Se denomina período helenístico, helenismo o periodo alejandrino (por Alejandro Magno) a una etapa histórica de la Antigüedad cuyos límites cronológicos vienen marcados por dos importantes acontecimientos políticos: la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) y el suicidio de la última soberana helenística, Cleopatra VII de Egipto, y su amante Marco Antonio, tras su derrota en la batalla de Accio (31 a. C.). Es la herencia de la cultura helénica de la Grecia clásica que recibe el mundo griego a través de la hegemonía y supremacía de Macedonia, primero con la persona de Alejandro Magno y después de su muerte con los diádocos (διάδοχοι) o sucesores, reyes que fundaron las tres grandes dinastías que predominarían en la época: Ptolemaica, Seléucida y Antigónida. Estos soberanos supieron conservar y alentar el espíritu griego, tanto en las artes como en las ciencias. Entre la gente culta y de aristocracia, «lo griego» era lo importante, y en este concepto educaban a sus hijos. El resto de la población de los reinos situados en Egipto y Asia no participaba del helenismo y continuaba sus costumbres, su lengua y sus religiones. Las ciudades-estado griegas (Atenas, Esparta y Tebas, entre otros) llegaron al declive y las sustituyeron en importancia las ciudades modernas de Alejandría, Pérgamo y Antioquía, cuyo urbanismo y construcción tenían nada que ver con las anteriores. En todas ellas se hablaba griego en su variante llamada koiné (κoινή), adjetivo griego significando «común». Vale decir, la lengua común o panhelénica, principal vehículo de cultura. Este se usaba mucho en aquel tiempo.
Es considerado un período de transición entre el declive de la época clásica griega y el alza del poder romano. Sin embargo, el esplendor de ciudades como Alejandría, Antioquía o Pérgamo, la importancia de los cambios económicos, el mestizaje cultural y el papel dominante del idioma griego y su difusión son factores que modificaron profundamente el Oriente Medio antiguo en esta etapa. Esta herencia cultural será asimilada por el mundo romano, surgiendo así con la fusión de estas dos culturas lo que se llama «cultura clásica», fundamento de la civilización occidental.
El término «helenístico» lo usó por primera vez el historiador alemán Johann Gustav Droysen en Geschichte des Hellenismus (1836 y 1843), a partir de un criterio lingüístico y cultural, es decir, la difusión de la cultura propia de las regiones en las que se hablaba el griego (ἑλληνίζειν – hellênizein), o directamente relacionadas con la Hélade a través del propio idioma, fenómeno alentado por las clases gobernantes de origen heleno de aquellos territorios que nunca tuvieron relación directa con Grecia, como pudo ser el caso de Egipto, Bactriana o los territorios del Imperio seléucida. Este proceso de helenización de los pueblos orientales, y la fusión o asimilación de rasgos culturales orientales y griegos, tuvo continuidad, como se ha mencionado, bajo el Imperio romano.
Los trabajos arqueológicos e históricos recientes conducen a la revalorización de este período y, en particular, a dos aspectos característicos de la época: la importancia de los grandes reinos dirigidos por las dinastías de origen griego o macedónico (Lágidas, Seléucidas, Antigónidas, Atálidas, etc.), unida al cometido determinante de decenas de ciudades cuya importancia fue mayor que la idea comúnmente aceptada durante mucho tiempo.
Después de las guerras de Peloponeso, las polis griegas siguieron luchando entre sí. Esta situación la aprovechó el Reino de Macedonia, situado en el norte de Grecia. Su rey Filipo II sometió a las ciudades griegas.
En el año 336 a. C., a los 20 años de edad, el hijo de Filipo II fue proclamado rey de Macedonia como Alejandro III, siendo reconocido como el gobernante de toda la Hélade tras su aplastante victoria sobre Tebas dos años más tarde. Durante su breve reinado, que duró apenas 13 años hasta el 323 a. C., realizó la conquista más rápida y espectacular de toda la Antigüedad. El pequeño reino balcánico, en alianza con algunas polis griegas, se convirtió inesperadamente en el imperio más grande de la época, tras sojuzgar al Imperio persa de Darío III. Este soberano aqueménida fue derrotado en cuatro años (334–330) tras tres batallas: en el río Gránico, en Issos y en la llanura de Gaugamela. Durante los cuatro años siguientes (hasta el 327 a. C.) Alejandro se dedicó a la lenta y difícil conquista de las satrapías de Asia Central, además de asegurar, en el 325 a. C., la dominación macedónica en el valle del río Indo. En ese momento Alejandro, presionado por sus agotadas tropas, hubo de renunciar a proseguir con su epopeya, regresando a lo que se había convertido en el núcleo de su imperio, Mesopotamia. En ese momento sus dominios se extendían desde el Danubio al Indo y desde Egipto hasta el Sir Daria.
A fin de asegurar su poder en todo el territorio, trató de asociar la clase dirigente del antiguo Imperio aqueménida a la estructura administrativa de Macedonia. Intentó crear una monarquía que asumiera, a la vez, la herencia macedónica y griega y, por otro, la herencia persa y, en términos generales, la asiática. La muerte inesperada del rey, víctima probablemente de la malaria a la edad de 32 años, puso fin a esta tentativa original, que fue muy criticada por el entorno macedónico del soberano.
La prematura muerte de Alejandro supuso que sus herederos directos no tuviesen la edad necesaria como para afrontar la tarea de gobernar el imperio. De los dos hijos varones de Alejandro, Heracles (hijo de Barsine) tenía 4 años, mientras que Alejandro (hijo de la princesa bactriana Roxana) no había nacido aún en el momento de la muerte de su padre. De esta forma, los llamados diádocos, los generales y oficiales de Alejandro a lo largo de la campaña persa, fueron quienes lucharon por el control del imperio durante 40 años, hasta el año 281 a. C. Las sucesivas guerras en las que se enfrentaron Pérdicas, Ptolomeo, Casandro, Lisímaco, Antígono y Seleuco, por citar a los más relevantes, acabaron tanto con la cohesión del imperio (repartido finalmente entre los vencedores) como con los familiares de Alejandro: su madre Olimpia, su hermana Tesalónica, y sus dos hijos.
Las regiones de Grecia, Macedonia y Asia Menor fueron las que más profundamente se vieron afectadas por las incesantes campañas militares que enfrentaron a los diádocos, mientras que la parte oriental del imperio se separó rápidamente, creándose varios reinos griegos en Bactriana. Los generales prestaron poca atención a la pérdida de los territorios orientales, puesto que lo esencial para ellos era hacerse con el control total del imperio luchando contra sus rivales. La excepción fue Ptolomeo, uno de los compañeros de infancia de Alejandro, del que algunos autores aventuran que era un hijo ilegítimo de Filipo II. Con inteligencia se apoderó enseguida de Egipto y se apresuró a crear un estado duradero, renunciando a las ambiciones imperiales que consideraba poco realistas. Fue uno de los principales oponentes a la causa imperial, convirtiéndose de esta forma en uno de los fundadores del mundo helenístico.
Sin embargo, Antígono y su hijo Demetrio fueron quienes más lucharon por restablecer el Imperio macedónico, llegando a controlar Anatolia y el Levante mediterráneo antes de ser derrotados por una coalición del resto de los diádocos (excepto Ptolomeo) en la batalla de Ipso (301 a. C.). Muerto Antígono, Demetrio huyó a Europa, donde consiguió apoderarse temporalmente de Macedonia, antes de ser derrotado y terminar sus días miserablemente como prisionero de Seleuco. El hijo mayor de Ptolomeo I, Ptolomeo Cerauno, fue expulsado de Egipto por su padre, refugiándose en casa de su cuñado Lisímaco en Tracia, y apoderándose de su reino y de Macedonia, tras lo cual llegó a asesinar a Seleuco, que se enfrentaba a él. El Medio Oriente estaba, por tanto, dominado por las ambiciones de estos generales, que con presteza se coronaban reyes, apoyados por sus tropas, constituidas generalmente por mercenarios griegos y macedonios.
De esta forma, se estableció en el siglo III a. C. un precario equilibrio entre las tres dinastías descendientes de los diádocos, (los llamados epígonos —επιγονος—, 'los nacidos después' o 'sucesores') que se repartieron los territorios de forma poco homogénea y aun forzada. Macedonia y la Grecia continental fue gobernada por los descendientes de Antígono (los Antigónidas); Egipto, Chipre y Cilicia por los Lágidas; y Asia Menor, Siria, Mesopotamia y Persia occidental conformaron el poco homogéneo Imperio seléucida.
Al lado de las tres monarquías principales, coexistían otros reinos más pequeños, pero que desempeñaron un papel destacado, como el reino de Pérgamo, controlado por los Atálidas; el reino del Epiro, en la actual Albania; los reinos del Ponto y de Bitinia, en Anatolia; o el que fundó Hierón II en Siracusa, en la Magna Grecia.
Es preciso añadir además las confederaciones de ciudades que se oponían a los intereses de otros reinos mayores, especialmente a Macedonia, como fueron la Liga Aquea y la Liga Etolia, que desempeñaron un importante papel en la zona egea hasta la conquista romana. Algunas de estas ciudades llegaron incluso a preservar completamente su independencia y a mantener relaciones en pie de igualdad con los reinos helenísticos, como es el caso de Rodas.
A finales del siglo II a. C., y tras 150 años de enfrentamientos y debilitamiento de todas las ciudades, Grecia cayó finalmente bajo la dominación romana. Fue a principios del siglo II a. C. cuando Roma intervino realmente en Oriente. En principio se enfrentó militarmente a los antigónidas, concretamente a Antíoco III Megas, el más importante de los soberanos helenísticos antes de Mitrídates y Cleopatra. La derrota de Antíoco fue decisiva en la pérdida de influencia política de los seléucidas en Asia Central, en Persia y, por último en Mesopotamia. Antíoco III fue el último rey seléucida que todavía poseía los medios para dirigir una expedición hasta los límites de la India. Durante el reinado de su hijo, los seléucidas no consiguieron dominar la insurrección de los Asmoneos en Palestina, que consiguieron instaurar un reino judío independiente. La irrupción de los partos aceleró la descomposición política y, a principios del siglo I a. C., los soberanos seléucidas ya sólo gobernaron en Siria.
Después de su victoria sobre los seléucidas, Roma promovió un lento y complejo proceso de desgaste sobre los reinos helenísticos, con la complicidad de varias ciudades griegas y del reino de Pérgamo, asegurándose tras dos siglos el completo dominio del Mediterráneo oriental. El acto final de esta conquista fue la lucha que enfrentó a Octaviano (César Augusto) contra Marco Antonio y su aliada, la última soberana de Egipto, Cleopatra VII. Tras ser derrotados en Accio, ambos se suicidaron ante la inminente victoria de Octaviano (30 a. C.).
No obstante, la penetración romana en el Oriente helenístico no se produjo sin resistencia, y los romanos precisaron no menos de tres guerras para doblegar al rey del Ponto, Mitrídates VI, en el siglo I a. C. El general Cneo Pompeyo Magno suprimió en el 63 a. C. el debilitado reino seléucida, reducido al territorio de Siria, reorganizando el Oriente, según el orden romano. El mundo helenístico se convirtió desde entonces en el campo de batalla donde se definieron las ambiciones de los diversos generales de la República romana, como sucedió en Farsalia, Filipos o Accio, donde se impuso finalmente Octaviano.
La monarquía helenística era personal, lo cual significaba que podía llegar a ser soberano cualquiera que, por medio de su conducta, sus méritos o sus acciones militares, pudiese aspirar al título de basileus. En consecuencia, la victoria militar era, la mayoría de las veces, el acto que legitimaba el acceso al trono, permitiendo así reinar sobre una provincia o un estado. Seleuco I utilizó la ocupación de Babilonia en 312 a. C. para legitimar su presencia en Mesopotamia, o su victoria en 281 a. C. sobre Lisímaco para justificar sus reivindicaciones sobre el Bósforo y Tracia. Asimismo, los reyes de Bitinia sacaron provecho de la victoria en 277 a. C. de Nicomedes I sobre los gálatas para afirmar sus pretensiones territoriales.
Esta monarquía personal no tenía reglas de sucesión precisas, por lo cual eran frecuentes querellas incesantes y asesinatos entre los muchos aspirantes. Tampoco existían leyes fundamentales ni textos que determinaran los poderes del soberano, sino que era el propio soberano quien determinaba el alcance de su poder. Este carácter absoluto y personal era, a la vez, la fuerza y la debilidad de estas monarquías helenísticas, en función de las características y la personalidad del soberano. Por tanto, fue necesario crear ideologías que justificaran la dominación de las dinastías de origen macedonio y de cultura griega sobre los pueblos totalmente ignorantes de esta civilización. Los lágidas pasaron, de este modo, a ser faraones ante los egipcios y tenían derecho a aliarse con el clero autóctono, otorgando espléndidas donaciones a los templos.
En cuanto a los pueblos de origen griego y macedónico que también gobernaban, los soberanos helenísticos debían mostrar la imagen de un rey justo, que asegurase la paz y el bienestar de sus pueblos, existiendo así la noción de evergetes, el rey como benefactor de sus súbditos. Una de las consecuencias, acaecida ya en el reinado de Alejandro Magno, fue la divinización del soberano, a quien rendían honores los súbditos y las ciudades autónomas o independientes que habían sido favorecidas por el rey, lo que permitió reforzar la cohesión de cada reino en torno a la dinastía reinante.
La fragilidad del poder de los soberanos helenísticos les obligaba a una incesante actividad. En primer lugar era necesario vencer militarmente a sus adversarios, por lo que el periodo se caracterizó por una serie de conflictos entre los propios soberanos helenísticos o contra otros adversarios exteriores, como los partos o la incipiente Roma. Los soberanos se veían obligados a viajar constantemente a fin de instalar guarniciones, a la vez que erigían ciudades que controlasen mejor las divisiones administrativas de sus reinos, siendo sin duda Antíoco III el monarca helenístico que más viajó entre Grecia, Siria, Egipto, Mesopotamia, Persia y las fronteras de India y Asia Menor, antes de morir cerca de la ciudad de Susa en 187 a. C. A fin de mantener sus armadas y financiar la construcción de las ciudades, fue indispensable que los soberanos desarrollaran una sólida administración y fiscalidad. Los reinos helenísticos se convirtieron así en gigantescas estructuras de explotación fiscal, erigiéndose en herederos directos del Imperio Aqueménida. Este trabajo agotador, al que se unían las incesantes quejas y recriminaciones (ya que el rey era también juez para sus súbditos) hicieron exclamar a Seleuco I:
Alrededor de estos soberanos gravitaba una corte en la que el cometido de los favoritos se volvió gradualmente preponderante. Por regla general, eran los griegos y los macedonios los que casi siempre ocuparon el título de amigos del rey (philoi). El deseo de Alejandro Magno de asociar las elites asiáticas al poder fue abandonado, por lo que esta dominación política greco-macedónica adquirió, en muchos aspectos, la apariencia de una dominación colonial. Para conseguir unos colaboradores fieles y eficaces, el rey tenía que enriquecerlos con donaciones y dominios pertenecientes al dominio real, lo cual no impidió que algunos favoritos mantuvieran una dudosa fidelidad, y en ocasiones, especialmente en caso de una minoría de edad real, ejercer efectivamente el poder. Son los casos de Hermias, del que Antíoco III no pudo deshacerse fácilmente, o Sosibio en Egipto, al que Polibio achacó una reputación siniestra.
Estos reyes disponían de un poder absoluto, pero estaban sometidos a múltiples obligaciones, como asegurar sus fronteras, vencer a sus enemigos y poner a prueba su naturaleza real por medio de su comportamiento, legitimando su función por la divinización de su persona. En la época clásica, el modelo de la monarquía, rechazada por los filósofos griegos, era asiático; en la época helenística era griego.
La monarquía helenística se apoyó en una aristocracia creada por el propio rey y desarrolló un carácter especialmente cosmopolita, muy lejos de la anterior nobleza solariega. En adelante el rey no sería elegido libremente por sus ciudadanos. Los reyes helenísticos y sus nobles fueron elegidos por el propio rey, pero para llevar a cabo con éxito y ante el pueblo tal sistema, insistieron en la idea de la divinidad, es decir, el rey tenía derecho a gobernar y a seleccionar la nobleza porque su poder lo había obtenido a través de su linaje divino y porque él mismo era en cierto modo un dios. El paso siguiente fue iniciar el culto al rey.
Este sistema de divinización fue más político que religioso y tenía sus antecedentes en el pensamiento griego anterior con ejemplos de veneración a héroes y otros personajes mortales que se convirtieron en deidades después de su muerte, como es el ejemplo de Asclepio y otras figuras menores que habían sido jefes militares o fundadores de ciudades. La deificación o apoteosis en vida de los reyes helenísticos nunca o casi nunca fue un asunto puramente religioso o espiritual; nadie fue a rezar o a pedir gracias especiales a ninguno de estos personajes. Sin embargo, fue necesario establecer el poder político en seres considerados por sus súbditos como dioses.
El culto al rey había empezado ya en la figura de Alejandro Magno que fue reconocido como un mortal realizador de grandes hazañas y descendiente de Heracles, confirmado en el oráculo de Siwa como hijo del propio Zeus-Amón. La deificación de Alejandro en vida le sirvió en muchas ocasiones como aprobación y reconocimiento legal de su poder real. El propio Alejandro se tomaba su deificación como algo muy serio. Después de su muerte muchas de las ciudades helenísticas siguieron este proceso, deificando a algunos de sus diádocos, como ocurrió con Demetrio Poliorcetes, Antígono II Gónatas, Lisímaco de Tracia, Casandro de Macedonia, Seleuco I Nicátor y Ptolomeo I.
Ptolomeo I nunca pidió honores divinos, pero su hijo Ptolomeo II organizó la ceremonia de la apoteosis para su padre y su madre Berenice, con el título de Dioses Salvadores (Sóter). Más tarde, hacia el año 270, Ptolomeo II y su esposa Arsínoe fueron deificados en vida con el título de Dioses hermanos (Filadelfo). Se sabe que se les rindió culto en el santuario de Alejandro Magno que aún existía, donde su diádoco Ptolomeo I había depositado el cuerpo (en la actualidad es un misterio el paradero de este santuario).
Los reyes y reinas sucesores de Ptolomeo II fueron deificados inmediatamente después de su ascenso al trono, con ceremonias de apoteosis en que podía verse la influencia de la religión y tradición egipcias. En el Egipto helenístico el culto al rey fue una fusión entre las tradiciones griegas para la deificación política y las tradiciones egipcias, con una gran carga religiosa.
Son unas jarras de cerámica vidriada, fabricadas en serie, que se utilizaban en las fiestas que se hacían para el culto de los reyes. Se levantaban altares provisionales donde se hacían las ofrendas. Las libaciones de vino se depositaban en estas jarras especiales que solían estar decoradas con el retrato de la reina que ocupaba el trono en ese momento. En el entorno artístico se llaman vasos de la reina porque siempre viene representada la reina, con una cornucopia en la mano izquierda y un plato de libaciones en la derecha, con un altar y un pilar sagrado. Los relieves descritos iban acompañados con inscripciones que servían para identificar a la reina representada. Algunas de estas jarras o vasos han aparecido en distintas tumbas. Estos ejemplares se pueden fechar desde Ptolomeo II hasta el año 116 a. C. El vestido de las reinas es fundamentalmente griego: llevan un quitón sin mangas y un himatión enrollado alrededor de la cintura y recogido sobre el brazo izquierdo.
A la muerte de Seleuco I su hijo Antíoco I Sóter preparó la ceremonia para su apoteosis. Más tarde se fundó un sacerdocio especializado para el culto del monarca vivo y de sus antepasados. Los reyes de Pérgamo dijeron ser descendientes del dios Dioniso. Estos reyes eran venerados en vida, pero solo después de su muerte recibían el título de theos. Antíoco III en el 193 a. C. creó una comunidad de sacerdotisas que serían las encargadas del culto a su esposa Laodice. Una de las normas dictadas por este rey para dichas sacerdotisas fue que en su indumentaria debían llevar una corona de oro decorada con retratos de la reina.
Aparentemente, algunas ciudades de la Grecia independiente, como Atenas y Corinto, conservaban su autonomía, sus instituciones y sus tradiciones. Los problemas sociales que iban surgiendo, más el empobrecimiento paulatino hicieron que esta Grecia clásica, no perteneciente a los estados helenísticos, fuera sufriendo una crisis tras otra hasta la intervención de Roma.
Las islas griegas mantuvieron una cierta prosperidad gracias a las importantes vías creadas para el intercambio entre Asia, Egipto y Occidente. Contaban, sin embargo, con la constante inseguridad provocada por los piratas de regiones como Iliria, Creta y Cilicia.
Las koiná (κoινά, plural de koinón, κoινόν) fueron los estados federales, también llamados ligas, formados por las ciudades más pequeñas. Estas confederaciones surgieron como una forma de protección y resistencia frente a los gobernantes de Macedonia, el poder hegemónico de este período, y al que sólo hacían frente estas ligas federales. Fueron dos las más influyentes durante el periodo helenístico, el Koinón Etolio (o Liga Etolia) y el Koinón Aqueo (o Liga Aquea).
Los sucesores de Alejandro tuvieron buen cuidado en seguir el espíritu que su gran general les había infundido: helenizar el Oriente y llevar hasta los confines conquistados la civilización griega a la que consideraban la mejor (si no la única) para el hombre. Durante la etapa del griego clásico los grandes centros urbanos fueron llamados polis (Atenas, Siracusa, Corinto), que eran verdaderos Estados independientes. Las nuevas ciudades del mundo helenístico contaban con una autonomía jurídica y financiera, estaban gobernadas por magistrados, pero ya no era el Estado independiente, sino que todas ellas dependían de un gobernador nombrado por el rey, llamado epistates. Por otra parte los reyes de los territorios helenísticos participaban personalmente con su fortuna en el embellecimiento y engrandecimiento de muchas de estas ciudades, siendo los principales mecenas de la construcción de edificios públicos o de la reconstrucción o restauración. Todas estas ciudades con su régimen de vida y su política reformada en gran medida favorecieron el auge económico y como consecuencia, el tesoro real.
Aunque en el fondo la política administrativa fue casi la misma en los reinos helenísticos, y el afán de conservar y extender la cultura griega era un lazo de unión, cada reino dotó a sus ciudades de un estilo propio y diferente. No siempre la fundación de estas ciudades partió de la nada. Dentro del concepto fundacional se puede incluir un simple cambio de nombre de una ciudad ya existente (con añadidos y mejoras) o la transformación de un pueblo pequeño indígena en una ciudad próspera.
El trazado de las ciudades era la consecuencia de un estudio bastante serio. Además de la belleza y el sentido práctico se tenían en cuenta muchos más detalles que se conocen en la actualidad gracias a las inscripciones de reglamentos municipales descubiertas en los yacimientos arqueológicos. Se daban normas para la anchura de las calles, para la distancia entre las viviendas, para la construcción de acueductos, recogida de basura, etc.
El primero de los reyes, Seleuco I Nicátor fundó 16 ciudades a las que dio el nombre de Antioquía en recuerdo de su padre llamado Antíoco. Y con otros nombres diversos llegó a fundar hasta 60. Su hijo, Antíoco I Sóter, siguió multiplicando la fundación de ciudades y más tarde, en época de Antíoco IV Epífanes, hubo otro gran impulso de construcción.
La fundación de una ciudad nueva, desde un punto de vista urbanístico, seguía las reglas difundidas por el filósofo y arquitecto griego Hipódamo de Mileto hacia el año 480 a. C. y que aconsejan un proyecto cuadrilátero con calles cortadas en ángulo, con zonas que puedan ocupar los servicios, los edificios oficiales, templos y con otras zonas dedicadas a vivienda. Las mejores ciudades seléucidas son las construidas en Siria y de todas ellas las más conocidas y estudiadas son Antioquía (en la orilla izquierda del río Orontes, navegable hasta el mar) y Apamea, situada más al norte de Antioquía.
En la antigua Mesopotamia surgieron zonas de gran actividad urbanística donde aparecieron Antioquía-Edesa, Antioquía-Nisibis, Dura Europos, Seleucia del Tigris y Babilonia.
Alejandría fue la ciudad capital de los ptolomeos y la que más importancia tuvo durante el periodo helenístico. Fundada por el propio Alejandro Magno fue durante muchos siglos la referencia a la grandiosidad y actividad económica así como el gran centro del estudio de las ciencias y de las artes.
Ptolomeo I Sóter fundó Náucratis y Ptolemaida, pero Alejandría siguió siendo la ciudad por excelencia.
La capital de los atálidas fue Pérgamo, una ciudad que quiso ser la Atenas de los tiempos clásicos. Tuvo una gran biblioteca y un museo de escultura donde se dice que nació la crítica de arte. Los arquitectos siguieron en Pérgamo las mismas normas de Hipódomo de Mileto, pero el enclave que ofrecían los terrenos hizo que los constructores se lucieran edificando una ciudad totalmente distinta, con la acrópolis en todo lo alto y el perímetro urbano dividido en tres terrazas, cada una con sus templos, que se unían entre sí por una original vía trazada en zigzag y con grandes escaleras.
Como en épocas anteriores, los edificios públicos fueron un capítulo importante en estas ciudades helenísticas, adaptándolos a la necesidad de los tiempos, pero siguiendo siempre el modelo griego que tanto admiraban.
Se prestó gran atención a este espacio público que en tiempos anteriores se había limitado a ser una simple plaza de mercado. Los pórticos vinieron a configurar este espacio, favoreciendo su aspecto, dándole nueva y mejor prestancia. El ágora se empezó a construir de acuerdo con un plan hipodámico (calles trazadas en ángulo recto), es decir, se acotó un espacio rectangular y porticado en varios de sus lados. Fueron ágoras diseñadas con amplitud, donde se reunía la actividad comercial que podía disfrutar de un espacio suficiente y cómodo. Cada ciudad tenía al menos una, según sus necesidades. En Delos se construyeron varias ágoras en las cercanías del puerto. En Atenas también se modificó este espacio y se embelleció con tres nuevos pórticos, uno de ellos ofrecido a Átalo II.
La construcción de pórticos fue una moda que se extendió de manera asombrosa por todas las ciudades. La sensación de magnitud y suntuosidad que ofrecían estas grandes obras hicieron que las ciudades que poseían un pórtico fueran las más bellas y armoniosas. Pero además se consideraban de gran utilidad dando cobijo en las horas de mucho sol o en los días de lluvia. Los pórticos monumentales de las ciudades importantes llamaron enseguida la atención de los romanos cuando tuvieron contacto con ellas en sus conquistas de Oriente. Muchos historiadores y críticos de arte, como José Pijoán, opinan que fue a la vista de estos pórticos cuando los romanos desarrollaron el gusto por el arte griego. Muchas veces se construía un pórtico por el capricho de embellecer un santuario, el rincón de una ciudad o por delimitar un ágora.
Los teatros también se multiplicaron. Se construyeron a la antigua usanza, generalmente adosados a la ladera de una colina o elevación del terreno. En esta época tuvieron una modificación que dio lugar al escenario permanente donde actuaban los actores. Anteriormente éstos se situaban sobre una plataforma que se colocaba en el momento de la actuación delante del proscenio. Uno de los teatros que más información puede dar al respecto es el de Priene del año 150 a. C.
Este fue el complejo arquitectónico más difundido en el mundo helenístico. No hubo ciudad o poblamiento por muy humilde que fuera que no tuviese construido su gimnasio. El gusto por los ejercicios físicos (heredado de los griegos) fue general en este periodo y fue parte de la educación de los jóvenes. Además, en el complejo gimnástico no solo se realizaban ejercicios físicos, sino que se daban enseñanzas diversas, conferencias, y se organizaban lo que hoy se llamaría «actos culturales». Los edificios solían estar rodeados de grandes jardines con bonitos y agradables paseos donde los discípulos escuchaban las charlas de sus maestros filósofos. Tampoco olvidaron el tema religioso, de manera que los gimnasios fueron protegidos y dedicados a un dios o en algunos casos a un héroe como Hermes o Heracles.
Estos centros fueron de una gran ayuda para la educación de los nativos, sobre todo en Asia. Acudían a ellos con gran entusiasmo y deseos de aprender. Llegaron a formar asociaciones que de manera general eran llamadas apo tou gymanasiou ('los que salen del gimnasio').
El mundo de los comerciantes y de los negocios también tuvo necesidad de enclaves especiales. Se construyeron edificios comparables con las cámaras de comercio y otros menos importantes, pero igualmente necesarios como almacenes y despachos. Las excavaciones de Delos han dado abundante información sobre estos edificios, en especial sobre el conjunto de los Posidoneístas de Bertos, actual Beirut, que poseían un importante complejo formado por una lujosa residencia llena de obras de arte, y sobre el otro conjunto de los Negotiatiores itálicos con un ágora particular, tiendas, despachos y demás dependencias. Los romanos lo imitarían en época imperial en Ostia con la Plaza de las corporaciones.
La religión consistía en una suerte de sincretismo entre el panteón clásico, los dioses locales y las deidades del antiguo Oriente. Entre las divinidades propias de este período destacan la diosa Tique (Τύχη) y el dios grecoegipcio Serapis (Σέραπις). Asimismo, cobraron gran relevancia los cultos de Isis, Dionisos y Cibeles.
La filosofía, que en épocas anteriores abarcaba todos los saberes, se desmembró paulatinamente de las ciencias empíricas y se quedó como ciencia del pensamiento cuya preocupación se inclinó más a los problemas individuales que a la propia naturaleza del mundo. En este período surgieron varias sectas y escuelas filosóficas de entre las que cabe mencionar:
La mayor parte de las escuelas del siglo IV subsistieron en época helenística. La escuela de Platón continuó la obra filosófica y la Academia sobrevivió hasta el siglo I a. C., recibiendo en distintas etapas distintos nombres.
Su característica es seguir siendo fiel al maestro Platón. Después de este filósofo los directores de la Academia fueron: su sobrino Espeusipo (407–339 a. C.) durante ocho años, su discípulo Jenócrates (c. 395–314 a. C.) que fue director hasta su muerte, Polemón (351–270 a. C.) que estuvo al frente desde el 314 hasta su muerte y el tebano Crates.
Se caracteriza por la introducción del escepticismo y sus directores fueron el escéptico Arcesilao de Pitane en Eolia (c. 315–240 a. C.) (fue maestro de Eratóstenes), Carnéades de Cirene (214–129 a. C.) que había estudiado en la propia Academia con Hegesino, Clitómaco de Cartago, filósofo cartaginés discípulo del anterior y Metrodoro de Estratonicea.
Sus filósofos se centran más en el eclecticismo, abandonando las teorías del escepticismo. Su director fue Filón de Larisa (150–83 a. C.) que departió sus enseñanzas en Roma y tuvo como discípulo a Cicerón sobre quien ejerció una gran influencia; su discípulo Antíoco de Ascalón fue su rival en la dirección de la Academia. Después tuvo lugar el neoplatonismo de Plotino cuyo máximo exponente fue Proclo.
La escuela de Aristóteles se vio engrandecida con el gran impulso que le dio el orador Arcesilao, fundador de la Academia Nueva. Su doctrina rechazaba el dogmatismo de los estoicos y trataba de demostrar que lo más importante era buscar y descubrir lo más verosímil o probable.
Teofrasto de Éreso (370–287 a. C.), alumno de Aristóteles y colaborador, fue también su sucesor en la escuela peripatética que experimentó un gran desarrollo a partir de su ingreso y colaboración.
El escepticismo se desarrolló en gran medida durante el periodo helenístico, aunque no hubo ninguna auténtica figura que lo representase, pero la escuela se mantuvo muy activa aun después de la conquista romana dándose el caso de que sus mejores representantes son de la época imperial: Enesidemo de Cnoso (en Creta), maestro en Alejandría y Sexto Empírico, perteneciente además a la escuela médica empírica.
Epicuro (341–270) compró en Atenas una casa con huerto o jardín que se convirtió en el lugar de encuentro de sus alumnos, que acabaron llamando al sitio «El Jardín». Uno de los fines que llevó a Epicuro a la utilización de esta sede nueva fue el de oponerse a la influencia de la Academia heredera de las enseñanzas de Platón. El epicureísmo intentaba dar solución al problema de la felicidad. Los epicúreos buscaban la paz consigo mismos para lo que elaboraron un método que pretendía combatir la tristeza, la angustia, el aburrimiento y las preocupaciones inútiles que llegaban a acongojar al ser humano.
Su creador fue Zenón de Citio (335–263), un semita comerciante que optó por dedicarse a la filosofía. Su doctrina se llamó también doctrina del pórtico, stoa en griego, de donde le viene el nombre de estoicismo. Se trataba del Pórtico de Poecile en Atenas, lugar donde se reunían sus discípulos. A su muerte la escuela fue dirigida por Cleantes de Aso (ciudad de la Tróade) y Crisipo de Solos quienes coordinaron y ordenaron sus teorías. Estos tres filósofos enseñaron lo que después se ha llamado antiguo estoicismo o estoicismo antiguo. En el siglo II se renovaron las teorías con el nombre de estoicismo medio siendo uno de sus mejores representantes Diógenes de Babilonia, nacido en Seleucia del Tigris, seguido por su discípulo Crates de Mallos y después Blosio de Cumas que fue maestro de Tiberio Graco. En la segunda mitad del siglo II a. C. destacan dos grandes pensadores y maestros del estoicismo medio: Panecio de Rodas (180–110 a. C.) y Posidonio de Apamea de Orontes (155–51 a. C.).
Las grandes ciudades se convirtieron, en este período, en los centros del saber, de las ciencias y del arte. A partir del siglo IV, la mayoría de los artistas fueron griegos de las colonias de Asia. Se dio un gran avance en el mundo de las ciencias, medicina, astronomía y matemáticas. Estas últimas fueron disciplinas estudiadas y enseñadas por grandes sabios como Euclides, Apolonio, Eratóstenes, Arquímedes, etc.
Nació la filología en todos los aspectos abarcables. Muchos bibliotecarios y hombres de letras dedicaron su vida y sus estudios a dar forma a las obras literarias, a la gramática, las palabras, la crítica literaria, clasificación de libros, etc.
En literatura, se siguieron los modelos clásicos. Son dignos de mención los nombres de Calímaco de Cirene y de su discípulo Apolonio de Rodas.
Con respecto a las artes plásticas, el período helenístico alcanzó una grandiosidad y una madurez que no tuvo nada que envidiar al período anterior. Célebres monumentos, entre los que se encuentran dos de las llamadas por los romanos «Siete Maravillas del Mundo», se construyeron en esta época: el Faro de Alejandría y el Coloso de Rodas. Asimismo cabe mencionar otras importantísimas obras como el Templo de Apolo, cerca de Mileto y el Altar de Zeus en Pérgamo.
Hubo también muchos y buenos pintores entre los que se destacó Apeles, el pintor de Alejandro Magno.
En el período comprendido entre el siglo II a. C. y el I a. C., salieron a la luz las esculturas más famosas:
Sin olvidar las de otros siglos como:
El ámbito de las joyas tuvo su estilo propio, aunque ligeramente influenciado por la etapa anterior. Se pusieron de moda los colgantes con formas de victorias aladas, palomas, ánforas y cupidos, utilizando para su elaboración las piedras de colores, sobre todo el granate. También se utilizaban otras gemas para hacer figuras en miniatura, como el topacio, ágata y amatista. El vidrio entró en los talleres de los artistas como sustituto de las piedras preciosas y con este material confeccionaban toda clase de objetos, sobre todo camafeos.
Durante el periodo helenístico las ciencias tal y como las entendemos hoy se independizaron de la filosofía, concepto este que en la antigüedad comprendía todo el saber. Se constituyeron en materias autónomas, siendo favorecidas para su desarrollo por el mecenazgo gracias al cual fueron creadas aulas de investigación y museos como el de Alejandría, que comprendía observatorios, jardines botánicos y zoológicos, salas de medicina y disección, etc. Contribuyó también a este desarrollo la ampliación del mundo conocido.
El estudio de las matemáticas, sobre todo en Alejandría tuvo una importancia enorme no solo por la materia en sí, sino como aplicación al conocimiento del Universo. En el museo de Alejandría estudiaron, investigaron y enseñaron grandes sabios como Euclides (que fue solicitado por Ptolomeo I Sóter), que supo organizar todas las investigaciones precedentes y añadir las suyas propias, aplicando un método sistemático a partir de principios básicos. Euclides sentó las bases del saber matemático a partir de las cuales evolucionó dicha materia a través de los siglos hasta llegar a la reciente invención de las nuevas matemáticas.
En geometría el gran maestro en Pérgamo y en Alejandría fue Apolonio de Pérgamo. Ofreció la primera definición racional de las secciones cónicas. Arquímedes de Siracusa (287–212 a. C.) fue un gran matemático, interesado en el número π al que dio el valor de 3,1416. Se interesó también por la esfera, el cilindro y fundó la mecánica racional y la hidrostática. Estudió la mecánica práctica inventando máquinas de guerra, palancas y juguetes mecánicos. Su mejor invento práctico de uso inmediato fue el tornillo sin fin, utilizado en Egipto para las labores de irrigación. Sóstrato de Cnido, ingeniero y arqueólogo fue considerado como otro de los grandes sabios. Fue el constructor del faro de Alejandría.
El estudio de las matemáticas favoreció el conocimiento de la astronomía. Se despertó un nuevo interés científico por conocer la Tierra, su forma, su situación, su movimiento en el espacio. Eratóstenes de Cirene, bibliotecario de Alejandría creó la geografía matemática y fue capaz de medir la longitud del meridiano terrestre. Aristarco de Samos (310–230 a. C.) fue matemático y astrónomo y determinó las dimensiones del Sol y la Luna y sus respectivas distancias a la Tierra. Aseguró que el Sol estaba quieto y que era la Tierra quien se movía a su alrededor. Se le considera como el primer antecesor de Copérnico.
Hiparco de Nicea estaba dotado de un gran don de observación y desde su observatorio de Rodas pudo elaborar un gran mapa del cielo con más de 800 estrellas catalogadas y estudiadas por él. Gran conocedor de las teorías de los caldeos, comparó sus estudios con aquellos, descubriendo la precesión de los equinoccios. Hiparco sentó las bases de la trigonometría estableciendo la división del ángulo en 360 grados que dividió en minutos y segundos.
Posidonio de Apamea además de dedicarse a la filosofía fue un gran científico. Estudió el hasta entonces misterio de las mareas, explicando científicamente su existencia y su relación con la luna.
Algunas deficiencias
El sistema de notación de los números se hacía con la ayuda del alfabeto, así α era igual a 1, ι era igual a 10, ρ era igual a 100. Si escribían ρια, estaban escribiendo el número 111. Este sistema dificultaba mucho el manejo de las matemáticas. En el siglo III a. C. Diofanto aportó una notación algebraica que fue buena, pero que todavía resultó insuficiente. Otra deficiencia era la gran carencia de instrumentos de observación para las ciencias naturales. Pese a todo esto, la humanidad llegó hasta el Renacimiento utilizando y valiéndose de los grandes inventos y descubrimientos de los sabios helenísticos, sobre todo de los procedentes de Alejandría, Pérgamo y Rodas.
La figura del médico pasó a sustituir al mago o hechicero que se valía de los milagros. Fue un personaje respetado y estimado, fue considerado un gran sabio en quien se podía confiar no solo para ayuda física, sino también para ayuda psicológica. Los lugares helenísticos donde floreció principalmente la medicina fueron:
Herófilo de Calcedonia aprendió en Alejandría mucho sobre anatomía, practicando con la disección de cadáveres e incluso con la vivisección de seres humanos (criminales convictos). Descubrió el sistema nervioso y explicó su funcionamiento y explicó el de la médula espinal y del cerebro y estudió el ojo y el nervio óptico. Fue poniendo nombres de objetos que él creía parecidos en la forma a las partes de anatomía que iba estudiando y descubriendo. Este sabio fue un pionero de la anatomía humana. Sus estudios y descubrimientos fueron trasmitidos gracias a la labor de la escuela de medicina que fundó y que duró unos 200 años.
Erasístrato de Ceos (315–240 a. C.) trabajó e investigó en Alejandría siguiendo la labor de Herófilo. Fundó también una escuela de medicina. Se le considera el padre de la fisiología. Se dedicó sobre todo al estudio de la circulación de la sangre cuyos descubrimientos no fueron superados hasta la aparición de Miguel Servet o William Harvey.
A principios del siglo I a. C. tiene lugar la diáspora helenística, vale decir, la dispersión del pueblo judío a través del mundo alejandrino. A partir de entonces, gran parte de los judíos —especialmente los que vivían en Egipto, Cirenaica y Siria— comenzaron a usar el griego para entenderse entre ellos y también en las sinagogas. De este modo, comenzó a hacerse distinción entre los «judíos helenísticos» (o helenizados) y los «hebreos» (o judaizantes), que fueron aquellos que se opusieron y resistieron a la influencia griega. San Lucas escribió sobre este tópico en los Hechos de los Apóstoles 6:1 y 11:20. Es así como el término «helenístico» pasó a designar a grupos humanos que, aunque no tuvieran sangre griega, seguían y adoptaban la cultura y la lengua griegas.
En este período tuvo lugar también la traducción griega del Antiguo Testamento que se conoce con el nombre de Septuaginta o Biblia de los Setenta, ya que, según se cree, habría sido efectuada por un grupo de setenta y dos sabios alejandrinos.
De entre los judíos helenizados más destacados, puede mencionarse al filósofo Filón de Alejandría y al historiador Flavio Josefo.
Las guerras de los diádocos (herederos del imperio de Alejandro Magno), que duró aproximadamente 150 años, terminó debilitando a todas las polis griegas y extrahelenísticas. Roma apoyaba las causas de unas y otras, oficiando como mediador y aportando ejércitos al servicio de estas polis. Hasta que finalmente toma Atenas, Esparta y el reino de Macedonia, pasando a ser estas provincias romanas, a excepción de Alejandría, que fue ocupada finalmente en el año 30 a. C. Con la llegada de los romanos y su hegemonía sobre todos estos pueblos de la antigüedad, llegó a su fin, en teoría, el período helenístico; aunque lo cierto es que Roma, pasados algunos años y como consecuencia del contacto y conocimiento del arte griego extendido por todas sus colonias y provincias, tomó el relevo y puede decirse que fue la continuación de la cultura helenística, empezando por el propio idioma. La clase alta tenía a gala hablar griego y se educaba a los hijos en esta cultura. Los grandes políticos romanos, por mucho que tuvieran un cargo importante, serían siempre menospreciados por el resto si no eran capaces de entenderse en el idioma griego.
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