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Tercio español



Un tercio era una unidad militar del Ejército español durante la época de la Casa de Austria. Los tercios fueron famosos por su resistencia en el campo de batalla, formando la élite de las unidades militares disponibles para los reyes de Monarquía Hispánica de la época. Los tercios fueron la pieza esencial de la hegemonía terrestre, y en ocasiones también marítima del Imperio español. El tercio es considerado el renacimiento de la infantería en el campo de batalla, comparable a las legiones romanas o las falanges macedonias.[1]

Los tercios españoles fueron el primer ejército moderno europeo, entendiendo como tal un ejército formado por voluntarios profesionales, en lugar de las levas para una campaña y la contratación de mercenarios usadas típicamente en otros países europeos. El cuidado que se ponía en mantener en las unidades un alto número de "viejos soldados" (veteranos) y su formación profesional, junto a la particular personalidad que le imprimieron los hidalgos de la baja nobleza que los nutrieron, fueron la base de que fueran la mejor infantería durante siglo y medio. Además, fueron los primeros en mezclar de forma eficiente las picas y las armas de fuego (arcabuces).

A partir de 1920 también reciben ese nombre las formaciones de tamaño regimental de la Legión Española, unidad profesional creada para combatir en las guerras coloniales del norte de África, y que se inspiraba en las gestas militares de los tercios históricos. La Legión Española también guarda ciertos parecidos con la Legión Extranjera del ejército francés.

Aunque fueron oficialmente creados por Carlos I de España (los denominados Tercios Viejos)[2]​ tras la reforma del ejército por un decreto dirigido al Virrey de Nápoles de 23 de octubre de 1534 y la ordenanza de Génova de 15 de noviembre de 1536,[3]​ donde se emplea por primera vez la palabra tercio, como guarnición de las posesiones españolas en Italia y para operaciones expedicionarias en el Mediterráneo, sus orígenes se remontan a las tropas de Gonzalo Fernández de Córdoba en Italia, organizadas en coronelías que agrupaban a las capitanías. Con estas tropas españolas asentadas en Italia, Carlos I en sus ordenanzas de 1534 y 1536 organizaba su ejército en tres tercios: uno en el reino de Sicilia, otro en el ducado de Milán (o reino de Lombardía) y otro en el reino de Nápoles. En realidad, se comenzaron a gestar en la península. Durante el reinado de los Reyes Católicos y a consecuencia de la guerra de Granada, se adoptó el modelo de los piqueros suizos, poco después se repartían las tropas en tres clases: piqueros, escudados (espadachines) y ballesteros mezclados con las primeras armas de fuego portátiles (espingarderos y escopeteros). No tardaron mucho en desaparecer los escudados y pasar los hombres con armas de fuego de ser un complemento de las ballestas a sustituirlas por completo. Las victorias españolas en Italia frente a los poderosos ejércitos franceses tuvieron lugar cuando todavía no se había completado el proceso.

Los tres primeros tercios, creados a partir de las tropas estacionadas en Italia, fueron el Tercio Viejo de Sicilia, el Tercio Viejo de Nápoles y el Tercio Viejo de Lombardía. Poco después se crearon el Tercio Viejo de Cerdeña y el Tercio de Galeras (que fue la primera unidad de infantería de marina de la Historia). Todos los tercios posteriores se conocerían como Tercios nuevos. A diferencia del sistema de levas o mercenarios, reclutados para una guerra en particular, típica de la Edad Media, los tercios se formaron con soldados profesionales y voluntarios que estaban en filas de forma permanente, aunque en un principio cada localidad debía prestar uno de cada doce hombres para los servicios del rey si este los necesitaba para la guerra. Sin embargo, nunca faltaron voluntarios.

El tercio en un principio no era, pues, propiamente hablando, una unidad de combate, sino de carácter administrativo, un Estado Mayor que tenía bajo su mando una serie de compañías que se hallaban de guarnición dispersas por diversas plazas de Italia o que podían combatir en frentes muy distantes unos de otros.[4]​ Este carácter peculiar se mantuvo cuando se movilizaron para combatir en Flandes. El mando del tercio y el de las compañías era directamente otorgado por el rey, por lo que las compañías se podían agregar o desvincular del mando del tercio según conviniera.[4]​ De este modo, el tercio mantuvo su carácter de unidad administrativa, más parecida a una brigada del siglo XVIII que a un regimiento de la época, hasta mediados del siglo XVII, cuando los tercios empezaron a ser levantados por nobles a su costa, quienes nombraban a los capitanes y eran efectivos propietarios de las unidades, como sucedía en el resto de los ejércitos europeos.

Estaban inspirados en la Legión romana, por lo que algunos historiadores creen que pudieron ser bautizados así debido a la tercia, la legión romana que operaba en Hispania. Eran unidades regulares siempre en pie de guerra, aunque no existiera amenaza inminente. Otros se crearían más tarde en campañas concretas y se identificaban por el nombre de su maestre de campo o por el escenario de su actuación. El origen del término «tercio» resulta dudoso. Algunos piensan que fue porque, en su origen, cada tercio representaba una tercera parte de los efectivos totales destinados en Italia. Otros sostienen a que se debían incluir a tres tipos de combatientes (piqueros, arcabuceros y mosqueteros) de acuerdo con una ordenanza para “gente de guerra” de 1497, donde se cambia la formación de la infantería en tres partes

También hay quienes consideran que el nombre proviene de los tres mil hombres, divididos en doce compañías, que constituían su primitiva dotación. Esta última explicación parece la más acertada, ya que es la que recoge el maestre de campo Sancho de Londoño en un informe dirigido al duque de Alba a principios del siglo XVI:

Entonces, el nombre de tercio puede venir del hecho de que los primeros tercios italianos estuvieran compuestos por 3000 hombres. Lo más probable es que se refiriese simplemente a una parte de las tropas, como en los abordajes, donde se dividían los hombres en tres «tercios» o «trozos».

La estructura militar española, innovada por los Reyes Católicos en la conquista de Granada y en sus campañas por Italia, estuvo fuertemente influenciada por el llamado «modelo suizo». Los triunfos de la firme infantería suiza frente a la caballería pesada de Borgoña en una serie de batallas campales revolucionaron los métodos de guerra medievales. Por fin la infantería ganaba terreno a la caballería, reina indiscutible de la guerra medieval. Era bastante lógico que en España se aprendiese la lección de que unos cuadros de piqueros bien formados podían derrotar a cualquier caballería que se les pusiese delante. El número se imponía sobre el esfuerzo inútil de los orgullosos caballeros, como ya precisó Maquiavelo en Del arte de la guerra.

La eficacia del combate de los tercios hispánicos estuvo basada en un sistema de armamento que unía el arma blanca (la pica) con el potencial de fuego del arcabuz, tomando una síntesis completa de dualidad de infantería pertrechada con armas de fuego compactas. La superioridad del tercio sobre el modelo del cuadro compacto suizo estaba, por otra parte, en su mayor capacidad de dividirse en unidades más móviles hasta llegar al cuerpo a cuerpo individual, fluidez táctica que favorecía la predisposición combativa del infante español.

Lo cierto es que desde la conquista de Granada (1492) hasta las campañas del Gran Capitán en el reino de Nápoles (1495), tres ordenanzas sentaban ya las bases de la administración militar de los ejércitos españoles. En 1495, unos primitivos tercios batallan en la batalla de Seminara, donde la derrota en esta batalla hizo que realizara modificaciones en la composición y organización de sus tropas. Sustituyó a los ballesteros por arcabuceros y redujo el número de jinetes ligeros para dar mayor relevancia a la infantería, a la que dotó de una nueva organización mediante coronelías. Creó también pequeñas unidades de caballería pesada y fortaleció su artillería. Está formación fue la base de los tercios españoles.

En 1496 los tercios participan en el Asedio de Atella, bajo el mando del Gran Capitán los tercios junto a Liga de Venecia consiguieron conquistar la ciudad, derrotando al Reino de Francia, algo parecido ocurrió en el Asedio de Ostia.

Del 8 de noviembre al 24 de diciembre de 1500, las tropas imperiales junto a Venecia y Francia participan con éxito en el Asedio de Cefalonia.

En 1503, la Gran Ordenanza reflejó la adopción de la pica larga y la distribución de peones en compañías especializadas. Participaron en el Sitio de Marsella junto al Sacro Imperio Romano Germánico, pero debieron retirarse ante la férrea defensa francesa y la aparición de refuerzos de estos últimos. En Mayo de 1509, por un interés de la corona española de establecer un nuevo puesto fortificado en las costas de Berbería, las tercios se imponen al Reino de Tremecén.

Mientras que el en el Asedio de Tarento los tercios derrotan al Reino de Nápoles, completando la ocupación de la mitad sur del reino de Nápoles. Tuvieron participación el Asedio de Nápoles, que bajo la dirección de Hugo de Moncada ayudaron al Sacro Imperio a conquistar la ciudad fortificada de Nápoles. En la Batalla de Bicoca, bajo el marco de la guerra de los Cuatro Años, el ejercito español de los Tercios lideró en la victoria contra el Reino de Francia de la coalición del Sacro Imperio, los Estados Pontificios, y el Ducado de Milán por el Ducado de Milán.

En la Batalla del Sesia, las tropas españolas bajo el mando de Carlos de Lannoy derrotan al Reino de Francia, en el cruce el río Sesia las trompas imperiales persiguen y masacran a las tropas francesas, hiriendo de gravedad a Almirante Bonnivet y matando a Pierre Terraill de Bayard. El 20 de mayo de 1521 en Pamplona, la alianza franco-navarra derrota a las tropas imperiales, lideradas en persona por Carlos I de España. El 6 de mayo de 1527 las tropas imperiales atacan Roma para detener al papa en su intención de ayudar al Reino de Francia, consiguiendo capturar al papa, Clemente VII.

El Tercio de las Galeras participó en la Batalla de la isla de Alborán, victoria española ante el pujante Imperio Otomano. El 21 de junio de 1529 los tercios capitaneados por Antonio de Leyva derrotan en el marco de las Guerras Italianas al Reino de Francia, hecho que constata la derrota decisiva de Francisco I de Francia y el fin de sus ambiciones sobre el territorio de la península Itálica. En la Batalla de Noáin las tropas españolas vuelven a derrotar las tropas francesas, esta vez con el apoyo de soldados navarros. Del 27 de septiembre a 14 de octubre de 1529, las tropas españolas aportan algunas unidades en el famoso Sitio de Viena. En ese mismo año tiene lugar el Sitio de Florencia, que debido al Saqueo de Roma por soldados de infantería y deposición de los Médicis en Florencia, las tropas imperiales del Sacro Imperio Romano Germánico, el Imperio Español Español y los Estados Pontificios acuden en rescate de esta ciudad, acabando con una victoria de las tropas imperiales y restauración del gobierno Ducal. El 3 de agosto de 1530, las tropas imperiales participan levemente en la la victoria del Sacro Imperio Romano y la restauración del gobierno Ducal en Toscana.

Los tercios alcanzan uno de los puntos más álgidos en la Batalla de Pavía, derrotando implacablemente al Reino de Francia, demostrando el poderío de las tropas españolas e infligiendo una durísima derrota en las filas francesas.

En 1534 se creaba el primer tercio oficial, el de Lombardía. Los Tercios de Nápoles y Sicilia se crearon en 1536, gracias a la ordenanza de Génova, promulgada por Carlos I de España. Las tropas españolas sufren una dura derrota en la Batalla de Préveza contra el Imperio Otomano en la disputa por el mar Jónico. Del 18 de Julio hasta el 7 de Agosto de 1539 tiene lugar el legendario Sitio de Castelnuovo, donde un tercio abandonado por sus aliados venecianos luchó con auténtica valentía ante un destacamento otomano, liderado por Jeireddín Barbarroja, el capitán español, Francisco de Sarmiento, opuso batalla con apenas 4000 hombres a un ejército de más de 50.000 unidades; consiguiendo realizar 20.000 bajas. En la Batalla de Serravalle las tropas españolas infligen una derrota al Reino de Francia, confirmando su dominio en el Ducado de Milán. Entre el 21 a 25 de octubre de 1541 las tropas imperiales junto a una serie de unidades armadas católicas sufren una derrota en Argel contra el Imperio Otomano. El Tercio Viejo de Sicilia debió ir a socorrer a Túnez, sitiada por un ejército formado en su mayor parte por caballería mora, pero el tercio consiguió salvar la ciudad tras la buena actuación del maestre de campo Álvaro de Sande En 1542 tiene lugar el sitio de Perpiñan, los españoles resistieron hasta la llegada del ejército español bajo el mando de Don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, provocando la retirada del ejército francés. El asedio fue una de las derrotas más costosas de Francisco I en la ofensiva francesa de 1542. En el verano de 1543 las tropas imperiales del Carlos V junto al Ducado de Saboya y la República de Génova socorren Niza de la invasión francesa y otomana, coalición formada para enfrentar al poder español. El 1 de Abril de 1544, en la Batalla de Cerisoles, las tropas franceses obtienen una victoria táctica en Ceresole Alba, además con una cantidad inusualmente elevada de bajas para la época, entre 5.000 y 6.000 muertos.

En la Batalla de Mühlberg, en 1547, las tropas imperiales de Carlos V vencieron en Alemania a una liga de príncipes protestantes gracias, sobre todo, a la actuación de los piqueros imperiales. De Junio a septiembre de 1550, ocurre la Toma de Mahdía, donde una coalición entre las tropas imperiales y los Caballeros Hospitalarios derrotan al Imperio otomano. Sancho de Leyva permaneció en Mahdia, al mando de una guarnición española, hasta 1553. Carlos V ofreció la plaza a los caballeros de Malta, pero éstos rechazaron la oferta, al resultar demasiado gravoso mantenerla. Por ello, y a pesar de su importancia estratégica, los españoles decidieron demoler sus fortificaciones y evacuarla, tarea realizada por Hernando de Acuña. Poco después los otomanos reocuparon la ciudad, pero ya no levantó cabeza.

El 2 de agosto de 1554 en la batalla de Marciano los tercios participan en la victoria decisiva española y florentina por la República de Siena, ayudando a la República de Florencia a anexionarse este territorio. En la Batalla de Renty, el 12 de agosto de 1554, las tropas españolas son derrotadas por el Reino de Francia y sus aliados italianos, ocasionado una gran pérdida de moral e unidades, incluso poniendo en fuga al emperador Carlos V, pero las tropas francesas se retiraron a Compiegne.

Diez años después, el ejército español derrotó por completo en 1557 al francés en la Batalla de San Quintín, hecho que se repitió con idéntico resultado en Gravelinas en 1558, lo que condujo a la paz entre ambos Estados con grandes ventajas para España. En todas estas batallas destacó la eficaz actuación de los tercios.

Con la muerte de Carlos I de España se termina una época dorada y hereda el imperio Felipe II de España, un monarca menos válido que su padre pero sendos éxitos militares.

Entre el 21 de agosto y el 8 de octubre de 1573 acaece el Asedio de Alkmaar, donde los rebeldes holandeses derrotaron al tercio capitaneado por Don Fadrique, que estaba asediando la ciudad de Alkmaar. La decisión de poner asedio a Alkmaar pese a lo avanzado del año y el posterior fracaso al no poder tomar la ciudad fue uno de los mayores errores del duque de Alba, ya que la victoria rebelde reforzó la voluntad de resistencia de estos, y por otro lado el tiempo malgastado en el sitio de esta ciudad, poco importante por sí misma, impidió el avance de las tropas del rey al interior de las provincias de Holanda y Zelanda, corazón de la rebelión.

El 25 de agosto de 1580, en la batalla librada en Alcántara, las tropas imperiales de Felipe II lideradas por el Gran Duque de Alba y Sancho Dávila derrotaron decisivamente a los Portugueses leales a Antonio, prior de Crato, concluyendo en la anexión de Portugal al Imperio Español y la coronación de Felipe II como Felipe I de Portugal. 17 de enero de 1583 las tropas franceses atacan Amberes, siendo repelidas. Este hecho fue aprovechado por el Imperio que, del 3 de julio de 1584 y el 17 de agosto de 1585, asedian Amberes, terminando con su caída y conquista por parte de las tropas imperiales.

La batalla de Rocroi, el 19 de mayo de 1643, marcó un antes y un después en la legendaria historia de los tercios españoles. Fue una auténtica derrota moral, en mitad de la Guerra de los Treinta Años, que sumió en el desconcierto y el desánimo a los soldados, hasta el punto de impactar en todo el continente deshaciendo el mito de que los tercios españoles eran invencibles.

Los tercios que sitiaban la ciudad francesa de Rocroi, partieron con varias desventajas al enfrentarse con las tropas que aparecieron para auxiliar la plaza sitiada. Lucharon, para empezar, en inferioridad numérica, y otro de los errores que sufrieron fue su imprevisión o su exceso de confianza ante un enemigo que subestimaron, cuando un simple espía habría podido detectar la llegada de las fuerzas galas. La hegemonía francesa en Europa estaba decidida a partir de aquel episodio.

Para enviar sus refuerzos a la zona, la Corona Española tuvo que poner en funcionamiento el llamado Camino Español, un itinerario vital que discurría por ruta terrestre (la marítima estaba cortada por ingleses, franceses y holandeses) desde el Milanesado a través del Franco Condado, Alsacia, Alemania, Suiza y Lorena hasta llegar a Flandes. El duque de Alba (1507–1582) fue el primero que utilizó este recorrido en 1566, y fue tan exitoso que logró mantenerse hasta 1622. Fue en ese año cuando Francia logró estrangular el Camino llegando a un pacto de intereses con el duque de Saboya, que se alió con los galos para evitar el paso de tropas hispánicas por su territorio. Este hecho obligó a los españoles a buscar una nueva alternativa, y la encontraron en un itinerario que discurría algo más al este, partiendo también de Milán y cruzando los valles suizos de Engadina en los Grisones y Valtelina hasta Landeck, en el Tirol, y de ahí, bordeando el sur de Alemania, cruzaba el Rin por Breisach y alcanzaba los Países Bajos por Lorena. Este segundo Camino Español aguantó hasta que los franceses invadieron la Valtelina y Alsacia y ocuparon también Lorena. Se intentó entonces arribar a la costa de Flandes por vía marítima desde los puertos gallegos y cántabros, pero la derrota naval en la batalla de las Dunas (muchos historiadores dan por más grave esta derrota terrestre y naval que sufrieron los españoles, donde el mariscal francés Turenne tuvo el apoyo de la flota inglesa del dictador Cromwell) que sentenció definitivamente el eje vital que permitía al Imperio avituallar sus efectivos en Flandes. La última victoria de los tercios sería en la batalla de Valenciennes (1656), frente a los franceses.

El declive militar del Imperio español era ya visible a consecuencia de la falta de replanteamiento de estructura y de instrucción de los tercios, que habían quedado inevitablemente obsoletos ante unas rápidas renovaciones de armamento que ya seguían muy por delante tanto Francia como Holanda o Inglaterra. La Corona Española había sufrido una sangría imparable de dinero, hombres y todo tipo de recursos con tal de aniquilar a los protestantes y mantener sus dominios de Flandes e Italia frente al expansionismo holandés y francés. Las bajas de los combates, las enfermedades, las deserciones, causaron que el organigrama de los tercios se viniera totalmente abajo. Era imposible sufragar una renovación de técnicas y armamento porque el déficit, que tragaba todo el oro y casi toda la plata que cada vez costaba más extraer de las colonias americanas españolas (se iba agotando), resultaba simplemente demoledor. El tercio era una tropa muy cara, y dado que la economía de los reinos hispánicos estaba demasiado descentralizada y no tenía intereses fáciles de conciliar, los Austrias menores (Felipe III, Felipe IV, Carlos II) cada vez lo tuvieron peor para lograr un pacto económico con las Cortes de cada Estado del que eran reyes. Los banqueros del rey solían adelantar el dinero en forma de préstamo, pero cuando el dinero del Estado se acababa, los banqueros cerraban su bolsa y las consecuencias eran irremediables. La guerra en Flandes, por ejemplo, duró de 1568 a 1609 y de 1621 a 1648 (Paz de Westfalia), con tan sólo un frío interludio con la Tregua de los Doce Años que logró Felipe III. Ese conflicto devoró durante más de 80 años el Tesoro Real para nada: las Provincias Unidas se independizaron del Imperio y fueron compensadas con dos provincias más (al norte del río Escalda, lo que arruinó la salida fluvial de Amberes), aparte de las colonias que ya había ocupado en las Indias Orientales.

Tras 1648 fue Francia la que invadió paulatinamente territorios al sur, acabando por forzar en 1659 la Paz de los Pirineos, que supuso ya la pérdida de una parte considerable de territorios al sur y al este de Bélgica. Y España tenía frentes abiertos con casi todas las potencias: franceses, ingleses, holandeses, protestantes alemanes y suecos.

Los banqueros genoveses y los mercenarios extranjeros que apoyaban a los ejércitos hispánicos, cada vez exigían prestaciones más elevadas, viéndose la Corona ahogada ya de por sí en el despilfarro de la Corte, la falta de visión política de los monarcas y sus cada vez más incompetentes validos, y en una serie de interminables guerras que asolaron Europa hasta hundir del todo la política de un imperio multinacional y católico como era el de los Austrias.

Bajo el reinado de Carlos II el Hechizado continuaron los ataques franceses para acabar con lo poco que quedaba del Flandes hispánico. Mediante la Paz de Aquisgrán (1668), España volvía a perder plazas en la región. Cinco años más tarde, Luis XIV propuso intercambiar Flandes por el Rosellón y la mitad de la Cerdaña, comarcas perdidas al norte de los Pirineos en 1659, pero Carlos II se negó en redondo, lo que significó nuevamente el estallido de la guerra. La Paz de Nimega volvió a mermar los dominios hispánicos, que acabaron desapareciendo a principios de siglo XVIII con la Paz de Utrecht que ponía fin a la Guerra de Sucesión Española entre Felipe V y el archiduque Carlos de Austria por el trono español. El Sacro Imperio fue el nuevo dueño de Flandes en lo sucesivo.

Aunque Felipe V disolvió el tercio en su reforma de 1704, este nombre se conserva aún hoy día en unidades tipo regimiento de la legión y de la infantería de marina españolas, heredera esta última de los viejos tercios de mar. Con la llegada de los Borbones se impuso el modelo francés de ejército, que se desarrolló durante el siglo XVIII. Oxidados y acabados, los tercios fueron suprimidos. Felipe V los sustituyó por regimientos al mando de coroneles, según los modernos modelos francés, prusiano y austriaco, aunque la vieja cruz de San Andrés ondea aún como insignia de la mayoría de las unidades de infantería española.

En la actualidad diversas unidades de las Fuerzas Armadas Españolas conservan el nombre de Tercio. En la Legión encontramos el Tercio «Juan de Austria», el Tercio «Alejandro Farnesio», el Tercio «Gran Capitán» y el Tercio «Duque de Alba».[6]

Por otra parte, en la Armada Española la Infantería de Marina se organiza en tercios. Su unidad expedicionaria principal es el Tercio de Armada (San Fernando, Isla de León, Cádiz), heredero directo de los Tercios Viejos de Armada o Tercios del Mar de Nápoles. Esto la convierte en la infantería de marina mas antigua del mundo. El resto de la Infantería de Marina Española se organiza en otros tres tercios de guarnición denominados Tercio del Sur (San Fernando), Tercio del Norte (Ferrol) y Tercio de Levante (Cartagena). Estos tres tercios forman junto a las Agrupaciones de Canarias y Madrid las Fuerzas de Protección. Las banderas e insignias de los tercios españoles continúan portando la antigua cruz borgoñona o de San Andrés que portaban los Tercios del emperador Carlos.[7]

El actual Regimiento de Infantería 'Soria' n° 9 del Ejército de Tierra Español, con más de 500 años, tiene su origen en 1509 con la fuerza expedicionaria que Fernando el Católico envió al Reino de Nápoles y fue el núcleo de los primeros Tercios Españoles. Hoy día está ubicado en Fuerteventura, Canarias, y su alta preparación y espíritu expedicionario le han llevado a participar en varias misiones internacionales como Bosnia, Afganistán, Malí y actualmente en Líbano.

El Regimiento de Infantería Inmemorial del Rey n.º 1 perteneciente al Ejército español, es la unidad militar permanente más antigua del mundo. Fue creada tras la toma de Sevilla en el año 1248 por el rey Fernando III de Castilla, como "Banda de Castilla". Desde entonces ha permanecido en el orden de batalla del ejército español, habiendo sido modificado su nombre en varias ocasiones, como cuando se convirtió en Tercio y recibió el sobrenombre de «Morados de Castilla». En la actualidad el regimiento da servicio al Cuartel General del Ejército de Tierra, situado en el Palacio de Buenavista en la madrileña plaza de Cibeles. En el Inmemorial del Rey es donde los Príncipes de Asturias, herederos de la Corona Española, sientan plaza como soldados del Ejército Español.

Desde 2018 existe en España una asociación llamada 31 enero Tercios, dedicada a la divulgación de la historia de los Tercios, y con el objetivo de que se reconozca un "Día de los Tercios" (31 de enero, efeméride de la batalla de Gembloux, en 1578) y la realización de un monumento a los Tercios en Madrid, además de otras actividades como debates o ponencias y diversas iniciativas solidarias.

Los soldados de los tercios eran hombres orgullosos y extremadamente cuidadosos de su honor personal, tanto que preferían la muerte a la deshonra y su reputación como soldados. Se trataba de tropas agresivas, disciplinadas y con una enorme confianza en sí mismos, pero difíciles de manejar en el trato si no se hacía con cuidado. Por ejemplo, los españoles no consentían que se los castigase golpeándolos con las manos o una vara, como en otros ejércitos, ya que lo consideraban indigno, y preferían recibir el castigo con armas como la espada, pese a lo peligroso de ello, por considerarlo más noble. En una ocasión un soldado al que un oficial lo tocó con un palo no dudó en llevarse la mano a la espada, pese a saber que tal acto de rebeldía se castigaba con la muerte (como así sucedió).[cita requerida] Se llegó a discutir si tocar con una vara, como el asta de un arma, resultaba ofensivo, incluso si era por accidente.[cita requerida]

Semejante obsesión por asuntos de honor y por la reputación hacía que los soldados españoles tuviesen fama de pendencieros, y no eran raros los duelos. Y que los oficiales debieran tratarlos con cuidado, aunque resultaba muy provechoso utilizar su propio orgullo para sujetarlos.

Cuando luchaban junto a tercios de otras nacionalidades o aliados, era frecuente que los españoles exigiesen, para defender su reputación, los puestos más importantes, peligrosos o decisivos en el combate, como de hecho se los empleaba.

Una forma de estimular el cuidado de las armas era seleccionar para las primeras líneas de combate, las más peligrosas y por tanto las más distinguidas, a quienes tuviesen el equipo en mejor estado, y el ejército español era el único de la época que tuvo que incluir castigos para aquellos que rompieran la formación por el ansia de combatir o distinguirse frente al enemigo.

Los soldados españoles eran las tropas que más tarde se amotinaban por falta de pagas, llegando a aguantar años sin cobrar y viviendo en condiciones de miseria antes de rebelarse.[cita requerida] En lugar de hacerlo antes de una batalla importante, como era común para presionar por sus pagas, solo lo hacían tras ella, para que no dijeran que no habían cumplido con su deber, sino que eran sus jefes quienes no lo hacían con el suyo al no darles la paga. En caso de amotinamiento, elegían sus jefes y mantenían una disciplina equivalente a la del ejército. Soldados así eran excelentes, pero la disciplina debía ser férrea para controlarlos. Y de hecho podía ser muy dura.

Cuando se conquistó Portugal, Felipe II puso mucho interés en que no se molestase a los civiles. Pero la logística de la época sencillamente no podía sostener un gran ejército sin que estos buscasen alimentos en la zona. A pesar de saberlo, el general colgó a tantos soldados que llegó a escribir al rey para decirle que le preocupaba quedarse sin sogas[cita requerida]. En otra ocasión, cuando un príncipe de Inglaterra (que combatía con los tercios) quiso atacar sin permiso, el conde francés que lo acompañaba le dijo que no sabía hasta dónde llegaba la disciplina de los tercios, pues si atacaba sin permiso, no sabía si su realeza sería bastante para salvarle el cuello[cita requerida].

La organización de los tercios varió muchísimo durante su existencia (1534-1704). La estructura original, propia de los tercios de Italia, cuyas bases se encuentran en la ordenanza de Génova de 1536, dividía cada tercio en diez capitanías o compañías, ocho de piqueros y dos[8]​ de arcabuceros, de trescientos hombres cada una, aunque también se podía dividir el ejército en doce compañías de doscientos cincuenta hombres cada una. Cada compañía, aparte del capitán, que siempre tenía que ser de nacionalidad española y escogido por el rey, tenía otros oficiales: un alférez, quien era encargado de llevar en el combate la bandera de la compañía, un sargento, cuya función era preservar el orden y la disciplina en los soldados de la compañía, y 10 cabos (cada uno de los cuales mandaba a treinta hombres de la compañía). Aparte de los oficiales, en cada compañía había un cierto número de auxiliares (oficial de intendencia o furriel, capellán, músicos, paje del capitán, barberos y curanderos (estos dos últimos solían cumplir el mismo papel), etc.). Con el tiempo, una de las compañías de arcabuceros se sustituyó por otra de mosqueteros.[8]

Posteriormente, los tercios de Flandes adoptaron una estructura de doce compañías, diez de piqueros y dos de arcabuceros, cada una de ellas formada por docientos cincuenta hombres. Cada grupo de cuatro compañías se llamaba coronelía. El Estado Mayor de un tercio de Flandes tenía como oficiales principales a los coroneles (uno por cada coronelía), un maestre de campo (jefe supremo del tercio nombrado directamente por la autoridad real) y un sargento mayor, o segundo al mando del maestre de campo. Con el tiempo, las compañías fueron reduciendo sus dotaciones, aunque no el número de oficiales y suboficiales que, en consecuencia, creció en proporción al número de soldados que mandaban.[9]

Los tercios solían presentarse en el campo de batalla agrupando a los piqueros en el centro de la formación, escoltados por los arcabuceros y dejando libres a algunos de estos últimos en lo que se denominaban mangas, para hostigar y molestar al enemigo.

El personal de cada unidad era siempre voluntario y entrenado especialmente en el propio tercio, lo que convierte a estas unidades en el germen del ejército profesional moderno. Los ejércitos españoles de aquel tiempo estaban formados por soldados reclutados en todos los dominios de los Habsburgo hispánicos y alemanes, amén de otros territorios donde abundaban los soldados de fortuna y los mercenarios: alemanes, italianos, valones, suizos, borgoñones, flamencos, ingleses, irlandeses, españoles, etc. En el conjunto del ejército, la proporción de efectivos españoles propiamente dichos solía ser inferior al 50%, e incluso menos aún: hasta un 10–15% a lo largo de casi toda la guerra de Flandes. Sin embargo, eran considerados el núcleo combatiente por excelencia, selecto, encargado de las tareas más duras y arriesgadas (y consecuentemente, con las mejores pagas). Inicialmente sólo los españoles originarios de la península ibérica estaban agrupados en tercios y durante todo el período de funcionamiento de estas unidades se mantuvo vigente la prohibición de que en dichos tercios formaran soldados de otras nacionalidades. En los años 80 del siglo XVI se formaron los primeros tercios de italianos, cuya calidad rivalizaba con la de los españoles, y a principios del siglo XVII se crearon los tercios de valones, considerados de peor calidad. Los lansquenetes alemanes en servicio del rey hispano no llegaron nunca a ser encuadrados en tercios y combatían formando compañías, puesto que eran mercenarios y no cuadraban con la organización militar de los tercios.

El ejército del duque de Alba en Flandes, en su totalidad, lo componían 5.000 españoles, 6.000 alemanes y 4.000 italianos. Cuando el tercio necesitaba alistar soldados, el rey concedía un permiso especial firmado de propia mano («conducta») a los capitanes designados, que tenían señalado un distrito de reclutamiento y debían tener el número de hombres suficiente para componer una compañía. El capitán, entonces, desplegaba bandera en el lugar convenido y alistaba a los voluntarios, que acudían en tropel gracias a la gran fama de los tercios, donde pensaban labrarse carrera y fortuna. Estos voluntarios iban desde humildes labriegos y campesinos hasta hidalgos arruinados o segundones de familias nobles con ambición de fama militar, pero normalmente no se admitían ni menores de 20 años ni ancianos, y estaba prohibido reclutar tanto a frailes o clérigos como a enfermos contagiosos. Los reclutas pasaban una revista de inspección, en la que el veedor comprobaba sus cualidades y admitía o expulsaba a los que servían o no para el combate. A diferencia de otros ejércitos, en los tercios el soldado no estaba obligado a jurar fidelidad y lealtad al rey.

El alistamiento era por tiempo indefinido, hasta que el rey concedía la licencia y establecía una especie de contrato tácito entre la Corona y el soldado, aunque aparte del rey también los capitanes generales podían licenciar a la tropa. Se daba por hecho que el juramento era tácito y efectivo desde este reclutamiento. Los agraciados con su entrada en el tercio cobraban ya al empezar un sueldo por adelantado para equiparse, y los que ya disponían de equipo propio recibían un «socorro» a cuenta de su primer mes de sueldo.

No hay duda de que estas condiciones se pasaban a veces por alto a causa de la picaresca personal o de las necesidades temporales del ejército, pero en general siempre se exigió que el soldado estuviese sano y fuerte, y que contara con una buena dentadura para poder alimentarse del duro bizcocho que se repartía entre la tropa. En España, las mayores zonas de reclutamiento fueron Castilla, Andalucía, el Reino de Valencia, Navarra y Aragón. Honor y servicio eran conceptos muy valorados en la sociedad española de la época, basada en el carácter hidalgo y cortés, sencillo pero valiente y arrojado de todo buen soldado. Aunque hay que añadir que no hubo escasez de voluntarios alistados mientras las arcas reales rebosaron de dinero, es decir, hasta las primeras décadas del siglo XVII.

No existían centros de instrucción, porque el adiestramiento era responsabilidad de los sargentos y cabos de escuadra, aunque la verdad es que los soldados novatos y los escuderos se formaban sobre la marcha. Se procuraba repartir a los novatos entre todas las compañías para que aprendieran mejor de las técnicas de los veteranos y no pusieran en peligro la vida del conjunto. Era también común que en las compañías se formaran grupos de camaradas, es decir, de cinco o seis soldados unidos por lazos especiales de amistad que compartían los pormenores de la campaña. Este tipo de fraternidad unía las fuerzas y la moral en combate hasta el extremo de ser muy favorecida por el mando, que prohibió incluso que los soldados vivieran solos.

Lo habitual era enviar a las nuevas compañías de reclutas a servir en Italia, de donde partían los veteranos luego a Flandes.[10]​ Hasta bien entrado el siglo XVII, fue extraño enviar tropas bisoñas a Flandes.[10]

El ascenso se debía a aptitud y méritos, pero primaban también mucho la antigüedad y el rango social. Para ascender se solía tardar como mínimo cinco años de soldado a cabo, uno de cabo a sargento, dos de sargento a alférez y tres de alférez a capitán. El capitán de una compañía de tercio era el mando supremo que debía rendir cuentas ante el sargento mayor, que a su vez era el brazo derecho del maestre de campo (designado directamente por el rey y con total competencia militar, administrativa y legislativa).

La paga de los soldados que componían un tercio era menor que las de los regimientos alemanes contemporáneos.[11]​ Una pica seca recibía tres escudos al mes; un coselete, cuatro; un mosquetero, seis; y un arcabucero; cuatro.[12]

El maestre de campo es un capitán designado por el rey que manda su compañía y a todo el tercio, podríamos decir que era el general del tercio. Era el único cargo en los tercios que tenía una guardia personal, tan solo 8 alabarderos.

Para llegar a ser maestre de campo se precisaban muchos años de experiencia militar, fama y reconocimiento; con esto el rey los podía designar jefes de un tercio. Normalmente, al principio se era maestre de campo de tropas extranjeras (valones, italianos, alemanes...), cuando se había desempeñado un buen trabajo, el rey daba al maestre de campo un tercio de españoles. Muchos de los nombres de los tercios tenían el nombre o del lugar de origen (tercio de Málaga) o donde operan (Tercio Viejo de Lombardía) o el nombre o apellidos del tercio. Así el famoso maestre de campo Lope de Figueroa mandaba el tercio Lope de Figueroa. En general, se ocupaba del mando, de impartir justicia dentro del tercio y de administrar y asegurar que las tropas eran aprovisionadas.

Maestres de campo famosos fueron Juan del Águila, Sancho de Londoño, Sancho Dávila, Julián Romero, Lope de Figueroa, Rodrigo López de Quiroga y Álvaro de Sande.

El sargento mayor era el ayudante principal del maestre de campo, por lo que era el segundo al mando en el tercio. Se podría considerar como el jefe de Estado Mayor. No tenía compañía propia, pero tenía la potestad sobre los demás capitanes. Daba las órdenes de boca del maestre de tercio a los capitanes, decía cómo debía formar en el campo de batalla el tercio, dónde se alojarían las compañías, etc. Era, sin duda, el trabajo de mayor responsabilidad. Tenía un ayudante que solía ser el alférez de su antigua compañía. La evolución de estos dos cargos han dado en la actualidad los cargos de comandante y teniente coronel.

Los tambores o cajas y pífanos eran los encargados de llevar las órdenes del capitán en el combate a base de los toques de sus instrumentos. También tenían una doble finalidad: subir la moral de los hombres en el combate y llevar las órdenes, pues en el fragor de la batalla era imposible llevar las órdenes a viva voz. Había muchos toques, entre los básicos marchar, parar, recoger (dar la retirada), responder (al fuego enemigo), etc.

El furriel mayor era el encargado de alojar a los soldados, de los almacenes del tercio y de las pagas. Se encargaba de los aspectos logísticos. Cada compañía tenía a su vez un furriel que se encargaba de llevar a cabo las órdenes del furriel mayor. Cada furriel llevaba las cuentas de la compañía, la lista de los soldados, las armas y la munición de la que precisaban los soldados y el capitán. Para ser furriel se necesitaba saber leer, escribir y conceptos básicos de matemáticas.

Los tercios no tenían un cuerpo sanitario como los ejércitos actuales. Este cargo lo desempeñaba un médico profesional, los cirujanos de cada compañía y el barbero que solían hacer de enfermeros y debían saber atar y sangrar heridas (por cada compañía sólo había un cirujano y un barbero). Los camilleros solían ser los mozos que acompañaban a los soldados al combate o los propios soldados llevando a sus propios camaradas.

En los tercios, como ejército cristiano, debía tener por cada compañía un capellán para dar fe a los soldados, enseñar el evangelio, celebrar la santa misa y dar la extremaunción a los heridos y a los que iban a morir. En un principio el capellán era contratado por los soldados. Era un trabajo arduo, pues los capellanes se debían mover por el campo de batalla para dar la extremaunción a los caídos y solían ser el objeto de odio en enemigos contrarios a la Iglesia católica (los protestantes y musulmanes).

En 1587, la orden de los jesuitas es la encargada de proveer los capellanes de los tercios. Con la ordenanza de 1632[13]​ se crea el puesto de capellán mayor, que era el encargado de elegir a los capellanes de las compañías y capellán de la compañía del maestre de campo. Además, eran los únicos que podían juzgar a otros capellanes.

El cuerpo judicial del tercio se formaba por un oidor, un escribano, dos alguaciles, el carcelero y el verdugo. Este grupo de personas se encargaban de hacer efecto sobre los procesos judiciales internos del tercio, como si fuera un tribunal militar. También se encargaban de los testamentos de los soldados.

En el tercio se puede encontrar asimismo un cuerpo de policía militar, mandado por el preboste. Se encargaba del orden entre la tropa, la limpieza de los campamentos, la seguridad de los edificios donde se iban a alojar los soldados y evitar que los soldados se dispersasen en las marchas.

Bartolomé Scarion de Pavía, en su obra titulada Doctrina militar, en Lisboa en 1598, expondrá que "Un ejército en campaña ha de tener un preboste, que es suprema justicia del ejército, como en los tercios son los barracheles de campaña, contra los malhechores y los que quebrantan los bandos. Empero los barracheles no pueden sino prender, y no ejecutar ni soltar sin orden del general, ó del maese de campo, ó del auditor; y el preboste es juez absoluto para ahorcar y castigar tales suertes de delincuentes." (A Leal-Bernabeu, 2019;Pavía, 1598)

El capitán era una persona designada por el rey para que mandase una compañía; él es quien decidía de qué arma iba a ser formada la compañía (cuando no había mezcla de armas): picas, arcabuces o mosquetes.

El capitán debía informar de los percances ocurridos a sus superiores, y no tiene la potestad de castigar a sus soldados, ni herirlos, a no ser que este estuviese presente, entonces podía usar la espada, pero no podía matar a los soldados. Si hería a un soldado no debía atacar un miembro del cuerpo útil para la guerra. El capitán no debía aprovecharse de los soldados, ni maltratarlos cuando no han hecho nada, con el único fin de salvaguardar la disciplina de los soldados de la compañía. Podía dar licencia a un soldado a irse de una compañía a otra, pero no podía darle licencia de irse del tercio y mucho menos del ejército, eso era tarea del maestre de campo y del rey. Los capitanes normalmente tenían un paje de rodela, pues este lo portaba, que también se llamaba paje de jineta. Estos chicos estaban en la parte peor parada del combate, delante del capitán para protegerlo con la rodela.

Ostentaba la mayor graduación de las compañías, que también contaban con alférez, sargento y cabo de escuadra.[14]

El alférez era el encargado de llevar y defender la bandera de la compañía en el combate. La bandera era la insignia de la compañía y debían protegerla con la vida. Se sabe de casos de alféreces que perdieron ambos brazos en el combate y para que la bandera no cayese al suelo (significaba que la compañía perdía el combate), el alférez la sujetaba con la boca,[cita requerida] trabajo arduo, pues la pica en la que se llevaba la bandera pesaba 5 kg. La bandera siempre debía llevarse de forma vertical, nunca al hombro, pues si los soldados veían que la bandera caía o era arrastrada por el suelo bajaría la moral. El alférez podía encargarse de la compañía si el capitán lo autorizaba cuando este estuviese ausente. En las marchas, el alférez tenía otro ayudante, llamado sotaalférez, que era el encargado de llevar la bandera cuando no hubiese combate. A este muchacho también se le llamaba sota o abanderado.

Cada compañía tenía un sargento, encargado de transmitir las órdenes de los capitanes a los soldados, de que la tropa esté siempre bien preparada para el combate (armamento, munición, protecciones, etc.) y de que las tropas en el combate vayan en buen orden.

En los servicios nocturnos el sargento es el encargado de poner las centinelas, y debe revisarlas durante toda la noche. El sargento puede castigar a aquellos que no cumplan estos servicios, y si requiriese de la fuerza podría usar la gineta, una alabarda especial que solo la llevaban los sargentos, tratando de solo herir y no mancar al soldado castigado.

El cabo era un soldado veterano que tenía a su mando veinticinco hombres.[4]​ Eran los encargados de alojar a los soldados en camaraderías (grupos de soldados más reducidos). Tienen que adiestrar a los soldados, cuidar de que cumplan las órdenes del capitán, de que luchen bien y de que no creen problemas. Si los hubiere, el cabo no puede castigar a los soldados y deberá hablar al capitán de los posibles desórdenes ocurridos.

El armazón del Tercio contaba con tres clases de combatientes: piqueros, arcabuceros y mosqueteros. Asimismo disponía de artillería, y en ocasiones, de caballería (p. ej.: batalla de Ceriñola).

Los piqueros usaban la pica, de entre 3 y 6 m de longitud, y portaban también su espada atada al cinto. Según su armamento defensivo se dividían en «picas secas» y «picas armadas» (coseletes o piqueros pesados). Los primeros llevaban media armadura y a veces capacete o morrión. Los segundos se protegían con celada o morrión, peto, espaldar y escarcelas que cubrían los muslos colgando del peto. La espada era su gran baza en cualquier combate cuerpo a cuerpo, y en su manejo tenían los españoles una acreditadísima fama. Normalmente era de doble filo y no solía medir más de un metro para hacerse más ligera y transportable.

Los mosqueteros llevaban un equipo muy similar al de los arcabuceros, pero se diferenciaban en que, en vez de arcabuz, usaban un mosquete, o sea de mayor alcance y calibre, lo que también requería dispararlo con el apoyo de una horquilla montada en el suelo; y en vez de morrión, sombrero de chambergo. Su alcance les permitía salir de la formación cerrada y refugiarse en el escuadrón después de abrir fuego. Fueron una innovación extraordinaria en su época gracias a la inteligencia del duque de Alba, que decidió introducir los mosquetes en los tercios en 1567, cuando antes sólo servían en la defensa de plazas amuralladas, en especial en los presidios de Berbería, en el norte de África.

Los españoles conservaron la hegemonía militar durante el siglo XVI y gran parte del XVII, aunque sus enemigos se inspiraron en sus mismas técnicas para hacerles frente. Los ejércitos incrementaron sus efectivos y pasaron a sufrir enormes bajas. Los generales de la época optaban entonces por no plantar grandes batallas, sino dedicarse a concentrar esfuerzos en las tomas de ciudades importantes para forzar un tratado que condujese al final de la guerra, fuese este temporal o a largo plazo. Un aforismo de los lansquenetes de aquellos tiempos decía muy oportunamente: «Dios nos dé cien años de guerra y ni un solo día de batalla».

Las grandes formaciones de los tercios surgieron según la técnica bautizada por los españoles como «arte de escuadronar», y los tratados de la época están llenos de fórmulas y tablas para componer escuadrones de hasta 8000 hombres. Por aquel entonces ya habían desaparecido totalmente las hazañas individuales que en la Edad Media gozaron de tanta fama y prestigio para el soldado, pues la infantería se basaba enteramente en el anonimato. Los oficiales y los soldados distinguidos disponían de algún caballo para las marchas largas, pero todos combatían pie a tierra, integrados en grandes formaciones cuadradas o rectangulares, con una disciplina estrictamente impuesta en movimientos de alineación y maniobra. Durante los trayectos, las tropas acostumbraban a viajar siempre en columna, pero luego combatían agrupadas en bloques geométricos.

Estos bloques rechazaban fácilmente a la caballería y luchaban hábilmente combinados con el resto de la infantería, pero debían evitar ponerse al alcance de la artillería, ya que entonces podían sufrir graves destrozos y bajas. La amenaza de la artillería enemiga en una batalla quedó bien patente para todos los ejércitos de la época sobre todo a partir de la batalla de Marignano, en la que la artillería francesa machacó a los cuadros suizos. Todos los generales tuvieron entonces presente este factor, aunque de hecho las piezas artilleras eran de poco alcance y muy difíciles de mover en terrenos abruptos o fangosos, como por ejemplo en los campos de Flandes. Hay que destacar, sin embargo, que la infantería era la única que mejor podía moverse en los estrechos espacios que dejaban canales, diques, puentes o murallas en Flandes.

El tercio acostumbraba a formar como formación más típica el llamado escuadrón de picas. El resto de los efectivos —caballería y arcabuceros— debían apoyar su acción situándose en sus mangas o flancos para evitar que el enemigo lo envolviese, aunque a veces también formaban pequeños cuadros en sus esquinas.[4]​ Esta táctica era la más empleada en campo abierto, transmitiéndose las órdenes a través del sargento mayor a los sargentos de compañía y sus capitanes, que desplazaban a la tropa. Todos los movimientos se realizaban en absoluto silencio, de modo que sólo en el momento del choque estaba permitido gritar «¡Santiago!» o «¡España!». En realidad, las tácticas empleadas por las unidades que formaban los tercios eran muy flexibles y se adaptaban al tipo de combate que tuviesen que librar.[4]​ Era habitual reunir compañías de distintos tercios para aumentar el número de armas de un determinado tipo o emplear únicamente las compañías que las portaban si convenía.[4]​ Por ejemplo, para el asalto a posiciones estáticas, donde convenía contar con gran potencia de fuego, se podían reunir unidades de arcabuceros y mosqueteros de diversos tercios.[4]

La doctrina de la época establecía oponer picas a caballos,[15]​ enfrentar la arcabucería a los piqueros y lanzar caballería sobre los arcabuceros enemigos, ya que éstos, una vez efectuado el primer disparo, eran muy vulnerables hasta que cargaban otra vez el arma. Los arcabuceros adquirieron mucha importancia en los tercios: llevaban un capacete, gola de malla y chaleco de cuero (coleto), a veces peto y espaldar. Su gran arma era el arcabuz, un cañón de hierro montado sobre caja de madera con culata. El equipo incluía asimismo una bandolera para las cargas de pólvora y una mochila para la munición, la mecha y el mechero. El arcabucero recibía cierta cantidad de plomo y un molde en el que debía fundir sus propias balas. A finales de siglo XVI, cada tercio tenía dos o tres compañías de arcabuceros (lo que da una idea de su elitismo), formadas por soldados jóvenes y resistentes a los duros trabajos. También por ese mismo motivo estaban agraciados por un trato de favor especial que les dispensaba de hacer guardias de noche (a diferencia del resto de las compañías) y les garantizaba un ducado más de paga al mes. Se disponía de artillería cuando las circunstancias así lo exigían: desde cañones de bronce o hierro colado, medioscañones, culebrinas y falconetes. Dada la importancia de las armas de fuego en el ataque y de las picas en la defensa y que las primeras primaban en los tercios y las segundas en los regimientos, se tendía a combinar los dos tipos de unidad para aprovechas las ventajas de ambas.[15]

Durante los primeros disparos, para que las bajas no dejasen demasiados huecos en el escuadrón de picas, los soldados adelantaban su puesto cuando el anterior quedaba vacío, lo que permitía seguir dando una imagen compacta donde toda la compañía se apoyaba en un solo bloque. El escuadrón de picas tenía cuatro formaciones: el escuadrón cuadrado (mismo frente que fondo); prolongado (tres cuadrados unidos), con la variante de media luna o cornuto, en que las alas se curvaban para proteger el centro; en cuña o triangular, que adquiría forma de tenaza o sierra cuando se unía a otros por la base; y en rombo.

Si se trataba de un asedio, los tercios realizaban obras de atrincheramiento para rodear la plaza y aproximar los cañones y minas a los muros. Uno de los escuadrones se mantenía en reserva para rechazar cualquier tentativa de contraataque de los sitiados. Incluso si era necesario retirarse, se procuraba llevar a cabo el repliegue con sumo secreto, con un escuadrón de seguridad cubriendo siempre la retaguardia.

No existió nunca una verdadera uniformidad en vestimenta. El equipo más habitual comprendía una ropilla (vestidura corta sobre el jubón), unos calzones, dos camisas, un jubón, dos medias calzas, un sombrero de ala ancha y un par de zapatos, pero cada hombre podía vestir como quisiera si se lo pagaba de su bolsillo. En cuanto a las armas, los soldados recibían las que les daba el rey (Munición Real), que se descontaban de futuras pagas, pero además podían adquirir y utilizar cualquier otra que les conviniera: espadas, ballestas, picas, mosquetes, arcabuces, dagas de izquierda, etc. y así se ejercitaban a base de destreza y mucha práctica.

Todo soldado podía llevarse los mozos y criados que pudiera costear para su posición social y recursos. Eran una especie de escuderos que aprendían de sus superiores el arte de la guerra y el cuidado de las armas y los caballos. Un gran número de protegidos y de no combatientes acompañaba al ejército de tercios en su marcha, desde mochileros para transportar los equipajes hasta comerciantes con carros de comestibles y bebida, cantineros, sirvientes, etc. y hasta prostitutas. Estas últimas, aunque bastante numerosas, no podían pernoctar con la tropa porque se debía respetar cierto límite de medidas de control del orden, por lo que debían marcharse del campamento al caer la tarde.

A medida que trascurrieron los años, los tercios fueron tanto disminuyendo en número de hombres como aumentando la proporción de arcabuceros y mosqueteros sobre la de piqueros, eliminando cualquier vestigio de algunas armas aún comunes en el momento de creación del tercio (por ejemplo, la ballestas o el escudo redondo o rodela). El ejército español fue de los que más rápidamente adoptó las armas de fuego en sus unidades, aunque luego su proporción se mantuvo estable.[8]​ Su número era elevando en los tercios, aunque no se prescindió de las picas, consideradas necesarias para la defensa.[8]​ El mosquete se incluyó entre las armas del tercio en 1567 y supuso un aumento notable de la potencia de fuego de las unidades, principalmente por la capacidad de penetración de los proyectiles que disparaba y su alcance.[16]

En la práctica, los tercios nunca tenían sus plazas cubiertas, y a menudo las compañías tenían sólo la mitad o menos de sus efectivos teóricos. Frecuentemente se disolvían compañías («reformaban») para cubrir un mínimo de plazas en las demás. Los capitanes de las desaparecidas se veían reducidos al papel de soldados, si bien de élite. Debido a esto, su estructura nunca fue rígida, sino más bien muy adaptable a las circunstancias del momento.

Estaba relativamente consentida la deserción si era para unirse a otra compañía más prestigiosa. La huida a España no era muy mal vista, aunque no era común. Sin embargo, pasarse al enemigo era otra cosa. Las pocas veces que sucedió, y si los desertores tenían la desgracia de caer en manos de sus antiguos compañeros, no podían esperar clemencia.

Muchas de las acciones de guerra no eran grandes batallas, sino una sucesión de golpes de mano, escaramuzas, pequeñas batallas y asedios. En todos estos casos, los tercios resultaron muy eficientes, especialmente en los ataques por sorpresa («encamisadas»).

La comida del soldado raso comprendía un kilo aproximado de pan o bizcocho, una libra de carne y media de pescado y una pinta de vino, más aceite y vinagre, lo que aportaba de 3300 a 3900 kilocalorías diarias.[cita requerida] Hay que saber que el soldado se tenía que preparar su propia comida, aunque la preparación de algunos alimentos corría a cargo de cada uno de los camaradas en los fogones del campamento.

Cada tercio disponía de un médico, un cirujano y un boticario. Todas las compañías contaban con barbero para los primeros auxilios, y los heridos graves se trasladaban al hospital general, donde había enfermeros, médicos y cirujanos. Este hospital corría a cargo de los propios soldados mediante el llamado «real de limosna» (una cantidad que se les descontaba del sueldo), la venta de los efectos personales de los enfermos que fallecían sin hacer testamento o las donaciones que alguien hacía voluntariamente. Había aproximadamente un médico o cirujano por cada 2200 soldados, aunque los heridos podían llegar a ser tantos que desbordaran la capacidad de estos. Lo cierto era que la mayoría de los soldados veteranos estaban cubiertos de cicatrices, y muchos acababan lisiados o mutilados sin ninguna compensación. Las amputaciones iban seguidas de la cauterización, y las curas de las heridas se hacían con maceraciones de vino o aguardiente y algunos ungüentos, pero eso no frenaba a veces la infección o las supuraciones, lo que acababa por degenerar en gangrena u otras enfermedades contagiosas.

Los tercios mantenían su enorme moral de combate mediante un implícito apoyo de la religión en campaña. Su mejor general, Alejandro Farnesio, no dudaba por ejemplo en hacer arrodillar día a día a sus soldados antes de combatir para rezar el Avemaría o una prédica a Santiago, patrón de España.[cita requerida]

Asimismo cada mañana se saludaba a la Virgen María con tres toques de corneta y cuando era preciso también se oficiaban varias misas de difuntos y numerosos funerales. Cada tercio contaba con un capellán mayor y un predicador, y cada compañía con un capellán.

La mala fama de los Tercios españoles forma parte inseparable de la Leyenda Negra difundida por la historiografía anglosajona, francesa y holandesa para perjudicar la imagen política de España a partir —sobre todo— de Felipe II. Esos prejuicios se basan en hechos ciertamente lamentables que fueron obra de los rudos y feroces soldados en algunos episodios de desorden y saqueo indiscriminado acompañado de crueles matanzas, aunque era menos de lo que se difundió. Durante el desempeño del cargo de jefe de los Tercios que hizo el tercer Duque de Alba, los odios se exacerbaron, ante todo a raíz de la política de mano dura y represión que impulsó el noble, considerado todavía hoy una auténtica bestia negra por los flamencos y holandeses protestantes. Aunque todos los ejércitos anteriores y posteriores a la época cometieron y cometerían los mismos excesos, la mala fama de los tercios españoles fue aumentada por el odio holandés y protestante a un invasor que veían como una doble amenaza: política (acusando a España de imperialismo) y religiosa (luchando contra el catolicismo que los Austrias querían imponer a toda costa en los territorios donde caló profundamente la Reforma Protestante). Los peores desmanes de los tercios los ocasionaban los continuos atrasos en el envío de la paga. Los sueldos ya de por sí eran bajos, pero con ese salario hay que tener en cuenta que el soldado pagaba la ropa, su manutención, las armas y a veces hasta el alojamiento, aunque excepcionalmente algunos nobles se ofrecieron a costear los gastos de una guerra concreta para ganar méritos y prestigio ante el rey de España.

Si la paga llegaba a tardar más de 30 meses (como ocurrió en algunos momentos), los tercios se amotinaban y eran capaces de lo peor, aunque jamás pusieran en duda su plena fidelidad a España y al rey. Era entonces cuando el saqueo descontrolado pasaba a ser el único sistema para resarcirse de la falta de dinero, y ese saqueo podía proceder tanto de la captura de bagajes enemigos como del pillaje en pueblos y ciudades. El botín estaba prohibido cuando una ciudad pactaba voluntariamente una rendición antes de que los sitiadores instalaran la artillería, pero si esto no se producía, la plaza quedaba entonces a merced del vencedor. Uno de los episodios más negros de los tercios se produjo en el saqueo de Amberes en 1576, que duró más de tres días y llegó hasta extremos inhumanos de barbarie y devastación. El 4 de noviembre de 1576, las calles quedaron sembradas de cadáveres de toda clase y condición, con los dedos y las orejas cortados para llevarse las joyas personales que los soldados tanto ansiaban. Familias enteras fueron torturadas en busca de dinero.

Episodios similares se vivieron en Cataluña y en Portugal, que se rebelaron contra la Corona de los Austrias a causa de la falta de acuerdo en materia de política económica interna y, sobre todo, del mantenimiento costosísimo que representaban los tercios en campaña. El estacionamiento de los tercios en la frontera catalana con Francia y la polémica Unión de Armas que proyectaba hacer el valido de Felipe IV, el Conde Duque de Olivares, reuniendo el dinero y los efectivos humanos de todos los reinos y señoríos hispánicos, acabaron por encender la mecha del polvorín en el que se habían convertido el Principado de Cataluña y el Reino de Portugal, totalmente contrarios a tales medidas porque perjudicaban de forma grave sus expectativas económicas, a la vez que violaban sus privilegiados fueros de origen medieval. Los Tercios eran una olla de presión allá donde se dirigían, y sumándole a esto la falta de tacto del valido y el tozudo autoritarismo real de Felipe IV, más la también terca reticencia y desconfianza de las cortes catalanas y portuguesas, el resultado fue tan caótico que sumió simultáneamente a la península ibérica en dos frentes rebeldes al rey. Los tercios estacionados en Cataluña pesaban como una losa sobre las posibilidades de las clases humildes y populares a causa de sus gastos y excesos. El amotinamiento de los soldados se sumó a la rebelión popular en respuesta de sus atrocidades. Pueblos enteros fueron saqueados e incendiados en el Principado catalán en 1640, dando inicio a la llamada Guerra de los Segadores y a la temporal escisión de Cataluña del Imperio gracias a las calculadas maniobras políticas del cardenal Richelieu, valido de Luis XIII. Tras varias negociaciones y la pérdida resignada de Portugal, independizado con los Braganza como nueva dinastía nacional, el gobierno de Madrid logró encauzar la situación a costa de aceptar todas las condiciones fijadas por la Generalidad catalana y dejar que Francia consolidase sus anexiones al norte de los Pirineos, donde ocupó varias comarcas catalanas.

En la actualidad, la patrona de la Infantería Española es la Inmaculada Concepción. Este patronazgo tiene su origen en el llamado Milagro de Empel durante las guerras en Flandes.

El 7 de diciembre de 1585, el Tercio del Maestre de Campo Francisco de Bobadilla combatía en la isla de Bommel, situada entre los ríos Mosa y Waal, bloqueado por completo por la escuadra del Almirante Hollock. El bloqueo se estrechaba cada día más y se agotaron los víveres y las ropas secas.

El jefe enemigo propuso entonces una rendición honrosa pero la respuesta española fue clara: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos». Ante tal respuesta, Hollock recurrió a un método frecuentemente utilizado en ese conflicto: abrir los diques de los ríos para inundar el campamento enemigo. Pronto no quedó más tierra firme que el montecillo de Empel, donde se refugiaron los soldados del Tercio.

En ese momento crítico, un soldado del tercio que estaba cavando una trinchera tropezó con un objeto de madera allí enterrado. Era una tabla flamenca con la imagen de la Inmaculada Concepción. Anunciado el hallazgo, colocaron la imagen en un improvisado altar y el Maestre Bobadilla, considerando el hecho como señal de la protección divina, instó a sus soldados a luchar encomendándose a la Virgen Inmaculada:

Un viento completamente inusual e intensamente frío se desató aquella noche helando las aguas del río Mosa. Los españoles, marchando sobre el hielo, atacaron por sorpresa a la escuadra enemiga al amanecer del día 8 de diciembre y obtuvieron una victoria tan completa que el almirante Hollock llegó a decir: «Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan grande milagro».

Aquel mismo día, entre vítores y aclamaciones, la Inmaculada Concepción es proclamada patrona de los Tercios de Flandes e Italia, la flor y nata del ejército español.

Sin embargo, este patronazgo se consolidaría trescientos años después, luego de que la bula Ineffabilis Deus del 8 de diciembre de 1854 proclamase como dogma de fe católica la Concepción Inmaculada de la Virgen Santísima; el 12 de noviembre de 1892 a solicitud del Inspector del Arma de Infantería del Ejército de Tierra de España, por real orden de la Reina Regente doña María Cristina de Habsburgo, se:

El sargento mayor de cada Tercio dirigía los compases de sus hombres moviendo un gran garrote, una especie de antecedente de la batuta de orquesta que recibía el explícito nombre de porra. Cuando una columna en marcha hacía un alto prolongado, el sargento mayor hincaba en el suelo el extremo inferior de su porra distintiva para simbolizar la parada. En su inmediación se establecía rápidamente la guardia, encargada de custodiar los símbolos más preciados del Tercio: la bandera y el carro donde se llevaban (cuando había) los caudales. También quedaban bajo su vigilancia los soldados arrestados, que durante ese descanso debían permanecer sentados en torno a la porra que el sargento había clavado al principio. Eso equivalía por tanto a «enviar a alguien a la porra» como sinónimo de arrestarlo. Esta irónica pero curiosa locución tuvo bastante éxito, por lo que pasó a engrosar la riqueza léxica del español originando el actual y despectivo «¡vete a la porra!».

El pífano o el "pito" era el chico que tocaba tal instrumento en el ejército. Su paga era muy baja. Por tanto cuando utilizamos la expresión "me importa un pito" damos a entender que le damos muy poco valor al asunto.

Otras expresiones directamente relacionadas con las guerras de Flandes y los Tercios han marcado profundamente la lengua española. Por ejemplo, en el caso de frases tan comúnmente usadas por los hispanohablantes como «Se armó (o se armará) la de San Quintín» (que alude a la batalla que tuvo lugar el día de San Lorenzo —10 de agosto— de 1557, ganada por las armas españolas de Felipe II contra los franceses, y en la que los Tercios estuvieron dirigidos por Manuel Filiberto, duque de Saboya) o «pasar por los bancos de Flandes» (que significaría superar una dificultad, lo que vendría de su similitud con una zona peligrosa en el mar de Flandes, las casas bancarias flamencas y los muebles fabricados con pino de Flandes).

Recordemos, también, la que expresa «poner una pica en Flandes» (como sinónimo de algo sumamente dificultoso o costoso, refiriéndose a los gastos y esfuerzos que suponía el envío de los Tercios). Cervantes usó (y tal vez legó definitivamente al español) varias expresiones similares en El Quijote: la expresión que utiliza el personaje de Sancho Panza cuando afirma que «pues si yo veo otro diablo y oigo otro cuerno como el pasado, así esperaré yo aquí como en Flandes», lo que equivale a decir «en cualquier parte».

Finalmente, la expresión «en Flandes se ha puesto el sol» proviene del título de una obra teatral firmada por Eduardo Marquina (1879-1946), y viene a simbolizar el ocaso del poderío hispánico en los Países Bajos tras la crisis económica y social que desataron los conflictos bélicos y religiosos durante más de dos siglos.

http://31enerotercios.com/ Web de la asociación 31 enero Tercios.



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