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La guerra civil española o guerra de España,conflicto bélico —que más tarde repercutiría también en una crisis económica— que se desencadenó en España tras el fracaso parcial del golpe de Estado del 17 y 18 de julio de 1936 llevado a cabo por una parte de las fuerzas armadas contra el Gobierno de la Segunda República. Tras el bloqueo del Estrecho y el posterior puente aéreo que, gracias a la rápida colaboración de la Alemania nazi y la Italia fascista, trasladó las tropas rebeldes a la España peninsular en las últimas semanas de julio, comenzó una guerra civil que concluiría el 1 de abril de 1939 con el último parte de guerra firmado por Francisco Franco, declarando su victoria y estableciendo una dictadura que duraría hasta su muerte, el 20 de noviembre de 1975.
también conocida por los españoles como la Guerra Civil por antonomasia, o simplemente la Guerra, fue unLa guerra tuvo múltiples facetas, pues incluyó lucha de clases, guerra de religión, enfrentamiento de nacionalismos opuestos, lucha entre dictadura militar y democracia republicana, entre revolución y contrarrevolución, entre fascismo y comunismo.
A las partes del conflicto se las suele denominar bando republicano y bando sublevado:
Ambos bandos cometieron y se acusaron recíprocamente de la comisión de graves crímenes en el frente y en las retaguardias, como sacas de presos, paseos, desapariciones de personas o tribunales extrajudiciales. La dictadura de Franco investigó y condenó severamente los hechos delictivos cometidos en la zona republicana, llegando incluso a instruir una Causa General, todo ello con escasas garantías procesales. Por su parte, los delitos de los vencedores nunca fueron investigados ni enjuiciados durante el franquismo, a pesar de que algunos historiadores y juristas sostienen que hubo un genocidio en el que, además de subvertir el orden institucional, se habría intentado exterminar a la oposición política.
Las consecuencias de la Guerra Civil han marcado en gran medida la historia posterior de España, por lo excepcionalmente dramáticas y duraderas: tanto las demográficas —mortandad y descenso de la natalidad que marcaron la pirámide de población durante generaciones— como las materiales —destrucción de las ciudades, la estructura económica, el patrimonio artístico—, intelectuales —fin de la denominada Edad de Plata de las letras y ciencias— y políticas —la represión en la retaguardia de ambas zonas, mantenida por los vencedores con mayor o menor intensidad durante todo el franquismo, y el exilio republicano—, y que se perpetuaron mucho más allá de la prolongada posguerra, incluyendo la excepcionalidad geopolítica del mantenimiento del régimen de Franco hasta 1975.
En enero de 1930 el general Miguel Primo de Rivera reconoce el fracaso de la Dictadura que había instaurado en septiembre de 1923 con el apoyo del rey y dimite. Alfonso XIII nombra entonces como presidente del gobierno al general Dámaso Berenguer, pero este no consigue devolver a la monarquía la «normalidad constitucional» (este período fue conocido como «Dictablanda») y es sustituido en febrero de 1931 por el almirante Juan Bautista Aznar, quien convoca elecciones municipales para el domingo 12 de abril. Las elecciones son ganadas en las ciudades por las candidaturas republicano-socialistas surgidas del Pacto de San Sebastián de agosto de 1930 y el martes 14 de abril el rey Alfonso XIII, ante las dudas de la Guardia Civil y del Ejército a utilizar la fuerza para frenar las multitudinarias manifestaciones prorrepublicanas que inundan las principales ciudades, abandona el país. En Madrid el «comité revolucionario» republicano-socialista proclama la República y asume el poder como Gobierno Provisional presidido por Niceto Alcalá-Zamora.
Durante el primer bienio de la Segunda República Española se aprueba la nueva Constitución republicana y el gobierno de coalición de republicanos de izquierda y de socialistas presidido por Manuel Azaña, formado el 15 de diciembre de 1931 tras rechazar el Partido Republicano Radical su participación en el mismo por estar en desacuerdo con la continuidad en el gobierno de los socialistas, profundiza las reformas iniciadas por el Gobierno Provisional cuyo propósito es modernizar la realidad económica, social, política y cultural españolas. El nuevo gobierno se formó tras la elección de Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República, quien confirmó a Manuel Azaña como presidente del Gobierno.
No obstante, el amplio abanico de reformas que emprendió el gobierno «social-azañista» encontró gran resistencia entre los grupos sociales y corporativos a los que se intentaba «descabalgar» de sus posiciones adquiridas: los terratenientes, los grandes empresarios, financieros y patronos, la Iglesia católica, las órdenes religiosas, la opinión católica, la opinión monárquica o el militarismo «africanista». Este último organizó un fracasado golpe de Estado en agosto de 1932 encabezado por el general Sanjurjo. Pero también existió una resistencia al reformismo republicano de signo contrario: el del revolucionarismo a ultranza, que encabezaron las organizaciones anarquistas (la CNT y la FAI). Para ellos, la República representaba el «orden burgués» (sin demasiadas diferencias con los regímenes políticos anteriores, Dictadura y Monarquía) que había de ser destruido para alcanzar el «comunismo libertario». Así se produjeron una serie de levantamientos anarquistas (en enero, como el de Casas Viejas, y en diciembre de 1933, circunscrito este a Aragón y La Rioja) reprimidos con dureza.
La coalición encabezada por Azaña se deshace y se convocan elecciones para noviembre de 1933, en las que votaron por primera vez las mujeres, que son ganadas por la derecha católica de la CEDA y por el centro-derecha republicano del Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux. Este forma gobierno con el objetivo de «rectificar» las reformas del primer bienio, no anularlas, para incorporar a la República a la derecha «accidentalista» (que no se proclamaba abiertamente monárquica, aunque sus simpatías estuvieran con la Monarquía, ni tampoco republicana) representada por la CEDA y el Partido Agrario, que le dan su apoyo parlamentario. Cuando la CEDA entra en el gobierno en octubre de 1934 se desencadena una fracasada insurrección socialista que solo se consolidó en Asturias durante un par de semanas (el único lugar donde también participó la CNT), aunque finalmente también fue sofocada por la intervención del Ejército, que trajo del Protectorado español de Marruecos a las tropas coloniales de regulares y legionarios y, una vez finalizada, se produjo una fuerte represión. Lo mismo sucedió con la proclamación por el presidente de la Generalidad de Cataluña Lluís Companys del «Estado Catalán» dentro de la «República Federal Española» el 6 de octubre.
La Revolución de octubre de 1934 hizo aumentar en el gobierno radical-cedista los temores a que un próximo intento de una «revolución bolchevique» acabara triunfando. Esto acentuó la presión sobre el Partido Radical para llevar adelante una política más decididamente legisladora o contrarrevolucionaria. En última instancia, los sucesos de octubre de 1934 convencieron a la CEDA de que era necesario llegar a alcanzar la presidencia del gobierno para poder dar el «giro autoritario» que el régimen, según ellos, necesitaba. El líder de la CEDA, José María Gil Robles, encontró su oportunidad cuando estallaron el escándalo del estraperlo y el del asunto Nombela que hundieron a Lerroux y al Partido Republicano Radical, del que no se recuperaría. Pero el presidente de la República Alcalá Zamora se negó a dar el poder a una fuerza «accidentalista» que no había proclamado su fidelidad a la República y encargó la formación de gobierno a un independiente de su confianza, Manuel Portela Valladares, quien forma el 15 de diciembre un gabinete republicano de centro-derecha que aguanta el poder Ejecutivo hasta que Alcalá Zamora convoca elecciones para el 16 de febrero de 1936.
El resultado de las elecciones de febrero de 1936 fue un reparto muy equilibrado de votos con una leve ventaja de las izquierdas (47,1 %) sobre las derechas (45,6 %), mientras el centro se limitó a un 5,3 %. Pero como el sistema electoral primaba a los ganadores, esto se tradujo en una holgada mayoría para la coalición del Frente Popular.
El miércoles 19 de febrero, Manuel Azaña, el líder del Frente Popular, formaba un gobierno que, conforme a lo pactado con los socialistas, solo estaba integrado por ministros republicanos de izquierda (nueve de Izquierda Republicana y tres de Unión Republicana). Una de sus primeras decisiones fue alejar de los centros de poder a los generales más antirrepublicanos: el general Manuel Goded fue destinado a la Comandancia militar de Baleares; el general Francisco Franco, a la de Canarias; el general Emilio Mola al gobierno militar de Pamplona. Otros generales significados como Luis Orgaz, Rafael Villegas, Joaquín Fanjul y Andrés Saliquet quedaron en situación de disponibles.
La medida más urgente que hubo de tomar el nuevo gobierno fue la amnistía de los condenados por los sucesos de octubre de 1934, «legalizando» así el asalto a varias cárceles por la multitud, pero dando cumplimiento también al punto principal del programa electoral del Frente Popular. Otra de las medidas urgentes era reponer en sus puestos a los alcaldes y concejales elegidos en 1931 y sustituidos durante el bienio conservador. El 28 de febrero el gobierno decretaba no solo la readmisión de todos los trabajadores despedidos por motivos políticos y sindicales relacionados con los hechos de 1934, sino que, presionado por los sindicatos, ordenaba a las empresas que indemnizaran a estos trabajadores por los jornales no abonados. Asimismo, fue restablecido el gobierno de la Generalidad de Cataluña, cuyos miembros habían salido de la cárcel beneficiados también por la amnistía.
La «cuestión agraria» fue otro problema que el nuevo gobierno tuvo que abordar con urgencia a causa de la intensa movilización campesina que se estaba produciendo con el apoyo decidido de las autoridades locales repuestas y que amenazaba con provocar graves conflictos en el campo, especialmente en Extremadura. Así el 19 de abril el ministro de Agricultura, Mariano Ruiz Funes, presentaba varios proyectos de ley, entre ellos uno que derogaba la Ley de Reforma de la Reforma Agraria de agosto de 1935, que se convirtió en ley el 11 de junio, por lo que volvía estar en vigor plenamente la Ley de Reforma Agraria de 1932. Gracias a varios decretos y a esta ley entre marzo y julio de 1936 se asentaron unos 115 000 campesinos, más que en los tres años anteriores. Sin embargo, continuó la alta conflictividad en el campo, debida sobre todo a la actitud de los propietarios y a la radicalización de las organizaciones campesinas, saldándose todo ello con incidentes violentos. El caso más grave se produjo en Yeste (Albacete), donde a finales de mayo de 1936 «la detención de unos campesinos que pretendían talar árboles en una finca particular condujo a un sangriento enfrentamiento entre la Guardia Civil y los jornaleros, en los que murieron un guardia y 17 campesinos, varios de ellos asesinados a sangre fría por los agentes».
La actividad del parlamento estuvo paralizada casi todo el mes de abril debido al proceso de destitución del presidente de la República Niceto Alcalá-Zamora, iniciado y aprobado por la izquierda, y su sustitución por Manuel Azaña, que fue investido en su nuevo cargo el 10 de mayo de 1936, siendo sustituido al frente del gobierno por su compañero del partido Izquierda Republicana, Santiago Casares Quiroga, quien asumiría a su vez la cartera de Guerra.
El nuevo gobierno de Casares Quiroga continuó con la política reformista que ya había iniciado el gobierno Azaña que consistía fundamentalmente en volver a poner en vigor los decretos que habían sido derogados o modificados durante el bienio radical-cedista, a los que se añadieron algunos otros.
Uno de los problemas a los que tuvo que hacer frente el gobierno fue la oleada de huelgas que se produjeron declaradas y sostenidas muchas veces por comités conjuntos de la CNT y la UGT, en las que en muchas de ellas se hablaba de revolución,
pero ni UGT ni CNT preparaban ningún movimiento insurreccional después de los fracasos continuos de 1932, 1933 y 1934, y la única posibilidad de que se produjese alguno sería como respuesta a un intento de golpe militar. Otro de los problemas del gobierno de Casares Quiroga fue la división interna del PSOE, el partido más importante del Frente Popular,Francisco Largo Caballero, que dominaba UGT y el grupo parlamentario del PSOE, continuó oponiéndose a la entrada en el gobierno de los socialistas y defendiendo el entendimiento entre las «organizaciones obreras» para esperar el momento en que el fracaso de los «burgueses republicanos» facilitara la conquista del poder por la clase obrera. Otro problema fue que el sector de la CEDA liderado por Gil Robles se decantaba por realizar un boicot a las instituciones republicanas y por apoyar la posición defendida de la derecha monárquica del Bloque Nacional de José Calvo Sotelo, que propugnaba abiertamente por la ruptura violenta del orden constitucional mediante un golpe de Estado militar en cuya preparación ya estaban colaborando (por su parte los monárquicos carlistas aceleraron la formación de sus milicias requetés con vistas al alzamiento militar con cuyos dirigentes mantenían contactos).
que enfrentaba a los sectores «prietista» y «largocaballerista», ya queLos gobiernos del Frente Popular también tuvieron que hacer frente a un aumento de la violencia política provocada por el partido fascista Falange Española, que a principios de 1936 era una fuerza política marginal, pero que tras el triunfo del Frente Popular recibió una avalancha de afiliaciones de jóvenes de derechas dispuestos a la acción violenta, y por la respuesta que le dieron las organizaciones de izquierda. El primer atentado importante que cometieron los falangistas fue el perpetrado el 12 de marzo de 1936 contra el diputado socialista y «padre» de la Constitución de 1931 Luis Jiménez de Asúa, en el que este resultó ileso, pero su escolta, el policía Jesús Gisbert, murió. La respuesta del gobierno de Azaña fue prohibir el partido y detener el 14 de marzo a su máximo dirigente José Antonio Primo de Rivera, pero el paso a la clandestinidad no impidió que siguiera perpetrando atentados y participando en reyertas con jóvenes socialistas y comunistas. También continuó realizando una labor de violencia e intimidación contra los elementos del orden institucional de la República. En la noche del 13 de abril, dos pistoleros falangistas asesinaban en la calle a Manuel Pedregal, magistrado del Tribunal Supremo, como represalia por haber actuado como ponente en el juicio por intento de asesinato a Jiménez de Asúa. El juez ya había recibido amenazas de muerte con anterioridad por este motivo. Varios de los implicados huyeron a Francia en avión pilotado por el entonces colaborador de Falange, Juan Antonio Ansaldo. De hecho, Falange difundió listas negras de jueces con el propósito de intimidarlos, y su boletín clandestino No Importa amenazó a magistrados como Ursicino Gómez Carbajo o Ramón Enrique Cardónigo, que habían intervenido en causas con sentencia desfavorable a sus intereses.
Los incidentes de mayor trascendencia se produjeron los días 14 y 15 de abril. El día 14 tuvo lugar un desfile militar en el Paseo de la Castellana de Madrid en conmemoración del Quinto Aniversario de la República. Junto a la tribuna principal estalló un artefacto y se produjeron a continuación varios disparos que causaron la muerte a Anastasio de los Reyes, alférez de la Guardia Civil que estaba allí de paisano, e hirieron a varios espectadores. Derechistas e izquierdistas se acusaron mutuamente del atentado. Al día siguiente se celebró el entierro del alférez que se convirtió en una manifestación antirrepublicana a la que asistieron los diputados José María Gil Robles, líder de la CEDA, y José Calvo Sotelo, líder de la derecha monárquica, además de oficiales del ejército y falangistas armados. Desde diversos lugares se produjeron disparos contra la comitiva que fueron respondidos, produciéndose un saldo de seis muertos y de tres heridos. Uno de los muertos fue el estudiante Andrés Sáenz de Heredia, falangista y primo hermano de José Antonio Primo de Rivera. También resultó herido un joven tradicionalista (carlista), José Llaguno Acha, y una muchedumbre intentó linchar al teniente José del Castillo Sáenz de Tejada al que se le acusó de dispararle.
Entre abril y julio los atentados y las reyertas protagonizadas por falangistas causaron más de cincuenta víctimas entre las organizaciones de izquierda obrera, la mayoría de ellas en Madrid. Unos cuarenta miembros de Falange murieron en esos actos o en atentados de represalia de las organizaciones de izquierda.
También fueron objeto de la violencia los edificios religiosos (un centenar de iglesias y conventos fueron asaltados e incendiados) aunque entre las víctimas de la violencia política de febrero a julio no hubo ningún miembro del clero. El aumento de la violencia política y el crecimiento de las organizaciones juveniles paramilitares tanto entre la derecha (milicias falangistas, requetés carlistas) como entre la izquierda (milicias de las juventudes socialistas, comunistas y anarquistas), y entre los nacionalistas vascos y catalanes (milicias de Esquerra Republicana de Catalunya y del PNV), aunque no estaban armadas y su actividad principal era desfilar, provocó la percepción entre parte de la opinión pública, especialmente la conservadora, de que el gobierno del Frente Popular presidido por Santiago Casares Quiroga no era capaz de mantener el orden público, lo que servía de justificación para el «golpe de fuerza» militar que se estaba preparando. A esta percepción también contribuyó la prensa católica y de extrema derecha que incitaba a la rebelión frente al «desorden» que atribuía al «Gobierno tiránico del Frente Popular», «enemigo de Dios y de la Iglesia», aprovechando que la confrontación entre clericalismo y anticlericalismo volvió al primer plano tras las elecciones de febrero con continuas disputas sobre asuntos simbólicos, como el tañido de campanas o las manifestaciones del culto fuera de las iglesias, como procesiones o entierros católicos. Así mismo, en el parlamento, los diputados de la derecha, singularmente Calvo Sotelo y Gil Robles, acusaron al gobierno de haber perdido el control del orden público.
En la noche del domingo 12 de julio era asesinado en la calle de Fuencarral de Madrid el teniente de la Guardia de Asalto e instructor de las milicias socialistas José del Castillo Sáenz de Tejada , que se dirigía a su puesto de trabajo en el Cuartel de Pontejos, probablemente por pistoleros de extrema derecha pertenecientes a la Comunión Tradicionalista (o de Falange Española). El teniente Castillo era muy conocido por su activismo izquierdista y se le atribuía la frase «Yo no tiro sobre el pueblo» tras haberse negado a participar en la represión de la Revolución de Asturias, acto de rebeldía que le costaría un año de cárcel.
Como represalia, los compañeros policías del teniente Castillo, dirigidos por el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés, secuestraron en su propio domicilio y asesinaron en la madrugada del día siguiente a José Calvo Sotelo, líder de los monárquicos «alfonsinos» (que no tuvo nada que ver con el asesinato del teniente Castillo), y abandonaron el cadáver en el depósito del cementerio de la Almudena. En el entierro de Calvo Sotelo, el dirigente monárquico Antonio Goicoechea juró solemnemente «consagrar nuestra vida a esta triple labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte y salvar a España». Por su parte, el líder de la CEDA, José María Gil Robles en las Cortes les dijo a los diputados de la izquierda que «la sangre del señor Calvo Sotelo está sobre vosotros» y acusó al gobierno de tener la «responsabilidad moral» del crimen por «patrocinar la violencia».
Según el estudio más completo que se ha realizado sobre las víctimas mortales como resultado de la violencia política entre febrero y julio de 1936, antes de iniciarse el golpe de Estado, hubo un total de 189 incidentes y 262 muertos, de ellos 112 causados por la intervención de las fuerzas de orden público. De las 262 víctimas, 148 serían militantes de la izquierda, 50 de la derecha, 19 de las fuerzas de orden público y 45 sin identificar. Además ese estudio constata que el número de víctimas mortales causadas por la violencia política fue disminuyendo en esos cinco meses.
La violencia política de los meses de gobierno en paz del Frente Popular, de febrero a julio de 1936, fue utilizada después por los vencedores en la Guerra Civil como justificación de su alzamiento. Hoy en día, el debate sigue abierto, aunque la mayoría de los historiadores opinan que en absoluto puede hablarse de una «primavera trágica» en la que el gobierno del Frente Popular hubiera perdido el control de la situación. Y la conclusión de la mayoría de ellos es clara: «La desestabilización política real en la primavera de 1936 no explica en modo alguno la sublevación militar [de julio de 1936] y menos aún la justifica». «La política y la sociedad españolas mostraban signos inequívocos de crisis, lo cual no significa necesariamente que la única salida fuera una guerra civil».
Durante los primeros meses de 1936 se produjo una polarización de la política española, en cuyos extremos se situaba la izquierda revolucionaria y la derecha fascista, y en medio una izquierda moderada y una derecha republicana junto con un centro anticlerical y una derecha de fuerte componente católico y monárquico (que representaba a muchos militares, terratenientes y a la jerarquía católica que veían peligrar su posición privilegiada y su concepto de la unidad de España). Una división que podía remontarse al siglo XIX cuando tuvo lugar el difícil proceso de cambio que se inició en 1808 para poner fin al absolutismo que lastraba al país, manteniendo fuertes diferencias económicas entre privilegiados y no privilegiados, y que el moderantismo decimonónico solo consiguió superar en parte. El resultado fue una población rural dividida entre los jornaleros anarquistas y los pequeños propietarios aferrados a (y dominados por) los caciques y la Iglesia; unos burócratas conformistas y una clase obrera con salarios muy bajos y, por lo tanto, con tendencias revolucionarias propias del nuevo siglo, hacen que también entre las clases pobres la división fuese muy acusada. También provenía del siglo XIX la tradición de que los problemas no se arreglaban más que con los pronunciamientos. No es extraño, pues, que en una España marcada por la reciente dictadura de Primo de Rivera e intentonas fallidas, como las de José Sanjurjo, volviese a haber ruido de sables y se temiese un plan para derribar al nuevo Gobierno establecido. Los acontecimientos darían la razón a los pesimistas.
Nada más conocerse la victoria del Frente Popular en las elecciones, se produjo un primer intento de «golpe de fuerza» por parte de la derecha para intentar frenar la entrega del poder a los vencedores. Fue el propio Gil Robles el primero que intentó sin éxito que el presidente del gobierno en funciones Manuel Portela Valladares declarase el «estado de guerra» y anulara los comicios. Le siguió el general Franco, aún jefe del Estado Mayor del Ejército, que se adelantó a dar las órdenes pertinentes a los mandos militares para que declarasen el estado de guerra (lo que según la ley de Orden Público de 1933 suponía que el poder pasaba a las autoridades militares), pero fue desautorizado por el todavía jefe de gobierno Portela Valladares y por el ministro de la guerra el general Nicolás Molero.
El 8 de marzo de 1936 tuvo lugar en Madrid, en casa de un amigo de Gil Robles, una reunión de varios generales (Emilio Mola, Luis Orgaz Yoldi, Villegas, Joaquín Fanjul, Francisco Franco, Ángel Rodríguez del Barrio, Miguel García de la Herrán, Manuel González Carrasco, Andrés Saliquet y Miguel Ponte, junto con el coronel José Enrique Varela y el teniente coronel Valentín Galarza, como hombre de la UME), en la que acordaron organizar un «alzamiento militar» que derribara al gobierno del Frente Popular recién constituido y «restableciera el orden en el interior y el prestigio internacional de España». También se acordó que el gobierno lo desempeñaría una Junta Militar presidida por el general Sanjurjo, que en esos momentos se encontraba en el exilio en Portugal.
Desde finales de abril, fue el general Mola quien tomó la dirección de la trama golpista (desplazándose así el centro de la conspiración de Madrid a Pamplona), adoptando el nombre clave de «el Director». Este continuó con el proyecto de constituir una Junta Militar presidida por el general Sanjurjo, y comenzó a redactar y difundir una serie de circulares o «Instrucciones reservadas» en las que fue perfilando la compleja trama que llevaría adelante el golpe de Estado.
La primera de las cinco instrucciones la dictó el 25 de mayo y en ella ya apareció la idea de que el golpe tendría que ir acompañado de una violenta represión. Mola consiguió comprometer en el golpe a numerosas guarniciones, gracias también a la trama clandestina de la UME pero tenía dudas sobre el triunfo del golpe en el lugar fundamental, Madrid, y también sobre Cataluña, Andalucía y Valencia.golpe de Estado de 1923, ahora no contaban con la totalidad del Ejército (ni de la Guardia Civil ni las otras fuerzas de seguridad) para respaldarlo. Una segunda diferencia respecto de 1923 era que la actitud de las organizaciones obreras y campesinas no sería de pasividad ante el golpe militar sino que como habían anunciado desencadenarían una revolución. Por estas razones se fue retrasando una y otra vez la fecha del golpe militar, y por eso, además, el general Mola, «el Director», buscó el apoyo de las milicias de los partidos antirrepublicanos (requetés y falangistas) y el respaldo financiero de los partidos de la derecha. Al gobierno de Casares Quiroga le llegaron por diversas fuentes noticias de lo que se estaba tramando pero no actuó con contundencia contra los conspiradores.
Así pues, el problema de los militares implicados era que, a diferencia delA principios de julio de 1936 la preparación del golpe militar estaba casi terminada, aunque el general Mola reconocía que «el entusiasmo por la causa no ha llegado todavía al grado de exaltación necesario» y acusaba a los carlistas de seguir poniendo dificultades al continuar pidiendo «concesiones inadmisibles». El plan del general Emilio Mola era un levantamiento coordinado de todas las guarniciones comprometidas, que implantarían el estado de guerra en sus demarcaciones, comenzando por el Ejército de África, que entre los días 5 y 12 de julio realizó unas maniobras en el Llano Amarillo donde se terminaron de perfilar los detalles de la sublevación en el Protectorado de Marruecos. Como se preveía que en Madrid era difícil que el golpe triunfase por sí solo (la sublevación en la capital estaría al mando del general Fanjul), estaba previsto que desde el norte una columna dirigida por el propio Mola se dirigiera hacia Madrid para apoyar el levantamiento de la guarnición de la capital. Y por si todo eso fallaba también estaba planeado que el general Franco, después de sublevar las islas Canarias, se dirigiría desde allí al Protectorado de Marruecos a bordo del avión Dragon Rapide, fletado en Londres el 6 de julio por el corresponsal del diario ABC Luis Bolín gracias al dinero aportado por el financiero Juan March, para ponerse al frente de las tropas coloniales, cruzar el estrecho de Gibraltar y avanzar sobre Madrid. Una vez depuesto el gobierno de la República, se instauraría una dictadura militar siguiendo el modelo de la Dictadura de Primo de Rivera, al frente de la cual se situaría el exiliado general Sanjurjo. «Los sublevados llevaron a cabo su acción pretendiendo que se alzaban contra una revolución absolutamente inexistente en la época en que actúan, inventan documentos falsos que compuso Tomás Borrás y que hablaban de un gobierno soviético que se preparaba, y de hecho lo que representaban era la defensa de las posiciones de las viejas clases dominantes, la lucha contra las reformas sociales, más o menos profundas, que el Frente Popular pone de nuevo en marcha».
El asesinato de José Calvo Sotelo en la madrugada del 13 de julio aceleró el compromiso con la sublevación de los carlistas y también de la CEDA y acabó de convencer a los militares que tenían dudas, entre ellos, según Paul Preston, al general Francisco Franco. Además, el general Mola decidió aprovechar la conmoción que había causado en el país el doble crimen, y el día 14 adelantó la fecha de la sublevación que quedó fijada para los días 18 y 19 de julio de 1936.
El 17 de julio por la mañana en Melilla, los dos coroneles y otros oficiales que estaban al tanto del alzamiento militar se reúnen en el departamento cartográfico y trazan los planes para ocupar el 18 los edificios públicos, planes que comunican a los dirigentes falangistas. Uno de los dirigentes locales de la Falange informa al dirigente local de Unión Republicana, llegando esta información al General Romerales, Comandante Militar de Melilla, que a su vez informa a Casares Quiroga. Romerales envía por la tarde una patrulla de soldados y guardias de asalto a registrar el departamento cartográfico. El coronel al mando del mismo retrasa el registro y llama al cuartel de la Legión, desde donde le envían un grupo de legionarios. Ante estos, la patrulla se rinde y los sublevados proceden a arrestar a Romerales (que fue fusilado junto con el delegado del gobierno y el alcalde de Melilla que se habían resistido a la rebelión), proclaman el estado de guerra e inician anticipadamente el levantamiento, informando a sus compañeros del protectorado de Marruecos que habían sido descubiertos. Esto hizo que se adelantase en Marruecos la fecha prevista. En los tres días siguientes el golpe se extendió a las guarniciones de la península, Canarias y Baleares.
Los militares sublevados no consiguieron alcanzar su objetivo principal de apoderarse del punto neurálgico del poder, Madrid, ni de las grandes ciudades, como Barcelona, Valencia, Bilbao, Málaga o Murcia (aunque sí controlaban Sevilla, Valladolid, Zaragoza y Córdoba), pero dominaban cerca de la mitad del territorio español, ya que controlaban prácticamente el tercio norte peninsular (Galicia, León, Castilla la Vieja, Álava, Navarra, gran parte de la provincia de Cáceres, incluida la capital, y la mitad occidental de Aragón, incluyendo las tres capitales provinciales), menos la franja cantábrica formada por Asturias, Santander, Vizcaya y Guipúzcoa, que quedó aislada del resto de la zona republicana, y Cataluña. Además dominaban las ciudades andaluzas de Sevilla (donde el general Gonzalo Queipo de Llano se hace con inusitada determinación con el mando de la 2.ª División Orgánica), Córdoba y Cádiz conectadas entre sí por una estrecha franja (así como la ciudad de Granada, pero aislada del resto), más todo el Protectorado de Marruecos y los dos archipiélagos, Canarias (menos la isla de La Palma) y Baleares (excepto Menorca). Fuera de esta área controlaban determinados lugares y puntos de resistencia aislados dentro de la zona republicana como la ciudad de Oviedo (que soportó un asedio por parte de los republicanos durante 90 días, hasta la entrada de las tropas franquistas el 17 de octubre), el cuartel de Simancas en Gijón, el Alcázar de Toledo o el santuario de la Virgen de la Cabeza en Andújar. Esta España controlada por los sublevados era en general «la España interior, rural, de formas sociales más retardatarias, de grandes y medianos propietarios agrarios, y con extenso proletariado agrario también».
De los lugares donde ha triunfado la sublevación parten las ofensivas de las tropas rebeldes, a hacer lo que la propaganda «nacional» llamó la «Reconquista», para tomar las ciudades en manos de la República o a liberar los lugares en manos de los rebeldes asediados por las tropas gubernamentales, como son los casos del sitio de Oviedo y del Alcázar toledano.
En la zona sublevada la muerte en accidente de aviación del que iba ser el jefe de la rebelión, el general Sanjurjo, provocó que los generales sublevados decidieron crear el jueves 23 de julio una Junta de Defensa Nacional, que quedaría constituida al día siguiente en Burgos, y que estaría integrada por los generales Miguel Cabanellas, que fue nombrado presidente de la Junta por ser el general más antiguo entre los sublevados, Andrés Saliquet, Miguel Ponte, Emilio Mola y Fidel Dávila, además del coronel Federico Montaner y el coronel Moreno Calderón. En el Decreto n.º 1 que publicó la Junta se establecía que esta asumía «todos los poderes del Estado» y que representaría al país ante los poderes extranjeros, aunque en las semanas siguientes ningún país la reconoció y siguió considerando como gobierno legítimo de España al de Madrid presidido por el republicano de izquierda José Giral. El 27 de julio de 1936 llegó a España el primer escuadrón de aviones italianos enviado por Benito Mussolini.
Las fuerzas republicanas, por su parte, consiguen sofocar el alzamiento en más de la mitad de España, incluyendo todas las zonas industrializadas, gracias en parte a la participación de las milicias recién armadas de socialistas, comunistas y anarquistas, así como a la lealtad de la mayor parte de la Guardia de Asalto y, en el caso de Barcelona, de la Guardia Civil. El gobernador militar de Cartagena, Toribio Martínez Cabrera, era simpatizante del Frente Popular y la marinería también era contraria al golpe militar, lo que unido a los tumultos populares de los días 19 y 20 hicieron fracasar el movimiento golpista en la base naval de Cartagena y el resto de la provincia de Murcia.
La zona fiel a la República ocupa grosso modo la mitad este de la Península: la parte oriental de Aragón (menos las tres capitales), Cataluña, Valencia, Murcia, Andalucía oriental (menos la ciudad de Granada), Madrid, Castilla la Nueva y La Mancha. En el oeste controlaba las provincias de Badajoz y de Huelva. Aislada de esta zona quedaba la franja cantábrica formada por Asturias (menos Oviedo y Gijón), Santander, Vizcaya y Guipúzcoa. El territorio leal era superior en extensión al rebelde y se trataba, por lo general, de las zonas de España «socialmente más evolucionadas, con importante población urbana, más industrializadas y con núcleos de obrerismo modernos organizados».
Así pues, el resultado del levantamiento era incierto pues tuvo éxito en unos sitios y fracasó en otros, por lo que España quedó dividida en dos zonas: una controlada por los militares que se habían alzado contra la República (la zona sublevada) y otra que permaneció fiel al gobierno (la zona republicana). Aproximadamente un tercio del territorio español había pasado a manos rebeldes, con lo que ninguno de los dos bandos tenía absoluta supremacía sobre el otro. La intentona de derrocar de un golpe a la República había fracasado estrepitosamente. Ambos bandos se prepararon para lo inevitable: un enfrentamiento que iba a desangrar España durante tres largos años. La guerra civil española acababa de empezar.
Aunque se trata de un tema muy controvertido, la mayoría de los historiadores calculan que un 70 % de los 15 000 jefes y oficiales en activo en 1936 combatieron en el bando sublevado (1236 fueron fusilados o encarcelados por ser desafectos al bando vencedor en cada lugar), mientras que, por el contrario, la mayor parte de los 100 generales no se sublevaron. De los 210 000 soldados de tropa y suboficiales que teóricamente formaban el ejército regular en 1936, unos 120 000 quedaron en la zona sublevada, pero lo más decisivo fue que entre ellos se encontraban los 47 000 que formaban el Ejército de África que constituían las mejores tropas del ejército español. La Guardia Civil, por su parte, quedó muy dividida entre los leales y los rebeldes a la República.
Si se considera la evolución durante la guerra el dato es muy favorable para los sublevados, pues mientras durante ese tiempo la plantilla de jefe y oficiales del bando rebelde fue creciendo hasta alcanzar los 14.104 efectivos el 1 de abril de 1939, la del bando republicano fue disminuyendo hasta quedar reducida a 4.771, debido fundamentalmente al pase al bando rival de muchos jefes y oficiales en el transcurso de la guerra. Como ha señalado el historiador Francisco Alía Miranda, de la Universidad de Castilla-La Mancha, hay que tener presente que la mayoría de los 18.000 oficiales que había en España en julio de 1936 aplaudieron el golpe, ya que predominaba entre ellos una mentalidad conservadora, corporativa y militarista. Pero hay otro factor que explica la disminución del número de jefes y oficiales en la zona republicana y fue que más de la mitad de los que quedaron en esa zona tras el golpe rehusaron obedecer a las autoridades republicanas, algo que no sucedió en el bando sublevado. Así que mientras que en el bando sublevado solo 258 militares fueron fusilados o expulsados del Ejército, en el bando republicano fueron expulsados 4.450, de los cuales 1.729 fueron fusilados. E incluso en este bando a muchos oficiales no se les concedió el mando de tropa por desconfiar de ellos y solo ocuparon puestos burocráticos.
Así pues, el bando sublevado no tuvo que construir su ejército sino que contó desde el primer momento con las unidades militares (y las fuerzas de orden público) sublevadas durante el golpe ya organizadas y dirigidas por sus mandos, entre las que destacaba el ejército del Protectorado de Marruecos, el llamado Ejército de África, compuesto por la Legión Extranjera y los Regulares (tropas indígenas moras mandadas por oficiales españoles) que constituía la fuerza militar más experimentada de todo el ejército español. Por otro lado las milicias carlistas (requetés) y las milicias falangistas que apoyaron a los sublevados fueron integradas en el ejército del que se consideraban aliadas y no enemigas (al contrario de lo que sucedió en el bando republicano donde las milicias obreras, especialmente las milicias confederales anarquistas, siempre desconfiaron de la institución militar, con la excepción de las milicias comunistas).
En el bando sublevado el ejército alcanzó rápidamente la unidad de mando y dominó completamente la vida civil de la zona sublevada, que ellos llamaban zona nacional. La muerte en un accidente de aviación en los primeros días del golpe del general Sanjurjo, que era el militar elegido por sus compañeros para encabezar la sublevación, hizo que el mando en la zona sublevada quedara entonces repartido entre los generales Emilio Mola y Francisco Franco, pero solo dos meses después, el 1 de octubre, el general Franco asumió el mando único militar y político (el general Mola murió en otro accidente de avión al año siguiente, el 3 de junio de 1937).
«El fenómeno de la centralización militar del esfuerzo de guerra en la zona sublevada hizo que no se permitiese nada que se asemejase a la desunión política, al rencor entre grupos políticos y a la falta de confianza en los mandos y jefes de la campaña, todo lo cual se manifestó especialmente en la retaguardia republicana del norte, en Aragón y en Cataluña, que es donde se perdió realmente la guerra. (...) A medida que la República iba perdiendo la guerra, aumentaban el hambre y las privaciones en la retaguardia, creándose una situación infernal, con refugiados, bombardeos, escasez y frío».
En cuanto a la ayuda extranjera, el bando sublevado recibió armas de todo tipo y aviones prácticamente desde el primer día por parte de la Alemania nazi y la Italia Fascista a la que pronto se añadieron unidades militares completas (la Legión Cóndor alemana y el CTV italiano) en un flujo continuo que nunca se detuvo a largo de la guerra.
Por su parte el bando republicano no pudo contar con prácticamente ninguna unidad militar completa organizada y disciplinada con todos sus mandos y suboficiales y durante los primeros meses la fuerza militar que se opuso al ejército sublevado, tras la decisión del gobierno de José Giral de licenciar a las tropas para evitar que la sublevación se extendiera, estuvo constituida por columnas improvisadas integradas por unidades sueltas y por las milicias de las organizaciones obreras, que cuando estaban mandadas por oficiales de carrera estos a menudo suscitaban sospechas de traición entre los combatientes. Fue a partir de la formación del gobierno de Largo Caballero el 5 de septiembre de 1936 cuando se inició el proceso de construcción de un verdadero ejército, con la militarización de las milicias y su integración en las Brigadas Mixtas, primer paso para la creación del Ejército Popular que solo se logró tras la superación de la crisis de los «sucesos de mayo de 1937» y la formación a continuación del gobierno de Juan Negrín. Pero el ejército republicano siempre tuvo un problema estructural de difícil solución: la falta de mandos profesionales (según los cálculos de Michael Alpert, solo un 14 % de los militares que figuraban en el Anuario Militar de 1936 servían todavía en 1938 en el ejército de la República). Un problema que fue especialmente acuciante en el caso de la Armada. Algo que reconoció el general republicano Vicente Rojo, que escribió:
Además en el bando republicano la unidad de mando solo se logró (y nunca fue completa) a mediados de 1937 cuando el Ejército Popular estuvo completamente estructurado y, por otro lado, solo a partir de ese momento las necesidades militares se impusieron sobre las de la vida civil (marcada por la Revolución Social de 1936). Y también, a diferencia del bando sublevado, era el gobierno quien tomaba las decisiones pero siguiendo casi siempre las recomendaciones del Jefe del Estado Mayor, el coronel y luego general Vicente Rojo, y de otros militares leales.
En cuanto a la ayuda extranjera la República, a causa de que Francia y Gran Bretaña no acudieron en su ayuda y además impulsaron el pacto que dio nacimiento al Comité de No Intervención (cuya prohibición de suministrar armas a alguno de los bandos contendientes no fue cumplida ni por Alemania ni por Italia, a pesar de haber firmado el acuerdo) la República tuvo que adquirir el material bélico donde pudo, a menudo recurriendo a los traficantes de armas que en ocasiones les vendieron material anticuado o en muy mal estado a precios astronómicos. Esto le hizo depender de los suministros que le proporcionó la Unión Soviética, después de que Stalin superara sus dudas sobre la ayuda a los republicanos españoles, cuyo material bélico (armas automáticas, tanques y aviones) acompañado de instructores y consejeros militares soviéticos, junto con las Brigadas Internacionales reclutadas por la Internacional Comunista o Komintern, no comenzó a llegar hasta octubre de 1936 y luego las sucesivas entregas se interrumpieron en varias ocasiones en función de la coyuntura internacional europea (que determinaron, por ejemplo, que el gobierno francés abriera o cerrara la frontera) y del creciente bloqueo impuesto por la Armada sublevada en los puertos republicanos.
Nada más conocerse el 17 de julio por la tarde que la sublevación militar había triunfado en el Protectorado de Marruecos, el ministro de Marina José Giral (que dos días después acabaría presidiendo el gobierno de la República tras la dimisión de Santiago Casares Quiroga y del gobierno «relámpago» de Diego Martínez Barrio) ordenó que varios barcos de guerra de la Marina se dirigieran al estrecho de Gibraltar para que bloquearan las plazas de Ceuta, Larache y Melilla y evitar así el paso a la península de las tropas coloniales. De la base de Cartagena salieron los destructores Almirante Valdés, Lepanto y Sánchez Barcáiztegui, con orden de navegar a máxima potencia hasta el estrecho. Gracias a que las dotaciones de esos barcos se rebelaron contra sus oficiales, que estaban comprometidos en el golpe, los sublevados no pudieron disponer inicialmente del Ejército de África, compuesto por la Legión Extranjera y los regulares (tropas formadas por marroquíes mandados por oficiales españoles).
El mismo día 19 de julio en que fue sofocada la rebelión en Madrid, salieron de la capital hacia la sierra de Guadarrama varias columnas compuestas por milicianos y por tropas de las unidades militares que habían sido disueltas por orden del gobierno para evitar que se pudieran sumar a la sublevación. Allí consiguieron impedir que las columnas de los sublevados enviadas por el general Mola desde Castilla y León y desde Navarra consiguieran atravesar los puertos de montaña de la sierra madrileña y llegar a la capital. El frente norte de Madrid quedó así estabilizado hasta el final de la guerra. Esta primera campaña de la Guerra Civil fue conocida con el nombre de batalla de Guadarrama.
Desde Barcelona, también una vez sofocada la rebelión, salieron varias columnas formadas rápidamente por las organizaciones obreras y los partidos de izquierda para dirigirse a Aragón. Junto con las columnas del POUM y del PSUC (y una de Esquerra Republicana de Catalunya que salió desde Tarragona), el contingente más importante lo aportaron las milicias confederales de las organizaciones anarquistas (CNT, FAI, Juventudes Libertarias). La primera y más numerosa fue la columna Durruti, así llamada porque estaba encabezada por el líder de la FAI Buenaventura Durruti, que salió de Barcelona el día 24 en dirección a Zaragoza. Las también anarquistas columna Ascaso y columna Los Aguiluchos de la FAI salieron en dirección a Huesca. pero ninguna de ellas consiguió alcanzar sus objetivos de liberar las tres capitales aragonesas (desde Valencia había salido hacia Teruel la columna de Hierro), y el frente de Aragón quedó estabilizado, aunque los anarquistas llevaron la revolución a la mitad oriental de Aragón donde crearon el Consejo Regional de Defensa de Aragón.
También desde la ciudad condal se organizó una expedición a las islas Baleares, de las que solo Menorca continuaba republicana. La operación iniciada el 8 de agosto al mando del capitán Bayo tuvo un éxito inicial al conseguir ocupar una franja de la costa de Mallorca, pero el desembarco de Mallorca acabó en un completo fracaso. Otro fracaso fue la ofensiva de Córdoba, «donde la situación estaba indecisa, lo que constituyó una de las pocas iniciativas estratégicas republicanas». Fue organizada desde Albacete por el general Miaja, cuyo jefe de Estado Mayor era el teniente coronel José Asensio Torrado, pero el avance se detuvo pronto (el general Miaja situó su cuartel general en Montoro) y los republicanos no pudieron reconquistar la Andalucía occidental, en manos de los sublevados especialmente después de la llegada de los primeras unidades procedentes del Protectorado de Marruecos.
La situación de bloqueo en que se encontraba el Ejército de África (la principal fuerza de combate con que contaban los sublevados para tomar Madrid, una vez detenidas las columnas del general Mola en la sierra de Guadarrama) se pudo superar gracias a la rápida ayuda que recibieron los sublevados de la Alemania nazi y de la Italia fascista. El 26 de julio llegaron a Marruecos los primeros veinte aviones de transporte alemanes Junker, que se podían convertir fácilmente en bombarderos, acompañados por cazas, y, cuatro días después, el 30 de julio, los primeros nueve cazabombarderos italianos. Con estos medios aéreos el general Franco, jefe de las fuerzas sublevadas de Marruecos, pudo organizar un puente aéreo con la península para transportar a los legionarios y a los regulares, y además conseguir la superioridad aérea en el estrecho. Así pues, el 5 de agosto pudo cruzarlo con una pequeña flota llamada por la propaganda de los sublevados «Convoy de la Victoria». Sin embargo, el desbloqueo completo del paso del estrecho no se produciría hasta más tarde, cuando el gobierno republicano decidió transferir la mayoría de sus barcos de guerra al Cantábrico, lo que según el historiador Michael Alpert constituyó «quizá el mayor error de la Guerra Civil». Esta decisión estuvo motivada, entre otras razones, por la negativa de Gran Bretaña, que contaba con la flota naval de guerra más importante del Mediterráneo, a que el gobierno republicano detuviera el tráfico neutral dirigido al territorio enemigo, por lo que los buques de guerra republicanos no podrían impedir que los barcos mercantes alemanes e italianos desembarcaran material de guerra en los puertos de Ceuta, Melilla, Cádiz, Algeciras o Sevilla, controlados por los sublevados.
El 1 de agosto el general Franco da la orden de que las columnas de legionarios, moros regulares y voluntarios avancen en dirección norte desde Sevilla para dirigirse a Madrid a través de Extremadura, teniendo el flanco izquierdo protegido por la frontera de Portugal, cuyo régimen salazarista apoyaba a los sublevados. Siguiendo esta ruta para llegar a la capital se unirían las dos zonas controladas por los sublevados. Se inicia así la Campaña de Extremadura. La llamada «columna de la muerte» a causa de la brutal represión que aplicó en las localidades extremeñas que fue ocupando, y cuyo hecho más destacado fue la matanza de Badajoz, avanzó rápidamente a un promedio de 24 kilómetros por día. El 10 de agosto tomó Mérida y el 15 Badajoz, estableciendo a continuación contacto con las fuerzas sublevadas del norte. El avance se volvió entonces en dirección noreste para alcanzar el valle del Tajo y el 2 de septiembre caía Talavera de la Reina, ya en la provincia de Toledo. El rápido avance de los sublevados hacia Madrid, unido a la noticia de la inminente caída de Irún (con lo que el norte quedaría completamente aislado del resto de la zona republicana), provocaron que el presidente José Giral, sintiéndose falto de apoyos y de autoridad, presentara la dimisión al presidente de la República Manuel Azaña. El 5 de septiembre se formaba un nuevo gobierno de «unidad antifascista» presidido por el socialista Francisco Largo Caballero, que asumió personalmente la cartera de Guerra, con el objetivo prioritario de organizar un ejército que pudiera detener el avance de los sublevados y ganar la guerra.
La rapidez con que cayeron una tras otra las poblaciones en el avance por Extremadura y el Tajo se debió fundamentalmente a que el Ejército de África estaba integrado por las tropas mejor entrenadas y curtidas en combate (legionarios y regulares), quizá las únicas verdaderamente profesionales en los primeros caóticos meses de guerra. En cambio las fuerzas republicanas estaban integradas en su mayoría por milicianos a los que les faltaba adiestramiento militar. «Eran indisciplinadas y tendían a huir, presas del pánico, abandonando las armas, las cuales constituían fusiles y piezas sueltas de artillería, dado que el desbarajuste originado en la capital por la sublevación no permitía una adecuada planificación militar. En julio y agosto se perdió mucho material militar. En contraste, los sublevados se armaban cada vez más con material extranjero, aparte del que tomaban al enemigo». Además los milicianos, cuya inmensa mayoría procedía de las organizaciones obreras y los partidos de izquierda, desconfiaban de los militares profesionales que pretendían mandarlos y por motivos ideológicos rechazaban la disciplina y la organización militares, a excepción de los comunistas que propugnaban la completa militarización de las milicias y la creación de un Ejército Popular siguiendo el modelo del Quinto Regimiento organizado por ellos.
El 21 de septiembre el Ejército de África tomaba el pueblo de Maqueda, a menos de 100 kilómetros de Madrid. Ese mismo día se reunían los generales sublevados en una finca de los alrededores de Salamanca para nombrar al general Franco como mando único y supremo de las fuerzas sublevadas. Una semana después volverían a reunirse para dilucidar el mando político. En ese intervalo de tiempo, el general Franco decidió desviar hacia Toledo las columnas que avanzaban hacia Madrid para levantar el asedio del Alcázar de Toledo, donde guardias civiles y algunos pocos cadetes de la Academia de Infantería al mando de su director, el coronel José Moscardó, llevaban dos meses resistiendo los ataques republicanos. Esta decisión, que según algunos historiadores hizo perder a los sublevados la posibilidad de tomar Madrid antes de que se organizase su defensa, ha suscitado un debate entre los historiadores. Para una buena parte de ellos fue una decisión más política que militar, pues afianzó el prestigio del general Franco ante sus compañeros cuando se estaba discutiendo ya el mando único político. «El Alcázar encerraba un tesoro de legitimidad simbólica: academia militar, los sitiados resistían en medio de las ruinas, con los muros de la poderosa fábrica medio destruidos, refugiados en los sótanos. Con su liberación, Franco recibió un enorme capital político: el Alcázar era el símbolo de la salvación de España que, como una mártir, resucitaba del sepulcro al que la habían conducido sus enemigos». Además tuvo un enorme valor propagandístico para la causa de los sublevados. «Del Alcázar se hizo posteriormente un mito por los franquistas, cuyos principales extremos —el episodio de los diálogos de Moscardó y su hijo en manos de los asediadores, por ejemplo— están hoy absolutamente desacreditados». Sin embargo algunos historiadores afirman que también tuvo una motivación militar. «Parece convincente la explicación usual: el compañerismo militar y el valor propagandístico de rescatar a los asediados en el Alcázar imponían levantar el asedio cuanto antes. Es posible que hubiera motivos políticos, no separados de la ambición de Franco de ser generalísimo y jefe civil, que impusieran ese gesto heroico. Ahora bien, el hecho de tomar primero Toledo podía justificarse militarmente: asegurar esta ciudad permitiría atacar Madrid desde el sur y el este, protegiendo los flancos por el Tajo y contando con dos carreteras de primera categoría en lugar de una». El mismo día que era levantado el asedio, el 28 de septiembre, el general Franco era nombrado por sus compañeros de sublevación no solo «generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire», sino también «jefe del Gobierno del Estado Español, mientras dure la guerra».
El día 8 de octubre, el Ejército de África alcanzó San Martín de Valdeiglesias, a unos cuarenta kilómetros de Madrid, donde tomó contacto con las fuerzas sublevadas del norte al mando del general Emilio Mola, que acababa de finalizar la campaña de Guipúzcoa tras tomar Irún, el 5 de septiembre y San Sebastián el 13 de septiembre, quedando el norte republicano rodeado por tierra por los «nacionalistas». Así pues, a principios de octubre, las fuerzas sublevadas se habían desplegado en un semicírculo alrededor de Madrid que partía de Toledo al sur y alcanzaba el noroeste a unos diez kilómetros al norte de El Escorial, y que se encontraba entre 40 y 55 kilómetros de la capital. Aunque las fuerzas republicanas opusieron mayor resistencia gracias a la reorganización militar emprendida por el gobierno Largo Caballero (con la formación de las Brigadas Mixtas al mando en su mayoría de militares de carrera y en las que fueron encuadradas las milicias, una militarización acompañada de la creación de la figura de los comisarios políticos), las fuerzas «nacionales» fueron estrechando el semicírculo que atenazaba la capital (mientras que en el norte el 17 de octubre rompían el cerco de Oviedo) y a principios de noviembre llegaron a los barrios del sur de Madrid. «El ataque a Madrid marcó el final del primer periodo de la guerra».
A primeros de noviembre los sublevados daban por hecho la toma de la capital del país. Radio Lisboa llegó a anunciar de forma precipitada, a comienzos de ese mes, la caída de la ciudad (narrando incluso la entrada triunfal de Franco a lomos de un caballo blanco).represión de los republicanos (ocho consejos de guerra, dieciséis juzgados instructores y una Auditoría del Ejército de Ocupación), comandada por el coronel Ángel Manzaneque y Feltrer, se agrupó en Navalcarnero -a treinta kilómetros de Madrid- para aguardar la inminente victoria de las tropas franquistas.
Ya el 5 de noviembre la columna jurídica que iba a encargarse de laEl 6 de noviembre, cuando parecía que el ejército sublevado estaba a punto de entrar en Madrid, el gobierno de Largo Caballero decidió trasladarse a Valencia, encomendando la defensa de la ciudad al general Miaja que debería formar una Junta de Defensa de Madrid. «Una salida precipitada, mantenida en sigilo, sobre la que no se dio explicación pública alguna». «Quienes se quedaron en Madrid no pudieron interpretar estos hechos sino como una vergonzosa huida... sobre todo porque los madrileños fueron capaces de organizar su defensa». Dos días después comenzó la batalla de Madrid.
Dado que las fuerzas de los sublevados no eran superiores a las fuerzas republicanas que defendían Madrid (unos 23 000 soldados), la penetración en la capital tendría que ser rápida y en un frente muy estrecho. Una columna atravesaría el río Manzanares al norte del puente de los Franceses y avanzaría por la Ciudad Universitaria de Madrid para luego bajar por el paseo de la Castellana. Otra columna cruzaría el parque del Oeste para seguir por los bulevares y llegar a la plaza de Colón. Y una tercera cruzaría el barrio de Rosales para alcanzar la plaza de España y la calle Princesa. Para apoyar este avance se consideraba fundamental tomar el cerro de Garabitas en la Casa de Campo donde se podía situar la artillería y desde allí bombardear la ciudad. El éxito de la operación dependía de que los republicanos creyeran que el ataque se produciría por el sur y concentraran allí sus fuerzas, pero en la noche de 7 al 8 de noviembre, precisamente en el momento que iba comenzar la batalla de Madrid, el teniente coronel Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor de la defensa de Madrid, conoció los planes de los atacantes gracias a los papeles encontrados en el cadáver de un oficial italiano del ejército sublevado.
Entre los días 8 y 11 de noviembre se produjeron violentos combates en la Casa de Campo. El día 13 los sublevados ocupaban el cerro de Garabitas y dos días después lograban cruzar el río Manzanares adentrándose en la Ciudad Universitaria. Pero de allí no pudieron pasar gracias a la resistencia que presentaron las fuerzas republicanas, reforzadas por la llegada de las primeras Brigadas Internacionales, de unidades de tanques soviéticos T-26 (cuya primera intervención se había producido en la batalla de Seseña) y de 132 aviones rusos «Moscas» y «Chatos» que disputaron la superioridad aérea a los 117 aviones de la Legión Cóndor alemana. El 23 de noviembre el general Franco desistió de continuar el infructuoso ataque frontal a la capital y el frente quedó ese día estabilizado.
«La resistencia de Madrid cambió el signo de la guerra. Ya no sería un conflicto de rápidos movimientos envolventes, sino de batallas a gran escala, de maniobras tácticas para alcanzar objetivos estratégicos, en las que unos cuantos centenares de metros de terreno tendrían significado y cuyo modelo sería la Primera Guerra Mundial, más que las campañas coloniales, única forma de guerra que los españoles conocían de modo directo».
Al fracasar el ataque frontal los sublevados decidieron envolver Madrid por el noroeste concentrando sus fuerzas para cortar la carretera de La Coruña e intentar penetrar por allí en Madrid. En el primer intento que tuvo lugar a finales de noviembre (primera batalla de la carretera de La Coruña) solo consiguieron avanzar tres de los siete kilómetros previstos, quedando detenido el ataque. El segundo intento tuvo lugar en diciembre (segunda batalla de la carretera de La Coruña) y también resultó un fracaso. El tercer y último intento (la conocida como tercera batalla de la carretera de La Coruña) tuvo lugar a principios de enero de 1937 y constituyó la «primera batalla importante de la Guerra Civil en campo abierto». Los sublevados organizaron un importante ejército, llamado División Reforzada de Madrid, que contaba con tanques italianos, baterías antitanque para contrarrestar los T-26 soviéticos y artillería pesada. Frente a ella los republicanos desplegaron un ejército compuesto de cinco divisiones, cada una con tres brigadas, aunque algunas no estaban completas y muy pocas estaban mandadas por oficiales de infantería de carrera (para mandar las cinco divisiones se tuvo que recurrir a dos oficiales retirados por la ley Azaña de 1931, a dos oficiales provenientes de las fuerzas de seguridad, y a un miliciano, el comunista Juan Modesto). Entre los días 6 y 9 de enero la División Reforzada atacó hacia el norte y luego giró al este al llegar a la carretera de La Coruña, pero las fuerzas republicanas resistieron y los «nacionales» tuvieron que desistir en su avance.
Fracasado el intento de envolver Madrid por el noroeste, los sublevados lo intentan por el sureste avanzando hacia el río Jarama para cortar la vital carretera de Valencia, por donde llegaban a Madrid la mayoría de sus suministros. La batalla del Jarama se inició el 4 de febrero con el ataque por unidades de la Legión Española y fuerzas regulares marroquíes, apoyadas por carros de combate, a las posiciones republicanas. El 11 de febrero tomaban el puente de Pindoque defendido por la compañía «André Marty» de la XII Brigada Internacional que tuvo 86 muertos. Los sublevados prosiguieron su avance pero las fuerzas republicanas apoyadas por unidades de tanques soviéticos dirigidos por el general «Pablo» (el general Rodímtsev) y el dominio del aire de la aviación republicana gracias a los «Chatos» les obligó a detenerse y renunciar a alcanzar la línea Arganda-Morata de Tajuña. Sin embargo los republicanos no pudieron recuperar el terreno perdido y el frente quedó estabilizado el 23 de febrero de 1937. Fue el final de la batalla del Jarama.
Mientras se iniciaba la batalla del Jarama, se producía la toma de Málaga por los sublevados el 8 de febrero de 1937, gracias especialmente a la intervención de las unidades motorizadas de la división de milicias fascistas italianas («legionari» del CTV, Corpo di Truppe Volontarie) que había comenzado a llegar a España dos meses antes enviada por Mussolini, imbuido de la idea de que el soldado fascista era muy superior al combatiente «rojo». El ataque había comenzado el 14 de enero de 1937 avanzando desde Ronda por el norte, siguiendo la carretera costera avanzando hacia Marbella por el oeste (con el apoyo de los dos modernos cruceros Baleares y Canarias que bombardeaban desde el mar y contra los que poco podían hacer los destructores y los más viejos y peor armados cruceros republicanos) y desde Granada hasta Alhama por el noreste. Aunque las milicias republicanas consiguieron contener el ataque tierra adentro, el día 5 de febrero convergieron varias columnas sobre Málaga encabezadas por las fuerzas italianas. Esto obligó a retirarse a las milicias a la capital pero allí faltas de mandos, de fortificaciones para la defensa y del apoyo de la flota republicana no tuvieron más remedio que emprender la huida hacia el este por la carretera costera de Málaga y Almería acompañadas de miles de civiles mientras eran ametrallados y bombardeados por la aviación italiana y los barcos de guerra de los sublevados. A los pocos días los sublevados llegaban a Motril haciendo numerosos prisioneros y obteniendo grandes cantidades de material. «Para el Gobierno republicano, la derrota demostró una profunda ineficacia y una falta de energía moral y señaló el comienzo de la decepción de los comunistas con respecto a la actuación de Largo Caballero como Jefe de Gobierno y ministro de la Guerra. Las salpicaduras llegaron a los mandos que Largo había nombrado, los cuales fueron procesados como resultado de las investigaciones llevadas a cabo después del desastre».
El tercer y último intento de envolver Madrid fue una iniciativa del Corpo di Truppe Volontarie (CTV) fascista italiano, a la que accedió el generalísimo Franco, y que dio lugar a la batalla de Guadalajara. La idea italiana de la ofensiva era atacar Madrid desde el noreste dirigiéndose a Guadalajara y una vez tomada esta ciudad cortar la carretera de Valencia y entrar en la capital. Para esta operación, en la que se seguiría la táctica de lo que los generales italianos llamaban «guerra relámpago» (las previsiones eran que en una semana, entre el 8 y el 15 de marzo de 1937, Madrid sería conquistada), se desplegaron buena parte de los de los 48 000 soldados con que contaba entonces el CTV (integrados en cuatro divisiones con 4000 vehículos, 542 cañones y 248 aviones).
El día 8 de marzo comenzó el ataque y en la noche del 9 al 10 de marzo la 3.ª División italiana tomaba Brihuega y el día 11 Trijueque encontrando una fuerte resistencia de las fuerzas republicanas, entre las que se encontraban la XI y la XII Brigadas Internacionales (de las que formaba parte el batallón Garibaldi integrado por italianos antifascistas), apoyadas por las unidades de tanques soviéticos y por la aviación, y ayudadas por el mal tiempo (los suelos embarrados por la lluvia dificultaba el avance de los vehículos e impedía el despegue de los aviones de los campos encharcados, mientras que los aviones republicanos sí disponían de campos de aviación utilizables). El 12 de marzo las tropas republicanas lanzaron una contraofensiva que hizo huir desmoralizada a la 3.ª División italiana y permitió recuperar en los días siguientes Trijueque y Brihuega, apoderándose de material abandonado por los italianos. El día 19 de marzo las fuerzas republicanas detuvieron su avance y organizaron líneas de defensa. El 23 de marzo terminó la batalla de Guadalajara que la prensa internacional liberal y de izquierdas llamó la «primera victoria contra el fascismo», destacando el hecho de que muchos «legionari» del CTV habían sido capturados por los «garibaldini» de las Brigadas Internacionales.
«Con la ayuda rusa la República había podido responder a la amenaza que suponía la llegada de armamento desde Italia y Alemania para el bando nacional. El Ejército Popular ya no consistía en bandas sueltas de milicianos con improvisados mandos. Había demostrado saber retirarse a fortificaciones preparadas, resistiendo con pequeñas retaguardias a la espera de refuerzos. Responder a esta técnica iba a exigir otras capacidades de las que poseía el CTV».
La batalla de Guadalajara fue el último intento del bando sublevado de tomar Madrid y solo una semana después de su final se inició la Campaña del Norte, el ataque de las fuerzas sublevadas contra la franja cantábrica que permanecía fiel a la República pero que estaba aislada por tierra del resto de la zona republicana. El objetivo de los «nacionales» era controlar sus importantes recursos mineros e industriales (especialmente las siderurgias y las fábricas de armas), además de que su conquista permitiría trasladar la flota sublevada al Mediterráneo para intentar detener el tráfico marítimo que se dirigía a los puertos republicanos. La ofensiva de las fuerzas sublevadas al mando del general Mola (unos 28 000 efectivos, incluidos los de las unidades del Corpo Truppe Volontarie italiano, apoyados por 140 aviones italianos y alemanes de la Legión Cóndor) se inició el 31 de marzo de 1937 desde las posiciones alcanzadas en octubre de 1936 en la campaña de Guipúzcoa, que se situaban a unos 35 kilómetros al oeste de San Sebastián, sobre las defensas de Vizcaya que había organizado el gobierno vasco presidido por José Antonio Aguirre desde octubre de 1936 tras haber aprobado las Cortes republicanas el Estatuto de Autonomía del País Vasco. El Ejército Vasco reclutado por Aguirre rechazaba la autoridad del general Francisco Llano de la Encomienda que era el jefe del Ejército del Norte, que teóricamente agrupaba a todas las fuerzas de Vizcaya, Santander y Asturias, y actuaba de forma independiente (en él no existía la figura del comisario político y tenía pocos mandos profesionales).
En la primera ofensiva de la campaña de Vizcaya las fuerzas «nacionales», aunque contaban con la superioridad naval y aérea (el grueso de la flota republicana se encontraba en el Mediterráneo y solo había un pequeño número de cazas soviéticos), avanzaron relativamente poco debido a la fuerte resistencia que encontraron y a las malas condiciones meteorológicas. La segunda ofensiva iniciada el 20 de abril tuvo más éxito alcanzando cinco días después la línea Guernica-Durango. El día 26 de abril, tras haber bombardeado Jaén y Durango los días anteriores, se produjo el bombardeo de Guernica por aviones alemanes de la Legión Cóndor y aviones italianos del CTV causando muchas víctimas civiles y una enorme destrucción porque además de las bombas convencionales utilizaron bombas incendiarias. Tres días después las fuerzas «nacionales» ocupaban la ciudad y el día 30 de abril llegaban a Bermeo.
Entonces ambos ejércitos se reorganizaron (el «lehendakari» Aguirre en persona asumió el mando supremo del ejército vasco) para atacar y defender respectivamente el conjunto de las fortificaciones alrededor de Bilbao, el llamado «Cinturón de Hierro», que sin embargo había perdido gran parte de su utilidad porque el ingeniero que las había diseñado, Alejandro Goicoechea, se había pasado al bando sublevado con los planos de las mismas. Gracias a ellos, los «nacionales» pudieron penetrar por sus puntos débiles mientras la ciudad de Bilbao era bombardeada por la artillería pesada y por la aviación (el 17 de junio cayeron veinte mil obuses ). Finalmente Bilbao cayó el 19 de junio, sin que el gobierno de Valencia, presidido desde el 17 de mayo por el socialista Juan Negrín tras superar la crisis republicana de los «sucesos de mayo de 1937» hubiera podido organizar algún ataque en otros frentes que hubiera dificultado la gran concentración de medios terrestres y aéreos desplegada por los «nacionales» en la Campaña de Vizcaya.
Por fin a principios de julio las fuerzas republicanas lanzaron una ofensiva en el frente de Madrid para aliviar la presión del ejército «nacionalista» en el norte. Así el 6 de julio comienza la batalla de Brunete llamada así porque la lucha por la conquista de ese pueblo situado al oeste de Madrid por los republicanos (que pretendía seguir después en dirección sureste para encontrarse con las otras fuerzas gubernamentales que avanzarían desde el sur de la capital, lo que de tener éxito obligaría a los «nacionales» a ordenar un repliegue general de sus fuerzas si no querían verse cercados) se convirtió en el elemento central de los combates. El ataque hacia Brunete fue lanzado por el reorganizado V Cuerpo de Ejército republicano al mando del comandante de milicias Juan Modesto apoyado por unidades de tanques T-26 soviéticos que ocupó la localidad casi sin resistencia, pero el general Franco reaccionó rápidamente y envió unidades de la Legión y de Regulares más las brigadas de Navarra y unos 150 aviones italianos y alemanes retirados del frente del norte, deteniéndose así el ataque hacia Santander. Esto permitió a las fuerzas nacionales realizar el contraataque. «Empezó así una batalla de desgaste bajo el tremendo sol veraniego, sin sombra ni agua, que terminó arrojando un saldo de 40 000 bajas. La dura batalla concluyó el 26 de julio, por puro agotamiento. El Ejército Popular Republicano había retenido importantes sectores del territorio que había conquistado... aunque perdió Brunete. (...) [La batalla de] Brunete coincidía con el aniversario del principio de la guerra. A partir de unas cuantas columnas sublevadas que luchaban contra milicias improvisadas se habían formado dos ejércitos con un considerable apoyo de artillería y aviación».
Terminada la batalla de Brunete las fuerzas «nacionales» se reorganizaron y reanudaron la Campaña del Norte atacando Santander desde el sur por el puerto de montaña de Reinosa y desde el este siguiendo la costa. La batalla de Santander comenzó el 14 de agosto con el ataque a Reinosa que fue ocupada solo dos días después y cuya fábrica de armamento no fue destruida por los republicanos en su retirada en desbandada. La resistencia republicana en la costa también se desplomó rápidamente ante el avance de las unidades del CTV italiano gracias especialmente a la superioridad aérea (los republicanos no pudieron enviar aviación a aquella zona debido a la lejanía de las bases) cuyos continuos bombardeos destrozaron y desmoralizaron a las fuerzas republicanas mandadas por el general Mariano Gamir Ulibarri nombrado el 6 de agosto. El 24 de agosto, solo diez días después de iniciada la ofensiva, la ciudad de Santander (donde escaseaban los víveres y el combustible debido al bloqueo naval de la armada sublevada) fue ocupada después de que las fuerzas de orden público, una vez evacuados los mandos, izaron bandera blanca. «La historia de la campaña de Santander es la de un continuo avance, con ocasionales y breves resistencias. Fueron muchos los prisioneros y los que se «pasaron», lo que daba fe del estado de desmoralización de las filas republicanas».
La segunda ofensiva republicana para aliviar la presión de los «nacionales» en el Norte llegó tarde pues comenzó el mismo día de la caída de Santander. Esta vez se desarrolló en el frente de Aragón, que se mantenía prácticamente inalterado desde el inicio de la guerra cuando las columnas de milicias confederales anarquistas y del POUM salieron de Cataluña y ocuparon la mitad oriental de Aragón (donde crearon un ente casi independiente llamado Consejo de Aragón) aunque no consiguieron su objetivo de conquistar Zaragoza, y que tras los «sucesos de mayo de 1937» habían sido incorporadas a las unidades regulares del Ejército del Este. El 24 de agosto comenzó la ofensiva de Zaragoza cuyo propósito era romper el frente y alcanzar la capital aragonesa, lo que obligaría al general Franco a suspender su ofensiva del Norte. Al norte del Ebro combatían las divisiones anarquistas y al sur las comunistas dirigidas por Enrique Líster y los dos generales internacionales Walter y Kleber. Después de la toma de los pueblos de Codo y Quinto cercaron Belchite el día 26, dando inicio a la batalla de Belchite el hecho bélico más destacado de la campaña. Los «nacionales» que defendían el pueblo resistieron encarnizadamente hasta el 3 de septiembre. Cuatro días antes los «nacionales» habían iniciado la contraofensiva que al norte del Ebro hizo retroceder a las divisiones anarquistas y al sur en Fuentes de Ebro, un pueblo situado a 26 kilómetros de Zaragoza, consiguió derrotar a las unidades de tanques soviéticos BT5 y a la XV Brigada Internacional.
Aunque Belchite permaneció en manos de los republicanos los dos objetivos de la ofensiva de Zaragoza no se consiguieron: ni se tomó la capital aragonesa ni se detuvo el avance «nacionalista» en el frente norte. Tras la ocupación de Santander se inició el 1 de septiembre la ofensiva de Asturias por la costa y por el interior para poner fin al último territorio de la franja norte republicana. Unos días antes se había formado en Gijón (Oviedo continuaba ocupada por los «nacionalistas» desde el inicio de la guerra) el Consejo Soberano de Asturias y León bajo la presidencia del socialista Belarmino Tomás, uno de los antiguos dirigentes de la Revolución de Asturias de octubre de 1934, que intentó organizar la defensa, pero su situación eran tan difícil como la de Santander. Los asturianos no tenían apoyo naval (solo disponían del destructor Císcar) ni apoyo aéreo (los pocos aviones con que contaban eran muy inferiores a los de los atacantes) y estaban sometidos al bloqueo naval de la armada sublevada lo que había provocado problemas de abastecimientos civiles y militares agravados por la presencia de unos 300 000 refugiados procedentes de otras zonas ocupadas por las tropas «nacionales». Así pues la resistencia al avance «nacionalista» fue muy difícil de mantener por la carencia de material y alimentos y por el abandono de la zona desde aire y mar y la desmoralización de las tropas dio lugar a retiradas desordenadas a causa del pánico. Sin embargo hasta el 21 de octubre no fue tomado Gijón, el último reducto de la Asturias republicana y de todo el norte. La mayoría de los prisioneros del Frente Norte fueron recluidos en el campo de Miranda de Ebro.
Las consecuencias de la victoria «nacionalista» en la Campaña del Norte fueron muy importantes para el curso de la guerra. «Franco pudo concentrar todas sus fuerzas en el centro de España y en el Mediterráneo, y obtuvo el beneficio de una industria no destruida. La victoria restableció el orgullo de Mussolini [perdido por la derrota de la batalla de Guadalajara, que en adelante cooperaría de buena gana con Franco. La opinión internacional juzgaba que, una vez perdido el norte, la victoria era cuestión de tiempo».
En noviembre de 1937 el gobierno republicano de Juan Negrín decidió trasladarse de Valencia a Barcelona (donde desde noviembre de 1936 ya se encontraba el presidente de la República Manuel Azaña) para «poner en pleno rendimiento la industria de guerra» catalana, que en los meses siguientes quedó bajo la autoridad directa del gobierno de la República, para que supliera la pérdida de las importantes fábricas de armamento de Vizcaya, Cantabria y Asturias, y también para «asentar definitivamente la autoridad del gobierno en Cataluña», lo que relegó al gobierno de la Generalidad de Lluís Companys a un papel secundario.
El 12 de diciembre de 1937, la 11 División republicana al mando del jefe miliciano comunista Enrique Líster corta las de vías de comunicación de la ciudad de Teruel con la retaguardia «nacional». Así da comienzo la batalla de Teruel, cuya estrategia ha sido diseñada por el Jefe del Estado Mayor republicano, el coronel Vicente Rojo. El objetivo es conquistar este saliente que en las líneas enemigas representaba Teruel además de impedir el ataque de los «nacionales» contra Madrid previsto para el día 18 de diciembre y alcanzar un éxito militar como era tomar una capital de provincia en manos de los sublevados desde el inicio de la guerra para fortalecer la confianza interior y exterior en la causa republicana tras la derrota de la Campaña del Norte en un momento en que la llegada de material bélico de la Unión Soviética estaba reduciéndose a causa de las dificultades que estaba encontrando para pasar la frontera francesa por la caída el gobierno del socialista Leon Blum. El general Franco reaccionó inmediatamente para romper el cerco de Teruel pero como no pudo conseguirlo en el primer intento tuvo que enviar más fuerzas y suspender el ataque previsto sobre Madrid (con lo que uno de los objetivos estratégicos republicanos de la ofensiva sobre Teruel se había conseguido). Las bajas temperaturas y las nevadas dificultaron las acciones de los dos ejércitos e impidieron que los «nacionales» rompieran el cerco, a pesar de gozar de superioridad aérea y artillera, por lo que el coronel Domingo Rey d'Harcourt decidió rendirse el 8 de enero y las fuerzas republicanas (la 46.ª División al mando del miliciano Valentín González «El Campesino») ocuparon la ciudad. A partir de entonces las fuerzas «nacionales» redoblaron sus ataques para reconquistar Teruel lanzando varias ofensivas que fueron minando las defensas y la moral de las fuerzas republicanas. El 7 de febrero de 1938 alcanzaron la línea del río Alfambra y el 21 de febrero la ciudad estaba cercada. La División 46 mandada por «El Campesino» escapó o huyó, según las diferentes versiones, y la ciudad fue reconquistada por los «nacionales». «El valor de unos soldados bisoños mal conducidos, armados y vestidos y enfrentados por rencores políticos [anarquistas frente a comunistas] poco podía hacer contra tropas experimentadas y bien equipadas y, sobre todo, contra los bombardeos». El coronel Vicente Rojo le escribió al ministro de Defensa de la República Indalecio Prieto sobre la retirada de Teruel de la División 46:
La batalla de Teruel mostró las debilidades del ejército republicano lo que indujo a Franco a posponer definitivamente el ataque a Madrid para en su lugar lanzar la ofensiva de Aragón contra Cataluña y Valencia. El ataque, que iba a extenderse por todo el frente de Aragón, comenzó al sur del río Ebro el 9 de marzo donde el frente se derrumbó ante la gran concentración de fuego artillero y de aviación. El día 14 el CTV tomaba Alcañiz y el 17 los «nacionales» tomaban Caspe, después de haber «reconquistado» Belchite. Lo mismo sucedió al norte del Ebro donde tomaron Fraga el 27 de marzo y a principios de abril llegaron a Lérida (donde la 101.ª Brigada Mixta mandada por el jefe miliciano Pedro Mateo Merino impidió que cruzaran el río Segre por allí). Al norte de Lérida avanzaron hasta el Noguera Pallaresa y establecieron cabezas de puente en Balaguer y Tremp. Una vez alcanzadas esas posiciones Franco descartó dirigirse hacia Barcelona y optó por avanzar hacia el Mediterráneo al sur de la desembocadura del Ebro, objetivo que alcanzaron el 15 de abril al llegar a Vinaroz, con lo que la zona republicana quedó dividida en dos.
El fracaso de la batalla de Teruel y el derrumbe del frente de Aragón provocaron la crisis de marzo de 1938 en el bando republicano cuando el presidente del gobierno Juan Negrín intentó que Indalecio Prieto cambiara de ministerio y dejara el de Defensa ya que, como el presidente de la República Manuel Azaña, Prieto consideraba que lo que había sucedido mostraba que el ejército republicano nunca podría ganar la guerra y que había que negociar una rendición con apoyo franco-británico. Pero al no conseguirlo Negrín le pidió a Prieto que abandonara al gobierno, recomponiendo a continuación su gabinete el 6 de abril y asumiendo Negrín personalmente el Ministerio de Defensa, con el coronel comunista Antonio Cordón como subsecretario de Guerra, que procedió a la reorganización de las fuerzas republicanas agrupadas en dos grandes grupos de ejércitos, en consonancia con la división de la zona republicana provocada por la llegada de los «nacionales» al Mediterráneo: el GERC (Grupo de Ejércitos de la Región Centro-Sur) y el GERO (Grupo de Ejércitos de la Región Oriental). Las posiciones del nuevo gobierno de Negrín con vistas a unas posibles negociaciones de paz quedaron fijadas en su «Declaración de los 13 puntos», hecha pública en la significativa fecha del 1º de mayo de 1938.
Una vez alcanzado el Mediterráneo, Franco decidió dirigir sus tropas contra Valencia en lugar de contra Barcelona, sede del gobierno republicano, no porque temiera, según el historiador Michael Alpert, que «Cataluña fuera un bocado difícil» sino porque «la presencia de fuerzas alemanas e italianas en España hacía que un posible acercamiento de Franco a la frontera francesa pudiera suscitar tensiones internacionales».ofensiva del Levante cuyo plan consistía en converger sobre Sagunto (a unos 20 kilómetros al norte de Valencia) avanzado por la costa desde Vinaroz y por el interior desde Teruel, para desde allí tomar Valencia. La resistencia republicana fue dura especialmente cuando las fuerzas «nacionales» tras conquistar Castellón de la Plana el 13 de junio alcanzaron la línea de fortificaciones llamada línea XYZ que se extendía desde Almenara, unos kilómetros al norte de Sagunto, en la costa hasta el río Turia en el interior. Allí las tropas «nacionales» tuvieron que detener su avance.
Se inicia así laEl 25 de julio de 1938 el republicano Ejército del Ebro, uno de los dos grandes cuerpos del ejército de que se componía el recién creado GERO, cruza en barcazas por sorpresa el río Ebro entre Mequinenza y Amposta con el objetivo de atacar desde el norte al ejército «nacional» que se acercaba a Valencia. Fue el inicio de la batalla del Ebro que se convirtió para ambos bandos en una dura lucha de desgaste. Aunque el paso del Ebro por Amposta en la costa fue pronto liquidado por las fuerzas «nacionales» el grueso del Ejército republicano llegó a las puertas de Gandesa en el interior pero no logró tomar esta localidad debido a la fuerte resistencia que opusieron las unidades de regulares y de legionarios que la defendían y sobre todo porque inexplicablemente la aviación republicana no protegió el avance y la Legión Cóndor enviada rápidamente por el general Franco dominó los aires y bombardeó y ametralló constantemente las posiciones republicanas. Así que hacia el 2 o el 3 de agosto la maniobra republicana había fracasado ya que no se iba a producir ninguna irrupción de unidades republicanas en el territorio dominado por los sublevados. A partir de ese momento las operaciones se centraron en la bolsa de territorio ganado por los republicanos al sur del Ebro, que estos defendieron a toda costa mientras que los «nacionales» intentaban desalojarlos de allí (a pesar de que algunos de los colaboradores del general Franco le aconsejaron que abandonara el frente del Ebro una vez detenido el avance republicano y reemprendiera la campaña contra Valencia, pero Franco pensó, sin embargo, «que con la ayuda constante que recibía desde Alemania e Italia en aviación y artillería pesada, con su mayor flexibilidad logística (frente a un enemigo que no podía llevar refuerzos a sus tropas por estar cerrada la frontera francesa) y con el virtual bloqueo marítimo de las costas, podría destruir lentamente lo mejor de las fuerzas de la República»). Después de tres meses de duros combates, que causaron más de 60 000 bajas por cada bando, los republicanos tuvieron que retirarse y volver a cruzar el Ebro en sentido contrario. El 16 de noviembre lo hacían las últimas unidades poniendo fin así a la batalla del Ebro, la más larga de la guerra y que supuso una nueva victoria para el bando sublevado.
Mientras se desarrollaba la batalla del Ebro estalló la crisis de los Sudetes de Checoslovaquia que podía conducir a la guerra en Europa. Negrín decidió entonces retirar las Brigadas Internacionales para conseguir una actitud favorable hacia la República de las potencias democráticas Francia y Gran Bretaña y lo mismo hizo el general Franco al reducir la presencia de tropas italianas (aunque conservando lo que realmente le interesaba de la ayuda fascista italiana: la artillería, la aviación y los carros de combate) y garantizar a Gran Bretaña y Francia que se mantendría neutral si estallara la guerra en Europa. Sin embargo el cierre de la crisis con los acuerdos de Múnich del 29 de septiembre de 1938, según los cuales Checoslovaquia debería entregar los Sudetes a Hitler, supuso una nueva derrota para la República en el plano internacional porque el acuerdo significaba que las potencias democráticas, Francia y Gran Bretaña, continuaban con su política de «apaciguamiento» respecto de la Alemania nazi, y si no intervenían para defender a Checoslovaquia menos lo harían para ayudar a la República española.
Los dos ejércitos salieron muy quebrantados de la batalla del Ebro, pero los «nacionales» lograron rehacerse rápidamente, estando, a principios de diciembre de 1938, preparados para comenzar la ofensiva de Cataluña, «que sería la última significativa de la guerra», en un momento en que tras los acuerdos de Múnich atacar Cataluña ya no implicaba el peligro de una reacción francesa («Francia y Gran Bretaña habían aceptado, al menos tácitamente, la continuación de la presencia italiana en España, y solo deseaban el fin del conflicto. Por su parte, Franco había garantizado su neutralidad en caso de una guerra general»).
El ataque a Cataluña se retrasó a causa del mal tiempo y finalmente comenzó el 23 de diciembre, avanzando desde el sur y desde el oeste, encontrando una fuerte resistencia durante las dos primeras semanas. Sobre el día 6 de enero, los restos del Ejército del Ebro habían quedado casi completamente diezmados, mientras que el otro grupo de ejércitos del GERO, el Ejército del Este, se batía en retirada. El jefe del Estado Mayor republicano, el general Vicente Rojo, proyectó una maniobra de diversión en la zona centro-sur para aliviar la presión sobre Cataluña, pero fracasó (hubo que desistir del desembarco en Motril por la debilidad de la flota republicana, «minada por la desidia, la indisciplina y la falta de una clara dirección político-estratégica»; la ofensiva en el frente de Extremadura tuvo escaso éxito dada la baja moral y la falta de material y de medios de transporte que padecían los ejércitos de la zona centro-sur (GERC) al mando del general Miaja).
Así pues, a partir de la primera semana de enero de 1939 el avance de las tropas «nacionales» fue prácticamente imparable (gracias de nuevo a la mejor preparación de sus mandos intermedios —comandantes, tenientes-coroneles y coroneles—, a su superioridad artillera y aérea por la presencia permanente de la Legión Cóndor y de la aviación italiana y a que la flota sublevada bombardeó los puertos impidiendo la llegada de material para las fuerzas republicanas). Los «nacionales» en su avance hacían cada vez mayor número de prisioneros, lo que «siempre constituye un indicio de la descomposición de un ejército». Artesa de Segre fue tomada el 4 de enero, Tárrega el 15, el 21 Villafranca del Panadés, el 22 Igualada y el 24 alcanzaron el río Llobregat. Los destrozados ejércitos republicanos se retiraron hacia la frontera francesa acompañados por una inmensa muchedumbre de civiles y de funcionarios y de autoridades que colapsaba las carreteras. El 26 de enero los «nacionales» sin encontrar apenas resistencia entraban en Barcelona, abandonada por el gobierno y las autoridades militares que cruzaron la frontera francesa el 5 de febrero después de celebrar la última reunión de lo que quedaba de las Cortes republicanas en el castillo de Figueras. Un día antes, el 4 de febrero, los «nacionales» habían ocupado Gerona. El general Vicente Rojo Lluch comparó un año después desde el exilio lo que había sucedido en Madrid en noviembre de 1936 y lo que había pasado en Barcelona en enero de 1939:
Entre el 5 y el 11 de febrero los últimos restos de los dos ejércitos republicanos del GERO cruzaron ordenadamente la frontera deponiendo sus armas y siendo internados a continuación en campamentos improvisados situados en las playas francesas a la intemperie.
Mientras las tropas republicanas cruzaban la frontera francesa, se producía la ocupación de Menorca por los «nacionales» gracias a la intervención británica, la única que se produjo en la Guerra de España. Para impedir que la estratégica isla de Menorca, que durante toda la guerra había permanecido bajo soberanía republicana, pudiera caer bajo dominio italiano o alemán, el gobierno británico aceptó la propuesta del jefe franquista de la Región Aérea de las Baleares, Fernando Sartorius, conde de San Luis, para que un barco de la Royal Navy lo trasladara a Mahón y negociar allí la rendición de la isla a cambio de que las autoridades civiles y militares republicanas pudieran abandonarla bajo protección británica. El gobierno británico puso en marcha la operación sin informar al embajador republicano en Londres, Pablo de Azcárate (que cuando más tarde se enteró presentó una protesta formal por haber prestado un buque británico a un «emisario de las autoridades rebeldes españolas»). Así pues, en la mañana del 7 de febrero arribaba al puerto de Mahón el crucero Devonshire con el conde de San Luis a bordo, donde se entrevistó con el gobernador republicano el capitán de navío Luis González de Ubieta, quien tras intentar infructuosamente contactar con Negrín, aceptó las condiciones de la rendición al día siguiente. A las 5 de la madrugada del 9 de febrero el Devonshire partía de Mahón rumbo a Marsella con 452 refugiados a bordo. Inmediatamente Menorca fue ocupada por los «nacionales» sin que participara ningún contingente ni italiano ni alemán. La intervención británica dio lugar a un acalorado debate en la Cámara de los Comunes el 13 de febrero durante el cual la oposición laborista acusó al gobierno conservador de Neville Chamberlain de haber comprometido al Reino Unido en favor de Franco. Al día siguiente el representante oficioso del general Franco en Londres, el duque de Alba, hizo llegar al secretario del Foreign Office lord Halifax «la gratitud del generalísmo y del gobierno nacional» por colaborar en «reconquistar Menorca».
El día 9 de febrero cruzó la frontera francesa el presidente del gobierno, Juan Negrín, pero en Toulouse cogió un avión para regresar a Alicante al día siguiente acompañado de algunos ministros con la intención de reactivar la guerra en la zona centro-sur, el último reducto de la zona republicana. Allí se desató una última batalla entre los que consideraban inútil seguir combatiendo y los que todavía pensaban que «resistir es vencer» (esperando que las tensiones en Europa acabaran estallando y Gran Bretaña y Francia, por fin, acudirían en ayuda de la República española, o que al menos impondrían a Franco una paz sin represalias), pero el cansancio de la guerra y el hambre y la crisis de subsistencias que asolaba la zona republicana estaban minando la capacidad de resistencia de la población. El problema para Negrín, que instaló su cuartel general en la finca El Poblet en la localidad alicantina de Petrel (cuyo nombre en clave era «Posición Yuste»), era cómo terminar la guerra sin combatir de manera distinta a la de entrega sin condiciones. Su posición fue prácticamente insostenible cuando el 27 de febrero, Francia y Gran Bretaña reconocieron al gobierno de Franco en Burgos como el gobierno legítimo de España, y al día siguiente el presidente de la República Manuel Azaña que se encontraba en la embajada española en París renunció a su cargo. Le sustituyó de forma provisional por el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, que también se encontraba en Francia.
Mientas tanto estaba muy avanzada la conspiración militar y política contra el gobierno Negrín dirigida por el jefe del Ejército del Centro, el coronel Segismundo Casado, convencido de que «sería más fácil liquidar la guerra a través de un entendimiento entre militares» por lo que había entrado en contacto a través de la «quinta columna» con el Cuartel General del «Generalísimo» Franco para una rendición del ejército republicano «sin represalias» al modo del «abrazo de Vergara» de 1839 que puso fin a la primera guerra carlista (con la conservación de los empleos y cargos militares, incluida). Algo a lo que los emisarios del general Franco nunca se comprometieron. Casado consiguió el apoyo de varios jefes militares, entre los que destacaba el anarquista Cipriano Mera, jefe del IV Cuerpo de Ejército, y de algunos políticos importantes, como el socialista Julián Besteiro, que también había mantenido contacto con los «quintacolumnistas» de Madrid. Todos ellos criticaban la estrategia de resistencia de Negrín y su «dependencia» de la Unión Soviética y del PCE, que eran los únicos que apoyaban ya la política de resistencia de Negrín.
Probablemente en conexión con la conjura casadista, el 4 de marzo se produjo la sublevación de la base naval de Cartagena encabezada por militares profranquistas alentados por la quinta columna que había desplegado una intensa actividad en la base y en la ciudad. Durante el día 4 y el 5 tienen lugar combates entre los sublevados y los resistentes republicanos. Y en medio de ellos, el almirante Miguel Buiza ordena a la flota republicana que abandone el puerto y la dirige a la base naval de Bizerta en el protectorado francés de Túnez, a pesar de que la sublevación había sido dominada en Cartagena por las fuerzas republicanas el día 7 de marzo.
El 5 de marzo, al día siguiente del inicio de la sublevación de Cartagena, comenzó el golpe de Casado apoderándose sus partidarios de los puntos neurálgicos de Madrid y anunciando a continuación la formación de un Consejo Nacional de Defensa presidido por el general Miaja. El Consejo emitió un manifiesto por radio dirigido a la «España antifascista» en el que se deponía al gobierno de Negrín, pero no hablaba para nada de las negociaciones de paz. Las unidades militares controladas por los comunistas opusieron resistencia en Madrid y sus alrededores pero fueron derrotados (hubo cerca de 2000 muertos) firmando finalmente un acuerdo de «paso de mando del Ejército republicano al Ejército sublevado». Al día siguiente Negrín y su gobierno, junto con los principales dirigentes comunistas, abandonaron España en avión para evitar ser apresados por los «casadistas».
Consumado el golpe de Casado, el general Franco se negó a aceptar un nuevo «abrazo de Vergara», como Mola también lo había rechazado en el primer día del golpe de 1936, y no concedió a Casado «ninguna de las garantías imploradas casi de rodillas por sus emisarios [que solo se entrevistaron con miembros de baja graduación del Cuartel General], y contestó a británicos y franceses, deseosos de actuar como intermediarios en la rendición de la República para así contener la influencia alemana e italiana sobre el nuevo régimen, que no los necesitaba y que el espíritu de generosidad de los vencedores constituía la mejor garantía para los vencidos».
Franco únicamente aceptaba una «rendición sin condiciones» por lo que solo restaba preparar la evacuación de Casado y el Consejo Nacional de Defensa. Estos embarcaron con sus familias el 29 de marzo en el destructor británico que los trasladó a Marsella (el socialista Julián Besteiro decidió quedarse). Un día antes las tropas «nacionales» hicieron su entrada en Madrid y rápidamente los sublevados en su ofensiva final ocuparon prácticamente sin lucha toda la zona centro-sur que había permanecido bajo la autoridad de la República durante toda la guerra (el 29 de marzo Cuenca, Albacete, Ciudad Real, Jaén, Almería y Murcia; el 30 de marzo Valencia y Alicante, y el 31 de marzo la ciudad de Cartagena). En Alicante desde el día 29 de marzo unas 15 000 personas, entre jefes militares, políticos republicanos, combatientes y población civil que habían huido de Madrid y de otros lugares se apiñaban en el puerto a la espera de embarcar en algún barco británico o francés, pero la mayoría no lo lograron y fueron apresados por las tropas italianas de la División Littorio, al mando del general Gastone Gambara. Muchos de los capturados fueron ejecutados allí mismo.
El 1 de abril de 1939 la radio del bando rebelde (Radio Nacional de España) difundía el último parte de la guerra civil española, que decía lo siguiente:
En la guerra civil española predominaron las acciones terrestres sobre las marítimas, y las marinas de ambos bandos evitaron las grandes acciones de guerra por motivos políticos y estratégicos.estrecho de Gibraltar de 1936, las dos flotas no tuvieron «encuentros decisivos en el mar» y «sus estrategias se movieron en contextos muy conservadores, tendentes sobre todo a la conservación de sus efectivos». El historiador Michael Alpert, en su estudio titulado La guerra civil española en el mar, afirma que las «dos marinas de guerra españolas tuvieron que rehacerse», pero que la «gubernamental no consiguió estar a la altura del momento y, a pesar de contar con la mayoría de las unidades de la flota, desempeñó un papel defensivo durante la mayor parte de la contienda». En cambio «la Marina de los sublevados aprovechó al máximo sus exiguos recursos y la ayuda que recibió del extranjero».
Así, después de los combates por el control delDesde principios del siglo XX, la función primordial de la marina de guerra ya no era destruir los barcos del enemigo, sino bloquear sus rutas marítimas y sus puertos e impedir sus movimientos en la costa. Esto es lo que realizó cada vez con más éxito la marina del bando sublevado, mientras que la marina que permaneció fiel al gobierno abandonó ese objetivo después de las primeras semanas y adoptó una posición defensiva cuyo objetivo era proteger las comunicaciones marítimas propias, mientras los «nacionales» se esforzaban en interferirlas.
Al principio de la Guerra Civil, la marina republicana era muy superior a la que quedó en manos de los sublevados, pues estaba integrada por la práctica totalidad de la Armada española de aquel entonces: el acorazado Jaime I (botado en 1914); los cruceros ligeros Libertad (botado en 1925), Miguel de Cervantes (botado en 1928) y Méndez Núñez (botado en 1923); dieciséis destructores en servicio o a punto de entregar; siete torpederos; doce submarinos (del submarino Isaac Peral (C-1) al submarino C-6 y del submarino B-1 al submarino B-6); un cañonero; cuatro guardacostas y la casi totalidad de la Aeronáutica Naval.
A pesar de contar con una flota tan importante, el problema residió en que a lo largo de la guerra no se consiguieron superar los efectos de la represión que tuvo lugar en el momento del golpe de Estado de julio de 1936 cuando la marinería y los suboficiales se rebelaron para impedir que los barcos se sumaran a la sublevación, ya que la inmensa mayoría de la oficialidad era partidaria del golpe.Juan Negrín sobre la situación de la flota señalaba la ausencia de eficacia y de disciplina. «En general la moral ofensiva de los mandos es pequeña y la moral de combate de las dotaciones es baja». Además, apuntaba la presencia de la quinta columna franquista tanto en la Flota como en la base naval de Cartagena («Moral derrotista. Mucho fascista con entera libertad de acción», se decía). Informes posteriores indicaban que la situación no había mejorado.
En una fecha tan avanzada como mayo de 1938, un informe presentado al presidenteA diferencia de lo que ocurrió con el bando sublevado, que fue apoyado por las armadas italiana y alemana, la República solo recibió de la URSS cuatro lanchas torpederas de clase G-5, además de unos pocos mandos y especialistas en submarinos que, según un informe «reservado y confidencial» presentado al presidente Negrín, eran «considerados —dentro de la Flota— como huéspedes molestos a los que hay soportar con amabilidad. Lo mismo ocurre en la base naval de Cartagena». Por su parte, Francia y Gran Bretaña solo participaron en alguna ocasión puntual para evitar el apresamiento de buques propios por la flota «nacional».
Así pues, por encima de alguna victoria ocasional, como el hundimiento del Baleares a principios de marzo de 1938 en la batalla del cabo de Palos, «la realidad era que la marina republicana se había centrado en el servicio de protección del tráfico mercante, en el mantenimiento de un canal suministrador de pertrechos de guerra y de alimentos». Pero ni siquiera esa función de escolta la desempeñó con pleno éxito, como se señalaba en un informe del servicio secreto republicano (SIM) de enero de 1939 en el que después de afirmar la «notoria inferioridad» de la marina de guerra republicana respecto de la Marina de los «nacionales» se decía:
La flota republicana y la base naval de Cartagena fueron aumentando su importancia estratégica para la causa del bando republicano a media que aumentaban las dificultades para el abastecimiento procedente del exterior por vía terrestre, como consecuencia de los cierres frecuentes de la frontera francesa, por lo que el mantenimiento del «cordón umbilical» marítimo con la Unión Soviética era vital para los republicanos. También cobraron cada vez más importancia a medida que las derrotas republicanas se fueron acumulando y el territorio de la zona republicana se redujo porque, especialmente tras la caída de Cataluña a principios de febrero de 1939, «para los combatientes republicanos la Base y la Flota eran una especie de salvaguarda para el caso de una evacuación organizada o de última hora».
Al principio de la Guerra Civil, la marina del bando sublevado era muy inferior a la marina gubernamental pues solo contaba con el acorazado España (botado en 1913 y que en julio de 1936 se encontraba en dique seco); los cruceros ligeros República, rebautizado como Navarra, (botado en 1920 pero que se encontraba en reparaciones y no entró en servicio hasta muy avanzada la guerra, en agosto de 1938), y el Almirante Cervera (botado en 1928); el destructor Velasco (botado en 1923); cinco torpederos; tres cañoneras y cinco guardacostas. Pero esta inferioridad se vio compensada muy pronto gracias al control de los sublevados del principal astillero de la marina en Ferrol donde estaba prácticamente terminado el crucero pesado Canarias —que entró en servicio en septiembre de 1936— y otro, el Baleares, a punto de ser entregado (entró en servicio en diciembre de 1936), junto con los dos únicos dragaminas de España (el dragaminas Júpiter, que entró en servicio a principios de 1937, y el dragaminas Vulcano, que entró en servicio a finales de ese mismo año).
La inferioridad inicial de los sublevados se vio compensada también con el apoyo con que contaron prácticamente desde el inicio de la guerra de la Armada Italiana, que participó con cruceros auxiliares y submarinos en el bloqueo de los envíos de armamento de la Unión Soviética, y de la alemana. El escándalo producido al hundir un submarino italiano por error un destructor británico, hizo que la Italia Fascista dejara de participar directamente en acciones de guerra navales, cediendo cuatro «submarinos legionarios» a los «nacionales» y vendiéndoles cuatro destructores y dos submarinos.
Por su parte la Alemania nazi envió al Mediterráneo dos submarinos en la llamada Operación Úrsula, hundiendo un U 34 alemán el submarino republicano C3 frente a Málaga. Los alemanes aportaron cruceros, pero estos no intervinieron, salvo en el bombardeo de Almería por el Admiral Scheer el 31 de mayo de 1937, efectuado en represalia por el ataque aéreo que había sufrido el 28 de mayo de 1937 el acorazado de bolsillo Deutschland en Ibiza. Este llamado incidente del Deutschland fue efectuado probablemente por tripulaciones rusas, sin conocimiento por parte del mando republicano. Pero el escándalo internacional que provocó hizo que la República dijese que era un error y que se trataba de aviones republicanos que creían atacar al crucero pesado Canarias. El bombardeo de Almería, que se había producido abiertamente (exhibiendo el pabellón alemán), llegó a ser considerado como un posible motivo para que la República declarara la guerra a Alemania (posición defendida por el coronel Rojo e Indalecio Prieto, en búsqueda de la generalización del conflicto a toda Europa), pero finalmente se impuso la postura contraria de Negrín y Azaña.
Un informe del servicio secreto republicano (SIM) de enero de 1939 señalaba la desventaja de la marina republicana respecto de la «marina de guerra facciosa», que contaba con «un total de cerca de 100 unidades —contando entre ellas un gran número de cruceros auxiliares perfectamente artillados—».
La principal novedad en el campo de la guerra aérea de la contienda española de 1936 a 1939 fue que «por primera vez en la historia la aviación fue utilizada intensamente en misiones de bombardeo sobre la retaguardia».bando sublevado los Savoia-Marchetti S.M.81 y los Savoia-Marchetti S.M.79 de la Aviación Legionaria de la Italia fascista y los Junkers Ju 52 y Heinkel He 111 de la Legión Cóndor de la Alemania nazi; el bando republicano los Katiuskas de la Unión Soviética.
Así «a partir de la guerra civil española las víctimas podían estar a centenares de kilómetros de los lugares del enfrentamiento bélico y ser sencillamente población civil indefensa». Dado que la aviación militar española en julio de 1936 estaba obsoleta esto solo fue posible porque ambos bandos recibieron ayuda de potencias extranjeras que aportaron sus modernos bombarderos: elEl bando sublevado utilizó en repetidas ocasiones el «bombardeo de terror», como lo llaman Solé i Sabaté y Villarroya, cuyo único objetivo era la población civil para desmoralizarla y empujarla a la rendición. Esta estrategia la inició en Madrid cuando en noviembre de 1936 fracasó el ataque frontal contra la ciudad y la continuó con el bombardeo de Durango, el bombardeo de Guernica, el bombardeo de Lérida, los bombardeos aéreos de Barcelona en enero de 1938, los bombardeos aéreos de Barcelona en marzo de 1938, el bombardeo del mercado central de Alicante, el bombardeo de Granollers y los bombardeos sobre diversas poblaciones catalanas en los meses finales de la guerra, especialmente los de Figueras, y cuyas víctimas principales fueron mujeres y niños en un momento en que el ejército republicano ya no existía en Cataluña. El único posible caso de «bombardeo de terror» por parte del bando republicano fue el de Cabra en noviembre de 1938, pero todo parece indicar que se trató de un terrible error cometido por los pilotos que confundieron el mercadillo de la ciudad con un campamento de tiendas de campaña de una unidad italiana que, según la orden que habían recibido, había que buscar y destruir.
Así en cuanto a las ciudades más devastadas por los bombardeos la lista la encabezan las tres principales ciudades republicanas, Barcelona, Madrid y Valencia, seguidas por Tarragona, Reus, Lérida, Badalona, Granollers, Gerona, San Feliu de Guíxols, Palamós, Figueras, Colera, Portbou y Perelló en Cataluña; Alicante, Sagunto, Gandía, Denia y Cartagena en la costa de Valencia y Murcia; y en Vizcaya Durango y Guernica, esta última convertida en el símbolo de las atrocidades de los bombardeos del bando sublevado, y que tuvo un enorme impacto a nivel internacional. En cuanto al número de víctimas también existe una enorme diferencia entre las causadas por los bombardeos republicanos, unas 1100, y las causadas por los bombardeos del bando franquista, alrededor de 9000 (Barcelona 2500 muertos; Madrid, 2000; Valencia, cerca de 1000; Alicante cerca de 500; Durango, Guernica, Lérida, Tarragona, Granollers, Figueras y Cartagena más de doscientos muertos cada una; Bilbao, Reus, Badalona y Alcañiz cerca de 200; Játiva más de 100 muertos; y pequeños pueblos cuyos muertos fueron inferiores a este número).
Así fue como «la aviación se convirtió en un arma decisiva y la actuación de la aviación italiana y alemana fue determinante en la victoria del ejército franquista».
Otros hitos de la guerra aérea durante la guerra civil española son que durante la misma probablemente se efectuó el primer puente aéreo de la historia; que en los aviones de caza empezó a primar el techo y la velocidad lo que supuso el fin de los biplanos y además se demostró su importancia para el dominio del aire y evitar así los bombardeos enemigos (incluso por la noche); que se realizaron ataques aéreos a unidades navales, en puerto y en el mar; que se emplearon aviones de bombardeo en picado para lanzar víveres y mensajes de ánimo a posiciones sitiadas, como el Alcázar de Toledo o el Santuario de Santa María de la Cabeza, y para los «bombardeos ideológicos», mediante el lanzamiento de octavillas y soflamas a las ciudades que estaban en la retaguardia, como el «bombardeo del pan» sobre Alicante.
Tras la etapa de cierta provisionalidad que representó la Junta de Defensa Nacional formada tras la muerte en accidente de aviación del general Sanjurjo, quien debía encabezar el Directorio militar que gobernaría el país tras derribar al gobierno del Frente Popular, los generales y jefes sublevados decidieron nombrar un mando único militar y político. Desde el 1 de octubre de 1936 el general Franco fue el generalísimo de las fuerzas sublevadas y el jefe del Gobierno del Estado. Después del fracaso de la toma de Madrid (entre noviembre de 1936 y marzo de 1937) y con la perspectiva de que la guerra iba a ser larga, el generalísmo Franco, con la ayuda de su cuñado, Ramón Serrano Suñer, comenzó a configurar la organización política del «Nuevo Estado». El primer paso fue el Decreto de Unificación de abril de 1937, por el que todas las fuerzas políticas que apoyaban el «alzamiento nacional», y singularmente los falangistas y los carlistas, que eran quienes con sus milicias más habían contribuido a la guerra, fueran integradas bajo un único partido, denominado Falange Española Tradicionalista y de las JONS. El paso siguiente fue la organización del «Nuevo Estado» que fue la tarea encomendada por el generalísimo a su primer gobierno, nombrado el 30 de enero de 1938 (y que sustituyó a la Junta Técnica del Estado).
La construcción del «Nuevo Estado» fue acompañada de la destrucción de todo lo que tuviera que ver con la República. Así en la zona sublevada, al contrario de lo que estaba sucediendo en la otra zona (en la que se había desencadenado la Revolución), se procedió a una «contrarrevolución», llevándose a cabo «una sistemática represión de las personas, las organizaciones y las instituciones que en alguna forma, real o, incluso, imaginaria, pudieran entenderse ligadas a esa República revolucionaria, o en manos de revolucionarios, a la que se decía combatir».
La muerte el 20 de julio del general Sanjurjo, exiliado en Estoril, a causa del accidente que tuvo nada más despegar el avión en el que tenía que dirigirse desde Lisboa hacia Pamplona para ponerse al frente de la sublevación, dejó a los generales sublevados sin el jefe que iba a encabezar el levantamiento. Para suplir en parte la carencia de un mando único los generales y jefes sublevados constituyeron en Burgos el 24 de julio una Junta de Defensa Nacional presidida por el general de más graduación y más antiguo, Miguel Cabanellas. Su Decreto número 1 establecía que asumía «todos los poderes del Estado» y en sucesivos decretos extendió el estado de guerra que los sublevados habían proclamado en cada sitio a toda España (lo que sirvió de base para someter a consejos de guerra sumarísimos a todos los que se opusieran a la rebelión militar), ilegalizó los partidos y sindicatos del Frente Popular y prohibió todas las actuaciones políticas y sindicales obreras y patronales «mientras duren las actuales circunstancias» (Decreto del 25 de septiembre).
Pero lo más urgente era lograr la unidad de mando militar.Junta de Defensa Nacional, con el añadido de los generales Orgaz, Gil Yuste y Kindelán. Allí los reunidos discutieron sobre la necesidad del mando único de las fuerzas sublevadas y nombraron para el cargo al general Franco pues era quien mandaba el ejército que estaba a punto de conseguir la entrada en Madrid (el Ejército de África estaba cerca de Maqueda a solo 100 kilómetros de la capital) y el que había obtenido la ayuda de la Alemania nazi y de la Italia fascista, y que venía tratando con ellos. Pero una vez decidido el mando único en el terreno militar aún quedaba por dilucidar el mando político.
Así el 21 de septiembre de 1936 tuvo lugar en una finca de los alrededores de Salamanca la primera reunión a la que asistieron los generales de laEntonces el general Franco realizó una «jugada maestra»: ordenar que las columnas que avanzaban hacia Madrid se desviaran hacia Toledo para liberar el Alcázar y así levantar el cerco de dos meses al que llevaban sometidos un millar de guardias civiles y falangistas además de algunos cadetes de la Academia de Infantería al mando de su director, el coronel Moscardó, y que tenían retenidos «como rehenes a mujeres y niños de conocidos militantes de izquierda». «La toma del Alcázar agrandó la leyenda del general Franco. La famosa frase de Moscardó sin novedad en el Alcázar, repetida ante Franco y numerosos periodistas dos días después de su liberación, fue adecuadamente propagada. Franco era el salvador de los héroes sitiados, el símbolo de un ejército dispuesto a ganar la guerra a cualquier precio».
El 28 de septiembre de 1936, el mismo día en que el Alcázar de Toledo fue liberado, se celebró la segunda reunión de los generales en Salamanca para decidir quién ostentaría el mando político. El elegido fue el general Franco al que sus compañeros de sublevación nombraban no solo «Generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire», sino también «Jefe del Gobierno del Estado español, mientras dure la guerra». Pero cuando fue publicado al día siguiente el decreto n.º 138 de la Junta de Defensa Nacional con su nombramiento se había introducido un importante cambio en el texto: se había suprimido la coletilla «mientras dure la guerra», y al nombramiento del general Franco como «Jefe del Gobierno del Estado Español» se le añadía «quien asumirá todos los poderes del nuevo Estado». Este decreto de 29 de septiembre de 1936 sería el fundamento de la legitimidad del poder del «Generalísimo» durante los siguientes 39 años.
El 1 de octubre de 1936, en el salón del trono de la Capitanía General de Burgos, Francisco Franco tomaba posesión de su nuevo cargo, como Generalísimo del ejército sublevado y Jefe del Gobierno del Estado.
Un día antes el obispo de Salamanca Enrique Pla y Deniel había hecho pública una pastoral en la que presentaba la guerra como «una cruzada por la religión, la patria y la civilización», dando una nueva legitimidad a la causa de los sublevados: la religiosa. Así el generalísmo, no era solo el «jefe y salvador de la Patria», sino también el «caudillo» de una nueva «cruzada» en defensa de la fe católica y del orden social.
La primera ley que promulgó el generalísimo Franco fue la que creaba la Junta Técnica del Estado (en sustitución de la Junta de Defensa Nacional), presidida por el general Dávila (que en el verano de 1937 sería sustituido por el general monárquico Francisco Gómez-Jordana, mucho más eficiente que su antecesor) y que contaba con una Secretaría General del Jefe del Estado, cargo que desempeñó Nicolás Franco, el hermano mayor del generalísmo. Su ocupación fue «rectificar toda la legislación republicana volviendo las cosas a su punto anterior».
La sede de la Junta Técnica del Estado se estableció en Burgos aunque la capital política de la España nacional era Salamanca donde residía el poder militar, pues allí se encontraba el Cuartel General de Franco.
El siguiente paso en el afianzamiento del poder del nuevo «caudillo» se produjo cuando tras el fracaso de la toma de Madrid (entre noviembre de 1936 y marzo de 1937) se planteó la necesidad de crear un «partido único», siguiendo el modelo de la Dictadura de Primo de Rivera, a partir de la fusión de los carlistas y falangistas.
Desde el Cuartel General del Generalísimo el nuevo asesor de Franco Ramón Serrano Súñer (cuñado del «caudillo» y antiguo diputado de la CEDA que había llegado a Salamanca evadido de la «zona roja») propició un acercamiento entre la Comunión Tradicionalista y Falange Española y de las JONS con vistas a su fusión, pero las diferencias ideológicas y políticas que les separaban eran casi insalvables (pues eran las que separaban el tradicionalismo del fascismo), y además había otro obstáculo que era innegociable: que al frente del «partido único» se situara el propio general Franco. Es decir, que ambas partes tenían que aceptar que la nueva formación política quedaría supeditada al poder personal del «Generalísmo», vértice del poder militar y político. Para apoyar esta idea se difundió desde el Cuartel General de Salamanca el lema Una patria, un Estado, un caudillo, copia del lema nazi Ein Volk, ein Reich, ein Führer ('un pueblo, un Estado, un caudillo').
Se produjeron contactos entre falangistas y carlistas pero no fructificaron y todo el proceso no dejó de crear tensiones en el seno de ambos partidos que se tradujeron en el caso de los falangistas en los «sucesos de Salamanca» de abril de 1937, durante los cuales varios falangistas murieron en los enfrentamientos entre los partidarios de la fusión y de la supeditación al poder militar (encabezados por Sancho Dávila y Agustín Aznar) y los contrarios a ella (encabezados por Manuel Hedilla).
Finalmente, el Cuartel General de Franco decidió actuar, y el mismo día en que los falangistas contrarios a la fusión celebraron un Consejo Nacional en el que eligieron a Manuel Hedilla como «jefe nacional», el domingo 18 de abril,Decreto de Unificación de Falange y la Comunión Tradicionalista, que pasaban a estar ahora bajo su jefatura directa como «jefe nacional» del mismo.
el propio general Franco anunció que se iba a promulgar al día siguiente unFranco una semana después mandó detener a Manuel Hedilla (junto con otros falangistas disidentes) cuando se negó a integrarse en la Junta Política del nuevo partido como simple vocal y además comunicó a sus jefes provinciales que obedecieran únicamente sus propias órdenes.Pilar Primo de Rivera (líder del sector «puro» de Falange), de Serrano Suñer y del embajador alemán e indultó a Hedilla, aunque este pasó cuatro años en la cárcel y cuando salió de ella quedó apartado de la vida política.
«Para que no quedara duda sobre la ubicación del poder en lo que ya comenzaba a llamarse Nuevo Estado, Hedilla fue juzgado y condenado a muerte por su manifiesta actuación de indisciplina y de subversión frente al Mando y el Poder únicos e indiscutibles de la España nacional. A todos debía quedar claro que la unidad de mando militar sería en el futuro unidad de mando político». Pero Franco siguió los consejos de la hermana del «Ausente»En los estatutos del «partido único», publicados el 4 de agosto, se estableció que el «caudillo» solo sería «responsable ante Dios y ante la Historia», y ante nadie más.
Dos meses antes, el 3 de junio, en plena Campaña del Norte el general Mola, el «director» de la conspiración militar que había dado el golpe de Estado de julio de 1936 con el que comenzó la Guerra Civil, moría cuando el avión en el que viajaba se estrelló en una colina del pueblo de Alcocero, cerca de Burgos. Mola solía emplear el avión con frecuencia en sus desplazamientos y no existen pruebas de que hubiera sabotaje, aunque la muerte favorecía claramente a Franco al eliminar al «director» como rival. El embajador alemán escribió poco después: «Sin duda Franco se siente aliviado por la muerte del general Mola».
En octubre de 1937 fueron nombrados por el «Generalísmo» Franco los 50 miembros del Consejo Nacional de FET y de las JONS, pero no pasó de ser un órgano meramente consultivo. Lo mismo se podía decir de la FET y de las JONS, cuya única actividad quedaba reducida en la práctica a efectuar propaganda. Sin embargo, los dirigentes de Falange ocuparon muchos de los puestos más importantes en la administración del «Nuevo Estado» y en el partido.
En enero de 1938, mientras tenía lugar la batalla de Teruel, se da el primer paso para la configuración definitiva del «Nuevo Estado» con la promulgación por el «Generalísmo» de la Ley de la Administración Central del Estado por la que se creaba una estructura administrativa que adoptaba la forma ministerial, y con el nombramiento el 30 de enero de su primer gobierno en el que el propio Franco asume la Presidencia, mientras que Francisco Gómez-Jordana (hasta entonces presidente de la Junta Técnica del Estado) era el Vicepresidente y Ministro de Asuntos Exteriores. Sin embargo, el personaje más destacado del gabinete era Ramón Serrano Súñer, ministro de Gobernación y el cuñadísimo de Franco. En este gobierno se prefiguró ya la amalgama ideológica que sería siempre en el futuro el franquismo: «su conservadurismo tradicional, y su derechismo reaccionario».
Será este gobierno el que inicie el proceso de institucionalización del «Nuevo Estado», con la promulgación del «Fuero del Trabajo», basado en la Carta del lavoro del fascismo italiano, y que constituyó la primera de las siete Leyes Fundamentales de la Dictadura Franquista que funcionaron a modo de «constitución» del nuevo régimen; la derogación del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932 y la promulgación de una serie de órdenes y decretos que prohibían el uso del catalán en los documentos públicos y en la conversación privada; la Ley de Prensa que sometía a los periódicos a la censura previa y atribuía al gobierno el nombramiento de los directores de periódicos; la reintroducción de la pena de muerte que había abolido la República; la aprobación de una Ley de Enseñanza Media que garantizaba a la Iglesia católica una absoluta autonomía en la educación secundaria.
Según Julián Casanova el fascismo y el catolicismo fueron las dos ideologías sobre cuya amalgama se construyó el «Nuevo Estado». El proceso de fascistización era evidente por la exaltación del líder, el «Caudillo», como el Führer o el Duce; el saludo brazo en alto establecido como «saludo nacional»; los uniformes y la simbología falangista; etc. Y al mismo tiempo proliferaban los ritos y manifestaciones religiosas católicas como las procesiones, las misas de campaña o las ceremonias político-religiosas que imitaban supuestas formas medievales.
El 19 de abril de 1939, diecinueve días después del «último parte» en el que Franco declaraba «la guerra ha terminado», se celebró en Madrid el desfile de la Victoria presidido por el «caudillo». Antes de empezar la parada militar el general Varela le impuso «en nombre de la Patria» a Franco la Gran Cruz Laureada de San Fernando, «que tanto había ambicionado desde sus campañas africanas y que tuvo que acabar autootorgándosela» en un decreto firmado por él mismo y que fue leído por el general conde de Jordana al inicio del acto. Al día siguiente el diario ABC de Madrid titulaba su crónica: «España, en el gran desfile militar ante el Caudillo, muestra al mundo el poderío de las armas forjadoras del nuevo Estado». Un mes después el general Franco ofrendaba su espada de caudillo victorioso a Dios en una ceremonia celebrada el 20 de mayo en la iglesia madrileña de Santa Bárbara y presidida por el cardenal primado de Toledo Isidro Gomá.
En la tarde del viernes 17 de julio se conocía en Madrid que en el Protectorado de Marruecos se había iniciado una sublevación militar. Al día siguiente la sublevación se extendió a la península y las organizaciones obreras (CNT y UGT) reclamaron «armas para el pueblo» para acabar con ella, a lo que el gobierno de Santiago Casares Quiroga se negó.
Por la noche de ese sábado 18 de julio Casares Quiroga presentó su dimisión al presidente de la República Manuel Azaña y este encargó a Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes y líder de Unión Republicana, que formara un gobierno que consiguiera «detener la rebelión» sin recurrir al apoyo armado de las organizaciones obreras. Martínez Barrio incluyó en su gabinete a políticos moderados y dispuestos a llegar a algún tipo de acuerdo con los militares sublevados y en la madrugada del sábado 18 al domingo 19 de julio, habló por teléfono con el general Emilio Mola, «El Director» de la sublevación, pero este se negó rotundamente a cualquier tipo de transacción. Así el «gobierno de conciliación» de Martínez Barrio dimitió y Azaña nombró el mismo domingo 19 de julio nuevo presidente del gobierno a un hombre de su partido José Giral, que formó un gobierno únicamente integrado por republicanos de izquierda, aunque con el apoyo explícito de los socialistas, que tomó la decisión de entregar armas a las organizaciones obreras, algo a lo que también se había negado Martínez Barrio porque, al igual que Casares Quiroga, consideraba que ese hecho traspasaba el umbral de la defensa constitucional y «legal» de la República.
A causa de esta decisión de «entregar armas al pueblo» el Estado republicano perdió el monopolio de la coerción, por lo que no pudo impedir que se iniciara una revolución social, ya que las organizaciones obreras no salieron a la calle «exactamente para defender la República... sino para hacer la revolución. (...) Un golpe de estado contrarrevolucionario, que intentaba frenar la revolución, acabó finalmente desencadenándola».
La entrega de armas a los partidos y organizaciones obreras hizo que estas constituyeran rápidamente «milicias armadas para hacer frente a la rebelión en el terreno militar y para proceder a una profunda revolución social (desentendiéndose de las autoridades republicanas, a las que no derribaron): incautaron y colectivizaron explotaciones agrarias y empresas industriales y mercantiles para asegurar la continuidad de la producción y distribución de bienes, y se hicieron cargo del mantenimiento de las principales funciones competencia del Estado. La producción, el abastecimiento de la población, la vigilancia, la represión, las comunicaciones y el transporte, la sanidad, quedaron en manos de comités sindicales, que en no pocas localidades suprimieron la moneda para sustituirla por vales. Ante el hundimiento de los mecanismos del poder público [«un gobierno que reparte armas es un gobierno que se ha quedado sin instrumentos para garantizar el orden público e imponer su autoridad»], surgió en el verano de 1936 un nuevo poder obrero, que era a la vez militar, político, social, económico». «En el País Vasco, sin embargo, donde el PNV había rechazado la coalición con la CEDA en las elecciones de febrero de 1936 y apoyado a la izquierda en la tramitación del Estatuto de Autonomía, finalmente aprobado el 1 de octubre de 1936, no hubo revolución social y un partido católico y nacionalista se mantuvo hasta junio de 1937 al frente de un gobierno autónomo con poder sobre poco más que el territorio de Vizcaya».
Los comités que surgieron por todas partes eran autónomos y no reconocían límites a sus actuaciones,Comité Central de Milicias Antifascistas, pero el gobierno de la Generalidad no fue destituido y continuó en su puesto. En Valencia apareció el Comité Ejecutivo Popular. En Málaga y Lérida surgieron sendos Comités de Salud Pública. En Cantabria, Gijón y Jaén, comités provinciales del Frente Popular (Comité de Guerra de Gijón, Comité Popular de Sama de Langreo, etc). En Vizcaya, una Junta de Defensa. En Madrid se constituyó un Comité Nacional del Frente Popular, que organizaba milicias y la vida de la ciudad, pero junto a él seguía existiendo el gobierno de José Giral formado solo por republicanos de izquierda.
pero la paradoja fue que al mismo tiempo la revolución no acabó con el Estado republicano, sino que simplemente lo ignoró y lo redujo a la inoperancia. En Cataluña se constituyó elPero el gobierno Giral, a pesar de que el poder real no estaba en sus manos, no dejó de actuar, especialmente en el plano internacional. Fue este gobierno el que pidió la venta de armas al gobierno del Frente Popular de Francia, y al no conseguirla, luego a la Unión Soviética, para lo cual dispuso de las reservas del oro del Banco de España. En el plano interior destituyó a los funcionarios sospechosos de apoyar la sublevación y dictó las primeras medidas para intentar controlar las «ejecuciones» indiscriminadas, arbitrarias y extrajudiciales de «fascistas» que llevaban a cabo decenas de «tribunales revolucionarios», también conocidos como «checas», montadas por las organizaciones y partidos obreros que habían impuesto el «terror rojo» en Madrid y en otros lugares. Así el gobierno Giral creó los tribunales especiales «para juzgar los delitos de rebelión y sedición y los cometidos contra la seguridad del Estado». Sin embargo estos «tribunales populares» no acabaron con las actividades de las «checas» que siguieron asesinando «fascistas» mediante los «paseos» (detenciones ilegales que acababan con el asesinato del detenido y cuyo cadáver eran arrojado en una cuneta o junto a la tapia de un cementerio) o las «sacas» (excarcelaciones de presos que supuestamente iban a ser puestos en libertad pero que en realidad eran llevados al paredón).
Cuando el 3 de septiembre de 1936 el Ejército de África sublevado tomó Talavera de la Reina (ya en la provincia de Toledo, después de haber ocupado Extremadura), y además también caía Irún en manos de los sublevados (con lo que el norte quedaba aislado del resto de la zona republicana), José Giral presentó la dimisión al presidente de la República Manuel Azaña.
Tras la dimisión de Giral, el presidente de la República Manuel Azaña encargó la formación de un «gobierno de coalición» a Francisco Largo Caballero, el líder socialista de UGT, una de las dos centrales sindicales que estaban protagonizando la revolución. Largo Caballero, que además de la presidencia asumió el ministerio clave de Guerra, entendió este gobierno como una gran «alianza antifascista», y así dio entrada en el gabinete al mayor número posible de representaciones de los partidos y sindicatos que luchaban contra la rebelión «fascista» (como llamaban las organizaciones obreras a la sublevación militar de julio). Pero el gobierno no se completó realmente hasta dos meses después, cuando el 4 de noviembre (en el momento en que las tropas sublevadas ya estaban a las afueras de Madrid) se integraron en él cuatro ministros de la CNT, entre ellos la primera mujer que fue ministra en España, Federica Montseny.
El nuevo gobierno de Largo Caballero, autoproclamado «gobierno de la victoria», enseguida concluyó que había que dar prioridad a la guerra, y de ahí el programa político que puso en marcha inmediatamente, cuya principal medida fue la creación de un nuevo ejército y la unificación de la dirección de la guerra (que incluía la incorporación de las milicias a las Brigadas Mixtas y la creación del cuerpo de comisarios). Así pues, los dirigentes sindicales de UGT y CNT al aceptar e impulsar este programa «estuvieron de acuerdo en que la implantación del comunismo libertario, a que aspiraba la CNT, o de la sociedad socialista, que pretendía la UGT, debía esperar al triunfo militar».
Pero todas estas medidas no consiguieron paralizar el avance hacia Madrid del Ejército de África y el 6 de noviembre ya estaba a punto de entrar en la capital. Ese día el gobierno decidió abandonar Madrid y trasladarse a Valencia, encomendando la defensa de la ciudad al general Miaja que debería formar una Junta de Defensa de Madrid. «Una salida precipitada, mantenida en sigilo, sobre la que no se dio explicación pública alguna». «Quienes se quedaron en Madrid no pudieron interpretar estos hechos sino como una vergonzosa huida... sobre todo porque los madrileños fueron capaces de organizar su defensa. Madrid resistió el primer embate y rechazó los siguientes, deteniendo así el avance del ejército rebelde».
El segundo gran objetivo del gobierno de Largo Caballero fue restablecer la autoridad del gobierno y de los poderes del Estado.CNT y del POUM por lo que el Comité de Milicias Antifascistas quedó disuelto, organizó su propio ejército y el 24 de octubre aprobó el decreto de colectividades, cuestiones ambas que excedían el ámbito de sus competencias. En cuanto al País Vasco, el 1 de octubre las Cortes aprobaban el Estatuto de Autonomía de Euskadi y el nacionalista vasco José Antonio Aguirre fue investido «lehendakari» del gobierno vasco, entre cuyos miembros no incluyó a ningún representante de la CNT (en el País Vasco no había habido revolución social ni apenas violencia anticlerical y las iglesias continuaron abiertas). Aguirre construyó un Estado «cuasi soberano» sobre el territorio vasco que todavía no había sido ocupado por el bando sublevado y que prácticamente se reducía a Vizcaya. Además de una policía vasca, la Ertzaina, creó un ejército propio y no aceptó el mando del general que envió el gobierno de Madrid para ponerse al frente del Ejército del Norte. En cuanto al Consejo de Aragón, dominado por los anarquistas, el gobierno de Largo Caballero no tuvo más remedio que legalizarlo.
Pero no se resolvieron las tensiones con los gobiernos de las «regiones autónomas» de Cataluña y el País Vasco, ni con los consejos regionales que habían surgido en otros sitios. En Cataluña, el gobierno de la Generalidad, que el 26 de septiembre incorporó a varios consejeros de laEn la primavera de 1937, tras la decisión de Franco de poner fin por el momento a la toma de Madrid después de la victoria republicana en la batalla de Guadalajara, se abría la perspectiva de una guerra larga y pronto estalló la crisis entre las fuerzas políticas que apoyaban a la República. El conflicto fundamental fue el que enfrentó a los anarquistas de la CNT, que defendían la compatibilidad de la revolución con la guerra, y a los comunistas del Partido Comunista de España (PCE) y del PSUC en Cataluña, que entendían que la mejor forma de frenar la sublevación militar era restablecer el Estado republicano y aglutinar a todas las fuerzas de la izquierda política, incluidos los partidos de la pequeña y mediana burguesía, por lo que debía paralizarse la revolución social y dar prioridad a la guerra. Sin embargo, Santos Juliá afirma, en contra de la opinión de otros historiadores, que en la primavera de 1937 entre las fuerzas que apoyaban al gobierno de Largo Caballero «la divisora no corría entre guerra y revolución sino entre partidos y sindicatos» porque la prioridad dada a la guerra ya se había decidido el 4 de septiembre cuando se formó el gobierno de Largo Caballero, al que dos meses después se sumaron los cuatro ministros anarquistas.
La crisis estalló por los enfrentamientos iniciados en Barcelona el lunes 3 de mayo de 1937 cuando un destacamento de la Guardia de Asalto por orden de la Generalidad intentó recuperar el control sobre el edificio de la Telefónica en la plaza de Cataluña, en poder de la CNT desde las jornadas «gloriosas» de julio de 1936. Varios grupos anarquistas respondieron con las armas y el POUM se sumó a la lucha. En el otro bando, la Generalidad y los comunistas y socialistas unificados en Cataluña bajo un mismo partido (el PSUC) hicieron frente a la rebelión, que ellos mismos habían provocado, y la lucha se prolongó varios días. El viernes 7 de mayo la situación pudo ser controlada por las fuerzas de orden público enviadas por el gobierno de Largo Caballero desde Valencia, ayudadas por militantes del PSUC, aunque la Generalidad pagó el precio de que le fueron retiradas sus competencias sobre orden público. El enfrentamiento en las calles de Barcelona fue relatado por el británico George Orwell en su Homenaje a Cataluña.
Los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona tuvieron una repercusión inmediata en el gobierno de Largo Caballero. La crisis la provocaron el día 13 de mayo los dos ministros comunistas que amenazaron con dimitir si Largo Caballero no dejaba el Ministerio de la Guerra (el PCE especialmente desde la caída de Málaga el 8 de febrero le hacía responsable de las continuas derrotas republicanas), y que disolviera el POUM. En este ataque a Largo Caballero contaban con el apoyo de la fracción socialista de Indalecio Prieto, que controlaba la dirección del PSOE, que como los comunistas querían eliminar del gobierno a las organizaciones sindicales, UGT y CNT, y reconstruir el Frente Popular. Largo Caballero se negó a aceptar las dos condiciones de los comunistas y al no encontrar los apoyos suficientes para su gobierno dimitió el 17 de mayo. El presidente Manuel Azaña, que también estaba en desacuerdo con la presencia de las dos centrales sindicales en el gobierno, nombró a un socialista «prietista», Juan Negrín, nuevo jefe de gobierno. Al día siguiente el órgano de la CNT Solidaridad Obrera declaraba en su editorial: «Se ha constituido un gobierno contrarrevolucionario».
El nuevo gobierno que formó el socialista Juan Negrín en mayo de 1937 respondió al modelo de las coaliciones de Frente Popular: tres ministros socialistas ocupando las posiciones fundamentales (el propio Negrín, que mantuvo la cartera de Hacienda que ya había ostentado en el gobierno de Largo Caballero, Indalecio Prieto, sobre el que recayó toda la responsabilidad en la conducción de la guerra, al ser nombrado al frente del nuevo Ministerio de Defensa, y Julián Zugazagoitia en Gobernación), dos republicanos de izquierda, dos comunistas, uno del PNV y otro de Esquerra Republicana de Catalunya. Según Santos Juliá, detrás de este gobierno estaba Manuel Azaña, que pretendía «un gobierno capaz de defenderse en el interior y de no perder la guerra en el exterior. (...) Con Prieto a cargo de un Ministerio de Defensa unificado, sería posible defenderse; con Negrín en la presidencia, se podían abrigar esperanzas de no perder la guerra en el exterior».
La política del nuevo gobierno tuvo cinco ejes fundamentales, algunos ya iniciados por Largo Caballero: la culminación de la formación del Ejército Popular y el desarrollo de la industria de guerra (lo que llevó al gobierno a trasladarse de Valencia a Barcelona en noviembre de 1937 para, entre otras razones, «poner en pleno rendimiento la industria de guerra» catalana); la continuación de la recuperación por el gobierno central de todos los poderes, con la justificación de que la dirección de la guerra así lo reclamaba (fue disuelto el Consejo de Aragón, último baluarte de la CNT; el traslado del gobierno de Valencia a Barcelona para «asentar definitivamente la autoridad del gobierno en Cataluña» relegó al gobierno de la Generalidad de Lluís Companys a un papel secundario). mantenimiento del orden público y la seguridad jurídica (con Zugazagoitia en Gobernación e Irujo en Justicia, se redujeron las ejecuciones «extrajudiciales» y las actividades de las «checas», pero en la «desaparición» del líder del POUM el gobierno dejó hacer a los comunistas y a los agentes soviéticos del NKVD); se dieron garantías a la pequeña y mediana propiedad; se intentó cambiar la política de «no-intervención» de Gran Bretaña y Francia por la de mediación en el conflicto, para que presionaran a Alemania e Italia y cesaran en su apoyo a los sublevados, con el objetivo final de alcanzar una «paz negociada», pero no se consiguió nada. El gran derrotado de esta línea política fue el sindicalismo, tanto el de la UGT y como el de la CNT. Por el contrario, los que resultaron más reforzados fueron los comunistas, de ahí la acusación lanzada contra Negrín de ser un «criptocomunista».
Las derrotas de la República en la batalla de Teruel y en la ofensiva de Aragón provocaron la crisis de marzo de 1938. Azaña y Prieto consideraron que lo que había sucedido mostraba que el ejército republicano nunca podría ganar la guerra y que había que negociar una rendición con apoyo franco-británico. Frente a ellos Negrín y los comunistas eran firmes partidarios de continuar resistiendo. La crisis se abrió al intentar Negrín que Prieto cambiara de ministerio (habiendo declarado su convicción de que la guerra estaba perdida, Prieto era el peor de los ministros de Defensa posible), pero Azaña respaldó a Prieto, así como el resto de los republicanos de izquierda y los nacionalistas de Esquerra y del PNV. Sin embargo, estos no consiguieron articular ninguna alternativa a Negrín, y este acabó saliendo reforzado de la crisis, con la consiguiente salida de Prieto del gobierno.
Negrín recompuso el gobierno el 6 de abril y asumió personalmente el Ministerio de Defensa e incorporó al gabinete a los dos sindicatos, UGT y CNT. Además José Giral fue sustituido en el ministerio de Estado por el socialista Julio Álvarez del Vayo. Las posiciones del nuevo gobierno con vistas a unas posibles negociaciones de paz quedaron fijadas en su Declaración de los 13 puntos, hecha pública en la significativa fecha del 1º de mayo. En ella, «el gobierno anunciaba que sus fines de guerra consistían en asegurar la independencia de España y establecer una República democrática cuya estructuración jurídica y social sería aprobada en referéndum; afirmaba su respeto a la propiedad legítimamente adquirida, la necesidad de una reforma agraria y de una legislación social avanzada, y anunciaba una amplia amnistía para todos los españoles que quieran cooperar a la inmensa labor de reconstrucción y engrandecimiento de España. En su intento de aparecer ante las potencias extranjeras con la situación interior controlada, Negrín inició gestiones infructuosas con el Vaticano para restablecer relaciones diplomáticas y abrir las iglesias al culto».
Negrín era consciente de que la supervivencia de la República no solo dependía del fortalecimiento del Ejército Popular y de que se mantuviera la voluntad de resistencia de la población civil en la retaguardia, sino también de que Francia y Gran Bretaña pusieran fin a la política de «no intervención» o de que al menos presionaran a las potencias fascistas para que estas a su vez convencieran al «Generalísimo» Franco para que aceptara un final negociado. Negrín pensaba que su política era la única posible. Como dijo en privado «no se puede hacer otra cosa». Así pues, su idea era resistir para negociar un armisticio que evitara el «reinado de terror y de venganzas sangrientas» (las represalias y fusilamientos por parte de los vencedores sobre los vencidos) que Negrín sabía que Franco iba a imponer, como efectivamente acabó sucediendo.
Además Negrín, el general Vicente Rojo Lluch, jefe del Estado Mayor, y los comunistas, creían posible que el ejército republicano aún era capaz de una última ofensiva, que se inició el 24 de julio de 1938, dando comienzo así a la batalla del Ebro, la más larga y decisiva de la Guerra Civil. Pero después de tres meses de duros combates, se produjo una nueva derrota del ejército republicano que tuvo que volver a sus posiciones iniciales, «con decenas de miles de bajas y una pérdida considerable de material de guerra que ya no podría utilizarse para defender Cataluña frente a la decisiva ofensiva franquista».
Poco antes de que finalizara la batalla del Ebro se produjo otro hecho que también fue determinante para la derrota de la República, esta vez procedente del exterior. El 29 de septiembre de 1938 se firmaba el acuerdo de Múnich entre Gran Bretaña y Francia, por un lado, y Alemania e Italia, por otro, que cerraba toda posibilidad de intervención de las potencias democráticas a favor de la República. De las misma forma que ese acuerdo supuso la entrega de Checoslovaquia a Hitler, también supuso abandonar a la República Española a los aliados de nazis y fascistas. De nada sirvió que en un último intento desesperado de obtener la mediación extranjera Negrín anunciara ante la Sociedad de Naciones el 21 de septiembre, una semana antes de que se firmara el acuerdo de Múnich, la retirada unilateral de los combatientes extranjeros que luchaban en la España republicana, aceptando (sin esperar a que los «nacionales» hicieran lo propio) la resolución del Comité de No Intervención que proponía un Plan de retirada de voluntarios extranjeros de la Guerra de España. El 15 de noviembre de 1938, el día de antes del fin de la batalla del Ebro, las Brigadas Internacionales desfilaban como despedida por la avenida Diagonal de Barcelona. En el campo rebelde, por su parte, en octubre de 1938, seguros ya de su superioridad militar y de que la victoria estaba cerca, decidieron reducir en un cuarto las fuerzas italianas.
La última operación militar de la guerra fue la campaña de Cataluña, que acabó en un nuevo desastre para la República. El 26 de enero de 1939 las tropas de Franco entraban en Barcelona prácticamente sin lucha. El 5 de febrero ocupaban Gerona. Cuatro días antes, «el día 1 de febrero de 1939, en las sesiones celebradas por lo que quedaba del Congreso en el castillo de Figueras, [Negrín] redujo los 13 puntos a las tres garantías que su gobierno presentaba a las potencias democráticas como condiciones de paz: independencia de España, que el pueblo español señalara cuál habría de ser su régimen y su destino y que cesara toda persecución y represalia en nombre de una labor patriótica de reconciliación. Pocos días después, hizo saber a los embajadores francés y británico que estaba dispuesto a ordenar un cese inmediato de las hostilidades si su gobierno obtenía garantías de que no habría represalias. Pero no las recibió».
El día 6 de febrero, las principales autoridades republicanas, encabezadas por el Presidente Azaña, cruzaban la frontera seguidos de un inmenso éxodo de civiles y militares republicanos que marchaban al exilio. El día 9 de febrero hacía lo mismo el presidente del gobierno, Juan Negrín, tras la salida del último soldado de Cataluña, pero en Toulouse cogió un avión para regresar a Alicante el día 10 de febrero acompañado de algunos ministros con la intención de reactivar la guerra en la zona centro-sur. El único apoyo con el que contaba ya Negrín, además de una parte de su propio partido (el PSOE quedó dividido entre «negrinistas» y «antinegrinistas»), eran los comunistas.
La «guerra de España» (como la llamó la prensa internacional) tuvo una repercusión inmediata en las complicadas relaciones internacionales de la segunda mitad de la década de los años treinta.Gran Bretaña y Francia; las potencias fascistas, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini; y la Unión Soviética de Stalin; y el «asunto español» fue enfocado por cada Estado europeo desde sus intereses concretos.
En Europa existía una pugna política, diplomática, ideológica y estratégica a tres bandas entre las potencias democráticas,Los regímenes fascistas europeos (Alemania e Italia) y el Portugal salazarista apoyaron desde el principio a los militares sublevados, mientras que la República, tras negarle su ayuda Francia y Gran Bretaña que optaron por la política de No Intervención, obtuvo el apoyo de la URSS y de las Brigadas Internacionales a partir de octubre de 1936, siendo estas de mayoría ciudadanos franceses. Este «apoyo internacional a los dos bandos fue vital para combatir y continuar la guerra en los primeros meses. La ayuda italo-germana permitió a los militares sublevados trasladar el Ejército de África a la península a finales de julio de 1936 y la ayuda soviética contribuyó de modo decisivo a la defensa republicana de Madrid en noviembre de 1936».
Hay un aspecto humanitario de la dimensión internacional de la Guerra Civil que no hay que olvidar: que la mayoría de las embajadas y legaciones extranjeras de Madrid y algunos consulados de capitales de provincia dieron asilo político a miles de españoles de ambos bandos que se encontraban en peligro de muerte.
Gran Bretaña y Francia veían que la «guerra de España» podía complicar aún más el difícil juego estratégico que se desarrollaba a escala europea. Por ello, la primera orientación de la diplomacia de esas potencias fue la de procurar el aislamiento del conflicto español. A esa estrategia se debió la política sobre la «No-Intervención» al que se sumaron 27 países de Europa y que dio nacimiento al Comité de No Intervención con sede en Londres. Estados Unidos, por su parte, contempló la posibilidad de eludir el pacto y levantar el embargo sufrido por la República española, motivada por la preocupación con que la Administración Roosevelt veía el auge del nazismo; pero la oposición mostrada a ambos lados del Atlántico por la jerarquía eclesiástica católica, deseosa de una victoria franquista, frustró tal iniciativa.
La «no intervención» estuvo determinada por la política británica de «apaciguamiento» (appeasement policy) de la Alemania nazi, a la que se vio arrastrado el gobierno del Frente Popular de Francia, que solo contaba con los británicos ante una posible agresión alemana. Además las simpatías del gobierno conservador británico se fueron decantando hacia el bando sublevado, ante en el temor de que España cayera «en el caos de alguna forma de bolchevismo» (en palabras del cónsul británico en Barcelona) si ganaba la guerra el bando republicano.
La idea partió del gobierno francés, consciente de que, ya que no podían ayudar a la República (porque ello supondría abrir un gran conflicto interno en la sociedad francesa y además enturbiaría las relaciones con su aliado «vital», Gran Bretaña), al menos podrían impedir la ayuda a los sublevados. El gobierno británico se sumó enseguida al proyecto, aunque el mismo «ponía en el mismo plano a un Gobierno legal y a un grupo de militares rebeldes».Léon Blum, tras denegar a los negociadores de Largo Caballero el paso del armamento adquirido por la República Española a través de territorio francés, llegó a exclamar: «¡Es un crimen el que todos estamos cometiendo con España!».
El primer ministro galo, el socialistaPero en la práctica la política de «no intervención» se convirtió en una «farsa», como la calificaron algunos contemporáneos, porque Alemania, Italia y Portugal no suspendieron en absoluto sus envíos de armas y municiones a los sublevados.Sociedad de Naciones la intervención de las potencias fascistas en favor de los sublevados, aunque estas nunca fueron amonestadas.
La República, que a partir de octubre de 1936 comenzó a recibir la ayuda soviética, denunció ante laAnte el fracaso del golpe de Estado de julio de 1936 (en cuanto a la toma inmediata del poder), los militares sublevados obtuvieron ayuda rápidamente de la Italia fascista y de la Alemania nazi. Las ayudas en hombres al bando sublevado se materializaron en la Legión Cóndor alemana (unos 6000 hombres) y el Corpo di Truppe Volontarie italiano (un máximo de 40 000), más un contingente de combatientes portugueses denominados Viriatos. Para que no hubiera duda de su compromiso con la causa del bando sublevado, el 18 de noviembre de 1936 (en plena batalla de Madrid), Italia y Alemania reconocieron oficialmente al «Generalísimo» Franco y a su Junta Técnica del Estado como el gobierno legítimo de España. En cuanto a armamento, según Julio Aróstegui, los sublevados recibieron de Italia y de Alemania 1359 aviones, 260 carros de combate, 1730 cañones, fusiles, y municiones para todo ello.
Los combatientes alemanes, italianos y portugueses eran soldados regulares a los que se les proporcionaba una paga en su país de origen, aunque la propaganda de los sublevados siempre los presentó como «voluntarios». Los voluntarios genuinos fueron unos mil o mil quinientos hombres, entre los que destacaron la Brigada Irlandesa del general Eoin O'Duffy, integrada por unos 500-900 efectivos que habían venido a combatir a España para «librar la batalla de la cristiandad contra el comunismo» (aunque solo participaron en la batalla del Jarama y unos meses después volvieron a Irlanda), y 300-500 franceses de la organización ultraderechista Croix-de-feu (luego convertida en el Partido Social Francés) que constituyeron el batallón Jeanne d'Arc. También hubo voluntarios de la Guardia de Hierro rumana, que acudieron para la «batalla contra la bestia de color escarlata del Apocalipsis». En menor medida, combatieron entre los sublevados algunos rusos blancos, así como ultraderechistas, católicos y antisemitas de toda Europa. También hay que contar entre los extranjeros que participaron en el bando sublevado a los miles de marroquíes del Protectorado español de Marruecos que fueron enrolados de forma intensiva en las tropas de Regulares del Ejército de África a cambio de una paga.
La razón principal de la ayuda de la Alemania nazi a Franco fue que Hitler consideró que en la «inevitable» guerra europea que iba a estallar en los próximos años sería mejor contar en España con un gobierno favorable encabezado por militares anticomunistas que por uno republicano que reforzaría sus vínculos con Francia (y con su aliada Gran Bretaña) y con la Unión Soviética. En la decisión de Hitler también contaron otros dos factores, uno ideológico (según la propaganda nazi la guerra de España era una confrontación entre «fascistas» y «marxistas», responsabilizando a la Unión Soviética y al «comunismo internacional» de haberla causado) y otro militar (experimentar nuevas armas y nuevas tácticas, lo que se concretó en el despliegue en la zona sublevada de una unidad aérea completa, apoyada por tanques y cañones antiaéreos, denominada la «Legión Cóndor»). Se probaron los cazas Messerschmitt Bf 109 y Junkers Ju 87 A/B y los bombarderos Junkers Ju 52 y Heinkel He 111. Asimismo estrenó en España sus tácticas de bombardeo sobre ciudades. Aunque no fue el único, el más famoso fue el bombardeo de Guernica representado por Picasso en su cuadro Guernica, expuesto en el pabellón español de la Exposición Universal de París de 1937.
La razón principal de la ayuda de la Italia fascista era ganar un aliado para el proyecto de Mussolini de construir un imperio en el Mediterráneo, y de esa forma debilitar la posición militar de Francia y de Gran Bretaña. También como los nazis utilizó el anticomunismo en su propaganda para justificar la intervención en la guerra civil española.
Aunque menos aireada, la ayuda a los sublevados por parte de la dictadura de Oliveira Salazar de Portugal también fue importante, sobre todo en los primeros meses de la guerra porque dejó que los militares rebeldes utilizaran sus carreteras, ferrocarriles y puertos para comunicar la zona norte con Andalucía, y además devolvió a la zona sublevada a los republicanos que huían de la represión. Después Portugal constituyó una base de operaciones para la compra de armas y además fue un firme aliado de los sublevados en la «farsa» de la «no intervención», a quienes siempre defendió ante el Comité de No Intervención y en la Sociedad de Naciones.
Stalin respondió positivamente a la petición de ayuda formulada por el gobierno republicano, no inmediatamente sino cuando se convenció de que si la República española era derrotada aumentaría el poder de las potencias fascistas en Europa, lo que supondría una amenaza para la Unión Soviética (igual que para Francia, una posible aliada). Así fue como en septiembre de 1936 Stalin decidió enviar material bélico a la República española y ordenó además al Komintern que organizara el envío de voluntarios, que formarían las Brigadas Internacionales. Por las Brigadas pasaron un total aproximado de 40 000 hombres y el material de guerra soviético que la República recibió, cuyos primeros envíos llegaron al puerto de Cartagena a principios de octubre de 1936, fueron 1100 aviones, 300 carros de combate y 1500 cañones (a los que habría que añadir algunas pequeñas partidas francesas, de artillería y aviones, y fusiles y munición mexicanos). Otros autores precisan más las cifras y afirman que la URSS envió 680 aviones (cazas Chato y Mosca y bombarderos «Katiuska»), 331 carros de combate, 1699 piezas de artillería, 60 automóviles blindados, 450 000 fusiles Mosin-Nagant, 20 486 ametralladoras y ametralladoras ligeras DP y 30 000 toneladas de munición. Este material de guerra fue acompañado de unos 2000 técnicos, pilotos y asesores militares (y también agentes del NKVD, la policía secreta estalinista, bajo el mando de Alexander Orlov). Asimismo envió combustible, ropa y alimentos, parte de ellos sufragados con donaciones populares. Los soviéticos, como los alemanes y los italianos, probaron armas y tácticas de combate.
Del reclutamiento y de los aspectos organizativos de las Brigadas Internacionales se encargaron dirigentes del Partido Comunista Francés, encabezados por André Marty, y el centro de reclutamiento se estableció en París. La inmensa mayoría de los que se alistaron fueron verdaderamente «voluntarios de la libertad» (como decía la propaganda republicana) llegados desde los países dominados por dictaduras y por el fascismo, como Alemania, Italia o Polonia, pero también de los países democráticos como Francia (que aportó el mayor número de brigadistas, unos 9000), Gran Bretaña y Estados Unidos (con el famoso batallón Lincoln). Por tanto las Brigadas Internacionales no fueron el «Ejército de la Komintern» como aseguraba la propaganda del bando sublevado, instrumento de la política de Stalin. El centro de entrenamiento en España se situó en Albacete y allí se organizaron las cinco brigadas numeradas de la XI a la XV, cuya entrada en combate se produjo en la batalla de Madrid.
México apoyó la causa republicana de forma militar, diplomática y moral: proveyendo a las fuerzas leales de 20 000 rifles, municiones (se habla de un aproximado de 28 millones de cartuchos), 8 baterías, algunos aviones y comida, así como creando asilos para cerca de 25 000 españoles republicanos, dando protección, techo y comida a miles de intelectuales, familias y niños que llegaron al puerto de Veracruz y otros puertos del Golfo de México. Argentina cooperó en la evacuación de asilados hacia Francia con dos buques de la Armada Argentina, el ARA 25 de mayo y el ARA Tucumán.
Dada su cercanía, Francia colaboró con la acogida de los exiliados provenientes de Cataluña por los Pirineos y también los llegados en barco. También colaboró con la movilización ciudadana para la incorporación a las Brigadas Internacionales. Más tarde los exiliados republicanos serían los que se alistarían en los batallones de extranjeros del ejército francés para la defensa de la nación frente a la conquista alemana en 1940 y la defensa de la Francia Libre en los territorios del norte de África hasta la llegada de las tropas americanas y británicas, también formarían parte de la tercera batalla de Narvik o de la liberación de París .
La República financió la guerra con las reservas de oro del Banco de España que envió a la Unión Soviética (lo que la propaganda franquista llamó el «oro de Moscú»), menos una cuarta parte que fue vendida a Francia. El «oro de Moscú» estaba destinado «al pago del armamento adquirido a Rusia y otros países que hubo de abonarse siempre, mientras que las entregas alemanas e italianas [a los sublevados] eran gratis o con pago diferido en mercancías. Se evalúa el oro salido [hacia Moscú] en 510 toneladas, con un valor de 530 millones de dólares de la época. Hoy sabemos que no hay más «oro de Moscú» que ese, que fue invertido en su totalidad en la compra de armas».
La oportunidad y el acierto de la decisión del gobierno de Largo Caballero de depositar en Moscú la mayor parte de las reservas de oro del Banco de España (a donde llegaron a principios de noviembre de 1936) ha sido objeto de polémica entre los historiadores. Unos afirman, siguiendo fundamentalmente las investigaciones de Ángel Viñas, que el gobierno republicano no tenía otra opción, debido a la hostilidad que habían mostrado hacia la República los bancos de Gran Bretaña y Francia, por lo que la Unión Soviética era la única que garantizaba armamento y alimento a cambio de oro. Por el contrario Pablo Martín-Aceña, un investigador especializado en la financiación de la Guerra Civil, cree que el gobierno de la República decidió con precipitación antes de haber explorado otras opciones, como Francia e incluso Estados Unidos.
La propaganda franquista dijo que el oro del Banco de España (al que llamó el «oro de Moscú») había sido robado por la República y entregado a Stalin sin contrapartidas, pero las investigaciones de Ángel Viñas han demostrado que el «oro de Moscú» se gastó en su totalidad en compras de material bélico. Por su parte el Banco de Francia adquirió 174 toneladas de oro, una cuarta parte del total de las reservas, por las que pagó a la Hacienda republicana 195 millones de dólares. En total, entre el «oro de Moscú» (tres cuartas partes de las reservas del Banco de España) y el «oro de París» (una cuarta parte, del que la propaganda franquista nunca habló) las autoridades republicanas obtuvieron 714 millones de dólares que fue el coste financiero de la Guerra Civil para la República. En Rusia no quedó nada del oro español y las reservas estaban prácticamente agotadas en el verano de 1938. El problema fue que debido a la política de «no intervención» en muchas ocasiones los emisarios de la República fueron estafados por los traficantes de armas que les vendieron equipos obsoletos a precios mucho mayores del coste real. Los gobiernos republicanos también fueron estafados por la propia Unión Soviética, como ha señalado Gerald Howson, o por Polonia y otros países que abusaron de la precaria situación republicana para venderles «chatarra bélica».
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