevo proyecto político centrista que mantuvo representación parlamentaria en el Congreso hasta las elecciones de 1993, el Centro Democrático y Social.
El PSOE sucedió a la UCD tras obtener la mayoría absoluta en los comicios del 82, ocupando 202 de los 350 escaños, y comenzando así la ii legislatura democrática. Por primera vez desde las elecciones generales de 1936, un partido considerado de izquierdas o progresista iba a formar gobierno. La mayoría de los historiadores sitúan en este acontecimiento el final de la Transición, aunque alguno lo prolonga hata el 1 de enero de 1986, cuando se produjo la entrada de España en la Comunidad Europea.
Durante la transición tuvieron lugar varios centenares de muertes, tanto a manos de grupos terroristas de extrema izquierda, principalmente Euskadi Ta Askatasuna (ETA) y los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO), como por ataques de grupos terroristas de extrema derecha; otros perecieron a causa de la intervención de las fuerzas del orden público. Las investigaciones al respecto calculan el número de víctimas mortales en un intervalo de 500 a 700 personas (entre 1975 y los primeros años de la década de los 80), la inmensa mayoría fueron de atentados terroristas, destacando la banda armada ETA, que fue directamente responsable de bastante más de la mitad de las muertes.
La transición española se inicia el 20 de noviembre de 1975 tras el fallecimiento del dictador Francisco Franco y la consiguiente proclamación de Juan Carlos I como rey de España dos días más tarde. No obstante, algunos autores adelantan la fecha de inicio de la transición al 20 de diciembre de 1973, fecha del asesinato del presidente Carrero Blanco, dada la importancia que este tenía en la estructura del régimen y el impacto que tuvo su desaparición, que propició diversos intentos de reforma para asegurar su subsistencia tras la muerte de Franco. Incluso alguno lo retrotrae a la aprobación de la Ley Orgánica del Estado en 1966.
Mientras que para el inicio de la transición existe cierto consenso, no ocurre lo mismo con su final.primeras elecciones democráticas el 15 de junio de 1977. Otros lo retrasan hasta la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978, momento en el que consideran culminado el proceso de transición institucional desde un régimen dictatorial hasta otro democrático y constitucional. Otros prolongan algo más el período, hasta la celebración de las primeras elecciones celebradas conforme a la nueva ley fundamental en marzo de 1979 o al intento fallido de golpe de Estado de febrero de 1981, por entender que hasta entonces habría estado vigente la amenaza golpista por parte de un sector del Ejército. Un sector más amplio prolonga la duración de la Transición hasta la celebración de las elecciones que, en octubre de 1982, dieron el triunfo al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), momento en el que accede al poder un partido que proviene de la oposición antifranquista y no del régimen, como la Unión de Centro Democrático (UCD). Tampoco faltan quienes establecen el fin de este periodo en 1986, con la entrada del país en la Comunidad Económica Europea (futura Unión Europea).
Algunos historiadores lo sitúan en la celebración de lasEl 25 de abril de 1974 en Portugal se produjo con éxito un levantamiento militar para provocar la caída de la dictadura del Estado Novo surgida en 1933, para dar origen a una república presidencialista democrática. La situación de Portugal y la vecina España tenían muchas diferencias, pero también similitudes en el momento de iniciarse la transición democrática:
La caída del régimen portugués provocó una tremenda inquietud en las fuerzas que apoyaban el régimen franquista, ya que se produjeron manifestaciones multitudinarias a favor de la revolución, la persecución por parte de la policía política o el entusiasmo por los militares rebeldes, que eran situaciones que provocaban fuertes reacciones represivas. El Primero de Mayo de 1974, más de un millón de personas marchó por las calles de Lisboa. Dos días después, Franco y el príncipe Juan Carlos vieron las imágenes de estos hechos, manifestando bastante inquietud ante un país que derivaba hacia la izquierda con una aparente gran presencia de los comunistas.[cita requerida]
Sin embargo, la deriva casi revolucionaria de Portugal y la crítica situación española causaron mucha preocupación en Europa, por cuanto bajo la presión de la Guerra Fría dirigentes de muchos países pensaban que podían desestabilizar el equilibrio de poderes regional. Willy Brandt manifestó que cuanto más a la izquierda se situara Portugal, más a la derecha se posicionaría España.[cita requerida] Henry Kissinger se expresó en el mismo sentido y se mostró de acuerdo en que no debería repetirse dicha situación en el país vecino,[cita requerida] no debiéndose permitir que antes de la muerte de Franco no hubiera ya una oposición moderada. Durante estos años fue cuando la Plataforma Democrática liderada por el PSOE en España empezó a ganar protagonismo junto con otras organizaciones opositoras lideradas por el PCE que conformaron la Junta Democrática. Finalmente ambas organizaciones se fusionaron en marzo de 1976 creando Coordinación Democrática más conocida como la Platajunta.
Dentro del periodo anterior a la transición democrática también son destacables otros hechos como:
Ante el agravamiento de la enfermedad del dictador, el 30 de octubre de 1975, y por segunda y última vez, el príncipe Juan Carlos asumió en funciones la Jefatura del Estado. A la muerte de Franco, el consejo de regencia asumió, de forma igualmente interina, dicha jefatura. Juan Carlos se convirtió dos días después, el 22 de noviembre, en Rey, en virtud de la Ley de la Sucesión en la Jefatura del Estado. Hasta entonces, el Príncipe se había mantenido en un discreto segundo plano siguiendo las pautas marcadas por Franco. Pero la desaparición del general iba a permitir a Juan Carlos facilitar, como Rey de España, la implantación de un sistema político democrático en el país. Este proyecto contaba con amplios apoyos dentro y fuera de España: los países occidentales, un sector importante del capitalismo español e internacional, la gran mayoría de la oposición al franquismo y una parte creciente del propio régimen franquista.
No obstante, la transición tuvo que superar las resistencias generadas por el propio régimen, en un marco de tensiones causadas por grupos radicales de extrema izquierda y grupos franquistas de extrema derecha. Estos últimos, además, contaban con un apoyo considerable dentro del ejército. Tales grupos amenazaban con deteriorar la situación política en exceso, iniciando un proceso de involución.
La realización de dicho proyecto exigía que la oposición controlara a sus partidarios para evitar cualquier provocación y que el ejército no cayera en la tentación de intervenir en el proceso político e intentara salvar las estructuras franquistas. En esta doble dirección se movió la actuación política de Don Juan Carlos y sus colaboradores.[cita requerida]
Ante la nueva etapa histórica que se abría, había tres[cita requerida] posturas claramente diferenciadas:
Juan Carlos inició su reinado sin salirse de los cauces de la legalidad franquista. Así, juró fidelidad a los Principios del Movimiento, tomó posesión de la corona ante las Cortes franquistas y respetó la Ley Orgánica del Estado de 1966 para el nombramiento de su primer Jefe de Gobierno.[cita requerida] Sin embargo, ya en su discurso ante las Cortes se mostró abierto a una transformación del sistema político español.
Tras la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975, asumió interinamente el poder el Consejo de Regencia, formado por un teniente general, un arzobispo y un miembro del Movimiento Nacional, hasta que dos días después, el 22 de noviembre de 1975, el Príncipe de España Juan Carlos de Borbón, designado en julio de 1969 por el Caudillo como su sucesor «a título de rey», fue proclamado con el título de Juan Carlos I ante las Cortes franquistas. Tras la intervención «desde la emoción en el recuerdo a Franco» del presidente de las Cortes Alejandro Rodríguez de Valcárcel, Juan Carlos I juró las Leyes Fundamentales del Reino y pronunció a continuación un discurso en el que evitó hacer referencia al triunfo franquista en la Guerra Civil Española y en el que, después de manifestar su «respeto y gratitud» a Franco, afirmó que se proponía alcanzar «un efectivo consenso de concordia nacional» —la frase completa era la siguiente: «Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional». «Un mensaje que es todo un programa», según Julio Gil Pecharromán— . De esta forma dejó claro que no apostaba por el puro «continuismo inmovilista» que preconizaba el llamado búnker —que defendía la perpetuación del franquismo bajo la Monarquía instaurada por Franco, siguiendo el modelo establecido en la Ley Orgánica del Estado de 1967—, pero con su mensaje al Ejército de que afrontara el futuro con «serena tranquilidad» dejaba entrever que la reforma se haría desde las propias instituciones del régimen. Los aplausos más entusiastas, sin embargo, no se los llevó el nuevo rey sino la familia del general Franco presente en la ceremonia. La oposición antifranquista recibió con frialdad el discurso del rey. El PSOE en una nota afirmó que «no había sorprendido a nadie y ha cumplido su compromiso con el régimen franquista».
Un símbolo de que sus proyectos reformistas contaban con el respaldo internacional fue que a su proclamación como monarca acudieron destacados jefes de Estado o representantes de los mismos de alto nivel —los presidentes de Francia y de Alemania y el vicepresidente de Estados Unidos, entre ellos—, lo que no ocurrió con los funerales del general Franco, a los que solo acudieron el dictador chileno general Augusto Pinochet y la esposa del dictador filipino, Imelda Marcos.
Que también podía contar con una Iglesia católica española que apostaba por la transformación del sistema político, lo puso de manifiesto el cardenal Tarancón en la homilía que pronunció el 27 de noviembre en la ceremonia religiosa que se celebró con presencia de la familia real en la iglesia de San Jerónimo el Real de Madrid, en la que no mencionó la guerra civil —solo hizo una referencia a «la figura excepcional, ya histórica» del general Franco— y exhortó al rey a serlo de «todos los españoles» —sin distinciones entre vencedores y vencidos—.
Sin embargo, la ratificación en el cargo de presidente del gobierno de Carlos Arias Navarro causó una enorme decepción —el diario clandestino del PCE Mundo Obrero afirmó que se trataba del «franquismo con rey» y el pretendiente carlista Carlos Hugo de Borbón Parma dijo que era el gobierno de una «monarquía fascista»— apenas paliada por el nombramiento de Torcuato Fernández Miranda, antiguo preceptor del príncipe, como nuevo presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, instituciones clave en el entramado legado por la dictadura franquista. La decepción se atenuó cuando se conoció la composición del nuevo gobierno, en el que aparecían las más destacadas figuras del «reformismo» franquista como Manuel Fraga Iribarne, José María de Areilza y Antonio Garrigues y Díaz Cañabate. También participaban en este gobierno otros «reformistas» franquistas procedentes de las «familias» católica (Alfonso Osorio) y falangista (los «reformistas azules», Adolfo Suárez y Rodolfo Martin Villa). En realidad los miembros del gobierno le fueron impuestos a Arias Navarro por el rey, y en el caso de Suárez había sido una sugerencia de Fernández Miranda. En la prensa a menudo se denominaba al nuevo gobierno como «gobierno Arias-Fraga-Areilza-Garrigues».
En el nombramiento de Torcuato Fernández Miranda al frente de la presidencia del Consejo del Reino y de las Cortes, el rey Juan Carlos I se ajustó a las pautas marcadas por la Ley Orgánica del Estado, bajo las cuales el Consejo del Reino propuso una terna de candidatos afines al franquismo: además de Torcuato Fernández-Miranda, estaban Licinio de la Fuente y Emilio Lamo de Espinosa y Enríquez de Navarra. De este modo, el rey logró situar a este fiel colaborador suyo al frente de la presidencia del Consejo del Reino y de las Cortes. Fernández Miranda era un viejo franquista que, sin embargo, compartía con el monarca la necesidad de que España evolucionase a un sistema democrático, y, para ello, aportará sus sólidos conocimientos jurídicos a este proyecto.
Arias Navarro carecía de un plan de reforma del régimen franquista —en el Consejo Nacional del Movimiento llegó a declarar que en realidad el propósito de su gobierno era la continuidad del franquismo a través de una «democracia a la española»— y además pensaba que los cambios debían ser limitados como cuando el 28 de enero de 1976 dirigiéndose a los procuradores de las Cortes en la sesión de presentación de su gobierno les dijo: «Os corresponde la tarea de actualizar nuestras leyes e instituciones como Franco hubiera deseado».
El gobierno adoptó el programa que presentó Fraga Iribarne, —descartando la propuesta de Antonio Garrigues de convocar elecciones a Cortes Constituyentes— que consistía en alcanzar una democracia «liberal» que fuera homologable con la del resto de países europeos occidentales a partir de un proceso gradual y controlado desde el poder de cambios paulatinos de las «leyes fundamentales» franquistas. Por eso también fue conocido como «reforma en la continuidad» y su base de apoyo sería lo que entonces se llamó el «franquismo sociológico».
Para que el proyecto tuviera éxito se deberían vencer dos resistencias: la del «búnker» inmovilista, que tenía una fuerte presencia en el Consejo Nacional del Movimiento y en las Cortes —que eran las dos instituciones que tendrían que aprobar las reformas de las leyes fundamentales—, además del Ejército y la Organización Sindical Española franquista; y también la de la oposición democrática, con la que no se pensaba negociar ni pactar ningún elemento esencial del proceso, pero a la que sí se iba a permitir su participación electoral, excluidos los «totalitarios», en referencia a los comunistas. En este último punto su modelo era la Restauración de Cánovas. Como ha señalado Javier Tusell, Fraga «pretendía ser Cánovas del Castillo sin tener en cuenta que las circunstancias eran muy distintas a las de hacía un siglo».
El proyecto se concretó en la reforma de tres leyes fundamentales, cuyos cambios debían ser examinados por una comisión mixta Gobierno-Consejo Nacional del Movimiento —propuesta por Fernández Miranda y Suárez—Código Penal. La nueva Ley de Reunión fue aprobada por las Cortes franquistas el 25 de mayo de 1976 —en ella se establecía que las manifestaciones en la calle debían contar con la autorización del gobierno— y también la de Asociaciones Políticas, defendida por el ministro Adolfo Suárez, quien afirmó que si España era plural las Cortes «no se podían permitir el lujo de ignorarlo» —una intervención que impresionó entre otros a Areilza («dice aquellas cosas que Arias debió decir hace meses») y también al rey—. Con esta intervención en defensa de los principios democráticos Suárez se situó a la izquierda de Fraga y fue una de las claves que explican que al mes siguiente fuera nombrado por el rey nuevo presidente del Gobierno en sustitución de Arias Navarro.
, con lo que «la elaboración del programa legislativo escapaba en gran parte al control de Fraga y de sus aliados reformistas del Gabinete ministerial», y de las leyes de Reunión y de Asociación, que incluía también la modificación delLa reforma Arias-Fraga encalló cuando el 11 de junio las Cortes rechazaron la modificación del Código Penal que tipificaba como delito la afiliación a un partido político, un requisito imprescindible para que las leyes aprobadas no fueran papel mojado.
Los procuradores en su propósito de impedir la legalización del Partido Comunista introdujeron una enmienda en que se prohibían aquellas organizaciones políticas «sometidas a una disciplina internacional» y partidarias de la implantación de un régimen totalitario. Como ha señalado Javier Tusell, «así se daba la paradoja de que quienes en el pasado habían estado tentados por el totalitarismo de un signo ahora se sentían con autoridad como para vetar el totalitarismo de los demás». Tampoco salió adelante el proyecto de reforma de las «leyes fundamentales» de Cortes y de Sucesión, diseñado por Fraga, que pretendía crear unas nuevas Cortes formadas por dos Cámaras, una elegida por sufragio universal y la otra de carácter «orgánico». En los últimos años de la dictadura la oposición antifranquista formó dos organismos unitarios para combatirla: la Junta Democrática, fundada en julio de 1974 por el abogado y político, Antonio García-Trevijano junto con el Partido Comunista de España y otros grupos, y la Plataforma de Convergencia Democrática, fundada en junio de 1975 e integrada por partidos antifranquistas «moderados» y por el PSOE.
1. La formación de un gobierno provisional que sustituya al actual (...)
2. La amnistía absoluta de todas las responsabilidades por hechos de naturaleza política (...)
3. La legalización de los partidos políticos (...)
4. La libertad sindical (...)
5. Los derechos de huelga, de reunión y de manifestación pacífica.
6. La libertad de prensa, de radio, de opinión (...)
7. La independencia y la unidad jurisdiccional de la función judicial.
8. La neutralidad política y la profesionalidad (...) de las fuerzas armadas.
9. El reconocimiento, bajo la unidad del Estado español, de la personalidad política de los pueblos catalán, vasco y gallego (...)
10. La separación de la Iglesia y el Estado.
11. La celebración de una consulta popular (...) para elegir la forma definitiva del Estado.
La Junta Democrática defendía la «ruptura democrática» con el franquismo mediante la movilización ciudadana —que culminaría en una «acción nacional» o una huelga general—, lo que implicaba el rechazo a la sucesión del príncipe Juan Carlos y a la monarquía «franquista», la formación de un gobierno provisional, la convocatoria de un referéndum sobre la forma de gobierno —republicana o monárquica— y la depuración de responsabilidades de los dirigentes franquistas por la represión —a los que no alcanzaría la amnistía, que permitiría la excarcelación de los presos por delitos políticos y la vuelta de los exiliados—.
Por su parte la Plataforma de Convergencia Democrática también propugnaba la «ruptura democrática» con el franquismo, pero sin que ello implicara poner en riesgo la estabilidad social y política, por lo que prefería la vía de la negociación con el gobierno franquista a la movilización social. Además, sus integrantes estaban dispuestos a renunciar a la convocatoria de un referéndum sobre la forma de gobierno —Monarquía o República—, aceptando, por tanto, a la nueva Monarquía, si ésta conducía al país hacia la instauración de un sistema plenamente democrático. Por otro lado, tampoco exigirían responsabilidades a las autoridades franquistas por la represión por lo que la amnistía política que demandaban también los ampararía. Por último, otro de los límites autoimpuestos sería no cuestionar el sistema económico-social vigente. El PSOE apoyaba esta estrategia porque creía que no había otra alternativa para alcanzar la democracia, dada la «debilidad» de la oposición antifranquista.
El PCE y la Junta Democrática impulsaron una gran movilización en contra de la Monarquía «franquista». Hubo agitación en las universidades, se celebraron manifestaciones al grito de «Libertad y Amnistía», disueltas violentamente por la policía, y se desató una oleada de huelgas mucho mayor que las ya muy importantes de 1974 y 1975. Los motivos de las huelgas convocadas por las ilegales Comisiones Obreras eran fundamentalmente económicos —la gravedad de la «crisis del petróleo de 1973» se acentuaba— pero también tenían motivaciones políticas pues las peticiones de aumentos salariales o de mejoras en las condiciones de trabajo iban acompañadas de otras como la libertad sindical, el reconocimiento del derecho de huelga, la libertad de reunión y de asociación, cuando no claramente reclamaban la amnistía para los presos y exiliados políticos.
La respuesta del gobierno fue la represión. El ministro de la Gobernación Manuel Fraga llegó a comparar la huelga general que se declaró en Sabadell a principios de año con la «ocupación de Petrogrado en 1917». El 24 de febrero moría en Elda, por disparos de la policía, un trabajador, y el 3 de marzo tenían lugar en Vitoria los incidentes más graves, que se saldaron con la muerte de cinco personas y más de 100 heridos, también por disparos de la policía. Inmediatamente se declaró una huelga general en el País Vasco y en Navarra en solidaridad con las víctimas que tuvo un enorme seguimiento —también en otras zonas— lo que, según David Ruiz, puso «al descubierto la incapacidad del gobierno central para controlar la situación». El presidente Arias Navarro propuso declarar el estado de excepción pero Adolfo Suárez, que en aquellos momentos ejercía de ministro de la Gobernación interino ante la ausencia de Fraga de viaje en el extranjero, se opuso y consiguió que la medida no se aplicara.
Para buena parte de la oposición, los «sucesos de Vitoria» mostraron el auténtico rostro de la «reforma Arias-Fraga» y se recrudecieron las manifestaciones y las huelgas, con los consiguientes enfrentamientos con las fuerzas de orden público —en Basauri, cerca de Bilbao, moría poco después otro trabajador—.
El eficaz y pleno ejercicio de los derechos humanos y de las libertades políticas consagradas en los textos jurídicos internacionales, especialmente la de todos los partidos políticos, sin exclusión alguna.
El reconocimiento inmediato y pleno de la libertad sindical y el rechazo del actual sindicato estatal.
A pesar de todo, las movilizaciones no tuvieron el suficiente grado de seguimiento como para derribar al gobierno, y mucho menos a la «monarquía franquista». Se hacía, pues, cada vez más evidente que la alternativa de la «ruptura democrática» acompañada de una «acción nacional decisiva» no era viable, por lo que su principal valedor, el Partido Comunista de España, decidió en marzo de 1976 cambiar de estrategia y adoptar la alternativa de la «ruptura democrática pactada» que defendía la oposición moderada y el PSOE, aunque sin abandonar la movilización de los ciudadanos para ejercer una presión continua sobre el gobierno y obligarle a negociar con la oposición.
El cambio de estrategia del PCE, permitió la fusión el 26 de marzo de los dos organismos unitarios de la oposición, la Junta Democrática y la Plataforma de Convergencia Democrática, que dio nacimiento a Coordinación Democrática —conocida popularmente como «Platajunta»—. En su primer manifiesto rechazó la «reforma Arias-Fraga» y exigió una inmediata amnistía política, la plena libertad sindical y una «ruptura o alternativa democrática mediante la apertura de un periodo constituyente». Así pues, del primer escenario de ruptura con levantamiento popular se pasó a la exigencia de la convocatoria de elecciones generales de las que se pudiera derivar un proceso constituyente.
Poco después de formarse la Platajunta el gobierno toleró que el sindicato socialista UGT celebrara dentro del país su XXX Congreso camuflado bajo el término «Jornadas de Estudio». Según el historiador David Ruiz, esta decisión obedeció a que el gobierno pretendió fortalecer al «renacido y debilitado sindicato socialista frente al peligro que suponían las ilegales Comisiones Obreras estrechamente vinculadas al PCE» como lo demostraría el hecho de que «mientras tenía lugar la celebración del citado congreso con asistencia a él como invitados de una representación de sindicatos europeos, el dirigente de CC OO, Marcelino Camacho, había sido nuevamente encarcelado junto a otros políticos al salir de una reunión de la Platajunta celebrada en un céntrico hotel madrileño».
A principios de mayo tuvieron lugar los sucesos de Montejurra en los que hubo un enfrentamiento entre los dos sectores en los que entonces estaba dividido el carlismo, resultando muertas dos personas, y 30 heridas, por disparos efectuados por miembros de la facción integrista, partidaria de Sixto Enrique de Borbón Parma frente a la «socialista autogestionaria» encabezada por su hermano Carlos Hugo de Borbón Parma, presidente del Partido Carlista, sin que las fuerzas de orden público intervinieran. La investigación policial posterior, «desarrollada con enorme lentitud y no pocos estorbos», demostró la implicación en los hechos de neofascistas italianos y argentinos, y de algunos aparatos del Estado y los servicios secretos. «En años sucesivos se irían conociendo las conexiones de este episodio, denominado por sus promotores Operación Reconquista, con otras tramas dedicadas a la desestabilización».
A principios de junio de 1976 el rey visitó Estados Unidos y en su discurso ante el Congreso, de cuyo contenido exacto no tuvo conocimiento Arias Navarro, ratificó su compromiso para dotar a España de una democracia plena. Juan Carlos dijo: «La Monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos del pueblo español libremente expresados». Mes y medio antes la revista Newsweek había afirmado que el rey Juan Carlos había dicho a uno de sus periodistas —lo que nunca fue desmentido— que «Arias era un desastre sin paliativos».
Por esas mismas fechas Arias Navarro había realizado unas declaraciones por televisión en las que había vertido duros ataques a la oposición democrática, mientras sus relaciones con el rey se habían deteriorado hasta el punto de que Arias le había confesado a uno de sus colaboradores más cercanos: «Me pasa como con los niños; no lo soporto más de diez minutos».
Después de comentarle el rey a Areilza «esto no puede seguir, so pena de perderlo todo…»,
el 1 de julio Juan Carlos le exigió a Arias Navarro que le presentara su dimisión, lo que este hizo inmediatamente. A los pocos días Torcuato Fernández Miranda lograba que el Consejo del Reino incluyera entre los tres aspirantes a presidente del gobierno al «candidato del rey»: Adolfo Suárez, un «reformista azul» que no había destacado demasiado hasta entonces. El nombramiento de Suárez causó un enorme desconcierto y decepción entre la oposición democrática y los círculos diplomáticos, así como en las redacciones de los periódicos.
Un comentarista político, que acabaría siendo ministro con Suárez, escribió que su nombramiento había sido un «inmenso error». Según el historiador David Ruiz, la elección de Suárez obedeció a que en su biografía política «concurría la doble ventaja de no provocar suspicacias entre los franquistas más influyentes por el escaso relieve de las funciones que había desempeñado [gobernador civil de Segovia, director general de TVE, ministro con cartera irrelevante en el último gobierno de Arias Navarro], y la de conocer de cerca determinados entramados de la Administración del régimen de Franco, incluida la televisión, desde la que potenciaría en el tardofranquismo la difusión de la imagen favorable del príncipe Juan Carlos, con el que compartirá, además, el hecho de pertenecer a la misma generación y algunas aficiones».
En el desarrollo de esta etapa histórica se efectuó lo que el histórico líder del PCE, Santiago Carrillo, denominó como una «ruptura pactada», aunque los primeros que se mostraron partidarios, en establecer acuerdos con el Gobierno, fueron los partidos coaligados en la Plataforma de Convergencia Democrática, de la que formaban parte el PSOE, el PNV, algunos partidos regionales e Izquierda Democrática, y no la Junta Democrática, liderada por el PCE. «Aun si proclamó la ruptura democrática, como la Junta [Democrática], la Plataforma [de Convergencia Democrática] se mostró dispuesta a entrar en negociaciones con el gobierno con objeto de ir conquistando parcelas de libertad. Desde el primer momento, la estrategia de ruptura propugnada en declaraciones y manifiestos quedó matizada por la disposición a negociar con los sectores del poder que se comprometieran en un proceso democratizador, y a ir ocupando un espacio cada vez mayor en la escena política», afirma Santos Julia. La génesis, desarrollo y corolario de la idea de la «ruptura pactada» ha sido explicada por Santos Julia de la siguiente forma:
Adolfo Suárez formó un gobierno de jóvenes «reformistas» franquistas, en el que no incluyó a ninguna figura prominente —Fraga y Areilza, se negaron a participar—, pero que no carecía de experiencia política —se dijo que era un «gobierno de PNNs», en referencia a los profesores universitarios no numerarios—grupo Tácito o asimilados (Alfonso Osorio, Marcelino Oreja, Landelino Lavilla, Leopoldo Calvo Sotelo,...) seguidos de los «reformistas azules», como el propio Suárez y Rodolfo Martin Villa o Fernando Abril Martorell. Solo uno de los miembros del gabinete, el almirante Pita da Veiga, había sido ministro con Franco. En referencia a la relativa juventud del gabinete, Fraga Iribarne comentó: «Han jubilado anticipadamente a nuestra generación». Mundo Obrero, el periódico clandestino del PCE, consideró que duraría tan poco que lo llamó «gobierno de verano».
. El peso mayor lo tenían los «reformistas» democristianos delEn su primera declaración, hecha ante las cámaras de TVE, el nuevo presidente presentó su proyecto «reformista» que contenía importantes novedades de lenguaje y de objetivos y que causó un enorme impacto en la mayoría de la población. Afirmó que su Gobierno no representaba opciones de partido sino que se constituía en «gestor legítimo para establecer un juego político abierto a todos» y que su meta era conseguir «que los Gobiernos del futuro sean el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles». Después de manifestar su convicción de que la soberanía residía en el pueblo, anunció que este se expresaría libremente en unas elecciones generales que se convocarían para antes del 30 de junio del año siguiente. Se trataba de «elevar a la categoría de normal lo que a nivel de la calle es simplemente normal». Además de la concesión de la amnistía más amplia «posible», se ofrecía una vía de diálogo con la oposición democrática, aunque siempre reservándose el gobierno la última palabra sobre la dirección del proceso. Por último, Suárez anunció que la «reforma política» que se iba emprender se sometería a referéndum.
Del fracaso de la «reforma Arias-Fraga» el nuevo gobierno aprendió que cualquier intento de modificación de las «leyes fundamentales» franquistas debería reducirse a una sola y contundente nueva «ley fundamental» que implicara la derogación de hecho de todo lo anterior.
Según el historiador Javier Tusell el proyecto de ley de la reforma política fue redactado conjuntamente por el presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, el vicepresidente del gobierno Alfonso Osorio y el ministro de Justicia Landelino Lavilla, y del mismo hubo varios borradores, aunque el primero lo elaboró Fernández Miranda. Llevaba por título Ley para la Reforma Política, «para la» no «de», lo que significaba, según Julio Gil Pecharromán, «que la legitimidad de la actuación democristiana no correspondería al vigente Parlamento franquista que lo posibilitaría al aprobar la ley, sino a otro pluralista y constituyente, elegido por sufragio universal».
El proyecto era muy sencillo. Se creaban unas nuevas Cortes, formadas por dos cámaras, el Congreso de Diputados y el Senado, compuestas de 350 y 204 miembros, respectivamente, elegidas por sufragio universal, excepto los senadores designados por el rey «en número no superior a la quinta parte» de los miembros del Senado.Javier Tusell, «lo fundamental de Ley de Reforma Política era la convocatoria de elecciones y la configuración de un marco institucional mínimo para realizarlas». Pero al mismo tiempo quedaban abolidas implícitamente todas las instituciones establecidas en las «leyes fundamentales» que no fueran esas Cortes, es decir, todas las instituciones franquistas sin excepción —el Consejo Nacional del Movimiento y el Movimiento mismo, las Cortes establecidas en la ley de 1942, el Consejo del Reino y el Consejo de Regencia de la ley de 1967, etc.—, por lo que la ley de reforma lo que hacía en realidad era liquidar lo que pretendía reformar. En el preámbulo de la ley al basar la legitimidad en el sufragio universal se introducía una especie «autorruptura» —expresión acuñada por Javier Tusell— con las instituciones franquistas. En el articulado de esta «octava ley fundamental del franquismo», se proponía un cambio sustancial del régimen político aunque sin cuestionar la forma de gobierno, pues no se hacía alusión a la Monarquía.
Así pues, segúnMientras se redactaba el texto que se sometería a referéndum, se barajó la posibilidad de preguntar a la ciudadanía sobre sus preferencias en cuanto a la forma del Estado, y, de hecho, numerosos Gobiernos extranjeros presionaron para que se llevara cabo la consulta. Ante ello, y con el objetivo de tratar de determinar la intención de voto de los españoles, el presidente encargó diversas encuestas, y como estas daban la victoria a la opción republicana sobre la monárquica, el presidente decidió introducir unilateralmente la figura del rey en el articulado de la Ley. En una entrevista ante la periodista Victoria Prego en 1995, el presidente Suárez deslizó, tapando el micrófono, una confidencia que se mantendría censurada más de veinte años: «Hacía encuestas y perdíamos. Era Felipe (González) el que les estaba pidiendo a los otros que lo pidieran. Entonces yo metí la palabra rey y la palabra monarquía en la Ley, y así dije que había sido sometido a referéndum ya».
El siguiente obstáculo era conseguir que las Cortes franquistas «se suicidaran» y votaran a favor de una Ley que suponía su desaparición y la del propio régimen para dar paso a la democracia. Además debería salvar otros muchos obstáculos: convencer a la cúpula militar de la necesidad de la reforma; desalojar de las posiciones de poder a los franquistas inmovilistas; convencer a la oposición democrática de la bondad de la misma y conseguir que participara en el proceso para legitimarlo, tanto interna como internacionalmente.
El nuevo talante del gobierno y sobre todo de su presidente cambió el clima político superándose la crispación que se había vivido durante las últimas semanas del gobierno de Arias Navarro.José María Gil Robles y Joaquín Ruiz Giménez; los socialistas Felipe González y Joan Reventós y con el catalanista Jordi Pujol, entre otros— e incluso, de forma discreta y a través de personas interpuestas, con Santiago Carrillo, el secretario general del PCE. Fruto de los mismos, y de la promesa hecha en su primera declaración, fue la concesión de una amnistía el 31 de julio, pero que no fue completa pues se excluyeron los «delitos de sangre» por lo que aún permanecieron en las cárceles muchos «presos vascos» presuntos miembros de ETA. La amnistía incluyó a los profesores que habían perdido sus puestos en la Universidad por haber apoyado las protestas estudiantiles de mediados de los años 60. También hubo contactos con los sindicatos ilegales Comisiones Obreras, Unión Sindical Obrera (USO) y UGT.
En seguida se produjeron los primeros contactos con los partidos de la oposición democrática —durante los meses de julio y agosto Suárez habló con los democristianosSin embargo, el reconocimiento del derecho de reunión y de manifestación aún siguió concediendo una amplia discrecionalidad a las autoridades a la hora de autorizar o no una manifestación, lo que tuvo especial relevancia en el País Vasco y Navarra pues allí eran normalmente prohibidas porque iban unidas a la petición de amnistía de los «presos vascos» y a la reclamación del autogobierno que las autoridades relacionaban inmediatamente con el terrorismo de ETA, que comenzó a atentar contra autoridades civiles —el 4 de octubre fue asesinado Juan María Araluce, presidente de la Diputación de Guipúzcoa—. En Barcelona se congregaron un millón de personas el 11 de septiembre para celebrar la diada de Cataluña.
El 23 de octubre se formó la Plataforma de Organismos Democráticos que agrupaba a Coordinación Democrática, a la Asamblea de Cataluña y a otros organismos unitarios regionales de la oposición. La nueva plataforma reiteró su disposición a negociar con el gobierno siempre que se preguntara en el referéndum sobre la convocatoria de Cortes Constituyentes, se legalizaran todos los partidos políticos, se decretara una «amnistía total», se repusieran los estatutos de autonomía aprobados durante la República, se desmantelaran las instituciones de la dictadura franquista y se formara un gobierno de «amplio consenso democrático» —abandonada ya la reivindicación del gobierno provisional—. Para alcanzar estos objetivos la oposición mantuvo su estrategia de presión «desde abajo» que culminó con la convocatoria de la primera huelga general de la transición para el 12 de noviembre. Esta tuvo un seguimiento apreciable —cerca de un millón de trabajadores la secundaron— pero que no fue suficiente para forzar al gobierno a cambiar la estrategia que se había trazado de una reforma «de la ley a la ley».
El obstáculo que más preocupaba al gobierno para sacar adelante la «reforma política» no era lo que pudiera decir la oposición democrática, sino el Ejército que se consideraba el garante último del «legado de Franco». De hecho uno de los militares que se mostraba más crítico se encontraba dentro del propio gobierno: era el vicepresidente para Asuntos de la Defensa, el general Fernando de Santiago. Este intentó celebrar una asamblea con los altos mandos de las Fuerzas Armadas y como no lo consiguió su oficina emitió un documento clasificado como de máximo secreto el 2 de septiembre, seis días antes de la reunión que iba a mantener el presidente Suárez con la cúpula militar. En el documento se decía que «parece conveniente no desaprovechar la ocasión para exponer el límite tolerable de la reforma política según el sentir de las Fuerzas Armadas y evitar verse en la necesidad del protagonismo político que supondría la aplicación del artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado ["Artículo treinta y siete. Las Fuerzas Armadas de la Nación, constituidas por los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire y las Fuerzas de Orden Público, garantizan la unidad e independencia de la Patria, la integridad de sus territorios, la seguridad nacional y la defensa del orden institucional"]. [...] Parece aconsejable por tanto que algún Capitán General formule algunas preguntas que obliguen al Presidente a exponer con concreción la política a seguir por el Gobierno y que al mismo tiempo se haga saber el sentir al respecto de las Fuerzas Armadas». En el documento se sugería que se formulara la siguiente pregunta:
El 8 de septiembre tuvo lugar la reunión prevista de Adolfo Suárez con la cúpula militar para convencer a los altos mandos de la necesidad de la reforma. En esa reunión se habló de los límites que nunca se traspasarían: no se cuestionaría ni la Monarquía ni la «unidad de España»; no se exigirían responsabilidades por lo acontecido durante la Dictadura franquista; no se formaría ningún gobierno provisional que abriera un proceso constituyente; no se legalizarían los partidos «revolucionarios» —en este punto los militares incluían al Partido Comunista, su «bestia negra» desde la guerra civil—. En fin, que el proceso que conduciría a las elecciones siempre estaría bajo el control del gobierno. Una vez clarificados los límites, los recelos del Ejército quedaron aparentemente disipados y Suárez obtuvo el visto bueno para el proceso que iba a emprender.
Sin embargo, la primera crisis con los militares no tardó mucho tiempo en producirse cuando el general Fernando de Santiago, vicepresidente del gobierno, se manifestó contrario al desmantelamiento de la Organización Sindical franquista que se estaba planeando y sobre todo a los contactos que estaba manteniendo el gobierno con el sindicato clandestino Comisiones Obreras, por lo que fue cesado de su cargo y retirado del servicio activo, siendo sustituido por el general Manuel Gutiérrez Mellado, un militar «aperturista».
De Santiago hizo circular una carta de despedida dirigida a todos los militares, con fecha de 22 de septiembre, en la que decía que «la compresión tiene el límite de las interpretaciones equívocas que algunos pudieran atribuirle». Su dimisión fue aplaudida por la extrema derecha y el día 23 Antonio Izquierdo, director del ultraderechista El Alcázar invitaba a los miembros de las Fuerzas Armadas a seguir el ejemplo de De Santiago. Cuatro días después el mismo diario publicaba una carta del teniente general Carlos Iniesta Cano, procurador en Cortes y exdirector de la Guardia Civil, en la que se solidarizaba con De Santiago al que expresaba su «personal admiración». Llevaba por título «Una lección de honradez y patriotismo». El Gobierno reaccionó enviándolo también a la reserva.
El proyecto de Ley para la Reforma Política se comenzó a discutir en las Cortes franquistas el 14 de noviembre, dos días después de la huelga general convocada por la oposición democrática. Tras la defensa del proyecto por el entonces ministro de Justicia Landelino Lavilla en nombre del Gobierno, prosiguió el debate en el que varios procuradores se opusieron al mismo, como Pilar Primo de Rivera que utilizó como argumento la victoria franquista en la Guerra Civil Española:
Sometido a votación el proyecto el 18 de noviembre el gobierno Suárez obtuvo un éxito resonante al ser aprobado por 435 procuradores, mientas solo 59 se opusieron (entre ellos siete tenientes generales y dos generales), 13 se abstuvieron y 24 no fueron a votar. Para conseguir ese resultado el gobierno se empleó a fondo, contando además con la colaboración inestimable del presidente de las Cortes, Fernández Miranda: la ley se tramitó por el procedimiento de urgencia lo que limitó los debates y la votación final no fue secreta; se advirtió a los procuradores que desempeñaban altos cargos en la administración de que corrían el riesgo de perderlos si no apoyaban el proyecto; se prometió a otros que podrían renovar sus escaños en las nuevas Cortes que iban a elegirse al formar parte de candidaturas que el gobierno estaba dispuesto a respaldar. Esto es lo que explicaría que las Cortes franquistas hubieran decidido «suicidarse» —hacerse el harakiri por decisión propia, como titularon algunos diarios al día siguiente de la votación—. Con las miras puestas en las próximas elecciones, más de la mitad de los procuradores, 184 exactamente, ingresaron a continuación en Alianza Popular, la federación de partidos que acababa de crear Manuel Fraga Iribarne. A Alianza Popular, «principal eje y aglutinante de la clase política franquista partidaria de una reforma limitada», se incorporará también la neofranquista Unión Nacional Española presidida por el exministro Gonzalo Fernández de la Mora y de la que formaban parte numerosos tradicionalistas como José Luis Zamanillo, Antonio María de Oriol y el marqués de Valdeiglesias.
José Luis Rodríguez Jiménez ha señalado, por su parte, los siguientes factores que explicarían la aprobación del proyecto de reforma: «el relativo aislamiento en que para entonces se encontraba la extrema derecha»; que «los aperturistas aceptan que la operación de reforma vaya más allá de sus objetivos iniciales, tanto por la presión de la oposición, la cual acabará aceptando que la ruptura tiene que ser pactada, como porque la intransigencia de las actitudes inmovilistas ignoraba una apetencia de cambio en la sociedad española»; «la conocida docilidad de buen número de procuradores con cargos remunerados en la Administración y la circunstancia de que la reforma abría importantes perspectivas para la actuación política de numerosos procuradores en Cortes». Rodríguez Jiménez añade finalmente «que resultaba difícil que las Cortes se atrevieran a provocar y responsabilizarse de una crisis constitucional en contra del gobierno y del deseo de la Corona», y además subraya «la importancia de la presión en la calle y la habilidad personal del presidente Suárez».
Una vez aprobada por las Cortes, el gobierno convocó un referéndum para el día 15 de diciembre sobre la Ley para la Reforma Política. Esto planteó un dilema a la oposición democrática, pues la cuestión que se iba a someter al voto de los ciudadanos no versaría sobre la forma de Estado, Monarquía o República, como habían venido defendiendo las fuerzas políticas antifranquistas desde los años 40, lo que les inclinaba a hacer campaña a favor del NO. Pero el NO era lo que defendían los «ultras» del «búnker», que en su propaganda utilizaron el eslogan: «Franco habría votado no». Finalmente Coordinación Democrática se decantó por la abstención —«porque si votas sí, se quedan, y si votas no, no se van», según el eslogan acuñado por el PCE— , aunque la oposición moderada dejó libertad de voto a sus simpatizantes. Sin embargo, el gobierno no dio ninguna oportunidad a la oposición para que pudiera exponer su postura en los medios de comunicación que controlaba, especialmente en el de mayor influencia, la televisión —ni tampoco en la radio—, y desplegó una formidable campaña a favor del SI, por lo que el resultado del referéndum fue el que cabía esperar: solo se abstuvo un 22,3 % del censo electoral —excepto en el País Vasco, donde se duplicó la media española— y el SI ganó, con el 94,2% de los votos. El NO solo consiguió el respaldo del 2,6 % de los votantes y hubo un 3% de votos en blanco. Para conseguir ese resultado el gobierno contó además con toda la maquinaria administrativa y política del Estado, empezando por los cincuenta gobernadores civiles. Otro factor que pudo influir en el resultado fue la inquietud provocada por el secuestro de Antonio María de Oriol, presidente del Consejo de Estado, perpetrado por los GRAPO cuatro días antes de celebrarse el plebiscito.
La Reforma política, e implícitamente la Monarquía y su gobierno, quedaban así legitimados por el voto popular. A partir de ese momento, ya no tenía sentido la reivindicación de la oposición de que se formara un gobierno de «amplio consenso democrático». Será el gobierno de Suárez el que asumirá la tarea que la oposición había asignado a ese gobierno: convocar elecciones generales.Felipe González, líder del PSOE, declaró que la oposición democrática tenía que superar «la dialéctica del todo o nada» y participar en el proceso diseñado por aquel.
Asumiendo que la iniciativa política había pasado al gobierno de Suárez,La última semana del mes de enero de 1977 —la semana trágica de la transición o los Siete días de enero— fue el momento más delicado de la transición antes de las elecciones ya que los franquistas del búnker se propusieron detener el proceso de cambio creando un clima de pánico que justificara la intervención del Ejército. La primera provocación se produjo el 23 de enero en la Gran Vía de Madrid, cuando un estudiante, Arturo Ruiz, que participaba en una manifestación proamnistía era asesinado por unos matones del grupo de extrema derecha Fuerza Nueva —el capitán general de Madrid en funciones Jaime Milans del Bosch había ordenado el día antes que se alertase a una compañía de Operaciones Especiales por si las fuerzas de orden público se veían desbordadas— . Al día siguiente, 24 de enero, en la manifestación de protesta por el crimen murió una de los participantes, María Luz Nájera, a causa de un bote de humo lanzado por la policía antidisturbios, y por la noche se produjo el hecho más grave: pistoleros «ultras» irrumpieron en el despacho de unos abogados laboralistas vinculados a «comisiones obreras» y al Partido Comunista, sito en la calle de Atocha de Madrid, y pusieron contra la pared a ocho de ellos y a un conserje, disparando a continuación. Cinco miembros del bufete murieron en el acto y otros cuatro fueron gravemente heridos. Entre los asesinos había dos jóvenes vinculados a Fuerza Nueva.
Pero la Matanza de Atocha de 1977 no consiguió el objetivo de crear un clima que evocara la guerra civil sino que por el contrario levantó una ola de solidaridad con el Partido Comunista, que congregó en la calle a una multitud ordenada y silenciosa para asistir al entierro de los militantes comunistas asesinados. El Ejército, por tanto, no tuvo ningún motivo para intervenir y ni siquiera el gobierno decretó el estado de excepción, como pretendía la extrema derecha. Como ha señalado Santos Juliá, «la conquista de la legalidad por el PCE que todos, excepto ellos mismos, habían dejado para después de las elecciones, avanzó aquella tarde más que en los dos años anteriores: ese entierro destruyó la imagen del comunista como alguien excluido de la nación, un extranjero, el enemigo, que la Dictadura había construido durante años. Aquel día, la legitimidad simbólicamente alcanzada se convirtió en el más sólido soporte para conseguir la legalidad».
En plena crisis irrumpieron los GRAPO, que como la extrema derecha —pero por razones contrarias— también querían detener el proceso de transición política, y secuestraron por la mañana del mismo día de la «matanza de Atocha» al presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, general Emilio Villaescusa Quilis —mientras todavía mantenían secuestrado a Antonio María de Oriol, presidente del Consejo de Estado— y el 25 asesinaron a dos policías y un guardia civil. Pero tampoco en esta ocasión ni el gobierno Suárez ni el Ejército cayeron en la provocación. Sin embargo, durante el funeral por los policías asesinados, celebrado el 29 de enero, se produjeron unos graves incidentes durante los cuales fue increpado el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente del gobierno. Cuando salían los féretros del Hospital Militar Gómez Ulla un grupo de civiles y de militares comenzaron a cantar el himno de Infantería, lo que dio lugar a que Gutiérrez Mellado ordenara: «Todo el que lleve uniforme, firmes, y el que sepa y quiera que rece». Lo que fue contestado inmediatamente por el capitán de navío Camilo Menéndez (implicado más adelante en el 23-F): «Por encima de la disciplina está el honor». A continuación se produjo un forcejeo y se pudieron escuchar varios gritos en contra del gobierno y de la democracia (el capitán Menéndez solo sería sancionado por falta leve). El 11 de febrero serían liberados los dos secuestrados, Villaescusa y Oriol, en una operación de la policía dirigida por un conocido comisario franquista, Roberto Conesa.
La crisis de los «siete días de enero» produjo el efecto contrario de los que pretendían desestabilizar el sistema pues se aceleró el proceso de negociación entre el gobierno y la oposición y de legalización de los partidos políticos y el 18 de marzo se publicó el decreto-ley que regularía las elecciones.Tribunal de Orden Público, al Movimiento Nacional, a la Organización Sindical Española, etc. El 1 de abril un decreto estableció la libertad sindical. En los dos meses siguientes el gobierno ratificó los pactos internacionales sobre derechos humanos y libertades civiles.
Asimismo continuó el proceso de desmantelamiento de las instituciones franquistas, sin llevar a cabo ningún tipo de depuración de sus funcionarios, que pasaron a otros organismos del Estado, manteniendo la misma categoría y sueldos —«la reforma consistía en desmantelar el régimen conservando la Administración», afirma Santos Juliá—. Así, las Cortes franquistas quedaron disueltas para siempre y sucesivos decretos y leyes fueron poniendo fin alLa demostración de orden y de disciplina del PCE durante el entierro de los cuatro abogados laboralistas y un administrativo asesinados en el atentado de la calle de Atocha de Madrid en la última semana de enero, puso en evidencia que la transición política no sería creíble ni real si se dejaba fuera al Partido Comunista de España. Todo esto obligó al gobierno a replantearse su postura de legalizar al PCE después de las elecciones —tal como se había comprometido Adolfo Suárez en la reunión mantenida con la cúpula militar el 8 de septiembre del año anterior—. Además el PCE intentó por todos los medios forzar al gobierno a tomar una decisión. Tras la presentación pública en Roma del Comité Central del partido, hasta entonces clandestino, su secretario general Santiago Carrillo entró en España para a continuación pasearse tranquilamente por las calles de Madrid y ofrecer una rueda de prensa rodeado de la dirección del PCE, hasta que el 22 de diciembre fue detenido por la policía, junto con otros miembros del comité ejecutivo. El gobierno acabó poniendo en libertad a Carrillo a los pocos días —aunque también barajó la opción de expulsarlo del país—.
En cuanto Carrillo abandonó la clandestinidad la prensa de extrema derecha había lanzado una dura campaña contra él aludiendo a su presunta responsabilidad en la matanza de Paracuellos. El 3 de enero de 1977 el diario El Alcázar dedicaba sus cinco primeras páginas a publicar la lista de los «mártires de Paracuellos del Jarama» y el día 10 Alfonso Paso publicaba un artículo en el que calificaba a Carrillo de «pregonero del fascismo comunista, asesino y pies planos». En los días siguientes se publicaron más artículos bajo el título «Las matanzas de Carrillo» y sobre «La dominación roja en España». El 22 de enero Fuerza Nueva titulaba en portada «Carrillo, asesino de 1500 militares» (dos días después tenía lugar la matanza de Atocha en la que participaron dos miembros de Fuerza Nueva; todas las víctimas, cinco asesinados y cuatro heridos de gravedad, eran militantes del Partido Comunista de España).
En aquel momento el PCE no consiguió ser legalizado pero su secretario general pudo convocar una rueda de prensa junto con los otros dos líderes eurocomunistas, el francés Georges Marchais y el italiano Enrico Berlinguer. El 27 de febrero Suárez y Carrillo se entrevistaron en secreto en el domicilio del periodista José Mario Armero, que hasta entonces había hecho de intermediario entre el presidente y el secretario general del PCE, alcanzando un entendimiento que duraría el resto de la transición. Según Julio Gil Pecharromán, el compromiso al que se llegó fue que el PCE frenaría la presión popular en la calle a cambio de su próxima legalización. Según este mismo historiador el rey estaba a favor de la legalización y había enviado un representante suyo a Bucarest para que se entrevistara con Ceaucescu, muy amigo de Santiago Carrillo, y sondear un posible acuerdo.
El gobierno remitió la posible legalización del PCE al Tribunal Supremo para que este dictaminara si según los estatutos que habían presentado se trataba de un grupo político «totalitario» —lo que haría imposible su inscripción en el registro de partidos—, pero el alto tribunal le devolvió el expediente al gobierno para que este decidiera. En aquel momento las encuestas de opinión arrojaban un resultado favorable a la legalización (un 45% a favor frente a solo un 17% en contra).
Por fin, el 9 de abril, aprovechando que medio país estaba de vacaciones de Semana Santa, el presidente Suárez tomó la decisión más arriesgada de toda la transición: legalizar al PCE. Ese día, Sábado Santo, los comunistas salieron a la calle con sus banderas rojas para celebrar que después de treinta y ocho años volvían a ser un partido legal en España. Las reacciones negativas se produjeron a partir del lunes 11. Manuel Fraga calificó la decisión de Suárez como «un verdadero golpe de Estado», aunque poco después rectificó. FE de las JONS habló de «fraude histórico, político y jurídico... [que] pone en gravísimo peligro la convivencia nacional y la paz entre los españoles». El ultraderechista Juan García Carrés (implicado más tarde en el 23-F) manifestó: «Se ha traicionado a España y a todos aquellos que murieron en nuestra cruzada». La reacción más grave fue la de las Fuerzas Armadas. El ministro de Marina, almirante Gabriel Pita da Veiga, dimitió y el gobierno tuvo que recurrir a Pascual Pery Junquera, un almirante de la reserva, para cubrir su puesto, ya que ninguno en activo quiso sustituirle. El Consejo Superior del Ejército de Tierra, que se reunió con carácter de urgencia el martes 12, expresó su acatamiento «en consideración a los intereses nacionales de orden superior», aunque no se abstuvo de expresar su opinión contraria. Algunos otros altos mandos militares manifestaron su opinión de que Suárez les había «mentido» en la reunión que habían tenido con él el 8 de septiembre y que les había «traicionado».
El ministro del Ejército, teniente general Félix Álvarez-Arenas Pacheco (que no presidió la reunión del Consejo Superior del Ejército, sino que lo hizo en su lugar el Jefe del Estado Mayor, el teniente general José Miguel Vega Rodríguez, que fue quien se entrevistó con Suárez), declaró que se le había mantenido «sin información y marginado» y envió una nota a todos los oficiales y suboficiales del Ejército en la que se hacía eco de la «profunda y unánime repulsa» del Ejército por la legalización del PCE, «hecho consumado que admite disciplinariamente». Ese mismo jueves, 14 de abril, el Gabinete de Prensa del Ministerio del Ejército hacía pública una nota en la que se daba cuenta de los acuerdos tomados en la reunión del Consejo Superior del Ejército. En ella se decía que «la legalización del PC ha producido una repulsa general en todos las unidades el Ejército. No obstante, en consideración a intereses nacionales de orden superior, admite disciplinadamente el hecho consumado». Y a continuación se decía: «El Consejo estima debe informarse al Gobierno de que el Ejército, unánimemente unido, considera obligación indeclinable defender la unidad de la Patria, su Bandera, la integridad de las instituciones monárquicas y el buen nombre de las Fuerzas Armadas». Al día siguiente, viernes 15 de abril, todos los periódicos publicaban la nota pero el diario ultraderechista El Alcázar la publicaba en primera página con el titular «La declaración del Consejo Superior del Ejército. Advertencia al Gobierno» y añadiendo dos párrafos, que constituían, según el diario, la «versión oficiosa» de lo acordado por el Consejo Superior del Ejército. Los dos párrafos añadidos decían lo siguiente:
Al día siguiente, sábado 16 de abril, la nota publicada por El Alcázar era desautorizada por el ministerio del Ejército (y el propio ministro rectificaba la nota interna con un nuevo contenido conciliador). Cuatro días después eran destituidos los dos militares adscritos a la Sección Militar y Técnica del ministerio responsables de haber difundido la «versión oficiosa», el general de brigada Manuel Álvarez y el teniente coronel Federico Quintero. Además el diario El Alcázar fue obligado a rectificar su información por orden del Ministerio de Información y Turismo. En un documento confidencial elaborado por los servicios de información del Ejército sobre los «estados de opinión» de las unidades militares de la I Región Militar se decía que existía «una total indignación ante la sensación de haber sido engañados» por el presidente del Gobierno.
Así pues, la legalización del PCE se convirtió en un «punto neurálgico de la transición», como lo ha llamado Santos Juliá, porque «fue la primera decisión política de importancia tomada en España desde la guerra civil sin contar con la aprobación del ejército y contra su parecer mayoritario».bandera rojigualda, y las banderas republicanas desaparecieron de sus mítines. El 13 de mayo aterrizaba en Madrid el avión procedente de Moscú que llevaba a bordo a Dolores Ibárruri, la Pasionaria, que volvía a España después de un exilio de 38 años.
El Partido Comunista como contrapartida tuvo que aceptar la Monarquía como forma de gobierno y laEl 8 de abril de madrugada, un día antes de la legalización del PCE, se había procedido a retirar el enorme yugo y flechas, emblema de la Falange, de la fachada del edificio de la Secretaría General del Movimiento, sito en el número 44 de la madrileña calle de Alcalá. Esto se hacía en cumplimiento del decreto del 1 de abril, por el que el gobierno había puesto fin al Movimiento Nacional, el partido único de la dictadura franquista. Sus organismos políticos, incluido el cargo de ministro-secretario general del Movimiento, fueron suprimidos y los de carácter social o asistencial incorporados a la Administración del Estado (y sus burócratas convertidos en funcionarios). A finales de ese mismo mes de abril, el 28, fueron legalizados los sindicatos obreros, incluido Comisiones Obreras con fuertes vinculaciones con el Partido Comunista de España, y la franquista Organización Sindical Española (OSE) fue reconvertida en la Administración Institucional de Servicios Socioprofesionales (AISS) que no desapareció hasta 1986. El patrimonio de la OSE como el del Movimiento Nacional, pasó al Estado, incluidos sus medios de comunicación: 39 diarios, 40 emisoras de radio, 10 revistas y una agencia de prensa (Pyresa). Todos ellos constituyeron el organismo Medios de Comunicación Social del Estado (el 22 de abril el diario Arriba salía a la calle sin el yugo y las flechas). Meses antes había sido suprimido el franquista Tribunal de Orden Público «sustituido por una Audiencia Nacional para juzgar delitos de terrorismo y otros de ámbito estatal».
El 14 de mayo, al día siguiente de la llegada a Madrid de la Pasionaria, don Juan de Borbón cedía sus derechos a la Corona española a su hijo, el rey Juan Carlos I. A finales de ese mes de mayo Torcuato Fernández Miranda, «artífice importante de la transición como presidente de las Cortes», presentaba la dimisión de su cargo, lo que «pareció indicar el comienzo de una nueva etapa política».
El País Vasco se mantuvo, a lo largo de todo este periodo, en plena ebullición política. Las reivindicaciones de amnistía política, en especial la semana proamnistía del 8 al 15 de mayo en la que murieron siete personas por la represión, obligaron a Adolfo Suárez a irla concediendo en distintas etapas hasta llegar a la amnistía total de octubre de 1977 aprobada por las Cortes democráticas salidas de las elecciones de junio.
El 18 de marzo de 1977 el gobierno promulgó el decreto-ley que regulaba las elecciones que se iban a celebrar en junio. Para el Congreso de los Diputados establecía un sistema electoral de representación proporcional corregido —por la aplicación del sistema D'Hont y la fijación de un mínimo de dos diputados por provincia, lo que favorecía a las zonas rurales en detrimento de las zonas urbanas e industriales más pobladas— y listas cerradas y bloqueadas; para el Senado un sistema electoral mayoritario y de listas abiertas, en el que 41 escaños, de los 207, no eran elegibles sino que serían designados directamente por el rey. Dos meses después habían solicitado su inscripción en el registro 111 partidos, de los que fueron legalizados 78. La prensa empezó a hablar de sopa de siglas.
Por la izquierda, el panorama estaba dominado por los dos partidos históricos, el PSOE y el PCE. El primero mucho menos implantado, había podido realizar su XXVII Congreso dentro de España en diciembre de 1976 después de cuarenta años, gracias a la tolerancia del gobierno pues aún no había sido legalizado. El PSOE se reafirmó en ese Congreso como un partido socialista marxista y republicano, aunque el programa inmediato que propugnaba era moderado —poner en marcha una serie de reformas sociales y económicas que permitieran alcanzar los niveles de bienestar y de protección social que gozaban los europeos del norte de Europa, después de bastantes años de gobiernos socialdemócratas—. En el Congreso, celebrado bajo el lema Socialismo es libertad y al que asistieron importantes líderes socialistas europeos como Willy Brandt y Olof Palme, se ratificó el liderazgo del grupo sevillano encabezado por Felipe González y Alfonso Guerra.
Pero disputándoles el «espacio socialista» al PSOE se encontraba el Partido Socialista Popular del profesor Enrique Tierno Galván además de otros partidos socialistas de ámbito «regional» —entre los que destacaba el Moviment Socialista de Catalunya— que formaban la Federación de Partidos Socialistas (FPS), que al final optarían por presentar candidaturas conjuntas de Unidad Socialista PSP-FPS, en lugar de integrarse en el PSOE, que se negó a formar coalición con ellos.
Por su parte el PCE, el partido antifranquista hegemónico, había abandonado el marxismo-leninismo y su dependencia del Partido Comunista de la Unión Soviética, y ahora defendía el llamado eurocomunismo, una vía democrática para alcanzar el socialismo −idea que compartía con los partidos comunistas italiano y francés−, aunque sin abandonar del todo el modelo leninista de la Revolución de octubre de 1917. Junto al PCE y disputándole el «espacio comunista» existía un numeroso grupo de pequeñas organizaciones y partidos de extrema izquierda que no fueron legalizados y que por tanto no pudieron presentarse a las elecciones bajo sus propias siglas —Movimiento Comunista, PCE (marxista-leninista), Partido del Trabajo de España, Liga Comunista Revolucionaria, Organización Revolucionaria de Trabajadores, Organización Comunista de España (Bandera Roja), etc.—.
Por otro lado, los partidos republicanos, con una escasa implantación, tampoco fueron legalizados y también tuvieron que presentarse a las elecciones camuflados —como fue el caso de la histórica Esquerra Republicana de Cataluña—.
En la derecha la situación era más confusa que en la izquierda. En la extrema derecha el búnker franquista aparecía muy fragmentado entre diversos grupos falangistas y Fuerza Nueva, que se presentó a las elecciones bajo la candidatura Alianza Nacional 18 de Julio. Entre los reformistas franquistas, Manuel Fraga Iribarne acabó liderando al sector que pensaba que la reforma de Suárez había ido demasiado lejos con la legalización del PCE y con la consideración de las nuevas Cortes como constituyentes. Así nació, en octubre de 1976, una coalición llamada Alianza Popular integrada por siete exministros franquistas, apodados por un sector de la prensa como los siete magníficos: Manuel Fraga, Laureano López Rodó, Federico Silva Muñoz, Cruz Martínez Esteruelas, Gonzalo Fernández de la Mora, Licinio de la Fuente y Enrique Thomas de Carranza. La pretensión de Fraga fue, según Javier Tusell, «vertebrar el franquismo sociológico». Un punto de vista que comparte Julio Gil Pecharromán.
Por su parte, los reformistas franquistas que apoyaban la reforma de Suárez fundaron en noviembre de 1976 un partido que llamaron Partido Popular —tomando el nombre de los partidos democristianos europeos—. El partido encabezado por Pío Cabanillas y José María de Areilza defendía la opción centrista «con el propósito de evitar la politización de la vida española en dos bloques antagónicos», según se decía en su manifiesto fundacional. De este partido surgió la idea de formar una gran coalición que acogiera también a los partidos de la oposición moderada —liberales de Ignacio Camuñas y Joaquín Garrigues Walker; democristianos de Fernando Álvarez de Miranda; socialdemócratas de Francisco Fernández Ordoñez—. Así fue como nació la coalición que finalmente se llamó Unión de Centro Democrático (UCD), a cuyo frente se pusieron el propio Suárez y los principales ministros de su gobierno —los hombres del presidente—, desplazando a los fundadores del Partido Popular —José María de Areilza fue obligado a abandonarlo— . Los únicos partidos de la oposición democrática moderada que no se integraron en la operación de UCD fueron los democristianos de Izquierda Democrática de Joaquín Ruiz Giménez y de Federación Popular Democrática de José María Gil Robles, aliados con dos partidos democristianos «regionales» (Unió Democrática de Catalunya y Unió Democràtica del País Valencià), que formaron el Equipo Demócrata Cristiano del Estado Español. Tampoco se integraron en UCD los nacionalistas vascos del PNV ni los nacionalistas catalanes de la Convergència Democràtica de Catalunya, liderada por Jordi Pujol.
Las elecciones se celebraron el 15 de junio de 1977 sin que se produjera ningún incidente y con una participación muy alta, cercana al 80% del censo. La victoria fue para UCD, aunque no consiguió alcanzar la mayoría absoluta en el Congreso de Diputados —obtuvo el 34 % de los votos y 165 escaños: le faltaban 11 para la mayoría absoluta—. La razón de su éxito se relacionó entonces con que la coalición liderada por Suárez había conseguido capitalizar la enorme popularidad del presidente y las enormes ventajas que le concedió el único canal de televisión que entonces existía en España (TVE), así como los generosos créditos que le concedieron los bancos para financiar la campaña electoral.
El segundo triunfador fue el PSOE que se convirtió en el partido hegemónico de la izquierda —al conseguir el 29,3% de los votos y 118 diputados— desbancando por amplio margen al PCE —que obtuvo el 9,4% de los votos y se quedó en 20 diputados— a pesar de que era el partido que había soportado el mayor peso en la lucha antifranquista —también quedó desbancado el PSP de Tierno Galván que solo obtuvo seis diputados y el 4% de los votos—. El otro gran derrotado de las elecciones, junto con el PCE, fue la Alianza Popular de Fraga que solo obtuvo el 8,3% de los votos y 16 diputados —13 de los cuales habían sido ministros con Franco—
, aunque el descalabro mayor lo padeció la democracia cristiana de Ruiz Giménez y Gil Robles que no obtuvo ningún diputado. Una de las razones del fracaso de la democracia cristiana fue que la jerarquía de la Iglesia católica no la apoyó; otra fue que su programa no conectó con su electorado potencial. Por otro lado, ni la extrema derecha —que solo obtuvo en conjunto 192.000 votos— ni la extrema izquierda consiguieron representación parlamentaria. Tras las elecciones se dibujó un sistema de partidos llamado de «bipartidismo imperfecto», donde dos grandes partidos o coaliciones (UCD y PSOE), que se situaban hacia el «centro» político, habían recogido el 63% de los votos y se repartían más del 80% de los escaños (283 de 350), y otros dos partidos o coaliciones se situaban, con mucho menores apoyos, en los extremos —AP en la derecha, PCE en la izquierda—. La excepción al bipartidismo imperfecto la constituyeron el País Vasco, donde el PNV consiguió 8 escaños, y Cataluña donde el Pacte Democràtic per Catalunya encabezado Jordi Pujol obtuvo 11.
Suárez decidió gobernar en minoría, pues no podía formar coalición con Alianza Popular por sus resonancias franquistas, esperando lograr acuerdos puntuales con otras fuerzas políticas. Fue así como nació el consenso, «nuevo vocablo que se incorporaría desde entonces al léxico político castellano de la transición española a la democracia».
El presidente no esperó a la apertura de las Cortes para formar su primer gobierno elegido democráticamente. La composición del mismo guardó el equilibrio entre los diversos grupos que se habían integrado en UCD —Joaquín Garrigues Walker e Ignacio Camuñas, de los liberales; Landelino Lavilla, Marcelino Oreja, José Manuel Otero Novas e Íñigo Cavero, de los democristianos; Francisco Fernández Ordóñez y Juan Antonio García Díez, con el economista independiente Enrique Fuentes Quintana, propuesto por ellos, de los socialdemócratas—, aunque los puestos clave los reservó para personas de su confianza –Fernando Abril Martorell, Rodolfo Martin Villa, y el general Manuel Gutiérrez Mellado, que asumió la nueva cartera de Defensa, que unificaba los tres ministerios militares del franquismo, por lo que este general fue el único militar en el gobierno—.
La medida que los diputados de las Cortes recién elegidas consideraron más urgente fue la de promulgar una ley de amnistía total que pusiera en libertad a los presos que todavía quedaban en las cárceles por delitos «de motivación política», incluidos los «de sangre». Ley que no contó con el respaldo del franquismo sociológico representado por Alianza Popular, que finalmente se abstuvo al no considerarla «una buena medicina». Con esta ley se trataba de dar por acabada una reivindicación muy antigua de la oposición antifranquista, pero el problema que se le planteaba ahora es que esta amnistía también iba a amparar a las personas que hubieran cometido delitos durante la represión franquista —y que podrían ser denunciadas ahora que se gozaba de libertad— por lo que una vez aprobada la ley ya no se podrían pedir responsabilidades por las violaciones de los derechos humanos cometidas por los aparatos de represión de la dictadura. La izquierda favoreció esta especie de «pacto del olvido» —que no de amnesia colectiva, sino de «echar al olvido», según Santos Juliá— y el proyecto de Ley de Amnistía fue «presentado conjuntamente —signo de los tiempos— por los grupos centrista, socialista, comunista, minorías vasca y catalana, mixto y socialistas de Cataluña». El diputado comunista Marcelino Camacho, encarcelado durante la dictadura, lo explicó así: «(...) la primera propuesta presentada en esta Cámara ha sido precisamente hecha por la Minoría Parlamentaria del Partido Comunista y del PSUC el 14 de julio y orientada precisamente a esta amnistía. Y no fue un fenómeno de la casualidad, señoras y señores Diputados, es el resultado de una política coherente y consecuente que comienza con la política de reconciliación nacional de nuestro Partido(...) Nosotros considerábamos que la pieza capital de esta política de reconciliación nacional tenía que ser la amnistía. ¿cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borráramos ese pasado de una vez para siempre?». Y Xabier Arzalluz en nombre del PNV subrayó la lucha del pueblo vasco para alcanzar la amnistía y añadió que «la reconcialiación no debe admitir ningún protagonismo». En palabras de Santos Juliá esta amnistía fue planteada por la oposición franquista mucho antes del inicio de la transición y fue pensada por «quienes habiéndolo sufrido [la guerra civil y el franquismo], recitaron ese pasado como guerra fratricida» siendo a ellos a quienes se «debe la insistencia de echar al olvido el pasado de la guerra civil».
El 21 de diciembre de 1977 el gobierno de UCD suprimió la «fiesta del 18 de julio». Según Julio Gil Pecharromán, en aquel momento «muchos tuvieron la certeza de que Franco y el franquismo eran ya parte de la Historia de España».
El gobierno de Suárez no había abordado la crisis económica iniciada en 1974 debido a la prioridad concedida al proceso de transición política. El nuevo ministro de Economía Fuentes Quintana propuso la firma de un gran «pacto social» que compensara con mejoras sociales y algunas reformas jurídico-políticas, defendidas por el entonces ministro de Justicia Landelino Lavilla —que incluían la despenalización del adulterio o de los anticonceptivos— las duras medidas de ajuste que se tenían que tomar para estabilizar la economía y reducir la inflación, considerada como el principal problema: la reducción del déficit público y el establecimiento de la norma de que las subidas salariales se pactaran en función de la inflación prevista, no de la pasada como sucedía hasta entonces. La propuesta de pacto también tenía un componente político pues pretendía asegurar un clima de paz social suficiente para discutir la nueva Constitución.
La propuesta fue bien acogida por los partidos de la oposición —especialmente por el PCE, que abogaba por la formación de un gobierno de concentración nacional—Pactos de la Moncloa, llamados así por el lugar donde se llevó a cabo el acto de la firma —el palacio de La Moncloa, la nueva sede del gobierno en Madrid—. . Aunque los acuerdos afectaban directamente a la relación entre empresarios y trabajadores, ninguno de los dos sectores fueron consultados.
y todos ellos junto con UCD acabaron negociando y firmando el 27 de octubre de 1977 losEl resultado de los pactos fue que se logró estabilizar la economía y controlar la inflación −del 26,4% de 1977 se pasó al año siguiente al 16,5 —reforma fiscal que puso en marcha el ministro Francisco Fernández Ordóñez. En paralelo a la negociación de los Pactos, el sector empresarial que se encontraba huérfano de apoyos, empezó a organizarse, creándose en marzo de 1977 el Círculo de Empresarios y en junio la patronal CEOE. Sin embargo la conflictividad laboral no disminuyó y el número de huelgas continuó aumentando hasta alcanzar su punto culminante en 1979. Entonces comenzaron a descender gracias al Acuerdo Marco Interconfederal firmado en julio por UGT y por la recién creada patronal CEOE, y al que se opuso Comisiones Obreras.
, y a cambio se aumentó el gasto social —subsidio de desempleo, pensiones, gastos en educación y sanidad— gracias a laOtro problema urgente que el gobierno Suárez y las nuevas Cortes tuvieron que abordar fue la «cuestión regional», ya que las demandas de autogobierno por parte del Cataluña y del País Vasco no admitían más demoras. En el caso de Cataluña, el Consell de Forces Polítiques de Catalunya las venía reclamando desde su constitución en diciembre de 1975, y tras las elecciones todos los parlamentarios catalanes excepto uno pidieron al gobierno que restableciera el Estatuto de Autonomía aprobado por la República. Pero Suárez optó por contactar con el presidente de la Generalidad republicana en el exilio, Josep Tarradellas, con quien se entrevistó el 27 de junio y tras una ardua negociación este pudo regresar a Barcelona después de que el gobierno aprobara un decreto-ley de 29 de septiembre de 1977 que restableció «provisionalmente» la Generalidad aunque sin hacer referencia al Estatuto de 1932 y sin atribuciones específicas que fueran más allá de las propias de las diputaciones provinciales. Algunos parlamentarios catalanes recién elegidos criticaron el acuerdo entre Tarradellas y el gobierno porque no se restableció la autonomía de Cataluña, una cuestión que se dejaba para más adelante, una vez que se hubiera aprobado la nueva Constitución.
En el caso del País Vasco, Suárez intentó llegar al mismo acuerdo con el lendakari en el exilio Jesús María Leizaola pero este no aceptó, por lo que el gobierno tuvo que negociar con la Asamblea de Parlamentarios Vascos —integrada por 12 diputados de los partidos de ámbito estatal, y 8 del PNV y 1 Euskadiko Ezkerra—. Un primer obstáculo surgió cuando los diputados de UCD por Navarra, que ostentaban la mayoría en ese territorio, se negaron a integrarse en la Asamblea de Parlamentarios Vascos, al contrario de lo que hicieron los diputados por Navarra del PSOE y del PNV. Finalmente en diciembre de 1977 se constituyó el Consejo General Vasco, excluida Navarra, bajo la presidencia del socialista Ramón Rubial, aunque como en el caso de Cataluña tampoco fue restablecido el Estatuto de Autonomía aprobado por la República.
La concesión de un régimen de «preautonomía» a Cataluña y al País Vasco, alentó o «despertó» —en las regiones que carecían de tradición histórica en este aspecto, que eran la mayoría— los movimientos «autonomistas» que el gobierno canalizó procediendo a la constitución de órganos de preautonómicos en todas las regiones que lo reclamaran, aunque los límites de éstas dieron lugar a algunas tensiones, sobre todo con las que estaban constituidas por una única provincia, como Cantabria, La Rioja o la Región de Murcia. Según Javier Tusell el «despertar» autonomista fue obra «de la clase política dirigente que acabó transmitiéndola al resto de la sociedad». Por otro lado, como ha señalado Santos Juliá, «la forma puramente pragmática de atender las demandas autonómicas de todas las regiones dejó pendiente para después de la Constitución un cúmulo de problemas que acabarían por empañar el éxito obtenido por el gobierno en sus tratos con los nacionalismos históricos. Pues lo que estaba en discusión —pero nunca se discutió expresamente— con estos procesos era si la constitución final del Estado quedaría bajo la lógica federal o si las autonomías catalana y vasca -y tal vez gallega- recibirían un tratamiento especial. Finalmente se impuso, aún evitando la denominación, la lógica federalista...».
A pesar de que la Ley de Amnistía puso en libertad a todos los «presos vascos», ETA no solo no abandonó la «lucha armada» sino que incrementó el número de atentados terroristas —el mismo día de octubre de 1977 en el que las Cortes aprobaron la ley, ETA asesinó a tres personas y al año siguiente perpetró 71 atentados con el resultado de 85 muertos—, con lo que no se cumplieron en absoluto las expectativas de que una vez instaurada la democracia y lograda la «amnistía total» el terrorismo iría menguando hasta desaparecer. Las «acciones» de ETA encontraron cierta comprensión en el PNV y entre amplios sectores de la Iglesia vasca que, según Santos Juliá, acogió «como héroes y mártires de una causa sagrada a los militantes de ETA muertos en enfrentamientos con la policía o de resultas de la explosión de sus propios artefactos». Además, según Juliá, «la acción represiva de las fuerzas de policía y guardia civil contribuyó a crear en torno a ETA un amplio apoyo social entre la población joven» Así, según Javier Tusell, buena parte de la sociedad vasca consideraba a los militantes de ETA «como heroicos luchadores antifranquistas». Según una encuesta realizada a finales de los setenta, entre un 13% y un 16% de los vascos consideraba a los miembros de ETA como patriotas y entre un 29% y un 35% como idealistas.
El recurso a la violencia para alcanzar sus objetivos también fue utilizado por otros grupos nacionalistas, aunque ninguno logró «el nivel de profesionalidad y eficacia y el apoyo social que alcanzó ETA». Fue el caso del Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario, del grupo independentista catalán Terra Lliure y, más tarde, el del Exército Guerrilheiro do Povo Galego Ceive, aunque su actividad fue muy corta y reducida.
El GRAPO siguió actuando, aunque nunca llegó a contar con más de dos o tres grupos operativos, y tampoco desparecieron la actuaciones violentas de la extrema derecha, perpetradas por los Guerrilleros de Cristo Rey o por la Alianza Apostólica Anticomunista, copia de la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A, que contaron con la complicidad de sectores involucionistas de la policía.
Según la Ley para la Reforma Política las Cortes elegidas el 15 de junio de 1977 no tenían expresamente el carácter de constituyentes. Sin embargo, como la ley derogaba de hecho el resto de Leyes Fundamentales del Reino se hacía necesario elaborar una Constitución que las sustituyera, por lo que las Cortes se comportaron como si fueran constituyentes, aunque sin poner en cuestión la Monarquía. El gobierno Suárez pretendió elaborar por su cuenta un proyecto de Constitución que presentaría a las Cortes, pero la firme oposición de socialistas y comunistas le obligó a rectificar y aceptar la creación de una Comisión de Asuntos Constitucionales en el Congreso de Diputados que sería la encargada de elaborar el proyecto de Constitución que luego sería discutido en el pleno de la Cámara, para su posterior debate en el Senado. La Comisión a su vez nombró una ponencia de siete miembros para que presentara un anteproyecto. La formaban tres diputados de UCD —Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez Llorca y Gabriel Cisneros—, uno del PSOE —Gregorio Peces Barba—, uno del PCE-PSUC —Jordi Solé Tura—, uno de Alianza Popular —Manuel Fraga Iribarne— y uno por las minorías vasca y catalana —Miquel Roca i Junyent—.
Los socialistas cedieron uno de los dos puestos que les correspondían a Miquel Roca para que el nacionalismo catalán estuviera representado en la ponencia, pero por su parte UCD se negó a ceder al PNV uno de los tres que le pertenecían por lo que no hubo ningún representante del nacionalismo vasco en la misma,
aunque el PNV no estaba dispuesto a ceder en su aspiración a que fuera reconocida la «soberanía del pueblo vasco», con la que no estaba de acuerdo ningún otro grupo político. La ponencia realizó sus trabajos bajo la confidencialidad más estricta, a resguardo de la vista del público —al contrario de los sucedido con la Constitución de 1931—, lo que facilitó que se produjeran concesiones mutuas entre los diversos partidos para llegar a un texto constitucional que satisficiera a todos. Los ponentes se propusieron lograr un texto de consenso que fuera aceptable para las grandes fuerzas políticas para que cuando éstas se alternaran en el gobierno no tuvieran que cambiar la Constitución. Así pues, como ha señalado Javier Tusell, «a diferencia de lo sucedido en España en los años treinta, en los años setenta hubo un consenso generalizado sobre la necesidad de un texto constitucional que tuviera el apoyo de la inmensa mayoría de los grupos políticos. A él se llegó tras dieciocho meses y a través de un texto de más de 160 artículos. Pero el final feliz no debe hacer olvidar la dificultad de un proceso del que son testimonio tanto esa duración como la longitud de la Constitución». Mientras UCD cedió ante las demandas de la izquierda de un texto amplio en el que se reconocieran todos los derechos y libertades fundamentales, el PSOE y el PCE renunciaron a la forma republicana de Estado en favor de la monarquía sin que mediara la convocatoria de un plebiscito específico sobre el tema; en palabras de Santo Juliá en el PSOE el «implícito monárquico era viejo, de más de 30 años, pero junto a él siempre mantuvieron la explícita afirmación republicana» y el PCE «no puso obstáculo alguno a una definición que chocaba con su anterior historia» dedicándose en colaboración con Alianza Popular a que los poderes de la Corona fueran prácticamente nulos. El PSOE mantuvo formalmente su enmienda a favor de la República, pero cuando se produjo la votación de la misma se abstuvo, «una rebuscada fórmula que le permitía aceptar la monarquía… sin pronunciarse a favor de la misma», según el historiador David Ruiz.
Por otra parte, los partidos de ámbito estatal admitieron la propuesta del nacionalista catalán, Miquel Roca, de introducir el término nacionalidades en la Constitución, aunque fue rechazado por un sector de UCD y de AP cuando se produjeron las primeras filtraciones del anteproyecto. Uno de los momentos más críticos, que estuvo a punto de romper el consenso fue la discusión del artículo 27 relacionado con la cuestión religiosa, pero finalmente se llegaría a una redacción consensuada en la que se reconocía la «libertad de enseñanza» y la «libertad de creación de centros docentes» —y por tanto, el derecho de la Iglesia Católica a mantener sus centros religiosos—, pero se admitía que «los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos» —es decir, no solo los centros estatales, sino también los centros privados o religiosos subvencionados por el Estado—.
Otros temas conflictivos, como el derecho de huelga, el aborto, la pena de muerte, la intervención del Estado en la economía o las autonomías, fueron acordados mediante concesiones de uno y otro lado o mediante el recurso a redacciones ambiguas de los artículos, como ocurrió con el aborto —la propuesta socialista de «todas las personas tienen derecho a la vida» fue sustituida por «todos tienen derecho a la vida», lo que contentaba tanto a los antiabortistas de UCD, que en ese «todos» incluían al feto, como a los socialistas proabortistas, que no lo incluían—.
La ponencia acabó sus trabajos en abril de 1978 y la Comisión de Asuntos Constitucionales comenzó a debatir el anteproyecto el 5 de mayo. Pero la verdadera negociación la llevaron al margen de la comisión Fernando Abril Martorell en nombre de UCD y del gobierno y el vicesecretario general del PSOE Alfonso Guerra, que se reunieron en privado para consensuar los temas conflictivos, lo que permitió la rápida aprobación de los artículos del anteproyecto por centristas y socialistas que sumaban 30 diputados de un total de 36 miembros. El consenso se amplió a comunistas y a nacionalistas catalanes que aportaron sus propias propuestas, pero una parte de Alianza Popular y el PNV no se sumaron al mismo. Hubo un intento de última hora de Abril Martorell para que los nacionalistas vascos se sumaran al consenso proponiéndoles añadir una enmienda que aludiera a las libertades históricas, pero el PNV siguió exigiendo el reconocimiento de la soberanía nacional de los vascos, por lo que no se llegó a ningún acuerdo.
Un sector de Alianza Popular rechazó entre otras cosas la incorporación del término nacionalidades y el PNV no consideró suficiente como reconocimiento de los «derechos del pueblo vasco» lo que decía la disposición adicional primera: «La Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales. La actualización general de dicho régimen foral se llevará a cabo, en su caso, en el marco de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía».
Finalmente el 31 de octubre de 1978 fue votado en el Congreso y en el Senado el proyecto de Constitución. En el Congreso votaron a favor 325 diputados, 6 en contra —cinco diputados de AP y el diputado de Euskadiko Ezkerra— y 14 se abstuvieron —los 8 diputados del PNV, más 6 de AP y del grupo mixto—. En el Senado la apoyaron 226 senadores y votaron en contra 5. La Constitución obtuvo así un enorme respaldo parlamentario.
El 6 de diciembre de 1978 la Constitución fue sometida a referéndum, siendo aprobada por el 88% de los votantes, y rechazada por el 8%, con una participación del 67,11 % del censo, diez puntos inferior a la del referéndum sobre la Ley para la Reforma Política, de dos años antes. En el País Vasco la campaña abstencionista promovida por el PNV tuvo éxito por lo que allí la Constitución fue aprobada solo por el 43,6% del censo electoral. También fue en el País Vasco donde se registró un mayor porcentaje de votos negativos (el 23,5%). Una situación diferente a la de Cataluña, donde el nivel de participación fue similar al del resto de España, y los votos afirmativos superaron el 90%.
La constitución de 1978, a diferencia de la de 1931, ha sido la única constitución española que fue refrendada y apoyada por el pueblo español mediante referéndum.
Aprobada la Constitución, Adolfo Suárez decidió disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones. Las dos fuerzas políticas mayoritarias se habían reforzado en el año anterior —UCD convirtiéndose en partido político en su primer Congreso celebrado en octubre; el PSOE unificando el socialismo español al absorber al Partido Socialista Popular de Tierno Galván y a otros partidos socialistas de ámbito regional— y aspiraban a ganar. Por eso en la campaña electoral quedó enterrado el consenso y los ataques entre los dos partidos fueron frecuentes —en una intervención en televisión Suárez llegó a decir que lo que estaba en juego era «nada más y nada menos que la propia definición del modelo de sociedad en que aspiramos a vivir»—.
Una novedad de la campaña fue el papel preponderante que jugó la televisión para difundir los mensajes de los partidos en detrimento de los mítines cuyo número descendió drásticamente respecto de las elecciones de 1977,
aunque algunos historiadores lo atribuyen al «desencanto». El resultado de las elecciones no satisfizo a ninguno de los dos grandes partidos ya que las cosas quedaron como estaban en 1977. UCD volvió a ganar —obtuvo el 34,3% de los votos—, pero sin alcanzar la mayoría absoluta como pretendía —consiguió 168 diputados—, y el PSOE no mejoró sensiblemente sus resultados y siguió en la oposición —se quedó en el 30% de los votos y obtuvo solo tres diputados más, pasando de 118 a 121, a pesar de que había absorbido al PSP de Tierno Galván—. Lo mismo sucedió con AP —que se presentó bajo el nombre de Coalición Democrática y eliminó de sus candidaturas a los exministros franquistas, excluido Fraga— y el PCE, que tampoco ganaron posiciones —el PCE obtuvo el 10,6% de los votos y 23 escaños, mientras que AP bajaba al 5,6% y perdía 7 diputados, pasando de 16 a 9, un resultado que estuvo a punto de provocar que Fraga abandonara la política—. Además aumentó la abstención respecto a las de 1977 –pasó del 21 al 32 por ciento— atribuyéndose a lo que entonces se empezó a llamar el «desencanto» de los españoles con la clase política al no resolver los dos grandes problemas que más les preocupaban: la crisis económica y el terrorismo.
Se confirmaba el bipartidismo imperfecto —UCD y PSOE habían obtenido dos tercios de los votos y más del 80% de los escaños— pero los resultados ofrecieron algunas novedades respecto a 1977: los nacionalistas vascos radicales obtuvieron representación parlamentaria —Herri Batasuna, al que se consideraba "brazo político" de ETA-Militar, y Euskadiko Ezkerra, vinculada a ETA político-militar—; el Partido Socialista de Andalucía consiguió cinco diputados y otros partidos "regionales" como Unión del Pueblo Canario, Unión del Pueblo Navarro y Partido Aragonés Regionalista, uno cada uno; Esquerra Republicana de Cataluña, que pudo presentarse con sus propias siglas, también consiguió representación; y la candidatura de extrema derecha Unión Nacional encabezada por Blas Piñar obtuvo un escaño por Madrid.
Un mes después de las generales tuvieron lugar las primeras elecciones municipales desde la II República, que se saldaron esta vez con la victoria de la izquierda, que ocupó las alcaldías de la mayoría de las grandes ciudades gracias a los pactos postelectorales que suscribieron el PSOE y el PCE. Mientras los socialistas Enrique Tierno Galván y Narcís Serra ocupaban las alcaldías de Madrid y de Barcelona, respectivamente, el comunista Julio Anguita se convertía en el primer alcalde comunista de una gran ciudad española de toda su historia.
A partir de entonces, según David Ruiz, «la vida municipal cobraría enorme vigor», a pesar de los escasos medios económicos y personales con que contaban los ayuntamientos, «permitiendo el saneamiento y adecentamiento de los espacios urbanos, racionalizando la circulación en ellos y propiciando la recuperación de tradiciones y fiestas populares».
No conseguir la victoria en las elecciones generales supuso una profunda decepción en el seno del PSOE y abrió el debate interno sobre cómo conseguirla. El sector más a la izquierda del partido abogaba por abandonar la contemporización con la derecha, mientras que la dirección defendía que la asunción de una política radical alejaría al partido de la posibilidad de alcanzar el poder. Para ello se debía eliminar la definición del PSOE como un partido «marxista». La confrontación de las dos posturas se produjo en el XXVIII Congreso del PSOE que se celebró en mayo de 1979, solo un mes después de haberse celebrado las elecciones municipales, y que abrió una grave crisis.
En el Congreso la mayoría de los delegados se opuso a la propuesta de la dirección de eliminar el marxismo de la definición del partido —un partido «de clase, de masas, marxista y democrático» se había acordado en el Congreso de Suresnes—, como ya habían hecho la mayoría de los partidos socialistas europeos durante las dos décadas anteriores, con el argumento de que la renuncia al marxismo era un requisito imprescindible para poder ganar las elecciones. En cuanto se conoció el resultado de la votación el secretario general Felipe González y el resto del comité ejecutivo presentaron la dimisión. Sin embargo, los socialistas que habían defendido el mantenimiento del marxismo, encabezados por Luis Gómez Llorente, Francisco Bustelo y Pablo Castellano no presentaron una candidatura alternativa a la dirección del partido, por lo que se tuvo que nombrar una comisión gestora hasta la celebración de un Congreso Extraordinario pasado el verano. Como ha señalado Javier Tusell, la «indigencia estratégica de la izquierda del partido» —al no haber previsto la dimisión de González— tuvo como consecuencia la exaltación del secretario general dimitido, provocando «entre los militantes una especie de sentimiento de orfandad».
En el Congreso Extraordinario celebrado en septiembre de 1979 Felipe González fue aclamado por los delegados y el marxismo fue eliminado de la definición del partido —a partir de entonces se definió como «de clase, de masas, democrático y federal» que «asume el marxismo como un instrumento teórico, crítico y no dogmático, para el análisis de la realidad social, recogiendo las distintas aportaciones, marxistas y no marxistas, que han contribuido a hacer del socialismo la gran alternativa emancipadora de nuestro tiempo y respetando plenamente las creencias personales»—Alfonso Guerra —de hecho el número de delegado pasó de unos mil a algo más de cuatrocientos— . El resultado fue el reforzamiento del liderazgo de Felipe González y la culminación de la «refundación» del PSOE iniciada cinco años antes en el Congreso de Suresnes y propiciada por los grandes partidos socialistas europeos. Solventada la crisis el PSOE endureció su campaña de oposición al gobierno de UCD y en especial a su presidente. Felipe González llegó a elogiar a Manuel Fraga, a quien «le cabía el Estado en la cabeza», para zaherir a Suárez.
. Según David Ruiz, el cambio que se produjo entre un Congreso y otro se debió a la modificación que se introdujo en los estatutos del partido en el sentido de primar las delegaciones provinciales sobre las locales, lo que permitió un mayor control de la elección de los delegados por parte del aparato del partido dirigido por el número dos del PSOEEl cambio ideológico del PSOE también se debió a que a diferencia de los años treinta la mayoría de sus afiliados ya no eran obreros industriales y ahora contaba con apoyos importantes entre las clases medias.
Como en 1977 Suárez optó por formar un gobierno en minoría que recurriría a acuerdos puntuales con las diferentes fuerzas políticas, especialmente los andalucistas y el resto de regionalistas, para sacar adelante sus proyectos de ley; Suárez rehuyó el debate de investidura, «lo que suponía un testimonio de sus temores a la actuación ante el Congreso».
La cuestión más urgente que tuvo que abordar fue la «autonómica», pues tanto catalanes como vascos reclamaban la tramitación inmediata de sus respectivos proyectos de estatuto, el de Sau y el de Guernica.
En el verano de 1979 Suárez negoció con el nuevo presidente del Consejo General Vasco, el nacionalista vasco Carlos Garaikoetxea, el Estatuto del País Vasco, alcanzando un acuerdo, lo que constituyó un enorme éxito ya que se entendió que era la vía por la que el PNV se incorporaba a la Constitución. En el texto final se reconoció un amplio nivel de autogobierno, con la creación de una policía propia, por ejemplo, y se restablecieron los conciertos económicos. El 25 de octubre fue sometido a referéndum en el que participó el 59,7% del censo, resultando aprobado por una amplísima mayoría.
También culminó con éxito la negociación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, que obtuvo un nivel similar de autogobierno —aunque allí no se aplicaría el régimen de conciertos— y unas instituciones propias similares. Fue sometido a referéndum el mismo día que el del País Vasco, resultando aprobado con una participación electoral similar a la del referéndum vasco.
Poco después se celebrarían las primeras elecciones a los parlamentos respectivos, que dieron la victoria a los nacionalistas del PNV en el País Vasco —con Carlos Garaikoetxea como nuevo lendakari— y a los nacionalistas de Convergència en Cataluña —con Jordi Pujol como nuevo Presidente de la Generalidad—.
La aprobación de los Estatutos vasco y catalán —y la discusión del gallego— disparó las expectativas autonómicas de muchas regiones para acceder a la autonomía por la vía rápida del artículo 151 de la Constitución y alcanzar así el mayor nivel de competencias posible desde el primer momento y tener un Parlamento y un tribunal de Justicia propios —lo que por la vía lenta del artículo 143 solo se conseguiría después de cinco años de autonomía—. Ante la perspectiva de que se desencadenara un «carrusel» de referéndums autonómicos el gobierno decidió «racionalizar» el proceso.
El problema se planteó en Andalucía donde ya se habían dado los primeros pasos que establecía el artículo 151 —las ocho diputaciones y tres cuartas partes de los municipios habían solicitado el Estatuto— por lo que el gobierno se vio obligado a convocar el referéndum autonómico recomendando al mismo tiempo la abstención de los votantes, lo que motivó la dimisión del ministro de cultura, el andaluz Manuel Clavero Arévalo. El PSOE y los andalucistas del PSA, en cambio, hicieron campaña a favor del sí. El referéndum se celebró el 28 de febrero de 1980 y el resultado fue que la iniciativa autonómica fue aprobada por la mayoría absoluta de los electores censados en las 8 provincias andaluzas, excepto en la de Almería, lo que supuso un desastre para el gobierno y para UCD. El beneficiario fue el PSOE que a partir de entonces se convirtió en la fuerza política hegemónica en Andalucía.
El revés que sufrió UCD en Andalucía se sumó a la derrota en las elecciones municipales y en las autonómicas de Cataluña y el País Vasco. A ello se añadió el agravamiento de la situación económica a consecuencia de la «segunda crisis del petróleo» de 1979 —se superó el millón de parados—, el recrudecimiento de las acciones terroristas de ETA que en 1979 y 1980 marcaron el punto álgido de su actividad —174 muertos en atentados perpetrados por ETA en esos dos años, buena parte de ellos militares.—, el creciente «desencanto» ciudadano, etc.
Todo esto acabó acentuando las diferencias políticas entre los grupos que integraban UCD sobre diversos temas, como la política exterior —Suárez pareció que pretendía integrar a España en el bloque de los países no alineados y no en la OTAN—, la educativa —sobre la financiación de los colegios privados religiosos—, el divorcio —a cuya legalización se oponía el sector democristiano al igual que la Iglesia Católica—, la autonomía universitaria, la televisión privada, etc. Estas discrepancias provocaron la apertura de una crisis de gobierno a mediados de abril de 1980 que se saldó con la formación de uno nuevo cuyo hombre fuerte era el amigo del presidente, Fernando Abril Martorell.
Cuando a principios de mayo el nuevo gobierno iba a ser presentado en las Cortes, el PSOE, superada ya su crisis interna, presentó una moción de censura en la que Felipe González se ofrecía como alternativa de gobierno con un programa de consolidación de la democracia y de reformas sociales. Aunque no consiguió que la moción de censura saliera adelante —lo que era previsible dada la correlación de fuerzas que existía en el Congreso de Diputados—, Felipe González salió muy fortalecido y pasó a ser el líder político mejor valorado en todas las encuestas de opinión, desbancando por primera vez a Adolfo Suárez que ocupaba ese puesto desde 1976. El debate de la moción de censura celebrado el 30 de mayo fue retransmitido por televisión a todo el país y el PSOE se confirmó desde entonces como una verdadera alternativa de gobierno. Las encuestas colocaron ya al PSOE por delante de UCD en intención de voto.
Suárez salió muy debilitado de la moción de censura socialista —«la opinión pública interesada pudo contemplar en directo el calamitoso estado político en que se encontraba el presidente Suárez, mientras Felipe González alcanzaba momentos estelares en sus intervenciones», afirma David Ruiz—Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón se impusiera al del gobierno, por 103 votos contra 45.
lo que fue aprovechado por los barones de su propio partido para imponerle la participación en el gobierno. Así es como se formó en septiembre de 1980 el tercer gobierno de Suárez desde las elecciones de 1979 y del que salió el anterior hombre fuerte Fernando Abril Martorell. Sin embargo, el sector democristiano no quedó satisfecho e inició «una rebelión en toda regla», según Santos Juliá, como se pudo comprobar durante la elección del nuevo portavoz del grupo parlamentario en el Congreso de Diputados en el que lograron que su candidatoLa elección de Herrero de Miñón puso en evidencia la debilidad de Suárez dentro de su propio partido, lo que coincidió con un deterioro de la situación económica, un brutal incremento de los atentados terroristas de ETA —en solo dos semanas de octubre fueron asesinados tres policías, tres guardias civiles, un militar, dos civiles y un miembro de la ejecutiva de UCD en Guipúzcoa—, y los rumores sobre una posible intentona del Ejército, que era alentada desde ciertos periódicos —como el colectivo «Almendros» que escribía en el ultraderechista El Alcázar— y que ponían como ejemplo el golpe de Estado militar que acababa de triunfar en Turquía. Los socialistas propusieron entonces la formación de un gobierno de concentración presidido por una personalidad independiente —dos miembros de la dirección del PSOE mantuvieron una entrevista con el general Alfonso Armada en la que este les propuso la formación de un gobierno de coalición presidido por él— y el denominado sector crítico presentó un documento a debatir en el próximo II Congreso de UCD en el que exigían mayor democracia interna en el partido, lo que equivalía a cuestionar el liderazgo de Suárez. Lo que pretendía en última instancia este "sector crítico" era que UCD abandonara sus veleidades "izquierdistas" y formara un gobierno de coalición con la Alianza Popular de Manuel Fraga.
El 29 de enero de 1981, el mismo día en que estaba previsto que comenzara el II Congreso de UCD en Mallorca pero que había sido suspendido a causa de una huelga de controladores aéreos, Adolfo Suárez hizo pública por televisión su decisión de dimitir de la presidencia del gobierno y del partido. La justificó con la enigmática frase: «No quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la vida de España».Leopoldo Calvo Sotelo, vicepresidente del gobierno y número dos del partido, como candidato a la presidencia del gobierno.
Dos días después Suárez reunió a los barones de UCD que acordaron proponer aLa crisis política que vivía el país se agudizó cuando se conoció que ETA había asesinado a José María Ryan, ingeniero industrial de la central nuclear de Lemóniz que había sido secuestrado unos días antes, y que coincidió con la muerte por torturas en el Hospital Penitenciario de Carabanchel del presunto etarra José Ignacio Arregui. También alimentó la tensión las muestras de rechazo que recibieron los reyes por parte de los representantes de Herri Batasuna cuando visitaron la Casa de Juntas de Guernica junto al lendakari Carlos Garaikoetxea.
El 22 de febrero, Calvo Sotelo sometió su programa de gobierno a la aprobación del Congreso de Diputados pero no alcanzó la mayoría absoluta, por lo que habría que volver a repetir la votación al día siguiente, y entonces bastaría con la mayoría simple para obtener la investidura de la Cámara. Suárez hasta ese momento seguiría siendo presidente del gobierno en funciones.
El 23 de febrero de 1981, un grupo de guardias civiles armados encabezados por el teniente coronel Antonio Tejero irrumpieron en el hemiciclo del Congreso de Diputados presidido por Landelino Lavilla cuando se estaba produciendo la segunda votación de la investidura de Calvo Sotelo como nuevo presidente del Gobierno. Tejero era un militar conocido por haber participado años antes en una conspiración involucionista llamada Operación Galaxia que pretendía tomar al asalto el Palacio de la Moncloa y por la que solo fue sancionado con un arresto de siete meses. Después de disparar al aire, de ordenar «¡al suelo todo el mundo!» y de intentar derribar al teniente general Manuel Gutiérrez Mellado que se enfrentó a él, Tejero comunicó a los diputados que quedaban todos retenidos a la espera de la llegada de la «autoridad competente, militar por supuesto», como manifestó uno de los guardias civiles que estaban a sus órdenes.
De forma simultánea, el capitán general de la III Región Militar, Jaime Milans del Bosch, declaró el «estado de guerra» en su demarcación al grito de «¡Viva el Rey y viva siempre España!», estableció el toque de queda y ordenó que carros de combate ocuparan la ciudad de Valencia, sede la capitanía general. Milans también se puso en contacto con el resto de capitanes generales para que secundaran su iniciativa alegando que estaba a la espera de las órdenes del rey. Se iniciaba así un golpe de estado que llevaba meses preparándose y en el que confluyeron dos iniciativas diferentes. Una encabezada por el general Alfonso Armada, que pretendía formar un gobierno de concentración presidido por él, y otra encabezada por Milans del Bosch, y cuyo brazo ejecutor era el teniente coronel Tejero, que pretendía el establecimiento de una junta militar que asumiera el poder.
Cuando el rey tuvo noticias de lo que estaba ocurriendo, ordenó a todos los capitanes generales que permanecieran en sus puestos y que no sacaran las tropas a la calle, y a Milans del Bosch que mandara volver a sus cuarteles a los tanques y a los soldados que ocupaban Valencia. Asimismo respaldó la formación de un gobierno de emergencia integrado por los subsecretarios de los diferentes ministerios y presidido por el secretario de Estado para la Seguridad. Fue crucial que el capitán general de Madrid Quintana Lacazzi se negara a sumarse a la sublevación, lo que impidió que los conjurados pudieran hacerse con el control de la estratégica División Acorazada Brunete que tenía sus cuarteles muy cerca de Madrid, y que el general Gabeiras, jefe del Estado Mayor del Ejército, tampoco lo hiciera. Uno de sus colaboradores consiguió que las unidades militares que habían ocupado las instalaciones de TVE las abandonaran.
Mientras tanto, el general Armada, otro de los conjurados, pretendió que el rey le autorizara a presentarse en su nombre en el Congreso de Diputados, pero Juan Carlos I se negó. A pesar de ello Armada acudió al Congreso donde se entrevistó con Tejero, al que le explicó su plan para formar un gobierno de concentración presidido por él y le pidió que le dejara dirigirse a los diputados. Tejero se negó en redondo porque él quería un gobierno puramente militar.
A la una de la madrugada, el rey, vestido de capitán general como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, se dirigió al país condenando el golpe militar y defendiendo el sistema democrático. Fue «el momento decisivo para la derrota del golpe».
Dos horas más tarde Milans del Bosch ordenaba la retirada de sus tropas y a la mañana del día siguiente Tejero se rendía, siendo liberados el gobierno y los diputados. El golpe del «23-F» había fracasado. Poco después se convocaron manifestaciones de apoyo a la Constitución y en defensa de la democracia que fueron las más multitudinarias de las celebradas hasta entonces, alentadas por el hecho de que todos los ciudadanos habían podido contemplar por televisión lo que había sucedido en el hemiciclo del Congreso de los Diputados ya que los golpistas creyeron que las cámaras estaban apagadas cuando en realidad seguían grabando.
Según David Ruiz el 23-F fue «un episodio anacrónico» pero fue también un «acontecimiento capital de la Transición». «El desencanto político que había hecho acto de presencia tras el consenso constitucional… pareció disiparse repentinamente».
Leopoldo Calvo Sotelo fue investido presidente del gobierno por 185 votos a favor —los de su partido UCD y los de la minoría catalana y los andalucistas— y 158 en contra, después de rechazar la oferta de Felipe González de formar un gobierno de amplia base parlamentaria. La novedad principal que presentó el nuevo gobierno fue que no había en él ningún militar, por primera vez desde la República —el ministerio de Defensa lo ocupó Alberto Oliart—.
Calvo Sotelo se propuso hacer frente a los problemas que habían acuciado al gobierno anterior, y para ello buscó el acuerdo con el PSOE. En la cuestión militar lo encontró, y Felipe González aceptó que solo se juzgara a 32 de los más de 200 militares implicados en el golpe y a un solo civil. También le apoyó más adelante en el recurso que presentó el gobierno ante el Tribunal Supremo para que se agravaran las penas a que habían sido condenados por el tribunal militar que juzgó a los golpistas. Algunas de las penas impuestas inicialmente eran tan leves que hubieran permitido a los principales encausados seguir en el Ejército —el Supremo condenó a Tejero, a Armada y a Milans del Bosch a la pena máxima de treinta años de cárcel—. El PSOE también apoyó la Ley de Defensa de la Constitución dirigida a prevenir cualquier nueva intentona de golpe de Estado y que incluía la suspensión de los periódicos que los alentaran. Sin embargo, en determinados casos el gobierno no se mostró tan firme en el sometimiento al poder civil de los militares como cuando solo condenó a un mes de arresto a un hijo de Milans del Bosch, oficial del ejército, que había insultado públicamente al rey llamándolo «cerdo».
Asimismo el gobierno de Calvo Sotelo encontró el apoyo de los socialistas en la cuestión regional con los que firmó el 31 de julio un «pacto autonómico» que pretendía reordenar todo el proceso, cerrando la vía del artículo 151 a las regiones que no fueran las cuatro que ya lo habían conseguido (Cataluña, País Vasco, Galicia y Andalucía). A cambio, se generalizarían los estatutos de autonomía a todas ellas —configurando el llamado Estado de las Autonomías— y se igualarían en el nivel institucional: todas las comunidades contarían con un parlamento y un Tribunal Superior de Justicia propios. Asimismo, se acordó que todas las comunidades autónomas irían adquiriendo progresivamente unos niveles de competencias similares a los de del artículo 151. Los nacionalistas catalanes y vascos y otros sectores acusaron al gobierno de que el «parón» autonómico pretendía contentar a los militares que habrían impuesto así una especie de «democracia vigilada», pero Calvo Sotelo siempre negó rotundamente esta acusación.
El acuerdo UCD-PSOE se plasmó en la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA) que fue recurrida al Tribunal Constitucional por los partidos nacionalistas. El 5 de agosto de 1983 el Tribunal declaró inconstitucional el Título I de la ley porque las Cortes no tenían la potestad de interpretar la Constitución. El resto del articulado de la LOAPA fue declarado constitucional, por lo que se dio validez al proceso por el que se había «cerrado» el proceso autonómico. Así cuando Calvo Sotelo disolvió las Cortes en agosto de 1982 para convocar nuevas elecciones solo quedaban por aprobar los estatutos de Baleares, Castilla y León, Extremadura, Madrid, Ceuta y Melilla.
El gobierno Calvo Sotelo también consiguió que el sindicato Comisiones Obreras se uniera a la política de concertación social para afrontar la crisis que hasta entonces había rechazado con la firma junto con la UGT y la patronal CEOE del Acuerdo Nacional de Empleo (ANE).
En lo que el gobierno no encontró el apoyo del PSOE fue en la decisión de solicitar el ingreso de España en la OTAN, lo que ponía fin al supuesto "neutralismo" del gobierno de Adolfo Suárez.Comunidad Económica Europea que había presentado dos años antes, el 28 de julio de 1977. Esta misma idea había sido expuesta por Calvo Sotelo en su discurso de investidura antes del golpe en el que había argumentado que la posición geopolítica de España no le permitía ser neutral —y que además España ya estaba integrada en la defensa occidental a través de los pactos firmados con Estados Unidos, aunque de forma colateral y sin participar en las decisiones— y en el que había ligado la entrada en la OTAN con el ingreso en la CEE en un momento en que las negociaciones estaban paralizadas a causa de las presiones del presidente francés Giscard d'Estaing. El golpe del 23-F, según Santos Juliá, lo que hizo fue añadir un nuevo argumento: «que la integración de los militares españoles en una organización internacional acabaría con sus veleidades golpistas».
Sin embargo este en su discurso de investidura de marzo de 1979 ya había fijado como objetivo de la política exterior española la entrada en la OTAN —aunque sin fijar fecha para la misma— como complemento a la petición de adhesión a laEl PSOE se opuso a la pretensión del gobierno de aprobar la entrada de España en la OTAN con una votación en el Congreso y cuando finalmente el 29 de octubre de 1981 ésta se produjo —186 diputados votaron a favor y 146 en contra— Felipe González prometió que cuando llegara al poder convocaría un referéndum sobre la permanencia. Así el PSOE lanzó la campaña contra la decisión del gobierno con el equívoco y ambiguo lemaConsejo Atlántico reunido en Bonn, la entonces capital de la República Federal Alemana, aceptó a España como el decimosexto país miembro de la OTAN.
«OTAN, de entrada no. Exige un referéndum». El PCE también participó en la campaña con su propio lema «Por la paz y el desarme». El resultado fue que se redujo el apoyo de la opinión pública a la OTAN que pasó del 57% a tan solo un 17%. Sin embargo, la campaña no hizo cambiar de opinión al gobierno y el 6 de junio de 1982 elDurante los primeros meses Calvo Sotelo consiguió mejorar la valoración del gobierno respecto de la época final de Suárez, pasando del 26% al 40% pero a partir del otoño de 1981 cayó en picado debido a la sensación de «giro a la derecha» que provocaron algunas de sus decisiones —como el nombramiento de Carlos Robles Piquer al frente de RTVE— y sobre todo a la creciente desunión de UCD, pues por un lado el sector crítico democristiano encabezado por Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y Oscar Alzaga se acercó a Alianza Popular y por el otro el sector socialdemócrata se aproximó al PSOE —su líder Francisco Fernández Ordóñez abandonó el gobierno y la mayoría de los diputados de esta tendencia se pasaron al grupo mixto en noviembre de 1981—.
Uno de los momentos en que se hizo más evidente la división interna de UCD fue durante la tramitación de la ley de divorcio, porque dio lugar al primer caso de indisciplina parlamentaria. El sector socialdemócrata, principal impulsor de la ley, votó con la oposición en el Senado cuando los democristianos intentaron introducir una «cláusula de dureza» que se había acordado previamente —y que también había sido pactada con la jerarquía de la Iglesia Católica— , por lo que no fue aprobada. UCD también se mostró completamente dividida cuando se debatió la Ley de Autonomía Universitaria o la de la televisión privada, por lo que ninguna de las dos leyes llegó a aprobarse.
Según Javier Tusell, el desencadenante de la desmembración de UCD fue el abandono de Suárez de la presidencia del partido, ya que era él quien lo mantenía unido, y tras su marcha los diversos sectores de UCD «no encontraron un modo de organizar el consenso interno»" y se desataron las disputas personales entre los líderes de los diversos sectores. «Hubo divergencias de tipo ideológico, ninguna de ellas insalvable, pero fueron mucho más graves las personales. Fue la inconsciencia practicada en las disputas internas quien liquidó a UCD como partido».
Un suceso relacionado con la salud pública empeoró aún más la credibilidad del gobierno porque reaccionó tarde y mal —el ministro de Sanidad dimitió—. Se trató de una intoxicación masiva provocada por el desvío para el consumo humano de una partida de aceite de colza de uso industrial y que por tanto estaba adulterada. Unas 20.000 personas de extracción social popular se vieron afectadas y hubo víctimas mortales.
Los sucesivos reveses electorales acentuaron aún más la disgregación de UCD. En las elecciones gallegas del 20 de octubre de 1981 los centristas fueron superados por Alianza Popular que consiguió el 30 por ciento de los votos. Agustín Rodríguez Sahagún, elegido en el Congreso de Palma de Mallorca, y remodelando su gobierno, en el que el hombre fuerte pasó a ser el vicepresidente Rodolfo Martín Villa, «la figura más destacada de los centristas procedentes del régimen anterior», según Javier Tusell. Pero a principios de 1982 comenzó la fuga de diputados a Alianza Popular. En mayo de 1982 UCD sufrió un nuevo revés en las elecciones autonómicas andaluzas, en las que el PSOE consiguió la mayoría absoluta, pero en las que de nuevo Alianza Popular superó en votos a UCD. Entonces Landelino Lavilla se hizo cargo de la presidencia del partido pero tampoco consiguió detener la «sangría de escisiones». Los democristianos fundaron un nuevo partido, el Partido Demócrata Popular, y hasta el propio Suárez abandonó UCD para formar el suyo, el Centro Democrático y Social (CDS). Ante esta situación, un partido roto y en desbandada, Calvo Sotelo disolvió las Cortes en agosto de 1982 y convocó nuevas elecciones para el 28 de octubre.
Calvo Sotelo intentó entonces recomponer la unidad del partido asumiendo personalmente la presidencia del mismo en sustitución deAl mismo tiempo que UCD se desmoronaba iba ganando apoyos el PSOE gracias a la imagen contraria que estaba proyectando: la de ser un partido unido, serio y responsable, el partido del cambio.modernización» fue la nueva palabra clave, en lugar de «socialismo».
Tras el congreso extraordinario el PSOE había abandonado la retórica radical para adoptar «una postura reformista que conectaba mucho mejor con la actitud mayoritaria de la sociedad española». La «La unidad y el liderazgo del partido quedaron confirmados en el XXIX Congreso que se celebró en el otoño de 1981. En él la gestión de la ejecutiva fue aprobada por el 99,6 por ciento de los compromisarios y el secretario general fue reelegido por el 100 %, lo que no había ocurrido nunca en la historia del PSOE, ni siquiera en el tiempo de su fundador Pablo Iglesias. En el Congreso se aprobó el programa de gobierno a aplicar cuando el PSOE alcanzara el poder, que se caracterizó por la moderación: no se trataba de alcanzar el socialismo sino de consolidar la democracia, «modernizar» la sociedad y hacer frente a la crisis económica. Así pues no habría nacionalizaciones de empresas, ni planificación de la economía, ni liquidación de la enseñanza religiosa.
El ascenso del PSOE también se vio favorecido por la crisis interna que vivió el otro gran partido de la izquierda española, el Partido Comunista de España.leninismo" de sus principios ideológicos en el IX Congreso celebrado en abril de 1978 ya fue objeto de críticas por parte del llamado sector prosoviético pero, como ocurrió en el PSOE, la crisis se desató después de las elecciones de marzo de 1979 cuando las expectativas de que el PCE obtendría un resultado mucho mejor que el obtenido en 1977 no se cumplieron. Arreciaron entonces las críticas a la dirección personificada en el secretario general Santiago Carrillo no solo por parte de los prosoviéticos sino también del llamado sector renovador pero Carrillo recurrió paradójicamente al viejo principio leninista del centralismo democrático para acallar las voces disidentes.
La eliminación del "Las elecciones des 28 de octubre de 1982 fueron las que tuvieron el mayor índice de participación de la democracia —fue del 79,8 %, lo que significó más de veinte millones de votantes—
, por lo que tuvieron un «efecto relegitimador», en palabras de Santos Juliá, de la democracia y del proceso de transición política. Bajo el lema Por el cambio, el PSOE cosechó un resonante triunfo al obtener más de diez millones de votos, cerca de cinco millones más que en 1979, lo que suponía el 50 % de los votantes y la mayoría absoluta en el Congreso de Diputados (202 diputados) y en el Senado. El segundo partido más votado, Alianza Popular (106 diputados), obtuvo la mitad de los votos (5 millones y medio) y se quedó a 20 puntos porcentuales de distancia, aunque había mejorado de forma espectacular sus resultados respecto a 1979 al pasar del 6 % al 26 % de votos, convirtiéndose a partir de entonces en la nueva alternativa conservadora al poder socialista. El PCE (con 4 diputados) y UCD (con 12) fueron prácticamente barridos del mapa, así como el Centro Democrático y Social de Suárez (que solo obtuvo 2 diputados). Por otro lado la extrema derecha perdió el único diputado que tenía y el partido Solidaridad Española promovido por el golpista Antonio Tejero, no llegó a alcanzar ni los 30 000 votos.
Con este resultado, calificado como de auténtico «terremoto electoral», el sistema de partidos experimentó un vuelco radical pues del bipartidismo imperfecto (UCD/PSOE) de 1977 y 1979 se había pasado a un sistema de partido dominante (el PSOE). El nuevo sistema de partidos se vio confirmado en las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 1983 que de nuevo supusieron un triunfo arrollador del PSOE, ya que 12 de las 17 comunidades autónomas pasaron a estar regidas por socialistas —por mayoría absoluta en 7 de ellas— , mientras que siguieron ostentando las alcaldías de las principales ciudades. Solo los gobiernos autonómicos de Galicia, Cantabria y Baleares (de Alianza Popular), y de Cataluña (de CiU) y el País Vasco (del PNV), escapaban al control socialista.
Las elecciones de 1982 han sido consideradas por la mayoría de los historiadores que se han ocupado del tema como el final del proceso de transición política iniciado en 1975. En primer lugar, por la elevada participación que se produjo, la más alta de las registradas hasta entonces (79,8 %), lo que revalidó el compromiso de los ciudadanos con el sistema democrático y demostró que la "vuelta atrás" que defendían los sectores "involucionistas" no contaba con ningún respaldo del pueblo. En segundo lugar, porque por primera vez se producía la alternancia política propia de las democracias, gracias al libre ejercicio del voto por los ciudadanos. En tercer lugar, porque accedía al gobierno un partido que nada tenía que ver con el franquismo ya que era uno de los vencidos en la guerra civil.
El gobierno socialista entendió que para consolidar el régimen democrático en España había que acabar con sus dos enemigos principales: el «golpismo» y el «terrorismo». En cuanto al primero, se pusieron en marcha una serie de medidas encaminadas a la «profesionalización» del ejército y a su subordinación al poder civil con lo que la idea de un poder militar «autónomo» quedó completamente descartada. Así, como ha destacado Santos Juliá, «la sombra del golpe militar dejó de planear sobre la política española por vez primera desde los inicios de la transición».
El ministro de Defensa del primer gobierno socialista Narcís Serra llevó a las Cortes una Ley de Plantillas del Ejército de Tierra que preveía la reducción progresiva en un 20 % del número de generales, jefes, oficiales y suboficiales. Como la reforma militar de Azaña de la Segunda República, pretendía crear un ejército más profesional y eficaz acabando con el mal endémico del excesivo número de mandos —de los 66 000 de 1982 se pasó a 57 600 en 1991— . Serra también presentó en 1984 la Ley Orgánica de la Defensa y Organización Militar, que puso a la Junta de Jefes de Estado Mayor bajo la autoridad directa del ministro e integró en un mismo organigrama a la Marina, al Ejército del Aire y al Ejército de Tierra mediante la creación de la nueva figura del jefe del Estado Mayor de la Defensa, que estaba bajo las órdenes inmediatas del ministro. Asimismo integró la jurisdicción militar en la civil mediante la creación de una Sala Especial del Tribunal Supremo y redujo de nueve a seis las regiones militares históricas.
El gobierno socialista aún tuvo que hacer frente a una última intentona golpista en junio de 1985 que fue desarticulada por los servicios de información y de la que no se dio noticia a la opinión pública hasta más de diez años después. El plan consistía en activar una carga explosiva debajo de la tribuna presidencial del desfile del Día de las Fuerzas Armadas que se iba a realizar el primer domingo de junio en La Coruña y culpar a ETA. Tras este último caso, el golpismo desapareció completamente de la vida política española.
Por otro lado se redujo el tiempo del servicio militar obligatorio que pasó de 15 a 12 meses en 1984 y de 12 a 9 en 1991 y se reguló la objeción de conciencia que desde su entrada en vigor en 1988 dio lugar a la masiva afluencia de miles de jóvenes dispuestos a realizar la prestación social sustitutoria del servicio en filas —también hubo insumisos que fueron condenados por negarse a realizar ni una cosa ni la otra—.
Además de aprobarse los pocos estatutos de autonomía que quedaban pendientes, se procedió a una enorme descentralización del gasto público, al transferirse a las comunidades autónomas las competencias que determinaban sus respectivos estatutos y que hasta entonces había venido ejerciendo el Estado central. Hacia 1988 el gasto medio de las comunidades autónomas ya alcanzaba el 20 % del gasto público total y desde esa fecha siguió aumentando. Así en poco tiempo, como ha destacado Santos Juliá, «España pasó de ser el Estado más centralista de Europa a uno de los más descentralizados». Sin embargo, tanto el gobierno del País Vasco, presidido desde 1984 por el peneuvista José Antonio Ardanza como el de Cataluña, presidido desde 1980 por el líder de CiU Jordi Pujol, siguieron reivindicando mayores cotas de autogobierno y se opusieron a la «nivelación» de todas las comunidades autónomas, acusando también al gobierno de recortar sus competencias mediante el recurso a las leyes orgánicas, todo ello agravado por la continuidad del terrorismo de ETA.
Desde un primer momento, los gobiernos socialistas se propusieron la integración plena de España en Europa. Por fin en 1985 culminaron las negociaciones para el ingreso en la Comunidad Económica Europea (CEE, entonces formada por diez miembros) y el 12 de junio tuvo lugar la firma en Madrid del Tratado de Adhesión. El 1 de enero de 1986 se producía la entrada efectiva de España —junto con Portugal— en la CEE. Sin embargo, la otra gran apuesta de la política exterior socialista, el mantenimiento de España en la OTAN en determinadas condiciones, «desencadenó la mayor confrontación política de la década de los ochenta».
Cuando los socialistas llegaron al gobierno las negociaciones para el ingreso en la Comunidad Económica Europea continuaban bloqueadas a causa de la pausa en la ampliación impuesta por el presidente francés Giscard d'Estaing. Para acelerar el proceso el gobierno de Felipe González procuró suavizar las relaciones con Francia, cuya presidencia estaba ahora ocupada por el socialista François Mitterrand, lo que permitió un rápido progreso de las negociaciones y a finales de marzo de 1985 el ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán y el secretario de Estado para la Comunidad, Manuel Marín, anunciaron el final del proceso. Así el 12 de junio de 1985 se firmó el tratado de adhesión a la CEE y el 1 de enero de 1986 se produjo el ingreso efectivo de España junto con Portugal en la CEE que pasó así de 10 a 12 miembros. Como ha destacado David Ruiz, el ingreso en la CEE fue «un acontecimiento de alto significado en cuanto que concluía el secular aislamiento de España».
Tras la entrada de España en la CEE llegó el momento de convocar el prometido referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN. Pero Felipe González y su gobierno anunciaron que iban a defender que España siguiera en la OTAN, aunque bajo tres condiciones atenuantes: la no incorporación a la estructura militar, la prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares y la reducción de las bases militares norteamericanas en España. Previamente González había tenido que convencer a su propio partido en el XXX Congreso celebrado en diciembre de 1984, y además el giro respecto de la OTAN provocó la dimisión del ministro de Asuntos Exteriores Fernando Morán en desacuerdo con él.
Según Santos Juliá, los principales factores que influyeron en el cambio de actitud del gobierno del PSOE fueron «las presiones de Estados Unidos y de varios países europeos; la relación entre la permanencia en la OTAN y la incorporación de España a la CEE y la actitud favorable a un estrechamiento de vínculos con la Alianza adoptada desde muy pronto por el Ministerio de Defensa». A esto se añadió la idea de que era imprudente salirse de la OTAN en un momento en que se agudizaban las tensiones de la segunda guerra fría.
Ante el «viraje» del PSOE, la bandera del rechazo a la OTAN fue recogida por el Partido Comunista de España —ahora dirigido por el asturiano Gerardo Iglesias que había sustituido a Santiago Carrillo, quien acabó abandonando el PCE para fundar Mesa de Unidad Comunista— que formó una amplia coalición de organizaciones y de partidos de izquierda —incluidos socialistas que abandonaron el PSOE al estar en desacuerdo con el cambio de posición de su partido—, de la que surgiría Izquierda Unida (España), coalición que se presentó a las elecciones generales de octubre de 1986. Por su parte, la proatlantista Alianza Popular optó paradójicamente por la abstención, dejando solo al gobierno, lo que constituyó, en palabras de David Ruiz, una «penosa estrategia… que desacreditará la carrera política de su fundador, Manuel Fraga, en tanto que aspirante al gobierno del Estado».
En contra de lo esperado, Felipe González —que anunció que dimitiría si ganaba el «NO», lo que parece que influyó en muchos votantes— consiguió finalmente darle la vuelta a las encuestas y el «SÍ» acabó imponiéndose en el referéndum que se celebró el 12 de marzo de 1986, aunque por un estrecho margen. Votaron a favor de la permanencia 11,7 millones de votantes (el 52 %) y en contra 9 millones (el 40 %), mientras que 6,5 millones votaron en blanco. El «NO» triunfó en cuatro comunidades: Cataluña, País Vasco, Navarra y Canarias. En el País Vasco la campaña anti-OTAN favoreció el crecimiento de Herri Batasuna, el partido de la izquierda abertzale, que conseguiría cinco escaños en las elecciones de octubre de 1986.
El resultado del referéndum, «la más dura prueba de su prolongado mandato»,elecciones generales celebradas ese mismo año en las que el PSOE volvió a conseguir la mayoría absoluta, aunque con 18 diputados menos que en 1982. No fue ajeno a ello que se había superado la crisis económica y se había entrado en una fase de fuerte expansión que se prolongará hasta 1992.
reforzó el liderazgo de Felipe González, tanto en su partido como en el conjunto del país, como se pudo comprobar en las
Escribe un comentario o lo que quieras sobre Transición Española (directo, no tienes que registrarte)
Comentarios
(de más nuevos a más antiguos)