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Virreinato de Lima



Old Coat of arms of Lima.svg Lima (1542-1821)

El virreinato del Perú fue una entidad territorial del Imperio español creada por la Corona Española en el año 1542, con capital en la ciudad de Lima o Ciudad de los Reyes, durante su dominio en el Nuevo Mundo. Las fronteras del virreinato del Perú se establecieron por primera vez el 13 de septiembre de 1543. En un principio, su territorio comprendía casi toda América del Sur, incluyendo Panamá y algunas islas de Oceanía. Aunque no incluía Venezuela, que dependía de la Real Audiencia de Santo Domingo, ni los territorios al este de la línea del Tratado de Tordesillas que pertenecía al Imperio portugués.[6]​ Dos siglos después, tras las Reformas Borbónicas, su inmenso territorio sufrió tres importantes mermas. En 1717, se creó el virreinato de Nueva Granada al norte. En 1776, se creó el virreinato del Río de la Plata al sur. Al mismo tiempo, el virreinato del Brasil extendía sus fronteras tomando territorios de la Amazonia.

Al final del periodo virreinal, el ochenta por ciento del total de los caudales americanos provenían del virreinato de Nueva España.[7]​ Sin embargo, a pesar de las pérdidas territoriales, a principios del siglo XIX el virreinato del Perú era todavía la principal posesión de la Monarquía Hispánica en América del Sur al tratarse de una de sus principales fuentes de riqueza.[8]

Las guerras de independencia hispanoamericanas pusieron fin al virreinato del Perú. Al principio de la contienda el virreinato mantuvo su compromiso con la integridad de la Monarquía Hispánica mandando expediciones a sofocar las juntas de gobierno insurgentes que se formaron en los diferentes territorios de sus fronteras. En la primera parte de la guerra, que comienza en 1810, se produjeron conspiraciones y levantamientos autónomos peruanos que fueron sofocados por el Ejército Real del Perú. En 1820, la sublevación de las tropas que conformaban la Grande Expedición que se preparaba en España, hizo desaparecer las esperanzas realistas de recibir refuerzos significativos desde Europa.

El apoyo de las ya independizadas Provincias Unidas del Río de la Plata liderado por el general José de San Martín, permitió sucesivamente independizar la Capitanía General de Chile, y posteriormente, dirigir una expedición militar que atacaría Perú desde el Sur para lograr su independencia (declarada el 28 de julio de 1821). Tras el estancamiento de la guerra, San Martín se retiró, dejando la iniciativa al general venezolano Simón Bolívar quien, a su vez, dirigía una campaña militar contra el virreinato desde el Norte, una vez consolidada la independencia de Nueva Granada.

La capitulación de Ayacucho del 9 de diciembre de 1824, por la que las autoridades virreinales reconocían su derrota y la independencia del Perú,[9][10][11]​ señaló el fin del esfuerzo militar realista, aunque quedaban focos leales a la Corona en los Andes y la costa del Bajo y Alto Perú. Sin embargo, aislados y sin apoyo, los últimos reductos realistas (la Fortaleza del Real Felipe en Callao y el archipiélago de Chiloé) caerían en 1826.

Con la entrada de los conquistadores españoles en la ciudad del Cuzco en 1533, concluyó la conquista del Perú llevada a cabo por Francisco Pizarro, y dio comienzo el proceso de mestizaje y la conformación política de la Gobernación de Nueva Castilla, que luego sería el Virreinato del Perú, en el área dominada hasta ese momento por el Imperio inca.

Al mismo tiempo que se producía la caída del Imperio incaico, se desató un conflicto entre los conquistadores. Para concluirla, el 20 de noviembre de 1542, el rey Carlos I de España firmó en Barcelona por Real Cédula las llamadas Leyes Nuevas, un conjunto legislativo para las Indias entre las cuales dispuso la creación del virreinato del Perú en reemplazo de las antiguas gobernaciones de Nueva Castilla y Nueva Toledo, al tiempo que la sede de la Real Audiencia de Panamá fue trasladada a la Ciudad de los Reyes o Lima, capital del nuevo virreinato.

El flamante virreinato comprendió en un inicio y durante casi trescientos años gran parte de Sudamérica y el istmo de Panamá, bajo diversas formas de control o supervigilancia de sus autoridades. Abarcaba una inmensa superficie que correspondía a los actuales territorios que forman parte de las repúblicas de Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, Panamá, Perú y toda la región oeste, sureste y sur del Brasil. Quedaban exceptuadas Venezuela, bajo jurisdicción del virreinato de Nueva España a través de la Real Audiencia de Santo Domingo, y Brasil, que integraba el Imperio portugués.

Fue su primer virrey Blasco Núñez Vela, nombrado por real cédula del 1 de marzo de 1543. Sin embargo, no pudo ejercer la autoridad real debido a los enfrentamientos entre los partidarios de Francisco Pizarro y Diego de Almagro por el dominio del Perú, y pereció asesinado por Gonzalo Pizarro. El asesinato de la primera autoridad del rey produjo mucha consternación en España; la Corona dispuso castigar severamente a quien había atentado contra el virrey, el representante del rey en territorios conquistados. Para ello, Carlos I envió a Pedro de la Gasca con el título de Pacificador para solucionar esta situación. Ya en el Perú, La Gasca, seguro de haber infundido la semilla de la traición entre los partidarios de Gonzalo Pizarro, se enfrentó al conquistador cerca del Cuzco, en 1548. Gonzalo Pizarro vio a sus capitanes pasarse al bando de la Gasca y la derrota para él resultó aplastante. Conducido a la ciudad del Cuzco, fue ejecutado por delito de alta traición al rey. Unos años después, en 1551, fue nombrado virrey Antonio de Mendoza y Pacheco, luego de haber ejercido el cargo en el virreinato novohispano.

Tras casi cuarenta años de desorden administrativo, el virreinato peruano encontró a un eficiente conductor en el virrey Francisco Álvarez de Toledo, quien, entre 1569 y 1581, logró establecer el marco político-administrativo que rigió por muchos años en el Perú virreinal.

Apenas llegado a tierras peruanas, Francisco Álvarez de Toledo se informó de todo cuanto había sucedido en el virreinato y de cuáles habían sido las políticas seguidas hasta ese momento. Reconoció la inexistencia de un adecuado sistema tributario, pues no había un registro del total de habitantes del virreinato. Álvarez de Toledo realizó personalmente varias extensas visitas generales a distintas partes del virreinato y, por primera vez, se tuvo registro de los recursos humanos y naturales del Perú. Tras saber el número de posibles tributarios, estableció las reducciones, pueblos indígenas en los que se agrupaba a un número de alrededor de quinientas familias. Así se sabía con exactitud la cantidad de tributo que debían entregar.

El virrey Álvarez de Toledo impulsó la distribución del trabajo indígena por medio de la mita. Mediante el empleo de esta se proveyó de mano de obra a las ricas minas de Potosí, provincia de Charcas, productoras de inmensas cantidades de mineral de plata, y a Huancavelica, de la que se extraía mercurio o azogue, necesario para la purificación argentífera, con lo que se logró convertir al Perú en uno de los centros más importantes de producción de plata en el mundo.

Francisco Álvarez de Toledo fue el virrey más destacado del Perú, ya que, debido a sus éxitos alcanzados como funcionario, sentó las bases del virreinato peruano, pues consiguió la ordenación administrativa del gobierno y la legalidad política de todo su amplio territorio.

Entre 1580 y 1650, el sistema económico mercantilista se implantó definitivamente en el Perú con el surgimiento de la gran minería gracias a la explotación de las vetas argentíferas de Potosí mediante amalgamación con el azogue de Huancavelica.

En lo militar el virreinato del Perú financió y apoyó militarmente, por medio del real situado y el envío de soldados y provisiones desde el Perú, las campañas contra los mapuches en la Guerra de Arauco que se extendió por gran parte del período virreinal. Solamente en el año 1662 fueron enviados 950 soldados y 300 000 pesos para los gastos de guerra,[15]​ de igual manera del virreinato peruano partieron las directivas generales para la conducción de la campaña como fue la que envió el virrey Príncipe de Esquilache ordenando una guerra defensiva contra los nativos americanos y la prohibición del servicio personal de estos.[16]

La fortificación del puerto del Callao y la manutención de una fuerza naval para defender al vasto territorio de incursiones de corsarios y piratas fue también responsabilidad de los sucesivos virreyes del Perú.

En el siglo XVIII, destacaron las figuras de los virreyes que introdujeron las Reformas Borbónicas, medidas impuestas por la Casa de Borbón, especialmente Manuel de Amat y Junyent, que gobernó entre 1761 y 1776, Manuel de Guirior, entre 1776 y 1780, Agustín de Jáuregui, entre 1780 y 1784 y Teodoro de Croix, entre 1784 y 1790, destinadas a revitalizar la administración virreinal con actuaciones como la incorporación del sistema de intendencias. Con ellos se intentó profesionalizar el gobierno, sustituyendo las inoperantes figuras de los corregidores y los alcaldes mayores, dedicando especial interés a todo lo relacionado con la hacienda.

La reorganización territorial llevada a cabo a lo largo de ese siglo implicó desmembrar dos vastas regiones del virreinato peruano para conformar con ellas otros dos nuevos virreinatos: el virreinato de Nueva Granada en 1717, restaurado en 1739 tras un periodo de supresión, y luego el virreinato del Río de la Plata, creado en 1776. Estas pérdidas de territorio supusieron la pérdida de protagonismo del virreinato del Perú como centro económico de España en Sudamérica aunque continuó siendo el bien más valioso de la Corona, debido a su poder político, social y cultural.

La posterior política económica de los Borbones, que permitió el comercio directo entre los puertos españoles y diversos puertos sudamericanos (Maracaibo, Guayaquil, Arica, Valparaíso, etc.), redujo el tráfico comercial a través del puerto del Callao y afectó a las rentas del virreinato, que tras la separación del Río de la Plata quedó confinado a las rutas comerciales secundarias del océano Pacífico, mientras que el tráfico comercial más lucrativo (el del océano Atlántico) quedaba bajo dominio de los puertos de Buenos Aires o Cartagena de Indias, fuera de la influencia del virreinato peruano.

La ciudad de Lima, antaño principal ciudad de Sudamérica y poseedora de una vida cortesana y comercial comparable a la de la propia Madrid, perdió gran parte de su antigua riqueza en la segunda mitad del siglo XVIII, a lo cual se unió la continua merma de los ricos depósitos de plata de Potosí que habían sustentado la economía virreinal durante dos siglos, hasta que todo el territorio de Charcas, también conocido como Alto Perú (actual Bolivia) quedó unido al virreinato rioplatense en 1776. Los últimos años del mencionado siglo, si bien generaron una administración más eficiente y un mejor manejo de los recursos del virreinato en beneficio de España, mostraron un serio declive de la riqueza general del virreinato peruano.

La expulsión de los jesuitas en 1768 ocasionó que el territorio de la Comandancia General de Maynas, perteneciente al virreinato de Nueva Granada, cayera en un casi total abandono, dadas las dificultades de acceso, lo cual hizo temer a la Corona su pérdida debido a la política expansionista de los portugueses en la cuenca amazónica. El rey encargó al antiguo gobernador de Maynas, Francisco Requena, que realizara un informe sobre la situación del citado territorio. Requena informó que los funcionarios civiles y eclesiásticos de Quito y Bogotá estaban en situación de no poder ocuparse de la región, por lo que sugirió que esta fuera reincorporada al virreinato del Perú junto con el Gobierno de Quijos, y que se estableciera un obispado de misiones allí.

Teniendo en cuenta el informe de Requena, el rey dispuso el 15 de julio de 1802 crear el Obispado y la Comandancia General de Maynas. Del contenido de la cédula de 1802 se deduce claramente que su objetivo principal era detener los avances portugueses en los territorios de la Corona española.

La Real Cédula de 1802 dice:

El cumplimiento efectivo de la Real Cédula de 1802 ha sido motivo de disputas posteriores entre los gobiernos del Perú, Colombia y el Ecuador. Sin embargo, el 28 de marzo de 1803 la Junta de Fortificaciones de América lo solicitó, el rey Carlos IV emitió la Real Orden del 7 de julio de 1803, por la cual en lo militar el Gobierno de Guayaquil volvió a depender del virreinato del Perú, aunque la administración mercantil de la ciudad continuó bajo el virreinato de Nueva Granada, dependiente de Cartagena de Indias.

Y con la Real cédula del 10 de febrero de 1806, el rey ratifica que la agregación del gobierno de Guayaquil al virreinato del Perú era absoluta y no solo en los asuntos militares:

A partir de los inicios del siglo XIX, se produjeron los estallidos revolucionarios en la América española. El virrey José Fernando de Abascal y Sousa hizo del virreinato peruano el baluarte, reducto y centro de la contrarrevolución en favor de la monarquía; desde este virreinato se contuvo el avance de la revolución argentina, se reconquistó Chile y se sofocaron los levantamientos de Quito. También fueron reprimidos todos los intentos revolucionarios —en particular, la rebelión del Cuzco— y toda manifestación de signo independentista en el propio virreinato. Sin embargo, Guayaquil se proclamó Estado independiente en 1820 y recibió la ayuda gran colombiana del general Simón Bolívar.

Después de la victoria del Ejército de los Andes sobre los realistas, Chile declaró su independencia en 1818 y organizó junto con las Provincias Unidas del Río de la Plata una expedición militar al mando del Libertador general José de San Martín, la cual desembarcó en el puerto de Pisco (al sur de Lima) el 8 de septiembre de 1820. A partir de ese momento, diversas provincias y pueblos del Perú empezaron a declarar su independencia de España, tales como Huamanga, Tarma, Lambayeque, Ferreñafe, Trujillo y Cajamarca. Finalmente, en 1821 San Martín ocupó la capital virreinal (Lima) y proclamó la Independencia del Perú el 28 de julio de ese mismo año.

La sede virreinal fue trasladada al Cuzco y el virreinato español del Perú se mantuvo en los territorios no independizados hasta el año 1824, en que —tras la batalla de Ayacucho— se firmó la Capitulación de Ayacucho entre el general José de Canterac y Antonio José de Sucre al mando de las fuerzas militares revolucionarias, dando fin al virreinato del Perú. La capitulación fue aceptada sin resistencia por Pío Tristán a la cabeza del gobierno del virreinato a la llegada al Cuzco del Ejército Libertador tres semanas más tarde. El 7 de abril de 1825 el Alto Perú se independizó como República de Bolivia. En enero de 1826 se puso fin a toda resistencia militar en Chiloé y en El Callao.

Era la suprema autoridad en España, en las Indias y en el resto de su Imperio. Su gobierno fue absolutista. El rey tenía la capacidad de decisión y la última palabra en todo tipo de decisiones, si bien hasta 1700 las Cortes manejaban los recursos públicos, aprobaban y derogaban leyes, acuñaban moneda, aceptaban o desestimaban reyes y regentes, etc. En el transcurso de los tres siglos que existió el virreinato del Perú se sucedieron once monarcas agrupados en dos dinastías:

Casa de Austria (dinastía de origen austríaco, entroncada en la familia real Habsburgo)

Casa de Borbón (dinastía de origen francés entroncada en la familia real Bourbon)

El Consejo de Indias fue el máximo organismo peninsular que tenía a cargo todo lo concerniente a la política administrativa, judicial y el ejercicio del Real Patronato Indiano, en última instancia, todo aquello que pudiera presentarse en tierras de la América hispana.

Fueron organismos que funcionaron en el mismo virreinato para ejecutar las disposiciones emanadas de la España europea. Fueron los siguientes:

Era el representante personal del rey de España en el virreinato: su alter ego, es decir, 'su otro yo'. Como suprema autoridad del virreinato fue el encargado de impartir justicia, administrar el tesoro público y velar por la evangelización de los indígenas. El virrey era nombrado por el rey a propuesta del Consejo de Indias, aunque muchas veces fue el mismo rey quien se encargaba de revisar los nombres de los posibles virreyes. El virrey del Perú residía en el actual Centro histórico de Lima, en el suntuoso Palacio de los Virreyes, rodeado de una brillante corte, en medio de gran lujo, riquezas y resguardado por una guardia de honor. Durante la existencia del virreinato del Perú gobernaron 40 virreyes.

Las audiencias tenían como función principal la administración de justicia, en calidad de segunda instancia en los juicios o procedimientos judiciales, a nivel de cortes superiores. Asimismo, ejercían funciones políticas, es decir, facultades propiamente de gobierno, pues la Audiencia actuaba como asesor del virrey, por lo que muchas veces absolvió las consultas formuladas por el virrey. De igual manera, fue la encargada de tomar las riendas del virreinato cuando el virrey se encontraba enfermo o moría repentinamente. Según su categoría, las audiencias eran de dos clases: Audiencias Virreinales, de mayor rango, presididas por el virrey, tal fueron los casos de la audiencia de Real Audiencia de Lima y la Real Audiencia de México, que tenían bajo su autoridad a las otras audiencias del mismo virreinato, denominadas Audiencias Subordinadas.

En el virreinato se establecieron nueve extensas Reales Audiencias, que fueron los máximos tribunales dentro del mismo. Estas audiencias fueron las siguientes:

En Lima la Audiencia fue presidida por el virrey y estuvo conformada por los oidores (de número variable llegando a tener durante varios años hasta doce miembros), dos fiscales, un alguacil mayor, un teniente del Gran Canciller y numeroso personal subalterno.

Los corregimientos fueron divisiones administrativas y territoriales de la Corona española en el Perú. En 1569 el gobernador y capitán general Lope García de Castro creó los corregimientos de nativos americanos subordinados a los corregimientos de españoles. Los corregimientos fueron gobernados por un alto funcionario nombrado, mayormente, por el Consejo de Indias, denominado corregidor. Los corregimientos tenían facultades políticas (conservaban el orden y la buena marcha del corregimiento), administrativas (cobraban el tributo de los habitantes que vivían en la jurisdicción) y judiciales

Los corregimientos fueron suprimidos en 1784, por Carlos III, como consecuencia de la revolución de Túpac Amaru II y reemplazados por las Intendencias.

Desde 1784, llegaron para administrar las siete nuevas intendencias: Trujillo, Lima, Arequipa, Cusco, Huamanga, Huancavelica y Tarma. En 1796 se agregó al Perú la intendencia de Puno. Los intendentes también recaudaban los tributos y organizaban mitas, pero no podían hacer "repartos mercantiles". Hay paralelismo entre lo virreinal y lo republicano, respecto a la subdivisión político-territorial. Los departamentos equivalen a las intendencias; las provincias, a los partidos; y los distritos, a las doctrinas.

Denominados también, ayuntamientos, municipalidades o consejos municipales, fueron unas instituciones de origen español que se trasplantaron a América. El cabildo tenía múltiples atribuciones administrativas. Entre ellas les correspondía administrar arbitrios, presidir espectáculos públicos, organizar fiestas pomposas al llegar los nuevos virreyes, vigilar el aseo de la ciudad, inspeccionar las calles y organizar la baja policía.

Se distinguen tres tipos de cabildos: correspondientes a las villas y lugares, a las ciudades diocesanas y a las ciudades metropolitanas.

En las villas, se constituían por un alcalde ordinario, elegido anualmente en un acto presidido por el corregidor y cuyos cargos podían ser comprados o heredados; cuatro regidores, un alguacil y un mayordomo. En las ciudades diocesanas: un alcalde elegible, ocho regidores, dos fieles ejecutores, dos jurados o diputados de cada parroquia, un procurador general, un mayordomo, un escribano de consejo, dos escribanos públicos, un escribano de minas y otro de registro, un pregonero mayor, un corredor de lonja y dos porteros.

En las ciudades metropolitanas: elegidos entre los encomenderos y entre los vecinos notables que no ejerciesen otros cargos incompatibles, doce regidores (en México fueron quince y en Lima llegaron a ser dieciocho) y los demás oficiales perpetuos. Los alcaldes ordinarios eran elegidos por los regidores mediante votación secreta que en Lima era presidida por el virrey. Los regidores eran elegidos por el virrey con la autorización del monarca o por elección del cabildo.

Las autoridades del gobierno español creyeron conveniente seguir contando con los servicios de los antiguos dirigentes incas a nivel de pueblos y de ayllus, para que la dominación sobre los Andes fuese más rápida y efectiva. Una institución andina ancestral que usaron con eficacia fue el curacazgo, costumbre milenaria de constituir un jefe para cada ayllu o comunidad: el curaca, instituido bajo el nombre de cacique, palabra centroamericana equivalente al curaca.

Los curacas, que durante el Tahuantinsuyo rindieron cuenta al apunchic incaico (enviado por el Inca), durante el virreinato debieron rendir cuenta al corregidor español (enviado por el rey de España). Otra institución incaica utilizada fue el varayoc, autoridad civil encargada de gobierno administrativo del pueblo, la cual, a similitud de los alcaldes velaba por el correcto desenvolvimiento del caserío o poblado.

El sistema social se estructuró sobre la base de las dos poblaciones de América, la española (ya sea peninsular o criolla) y la indígena que eran consideradas diferentes en sus características pero estaban sometidas igualmente a la autoridad espiritual de la Iglesia católica y bajo dependencia política de la Corona española.

Se basó principalmente en la identidad racial de cada persona, una fórmula que resultó sencilla a inicios del proceso virreinal, cuando el límite entre ambas sociedades era claro, pero que se desdibujó con las subsecuentes mezclas raciales entre blancos, nativos y negros traídos de África.

De ese modo, respecto a la América española, el monarca gobernaba, por un lado, sobre la "república de españoles" y, por otro, sobre la "república de los indios". Ambas comunidades poseían estatutos jurídicos diferenciados.[18]

Durante el virreinato, se denominaba mestizo al hijo de un padre o madre de raza "blanca" y una madre o padre de raza "india". Luego de la independencia, el término se mantuvo, a veces con sentido discriminatorio o despectivo -manteniendo la clasificación racista colonial-, para denominar a las personas o culturas que descienden de indígenas americanos, afroamericanos y españoles.[8]

Los españoles no concibieron tanto su etnocentrismo en términos de raza, sino de religión ante el infiel y el pagano, o como dice Domínguez Ortiz: "el español no era racista en el aspecto biológico, pero sí lo fue, y cada vez más, en el cultural". Se fomentó la emigración de españoles casados que viajaran con sus esposas (especialmente a partir de 1553), incluso se llegó a la importación eventual de mujeres esclavas blancas "moriscas", a pesar de todas estas medidas, que tienen motivaciones muy diversas, las mujeres españolas casaderas fueron escasas en los primeros años del virreinato, especialmente aquellas con pureza de sangre y buenas costumbres, es decir que no fueran conversas, moriscas o prostitutas. Esta ausencia de españolas hizo inevitable las uniones por lo general fuera del matrimonio entre españoles y nativas.

Cuando el mestizaje comenzó a ser notorio, las autoridades coloniales elaboraron una serie de leyes y normativas sociales, religiosas y morales con el fin de cosificar al mestizo impidiéndole de paso el ascenso social y el poder aunque hubo algunas posibilidades de evitar estas imposiciones y lograr un ascenso. Esta situación se agrava en el siglo XVII, cuando los criollos tuvieron que competir por los puestos burocráticos, eclesiásticos y docentes con los peninsulares y mestizos.

El mestizo es marginado con mayor facilidad que el criollo porque carece de linaje. Por lo general, este tuvo que luchar para lograr un puesto en la sociedad, algo que muchas veces le llevó a la violencia, a la sumisión o al desarraigo. Esto unido a la diversidad creciente de los grados de mestizaje y la dificultad de establecer quién era mestizo y quién no lo era, llevó por último, en el siglo XVIII, a los elementos sociales dominantes a tipificar y hacer una nomenclatura de los diversos grados o castas del mestizaje.

El descenso de la población indígena y la falta de mano de obra para los obrajes españoles originó el comercio de pobladores secuestrados del África subsahariana y sometidos a esclavitud en todas las colonias españolas en América. Este comercio fue controlado en un principio por portugueses, quienes traían prisioneros desde el Congo, esta situación se mantiene hasta el siglo XVII, cuando son superados por Países Bajos, Francia e Inglaterra.

En el caso específico del virreinato del Perú este sistema se concentró en los valles de la costa, no en la sierra debido a la abundancia de mano de obra en las reducciones de indios y esto definió luego un mestizaje particular dando lugar a los llamados zambos (hijos de nativos con negros) y mulatos (hijos de españoles con negros).

A pesar de que el comercio de negros fue destinado en un primer momento para el trabajo agrícola, fue común que algunos patrones envíen a sus esclavos al trabajo en las ciudades en donde se desempeñaban en diversos oficios, que podían ir desde ser vendedores ambulantes o trabajadores del hogar. Esta práctica fomentó el nacimiento de una nueva sociedad en la que se fusionaron lo indígena, lo español y lo africano, para dar lugar a las nuevas tradiciones de lo que posteriormente sería el Perú independiente.

Fue la actividad preferente en el virreinato, por lo menos durante el siglo XVI y gran parte del XVII, para empezar a decaer en el siglo XVIII. Dentro de la actividad minera se distinguieron dos momentos: El primero, que fue hasta el establecimiento de la organización virreinal, caracterizado por un sistema de extracción intensiva del metal con base en una febril actividad de la superficie, desmantelamiento, apropiación, y reparto de las riquezas del antiguo Perú. El segundo presentado por el ordenamiento económico que empieza con las Ordenanzas de 1542.

Las mejores minas, por su calidad y rendimiento fueron de propiedad de la corona española. Las minas más pequeñas, en cambio, fueron explotadas por particulares con la obligación de pagar como impuesto el Quinto Real, o sea, la quinta parte de la riqueza obtenida. Los principales yacimientos mineros fueron: Castrovirreyna, Huancavelica, Cerro de Pasco, Cajabamba, Contumaza, Carabaya, Cayllama, Hualgayoc, todas ubicadas en el actual Perú. Pero el más grande a nivel minero fue el yacimiento de Potosí, cuya producción se sustentó en la mita minera. El Cerro Rico de Potosí proporcionó las dos terceras partes de la plata que hubo en el Perú hasta que en 1776 pasó a formar parte del virreinato del Río de la Plata.

Los centros mineros fueron ciudades que rápidamente se convirtieron en emporios comerciales que engranaron todo un circuito comercial en el que se encontraban la ciudad de México (para Zacatecas y Guanajuato) y Lima (para Potosí, Cerro de Pasco y Huancavelica). Para la extracción de la plata las técnicas andinas incluían el método de la huayra, que consistía en el empleo de un horno al cual se le sometía el plomo, extrayéndose finalmente la plata. Pero esta plata era de una impureza notoria.

En la Nueva España se llegó a descubrir una técnica que se aplicó en las minas de Potosí: consistió en mezclar la plata con el mercurio (llamado azogue). Luego, la plata se separaba, manteniéndose en un estado de pureza.

La producción minera tuvo su auge entre 1572 a 1580 que fluctuó de 216 000 a 1 400 000 pesos anuales; pero disminuyó su ritmo extractivo al promediar el siglo XVII y ya en el siglo XVIII, su decadencia fue notoria debido, en gran parte, al sistema y forma empírica como se trabajaba en los centros mineros, también a la carencia de caminos para agilizar el transporte y la despoblación indígena.

Entre 1790 y 1795, según las memorias del virrey Francisco Gil de Taboada, se hallaban en explotación en su territorio (actual Perú), 728 minas de plata, 69 de oro, 4 de mercurio, 12 de plomo y 4 de cobre. Pese a que la minería era en la época una actividad desorganizada y riesgosa, su auge fue tal que no menos del 40 % de los yacimientos que actualmente están en operación en el Perú, ya habían sido descubiertos y trabajados en tiempos del virreinato.

El comercio virreinal estuvo basado en el monopolio debido al carácter exclusivista y mercantilista que prevaleció en la economía. Hasta el debilitamiento, y luego la derogación del monopolio universal, solo los territorios españoles de Europa podían comerciar con la América española. Con el tal propósito y el de recaudar impuestos, se creó en Sevilla la llamada Casa de Contratación de Indias en 1503, organismo encargado de velar por el cumplimiento del monopolio. Además, en cada virreinato funcionaba un Tribunal del Consulado, que controlaba el movimiento comercial e intervenía en todo lo relacionado con él.

En 1561, Felipe II estableció que los únicos puertos para el tráfico comercial fueran Sevilla en España, Veracruz, en México y Callao en el Perú, en tanto que Cartagena de Indias y Panamá eran tenidos como puertos de tránsito.

En cumplimiento de esta disposición, anualmente salían de Sevilla dos grupos de barcos cargados de mercaderías y escoltados por otros barcos de la Armada española. El grupo de barcos que iba a México tomaba el nombre de flota y arribaba a Veracruz. Los que venían al Perú tomaban el nombre de galeones y llegaban, primero, al puerto de Cartagena de Indias y, de allí, pasaban al puerto de Portobelo. Allí en Portobelo, se realizaba una gran feria, a la que asistían los comerciantes limeños que llegaron a este lugar, mediante la llamada Armada del Mar del Sur, hasta Panamá, y, luego, por tierra, atravesaban el istmo para llegar a Portobelo. Efectuadas las compras y ventas en Portobelo, los comerciantes de Lima se embarcaban, nuevamente, en la Armada del Mar del Sur y arribaban al Callao, desde donde enviaban las mercaderías por tierra a los pueblos y ciudades del interior del virreinato como Arequipa, Cuzco, Charcas, Buenos Aires, Santiago y Montevideo. De esta manera, el virreinato del Perú se convierte en eje del movimiento comercial. El Callao, como puerto autorizado, mantuvo su preeminencia sobre otros puertos menores, tanto de la costa del Pacífico, como del Atlántico.

El monopolio no dio resultado para el Imperio español; en cambio, fomentó el comercio ilícito, de contrabando, a cargo de ingleses, franceses y holandeses. Los barcos de los países contrabandistas arribaban a puertos menores, así como también a caletas y embarcaderos, desde donde se introducía la mercadería a los poblados aledaños y ciudades del interior del virreinato, lugares estos en los que se daba el caso de mayor aceptación de estos productos que se expandían a un precio sumamente bajo en relación a los mismos artículos traídos por los mercaderes españoles. La mayor intensidad de este comercio ilícito se manifestó en los puertos del Atlántico, llámese Montevideo y Buenos Aires; ello debido a la lejanía en que se encontraban con respecto a la capital virreinal, Lima, y al puerto de entrada autorizado que era el Callao. Se ha llegado a estimar que por cada dos mil toneladas de comercio lícito entraban al virreinato del Perú trece mil toneladas ilícitas, es decir, de contrabando.

Rompieron también el monopolio comercial español los terribles corsarios (que robaban para beneficiar a sus propios países o determinada nación europea) y los feroces piratas (que lo hacían para su propio provecho).

Fue famoso, en este sentido, el corsario Francis Drake que, actuando bajo la insignia de la Corona inglesa en tiempos de Isabel I, atacó a puertos de América meridional, saqueó el Callao y Paita, luego se dirigió a Panamá donde logró acumular un gran botín, regresando a Inglaterra por la vía de Oceanía, en la época del virrey Francisco Álvarez de Toledo.

Todo ello determinó, que precisamente, Lima, fuera circundada de murallas y que, asimismo, se construyese la Fortaleza del Real Felipe, o los Reales Castillos, del Callao.

Entre los piratas y corsarios que atacaron las costas del virreinato peruano figuraron:

Por diversas circunstancias el sistema del monopolio fue quebrantándose. Así, a la firma del tratado de Utrecht, en 1713, España concedió a Inglaterra el derecho de enviar cada año a puertos del atlántico, un barco o navío de permiso, con quinientas toneladas de mercaderías. En 1735 la misma España concedió el navío de registro que, previa inscripción en los puertos españoles, llegaba a los puertos del Pacífico con mercaderías para su comercialización, hasta que el rey Carlos III, en 1778, decretó el libre comercio, por el cual otros puertos españoles y sudamericanos podían efectuar esta actividad. En virtud de esto, surgieron Valparaíso, Arica, Guayaquil, Montevideo y Buenos Aires, que disputaron la supremacía del Callao.

La llamada "Real hacienda" o "Caja fiscal del Rey" obtenía recursos directos con el cobro de una serie de impuestos, que afectaban a las actividades económicas. Había cajas repartidas en todo el virreinato que recolectaban los fondos, cubrían los gastos de la administración y remitían el sobrante a la caja principal situada en Lima ("Caja Real de Lima"), la misma que, saldando los gastos del propio virreinato, luego las remitía a España.

Entre los impuestos que el virreinato pagaba a la Corona figuraban:

En un comienzo, durante la conquista, no hubo moneda para el comercio, después aparece la primera expresión de la moneda en el Perú, la callana, que era una pieza rudimentaria fundida con especificación de peso y ley que funcionó en Cajamarca, Lima, Cuzco y Piura. Después se confeccionó el peso, que fue un disco burdamente labrado a cincel, llevando una cruz a cada lado; su valor marcaba 450 maravedíes.

Posteriormente aparecieron los ducados, los escudos y los doblones, que hicieron más expeditiva la transacción comercial. Estas monedas eran acuñadas en las llamadas Casas de Moneda, que empezaron a funcionar alrededor del siglo XVI, especialmente en Lima y Potosí y de menor manera en el Cusco.

La agricultura no tuvo un desarrollo importante en el virreinato. Al igual que en otros lugares conquistados por los españoles, la tenencia de la tierra se trastocó, así como el usufructo que se hacía de ella. Con la llegada de los españoles llegaron también productos vegetales, animales de granja y aves de corral. Desde un inicio los indígenas fueron empleados en las faenas agrícolas y fue a través de esta práctica que pudieron pagar sus tributos. Nuevas técnicas como el barbecho, la rosa y quema así como diferentes instrumentos les fueron dados a los nativos para que explotaran al máximo la agricultura.

Las tierras destinadas a la agricultura se encontraban relativamente cercanas a las ciudades debido a que muchos de los alimentos no aguantaban más de cinco días de camino sin malograrse. Alrededor de Lima y Potosí, por ejemplo, hubo grandes hectáreas destinadas solamente a la producción local. Dentro de esta producción no se descuidaron los productos locales como el olluco y la coca. Hacia 1600 la producción local fue lo suficientemente estable como para sustituir las importaciones que se hacían desde la España europea, causando gran molestia a los comerciantes españoles. Es desde entonces que el comercio intraamericano empezó a tener auge, principalmente entre las regiones del Perú, Chile y Centroamérica.

Fueron centros laborales de gran importancia en el virreinato dedicados a la manufactura de textiles e hilos de lana, algodón y cabuya. El primer obraje fue instituido por Antonio de Ribera en 1545. Su número creció rápidamente debido a que las vestimentas tenían gran demanda entre los indígenas mineros (de diferentes calidades: bayetas, jergas, frazadas, alforjas, medias, sombreros, costales). Su producción no pudo superar lo artesanal porque el monopolio peninsular no dejaba que se expandiera o elaborara productos de mejor calidad dentro de sus territorios de ultramar.

Una de las causas del descubrimiento de América fue la difusión de la religión católica y desde la creación del virreinato peruano la sociedad se caracterizó por profesar el catolicismo y por poseer un profundo espíritu religioso.

En el siglo XVII, la Iglesia católica prosperó enormemente: en Lima, con 26 000 habitantes, contaba con diecinueve iglesias y monasterios y el diez por ciento de su población estaba constituido por sacerdotes, canónigos, frailes y monjas, que penetraron profundamente en la vida del pueblo, en cuyas familias era casi una actitud tradicional destinar a uno de los hijos a la vida religiosa y observar rigurosamente los rezos del Ángelus a mediodía y del rosario, además de asistir a las diversas actividades de culto.

Fundada Lima, se estableció un obispado en 1541 que, en 1548, fue elevado a la categoría de arzobispado, durante el gobierno del pacificador Pedro de la Gasca. Este arzobispado tenía bajo su jurisdicción a todos los demás obispados que, por entonces, funcionaban en la América del Sur, y eran el obispado de Cuzco, Panamá, Papayán, Quito, Charcas y Paraguay. El primer arzobispo fue fray Jerónimo de Loayza hasta que, en 1581, fue nombrado como arzobispo fray Toribio Alfonso de Mogrovejo, considerado el verdadero organizador del sistema eclesiástico en el virreinato, para cuyo efecto reunió en Lima dos concilios provinciales. De acuerdo a esto la iglesia peruana se organizó en arzobispados, obispados y curatos. Se contaba también con los curas doctrineros en las reducciones.

Junto con los miembros del clero secular llegaron también los religiosos del clero regular organizados bajo la advocación de un santo y que tuvieron como tarea fundamental la propagación de la fe católica y el adoctrinamiento de los indígenas dispersos por todo el virreinato. Todos ellas fundaron conventos y monasterios y edificaron hermosas iglesias en Lima y otras ciudades del Perú.

Las órdenes religiosas que se establecieron en el Perú fueron la Orden de Predicadores o dominicos, la Orden de Frailes Menores o franciscanos, la Orden de la Merced o mercedarios, la Orden de San Agustín o agustinos y la Compañía de Jesús o jesuitas.

La Orden de Predicadores fue la primera en llegar al Perú con fray Vicente de Valverde en 1532 (destacada actuación en la captura del inca Atahualpa y primer obispo del Cuzco). Su primer convento lo construyó sobre el templo inca del Coricancha, (Cuzco); fundó en Lima la Universidad de San Marcos (1551) e implementó inicialmente el tribunal de la Santa Inquisición. Destacó por su defensa de las poblaciones andinas, siguiendo la lucha del fraile dominico Bartolomé de las Casas, y por su gran labor de adoctrinamiento de las poblaciones indígenas (fray Domingo de Santo Tomás quien fue el primer fraile en estudiar el quechua).

La Orden de Frailes Menores llegó al Perú en 1533, dedicándose especialmente a las misiones, es decir, a la difusión del catolicismo en el virreinato. Llegó a instalar conventos en Arequipa, Huamanga, Trujillo, Chachapoyas y otras ciudades (construyeron el Convento de Ocopa, en Huancayo). Fue una de las órdenes que más trabajó con misiones a las inhóspitas regiones de la selva.

La Orden de la Merced llegó al Perú en 1533 y su centro de operación fue la ciudad de Lima. Sin embargo el número de miembros de la orden no fue significativo en comparación con el número de las otras órdenes religiosas. Su carácter misionero hizo que la orden mercedaria llegara a las altas cumbres cordilleranas en búsqueda de nativos americanos para evangelizar. Fueron mercedarios Fray Martín de Murúa, cronista que se dedicó a la recopilación de la historia del Tahuantinsuyo y autor de la crónica "Origen y Descendencia de los Incas" y Fray Diego de Porres, misionero dedicado a la enseñanza de la fe católica, apoyándose en instrumentos nativos como el quipu. Explotó bienes inmuebles incursionando en las haciendas y otro tipo de negocios (repartimientos, encomiendas). Logró controlar la Santa Inquisición desde mediados del siglo XVIII.

La Orden de San Agustín llegó en 1551 y se instaló en Lima como la Provincia Nuestra Señora de Gracia del Perú, y en varias partes del virreinato peruano, principalmente en la Sierra, extendiéndose incluso hasta el Alto Perú. Tomaron a su cargo el célebre santuario de Copacabana, a orillas del Lago Titicaca, a partir del cual predicaron con gran eficacia la doctrina católica a las poblaciones indígenas.

La Compañía de Jesús vino al Perú en 1568, como una organización moderna y poderosa, al servicio de la Contrarreforma, es decir, a la lucha contra los protestantes europeos. Con ese antecedente, tuvo gran empuje en su labor misional en el Perú, asumiendo con gran éxito la administración de haciendas y fundando multitud de colegios (también incursionaron en el estudio del quechua y del aimara). Con los años, esta labor adquirió gran prestigio e influencia en los ámbitos políticos, culturales y económicos locales. Los jesuitas fueron expulsados de España y de América por orden de Carlos III, en 1768, preocupado por el poder que ejercían y las posiciones sobre las libertades políticas que dejaban entrever. Esto constituyó un rudo golpe para la cultura y economía del virreinato.

Estas cinco órdenes proporcionaron la mayor parte de religiosos que asumieron la tarea evangelizadora en el virreinato del Perú.[19]

La evangelización en el virreinato del Perú empezó el mismo día en que los españoles arribaron a estas tierras y emprendieron su empresa de conquista. La labor evangelizadora se dio de manera paulatina a medida que llegaban las órdenes religiosas, pero también con cierto desorden pues la dispersión de los misioneros impedía una eficaz labor centralizada. Las primeras acciones importantes de evangelización empezaron después del primer Concilio Limense en 1551. La primera medida a tomar fue el bautizo de indígenas, que en el acto debían abandonar las prácticas autóctonas y todas las formas que iban contra las leyes eclesiásticas y contradecían los mandamientos católicos.

En el segundo Concilio Limense (1567-1568) se retomó la idea de destruir las huacas y de colocar en su lugar cruces o levantar una iglesia o ermita en caso de que la huaca haya sido un importante lugar de culto.

El Tercer Concilio Limense (1582-1583) marcó un cambio significativo en la evangelización peruana. Lo nuevo fue en materia de textos y catecismos. Las distintas órdenes debían utilizar los mismos materiales de enseñanza y adoctrinamiento. Para ello se debía conocer a fondo la lengua quechua (y sus variantes). Los jesuitas fueron los más entusiastas con esta nueva metodología de evangelización debido a que el catecismo era una de sus principales virtudes.

Los materiales visuales fueron especialmente importantes como métodos persuasivos para lograr la conversión de los indígenas.[19]​ Dieron lugar, también, a la creación de escuelas de artes en el virreinato, como la de Cuzco, que se encargaron de decorar las iglesias, monasterios y conventos.[19]​ Gisbert señala que el 70 % de los artistas de la escuela cuzqueña eran nativos americanos.[19]

Sin embargo, a principios del siglo XVII los sacerdotes aún estaban destruyendo reliquias incaicas, quemando momias del Incario y descubriendo llamas destinadas a un sacrificio entre las andas de los santos. Fue entonces que el intento de extirpación de idolatrías se hizo más riguroso: los curas destruyeron todo objeto incaico considerado hereje, se obligó a los nativos americanos a asistir a misa bajo pena de azote y a bautizar a sus hijos con nombres cristianos y se persiguió a hechiceros y brujos.

La fe que profesaba la población dio como frutos que en el Perú hubiese la mayor cantidad de santos y siervos de Dios que en todos los virreinatos españoles. La mayoría apareció entre 1570 y 1660, muchos de ellos coexistiendo en la sociedad limeña, tal como fue el caso de San Martín de Porres, San Juan Masías, Santo Toribio de Mogrovejo, San Francisco Solano y, muy especialmente, Isabel Flores de Oliva, virgen y mística que fue canonizada con el nombre de Santa Rosa de Lima, patrona principal del Nuevo Mundo (América), Filipinas e Indias Occidentales.

Factor activo en el acrecentamiento de la religiosidad virreinal fue el terremoto del 31 de marzo de 1650 en el Cuzco, que dio lugar al culto del Señor de los Temblores, y el del 20 de octubre de 1687, en Lima, que originó la festividad del Señor de los Milagros.

En el virreinato peruano, el Tribunal de la Santa Inquisición se estableció durante el gobierno del virrey Francisco Álvarez de Toledo, por real cédula del 25 de enero de 1569. Empezó a funcionar el año siguiente, en 1570. La jurisdicción de la Inquisición limeña se extendía hasta las audiencias de Charcas, Chile y Quito, que en ocasiones actuaban con gran autonomía, después de que en 1610 se crease un nuevo distrito con sede en Cartagena.

En un comienzo, su acción se centró en la población blanca, quedando -por lo tanto- excluidos de sus pesquisas los indígenas, que constituían la parte mayor de la población. La misión primordial de la Inquisición era combatir la herejía pero pronto sus atribuciones se ampliaron a la persecución de la blasfemia, la bigamia o la hechicería. Así, desde el primer momento, los procesos por herejía representaron en el tribunal limeño una pequeña parte del total de causas. Dentro de los condenados por luteranismo fue significativo el número de los extranjeros, incluyendo a algunos corsarios ingleses, entre ellos un sobrino de Francis Drake, tres de los cuales acabaron en la hoguera. Pero el mayor número de condenas a la última pena se dio entre los judaizantes, en su mayor parte portugueses. Solo un natural de Lima fue condenado a la hoguera: el bachiller Juan Bautista del Castillo, por proposiciones contra la fe. El mayor número de causas —blasfemia y delitos relacionados con la sexualidad— perseguía mantener el orden de valores y la moralidad establecidos y se saldaban con la reconciliación y pequeñas penas espirituales.

A partir de 1620 la actuación del tribunal se redujo notablemente, con la excepción del proceso a los judaizantes portugueses de 1639, once de los cuales fueron quemados.

En el siglo XVIII tan solo se celebró un auto público de fe, en 1736, y en él se dictó la última sentencia de muerte, recaída contra la judaizante María Francisca Ana de Castro.

El último autillo de fe se celebró el 17 de julio de 1806. En los tiempos finales se incorporaron a los tipos delictivos algún caso de pertenencia a la francmasonería y lectura de libros prohibidos. En 1813, el Tribunal de la Inquisición fue abolido por las Cortes de Cádiz y la sede limeña fue objeto de saqueo. Todavía fue restablecido tras la llegada de Fernando VII al poder, pero su existencia fue más que nada testimonial hasta su definitiva supresión en 1820.

Este rígido y severo tribunal, cuya jurisdicción se extendía a los territorios de Perú, Bolivia, Chile, Uruguay, Paraguay y Argentina, envió a la hoguera en sus más de doscientos años de existencia a treinta y dos personas, de las que veintitrés lo fueron tras ser condenadas por judaizantes, seis como herejes protestantes —todos ellos extranjeros—, dos por delito de proposiciones y uno por alumbrado. Todos eran blancos y solo uno criollo. Además, el tribunal sentenció a unas 1474 personas a penas diversas.[20]

La educación virreinal estuvo sometida a los moldes europeos y se caracterizó por el memorismo, la religiosidad, la rigurosidad y el clasicismo. En ella influenció y desempeñó gran papel la Iglesia a través de sus órdenes religiosas, destacando en esta labor los jesuitas.

La implantación de la educación siguió en orden inverso al de la educación actual, es decir, primero se implantó la educación superior, después el grado intermedio y, por último, la educación elemental.

La educación básica se dio a través de las escuelas conventuales, parroquiales y las escuelas misionales. Allí se enseñaba a leer a los niños, escribir, cantar, así como los preceptos básicos. Las mujeres estuvieron casi marginadas del proceso educativo. También existían colegios menores que eran dirigidos a párrocos e indígenas. Los objetivos eran enseñar a leer, escribir, además, a catequizar.

La educación intermedia en el virreinato del Perú se dio en los colegios mayores y de caciques; estos asumían una mezcla de lo que hoy se conoce como educación secundaria o intermedia.

Los colegios mayores cumplían una suerte de función auxiliar con determinadas universidades, como el caso de los colegios San Felipe y San Martín, que servían de internado para los alumnos de la Universidad de San Marcos.

Entre los principales colegios mayores se puede mencionar los siguientes:

Los colegios de caciques como el Colegio San Francisco de Borja en el Cusco, se implementaron, entre otros motivos, como parte de las medidas de extirpación de idólatras, a fin de adoctrinar a caciques e hijos de caciques en la doctrina católica, en la gramática castellana, en el latín, en los cánticos religiosos, etc., y que ellos, a su vez influyan sobre las poblaciones indígenas aún no asimilados al catolicismo. Fueron notables los colegios el príncipe de Lima y San Borja del Cuzco.

Además de estos dos tipos de colegios, existieron en el virreinato los seminarios, que formaban a los futuros sacerdotes. Entre ellos se cuenta el de Santo Toribio de Mogrovejo (Lima), San Antonio Abad (Cuzco), San Cristóbal (Huamanga), San Jerónimo (Arequipa), San Marcelo y San Carlos (Trujillo).

La enseñanza propiamente superior se brindaba en las universidades. La enseñanza universitaria en el Perú se inauguró en 1551 con la fundación de la Real y Pontificia Universidad Mayor de San Marcos en Lima, por obra de los dominicos, la fue la institución de educación superior más antigua del continente americano y la primera universidad de América que fue oficial y solemnemente constituida, es decir, con todas las formalidades reales y canónicas exigidas en la época.

Otras importantes universidades fundadas en el virreinato fueron:

Contribuyeron a la educación, como a la difusión de la cultura en el virreinato peruano, la instalación de la imprenta, en Lima, en 1581, a cargo de Antonio Ricardo. En 1583, previas licencias respectivas, se publicó el primer libro, Doctrina cristiana y catecismo para la instrucción de los nativos americanos, escrito en tres idiomas: español, quechua y aimara (consagrado como el primero de su género en América). Otras publicaciones aparecieron en 1594, en tiempos del virrey García Hurtado de Mendoza, con motivo de la captura del corsario Hawkins.

Los inicios fueron restringidos pues solo se podía imprimir con el permiso y conocimiento de La Corona. Las obras trataban generalmente sobre temas religiosos y gramática quechua. En el siglo XVII la imprenta aumenta su producción y se imprimen libros de interés médico y crónicas históricas; pero cobraría importancia años después con el ingreso del periodismo.

El periodismo propiamente dicho, hace su aparición en la segunda mitad del siglo XVII, con La Gaceta de Lima, que apareció en 1744, su finalidad informativa fue de carácter local, sin proyecciones a mayor ámbito virreinal y solo se publicó hasta 1777.

Pero el primer diario, en toda su extensión de la palabra, lo fundó un joven de veintiséis años llamado Jaime Bauzate y Meza en 1790; se llamó El Diario de Lima, Erudito y Comercial, el cual insertaba en sus páginas variadas noticias, informaciones y avisos (considerado la primera publicación del continente). Al año siguiente, en 1791, se fundó el periódico más importante en su jerarquía intelectual, cultural y patriótica, El Mercurio Peruano, auspiciado por La Sociedad de Amantes del País y gran difusor de la Ilustración. Le siguen El Peruano, El Satélite del Peruano, La Gaceta del Gobierno de Lima, El Peruano Liberal, El Verdadero Peruano, El Argos Constitucional, El Investigador; que fueron los periódicos que circularon casi al terminar el siglo XVIII y comienzos del siglo XIX; todos ellos difundieron las ideas liberales de la Ilustración, convirtiéndose en los voceros de la actividad independiente.

El arte durante los primeros años virreinales fue exclusividad de los religiosos y su uso tuvo un fin práctico, principalmente en el adoctrinamiento.

La ciudad de Lima jugó un rol preponderante en el desarrollo del arte en el virreinato del Perú. Su rápido crecimiento urbano, la acumulación de riqueza por parte de los encomenderos y la construcción de templos e iglesias fueron motivos para la demanda de pinturas y esculturas de las principales ciudades de los reinos españoles. Especial preferencia se tuvo por las obras provenientes de Flandes e Italia, aunque las obras sevillanas y andaluzas tuvieron igualmente gran demanda.

Lima, como centro político del más importante virreinato durante el siglo XVI, fue plaza importante para destacados artistas que no dudaron en venir y ofrecer su arte a la Iglesia. Destacan Angelino Medoro, Bernardo Bitti, Mateo Pérez de Alesio, entre otros.

Otro rasgo importante en la evolución de las artes durante el virreinato lo constituye la exquisitez de la arquitectura religiosa. Los templos fueron encomendados a alarifes que dominaban las técnicas de la edificación en piedra y barro, por lo que erigieron obras de buena factura, muy superior a las realizadas en otras partes del continente.

En el interior del virreinato la situación no fue diferente. En Cuzco, Arequipa, Cajamarca, Huamanga, Puno y Trujillo hubo una clara tendencia hacia la búsqueda de lenguajes propios, basados en la utilización de elementos locales. La utilización del sillar en Arequipa o la Piedra en el Cuzco es muestra clara de la adaptación del arte europeo y su transformación para el uso local.

El barroco dominó casi por dos siglos las artes en el Perú e impuso su sello en la pintura, escultura, arquitectura, música y literatura.

El siglo XVIII se caracterizó por la llegada de nuevas tendencias procedentes de Francia, Austria y Alemania. Las artes ya no fueron exclusividad de los religiosos, por el contrario, fueron los civiles y la corte los principales compradores de estas tendencias. Uno de estos estilos fue el rococó. Impulsado por los reyes borbónicos, este estilo manifiesta un gusto exquisito y refinado, mostrándose principalmente en la pintura y la arquitectura. Destaca la torre de la catedral de Santo Domingo, bello ejemplo de rococó en el Perú y atribuida al diseño del mismo virrey Manuel Amat y Juniet.

Por otro lado, los indígenas fueron apropiándose poco a poco del lenguaje artístico traído por los españoles. Otros, los más hábiles, lograron plasmar sus creencias en pinturas representativas de la Sagrada Familia, superponiendo para ello elementos andinos sobre figuras sagradas.

En la etapa inicial del virreinato la pintura recibió, aparte de la evidente influencia española, una determinada influencia italiana, debido a la llegada de muchos artistas de ese país al Perú. El primer italiano en llegar fue el jesuita Bernardo Bitti, quien desde 1575, difundió su obra por todo el virreinato, a pesar de que su taller se encontraba en Lima. Con la llegada de Bitti se produce la época de mayor auge de la influencia del renacimiento italiano en el virreinato. Junto al maestro jesuita Bernardo Bitti destacan, dentro de la corriente italiana llegada al Perú, Mateo Pérez de Alesio y Angelino Medoro.

Los primeros síntomas de las nuevas corrientes naturalistas barrocas llegaron al virreinato peruano con las pinturas encargadas en 1608 por el provincial de la Orden de Santo Domingo a los sevillanos Miguel Güelles y Domingo Carro para el convento de Nuestra Señora del Rosario o de Santo Domingo de Lima. La serie, dedicada a la vida de santo Domingo de Guzmán, debía constar de cuarenta y un lienzos de los que se conservan treinta y seis. Aunque desiguales de factura, se advierte en ellos una combinación de idealismo aún manierista e incipiente naturalismo muy característica de la pintura sevillana del momento y que iba a serlo también de la pintura local del siglo XVII.[21]​ En este siglo la proliferación de artistas españoles propició la apertura de varios talleres no solo en Lima, sino también en las principales ciudades del virreinato peruano. Estos talleres tuvieron en Zurbarán (artista español, 1598-1664) uno de sus principales referentes. Muchos de sus cuadros fueron copiados o sirvieron de molde para nuevas producciones. De igual manera, algunas de sus obras llegaron al Perú y fueron motivo de orgullo y satisfacción para la orden religiosa que lo había encargado (En Lima algunas de sus obras se pueden apreciar en la iglesia de la Buena Muerte).

En el siglo XVII, surgió una pintura mestiza, cuya máxima expresión sin duda se dio en el Cuzco; convirtiéndose así en uno de los referentes pictóricos más importantes del virreinato. La presencia de Bernardo Bitti (1583-1585 y 1596-1598) en el Cuzco tuvo un gran impacto en la plástica cusqueña. Sin embargo, a pesar de que el "movimiento italiano" fue base para muchas de las obras producidas en esta ciudad, lo cierto es que se empezó a dejar elementos y a incorporarse otros propios de la región. En otras palabras, se desarrolló con los años una personalidad y lenguaje diferenciado que sin duda reflejan la personalidad de los pintores (la gran mayoría andinos y mestizos) y también cual era su base de inspiración (fue Rubens el artista predilecto por los talleres cusqueños), dando así lugar al estilo denominado “Escuela cuzqueña de pintura“; que se caracteriza por el colorido brillante y profusa riqueza de los retratos y marcos. Sus principales representantes fueron: Diego Quispe Tito, Basilio de Santa Cruz Pumacallao, Juan Espinoza de los Monteros, Marcos Zapata, Basilio Pacheco; aunque la mayoría de los obras de esta escuela es de artistas anónimos fueron los verdaderos impulsores de la corriente cusqueña pues a su trabajo le añadieron los elementos propios de la cultura local.

Durante el siglo XVIII, Lima continuó produciendo pinturas barrocas de gran influencia hispana. Sin embargo el arte ya no fue exclusividad de la iglesia. La corte virreinal y la nobleza tuvieron acceso a la pintura a través de los retratos. Estas pinturas eran más festivas y con un lenguaje pictórico mucho más profuso que el del siglo anterior. Las pinturas de Cristóbal de Lozano y Cristóbal de Aguilar son las más afamadas, pues retrataron a los virreyes más importantes del siglo de las luces.

La arquitectura virreinal alcanzó su máxima expresión en la edificación de iglesias, claustros, casas y mansiones señoriales, y en menor medida fortalezas y cuarteles. Su desarrollo fue incentivado fundamentalmente por la actividad religiosa, la cual construyó catedrales, claustros y conventos urbanos y rurales, dispersos por toda su geografía. La mayoría de las iglesias de fines del siglo XVI poseían planta gótico-isabelina con nave alargada y separada por presbiterio o capilla mayor por un gran arco denominado toral. Sin embargo, son pocos los ejemplos de arquitectura del siglo XVI. Algunas casas-patio de Lima y Cuzco, y ciertas iglesias en provincia son la única muestra de las construcciones de aquella época. Del siglo XVI destacan la casa de Jerónimo de Aliaga en Lima, La Merced en Ayacucho, la Iglesia de San Jerónimo en Cuzco y la Asunción en Juli, Puno.

El siglo XVII estuvo marcado por la llegada del barroco. Este estilo llegó al Perú en un momento de gran madurez artística de los alarifes afincados en el Perú. La reinterpretación del estilo y su adaptación al medio local hicieron de la arquitectura virreinal peruana una expresión nueva y original del barroco americano. Mientras el barroco se afianzaba, en el Perú hubo un cambio en la construcción y diseño de las naves. Las iglesias dejarían las plantas isabelinas y se adaptaron a la cruz latina con bóveda de cañón y cúpulas en el crucero. Son ejemplo del barroco San Francisco el viejo, iglesia de las Trinitarias, iglesia de La Merced, la Portada del Perdón de la Catedral de Lima, Santo Domingo, San Francisco, Santa Catalina en Cuzco, etc. A este estilo también pertenece el Palacio de Torre Tagle. Otro estilo que tuvo mucha aceptación en el Perú virreinal fue el churrigueresco, ejemplos de esto lo constituyen los templos de San Agustín y San Marcelo en Lima así como los retablos en pan de oro de muchas de las iglesias virreinales del Perú.

En la segunda mitad del siglo XVIII aparece el rococó por influencia francesa, en el virreinato; dejando ejemplos de su estilo, la iglesia de las nazarenas y la Quinta Presa en Lima; la Casa del Almirante en Cuzco, etc. Al final del siglo XVIII surge el estilo arquitectónico neoclásico que tuvo su inspiración en los moldes de la Grecia antigua y la roma imperial. Corresponde a este estilo los retablos de la Catedral de Lima, la fachada de la iglesia de San Pedro, el altar mayor de la iglesia de San Francisco, etc.

En las ciudades, la vivienda tuvo una fuerte influencia peninsular, especialmente andaluza. Fueron casas de uno o dos pisos, con un zaguán en el ingreso. Usualmente, este zaguán permanecía abierto todo el día pues a él llegaban los vendedores ambulantes o las visitas. Un patio dominaba el ingreso rodeado de los dormitorios y habitaciones principales. En el primer piso se encontraba la sala que usualmente conectaba a un segundo patio y finalmente a la cocina. Muchas casas en Lima tuvieron huertas en las que cultivaban productos de pan llevar. Las casas de dos pisos tuvieron usualmente un balcón cerrado por donde se podía observar la calle. En el siglo XVI y XVII estos balcones poseían celosías, a fines del XVIII y principios del XIX se construyeron bajo los cánones del neoclasicismo y del estilo imperio, imponiéndose el uso de ventanas de guillotina, como se puede apreciar en la Casa de Osambela en Lima. Los balcones de Lima le confirieron a esa ciudad una personalidad propia, ya que en ninguna ciudad americana existieron tantos balcones como en la capital del virreinato del Perú.

La escultura, al igual que todas las artes, fue introducida al virreinato peruano por la iglesia. La escultura virreinal produjo obras maestras, tanto por la delicadeza y la minuciosidad en los detalles, como por la magnífica expresión del conjunto. Se esculpieron, mayormente, imágenes religiosas, para embellecer los altares, en los que predominaba el dorado y la policroma; igualmente, otras estatuas de santos, como aquellas que adornan las fachadas de los templos, a la vez de altares, púlpitos y confesionarios. En todos los casos se empleó mayormente, la madera y excepcionalmente la piedra. La presencia de maestros españoles durante el siglo XVI y principios del XVII consolidó a Lima como importante fuente de producción escultórica.

Entre los más importantes escultores del virreinato figuran Juan Martínez de Arrona, excelente ebanista especializado en cajonería religiosa. Su obra más importante es la Cajonería de la Catedral (1608) realizada bajo los cánones del renacimiento pues debía armonizar con el estilo de Francisco Becerra, alarife de la catedral. Otro importante escultor fue Pedro de Noguera, autor de la Sillería de la Catedral (1632), acaso la obra escultórica más bella de Lima construida en el siglo XVII. De los talleres del andaluz Juan Martínez Montañés (1568-1649) destaca el retablo del Monasterio de la Concepción (actualmente se encuentra en la Catedral de Lima). Este gran retablo describe en sus relieves la vida San Juan Bautista y fue enviado, desde Sevilla, durante quince años a la Ciudad de los Reyes (1607-1622).

Otra obra importante es la escultura de Melchor Caffa titulada "El tránsito de Santa Rosa" (1699). De origen maltés, Caffa se educó en Roma, por lo que la obra en honor a la santa peruana posee bastante parecido con la Santa Teresa de Jesús de Bernini.

En el siglo XVII, ocupa un lugar especial la obra del mestizo Baltazar Gavilán. Con un manejo exquisito del barroco, sus obras imprimen un realismo sin precedentes en la plástica peruana. Destacan La dolorosa realizada para el convento de San Francisco y La Muerte, para la iglesia de San Agustín. De 1.95 m, esta escultura representa el fin de la vida (esqueleto con un arco y flecha en la mano) y según una tradición de Ricardo Palma fue el mismo Gavilán víctima de esta obra, pues, cuenta la leyenda, que tras una pesadilla el autor se levantó y a media luz se encontró con la horrible figura de "La muerte", muriendo de la impresión.

Las primeras manifestaciones literarias del Perú virreinal recibieron marcada influencia renacentista e italiana, expresada en los depurados modelos grecolatinos en prosa y verso (gusto aristocrático). Luego, el florecimiento de la literatura española entre los siglos XVI y XVII, el llamado siglo de oro, sentaron su influencia sobre las letras peruanas, pero sus características, al fusionarse con el espíritu del Perú virreinal, dieron resultados que prestigian a la literatura mestiza.

Los principales representantes fueron:

Las representaciones escénicas o teatrales surgieron a comienzos del virreinato. Fueron los jesuitas, hacia el año de 1568, los primeros en inaugurar representaciones al aire libre en la plazuela de San Pedro (Lima). Estas funciones se hacían en las tardes; pero después, se programaron en horario nocturno.

Es así que a inicios del virreinato, las primeras presentaciones teatrales se daban en los atrios de las iglesias, con el público en la plaza frente del templo, con el transcurso de los años, las presentaciones eran sobre tabloides de madera ubicados en el centro de la plaza, finalmente, ya cuando el teatro entra en apogeo, las presentaciones teatrales se daban en coliseos, como el denominado coliseo de las comedias de Lima (las comedias gozaban de la predilección del público antes que el drama). El teatro virreinal principalmente en la Ciudad de los Reyes (Lima) ya se había beneficiado con mejoras en infraestructura hasta el siglo XVIII, desafortunadamente el terremoto de 1746 destruyó el Teatro principal de la ciudad, Inmediatamente fue reconstruido por el dramaturgo e icono de la Ilustración y el pensamiento intelectual rebelde, Pablo de Olavide, lo que originó un conflicto entre la iglesia y la administración virreinal porque los principales templos de Lima demandaban reparaciones, en ese sentido acusaban de gasto impío aquella reconstrucción del teatro, como era lógico el limeño Pablo de Olavide fue señalado responsable, entonces deshonrado Olavide viaja a España y es allí donde reforma la escena teatral con su espíritu rebelde.

El Teatro Principal de Lima, hoy llamado Teatro Segura, aún existe.

Además de Olavide, logró celebridad como dramaturgo el intelectual Pedro de Peralta Barnueva, quien compuso obras que constituyen la representación peruana en el teatro hispanoamericano, como el drama “triunfo de amor y poder”, y la comedia “Afectos vencen fuerzas”.

Asimismo, se destaca el drama incaico, compuesto en quechua, denominado Ollantay, aparecido en el siglo XVIII, donde el párroco Pedro Valdés, quien recogió la leyenda incaica, y la adoptó con mentalidad europea para su puesta en el teatro.

Se destacó en el siglo XVIII a una gran actriz, que se convirtió en un antecedente de las grandes divas que proliferaron en el siguiente siglo: Micaela Villegas y Hurtado (1748-1819), más conocida como La Perricholi, considerada la reina de los escenarios limeños. Fue y sigue siendo fuente de inspiración para una vasta producción intelectual que abarca géneros diversos de obras poéticas, dramáticas, musicales, cinematográficas y de las artes plásticas.

Durante el virreinato, el ejercicio de la oratoria estuvo circunscrito a la oratoria de carácter religioso y sacramental. En este aspecto destacaron los jesuitas por sus sermones dominicales o en las grandes festividades también se cultivó esta actividad en la enseñanza, especialmente en los colegios máximos y, preferentemente, en la cátedra universitaria.

El conocimiento médico durante el virreinato fue rudimentario y empírico. A pesar de enseñarse en las universidades, la medicina se restringió a aminorar las dolencias que no causaban muerte, como el caso de un resfrío o torceduras de huesos. Cuando el enfermo se agravaba el médico ya no tenía mucho por hacer pues no poseía la técnica ni los conocimientos necesarios para curar enfermedades como el cáncer, hidropesía, apoplejía, "alfombrilla" o tercianas, muy comunes y estudiadas durante el virreinato.

Fue común que los barberos, entre sus muchas actividades, se dedicaran a la práctica empírica de la medicina. Los escritos indican que fueron especialistas en sacar muelas y en preparar ungüentos y "parches" para los huesos. Barbero y médico empírico fue San Martín de Porres antes de consagrarse hermano lego dominico.

Por decisión de la Corona española, la ciudad de Lima, fundada originalmente con el nombre de Ciudad de los Reyes, fue la capital y el centro político y administrativo del virreinato del Perú. Era la ciudad más rica y poderosa del continente en los siglos XVII y XVIII. El comercio de la zona estaba concentrado en el puerto del Callao al cual llegaban todos los navíos provenientes de Panamá teniendo una suerte de monopolio en el comercio regional, esto provocó el asedio de los corsarios, el más famoso de ellos fue Francis Drake. Para evitar estas invasiones el virrey Melchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata, mandó a construir las célebres murallas limeñas.

La riqueza encontrada y extraída del territorio del antiguo Imperio inca, además de los yacimientos minerales de Potosí y Charcas, dio la posibilidad de una vida social intensa y llena de ostentosos dispendios.[cita requerida]

En Lima, la tres veces coronada ciudad, se fue creando un boato, una magnificencia, una opulencia y una vida cortesana de un nivel al que llegaban escasas capitales europeas.[cita requerida]

La autoridad del virrey, como representante del rey era particularmente importante, ya que este destino suponía un ascenso político y social y la culminación de una carrera en la administración indiana.

Las llegadas a Lima de los nuevos virreyes eran especialmente fastuosas. Para la ocasión, se adoquinaban las calles con barras de plata desde las puertas de la ciudad capital hasta el Palacio del Virrey. A todo lo largo de esta misma vía, se levantaban arcos al estilo del Imperio romano,[cita requerida] adornados con pinturas y esculturas. Además, el virrey disponía para su persona de un cuerpo de protección y escolta, la Compañía de Gentiles hombres, Lanzas y Arcabuces.

Bajo el gobierno del último jefe político superior, el general José de la Serna, la ciudad del Cuzco se convirtió en la capital del gobierno español del Perú durante el Trienio Liberal, estableciéndose allí el 31 de diciembre de 1821, y trasladando la sede del gobierno al Cuzco el 30 de enero de 1822[22]​ hasta finalizar todos los actos de gobierno liberal en el año 1824 tras la restauración absolutista, y debido a la capitulación de sus ejércitos en la Batalla de Ayacucho, el traspaso de poderes al último representante interino de la Corona Pío de Tristán y Moscoso que acuerda con el ejército libertador acabar con la violencia y todo derramamiento de sangre en el Perú.



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