La historia contemporánea de España es la disciplina historiográfica y el periodo histórico de la historia de España que corresponde a la Edad Contemporánea en la Historia Universal. Sin embargo, convencionalmente la historiografía española suele considerar como hito inicial no a la Revolución francesa, ni la Independencia de Estados Unidos o la Revolución industrial inglesa, sino un acontecimiento local decisivo: el inicio de la guerra de la Independencia de España (1808).
El estallido de la Revolución francesa (1789) alteró el equilibrio internacional europeo, poniendo a España en una de las fronteras del foco revolucionario. Las medidas destinadas a evitar el contagio fueron eficaces, pues más allá de aislados grupos de simpatizantes (conspiración de Picornell, 1795), el consenso social en España fue contrarrevolucionario, activamente impulsado por el clero y controlado por la Inquisición, que actuó de cordón sanitario. En cambio, fracasó el intento de la Primera Coalición de acabar militarmente con la Francia revolucionaria (que en la frontera hispano-francesa se concretó en la guerra de los Pirineos o del Rosellón, 1793-1795). Tras la reconducción del proceso interno francés (reacción thermidoriana, 1794) hacia el poder personal de Napoleón (1799), las prioridades españolas cambiaron, y se optó por renovar la tradicional alianza franco-española (Pactos de Familia) a pesar de que no fuera ya un rey Borbón sino políticos plebeyos, o un autocoronado emperador Bonaparte, quienes ocuparan el poder o se sentaran en el trono de París, y de que tales advenedizos mantuvieran la legitimidad revolucionaria que había llevado a la guillotina a Luis XVI, primo del rey de España.
Desde 1792, el validazgo de Manuel Godoy, un ambicioso militar de oscuro origen protegido por la reina, ennoblecido con el título de príncipe de la Paz (por la Paz de Basilea, 1795), desplazó del poder a la élite aristocrática ilustrada que venía gobernando el país desde el reinado de Carlos III (Floridablanca, Aranda, Jovellanos), en algunos casos llevándoles literalmente al destierro o a la cárcel. El limitado éxito de la guerra de las naranjas contra Portugal (1801) consiguió un mínimo reajuste fronterizo (Olivenza); pero mucho más decisivas fueron las graves consecuencias de la batalla de Trafalgar (21 de octubre de 1805), donde se perdió la mejor parte de la Marina española. A pesar de la derrota, la vinculación de la posición de Godoy a la subordinación al emperador (que había conseguido victorias decisivas en las campañas terrestres en Europa central) llevó a la firma del Tratado de Fontainebleau de 1807, que preveía la invasión conjunta de Portugal (punto débil en el bloqueo continental contra Inglaterra) y que de hecho sirvió para que varios cuerpos de ejército francés ocuparan zonas estratégicas de España.
A España
¿Quién prevalece en la guerra?
Inglaterra
¿Y quién saca la ganancia?
Francia
La profunda crisis económica del cambio de siglo mostró de forma dramática la debilidad estructural del Antiguo Régimen en España, ante la que la crisis fiscal de la Monarquía (Francisco Cabarrús, Banco de San Carlos), y la crisis comercial y financiera provocada por las guerras, solo eran un aspecto coyuntural. De causas mucho más profundas era el agotamiento del ciclo demográfico alcista del siglo XVIII, no acompañado por reformas agrarias que permitieran un aumento significativo de la producción (el Informe de Jovellanos en el interminable Expediente de la Ley Agraria (1795), como el resto de proyectos ilustrados desde el Catastro de Ensenada (1749), no se llegó a materializar por la oposición de los poderosos grupos privilegiados a los que afectaba; las únicas excepciones habían sido el recorte de los privilegios de la Mesta por Campomanes entre 1779 y 1782 y las tímidas políticas liberalizadoras del mercado de granos —moderada tras el motín de Esquilache de 1766— o del comercio con América (1765 y 1778)) lo que condujo a crisis de subsistencias, al hambre y al aumento del descontento social.
La importancia científica y estratégica que habían alcanzado las expediciones españolas (expedición de la vacuna, 1803) y la prometedora situación de la ciencia y la tecnología españolas, que había alcanzado una posición solo algo más retrasada que la de los países europeos más avanzados; se deterioraron dramáticamente ante la incapacidad del Estado de seguir sosteniendo unos esfuerzos que el atraso de la estructura socioeconómica no estaba en condiciones de suplir por una iniciativa privada incomparablemente más débil que la que en la Inglaterra de la época estaba protagonizando la revolución industrial. La persecución o el desprecio a los que fueron sometidos algunos de los principales impulsores de la modernización científico-tecnológica española (Alejandro Malaspina, Agustín de Betancourt) terminó beneficiando a otras naciones (como ocurrió con la más prometedora de todas las empresas: las investigaciones americanas de Alexander von Humboldt, iniciadas bajo patrocinio español).
La impopularidad cada vez mayor de Godoy llevó a la formación de un partido fernandino dentro de la Corte, que preparó el motín de Aranjuez, un golpe de Estado que logró deponer al válido y la abdicación del rey Carlos IV en su hijo mayor Fernando VII, quien, a pesar de ello, no consiguió asentarse en el trono a causa de la intervención de Napoleón, que consiguió llevar a toda la familia real a reunirse con él en Francia, virtualmente como prisioneros.
El escandaloso comportamiento de la corte, la familia real y los altos funcionarios de la burocracia y el ejército ante la ocupación militar francesa y las maniobras políticas de Napoleón condujeron a un estallido social cuya expresión documental quedó fijada en el Bando de los alcaldes de Móstoles posterior al levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid. La rápida difusión del documento se hizo simultáneamente a la creación de Juntas locales que, de forma más o menos explícita, se arrogaban una representación soberana en nombre de un rey cautivo (Fernando VII el Deseado); lo que condujo a formas políticas cada vez más revolucionarias: primero una Junta Suprema Central (25 de septiembre de 1808), dominada por figuras ilustradas (Floridablanca y Jovellanos), y luego un Consejo de Regencia que convocó las Cortes de Cádiz (24 de septiembre de 1810), donde el grupo político de los liberales (denominación autóctona que se terminó extendiendo al vocabulario político internacional —Diego Muñoz Torrero, Agustín Arguelles, el conde de Toreno—) consiguió imponerse al de los absolutistas (Bernardo Mozo de Rosales, Pedro de Quevedo y Quintano —obispo de Orense e inquisidor general—) en la redacción de la Constitución de 1812 (19 de marzo, por lo que fue llamada la Pepa) y en una legislación que desmontaba las bases económicas, sociales y jurídicas del Antiguo Régimen (bienes eclesiásticos, mayorazgos, señoríos, Inquisición, etc.)
Paralelamente, buena parte de la élite social e intelectual, por convicción o por comodidad, pasó a colaborar con las autoridades impuestas por Napoleón, recibiendo el nombre de afrancesados (Mariano Luis de Urquijo, Cabarrús, Meléndez Valdés, Juan Antonio Llorente, Leandro Fernández de Moratín y un larguísimo etcétera, en el que se incluyó el propio Goya). José I de España (José Bonaparte o Pepe Botella), hermano de Napoleón, que ya había sido designado por este como rey de Nápoles, fue llamado a ocupar el trono vacante de España. El hecho de que fuera el primer rey que gobernó teóricamente bajo una constitución o carta otorgada (el Estatuto de Bayona de 8 de julio de 1808) le convierte en el primer rey constitucional de una España constituida en Estado liberal según los criterios del Nuevo Régimen, en este caso impuestos por los ocupantes cuatro años antes de que los diputados gaditanos consiguieran construir de forma autónoma el concepto de soberanía nacional.
Las campañas militares se sucedieron con espectaculares alternativas. A un inicial éxito del ejército español dirigido por el general Castaños, que consiguió derrotar y capturar en la batalla de Bailén (19 de julio de 1808) a un cuerpo de ejército francés, en lo que constituyó la primera gran derrota terrestre de las guerras napoleónicas, respondió el propio Emperador con su presencia física en la Península, y una masiva ocupación del territorio que dejó únicamente unos pocos enclaves asediados, entre ellos, el propio Cádiz, protegido por la flota inglesa con base en Gibraltar.
Los sitios de Zaragoza y de Gerona mostraron una resistencia épica. La resistencia popular en forma de guerrillas (el Empecinado, Espoz y Mina y el cura Merino) y el avance de tropas regulares españolas, inglesas y portuguesas comandadas por el duque de Wellington terminaron por hacer retroceder al ejército francés (batalla de los Arapiles, 22 de julio de 1812 y batalla de Vitoria, 21 de junio de 1813). Las consecuencias de la guerra en términos de muerte, hambre y destrucción de equipamiento y de la infraestructura científica española (resultado de la violencia, y en algunos casos de la premeditación, de ambas partes) fueron inmensas. La salida al exilio de los afrancesados abre el ciclo de exilios políticos españoles que se renovará sucesivamente con cada cambio de régimen hasta 1977.
Defensa del Parque de Artillería de Monteleón, por Sorolla, pintura de historia sobre un episodio del levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid.
José Bonaparte, rey de España, por Gérard.
La rendición de Bailén, por José Casado del Alisal, pintura de historia sobre la batalla de Bailén de 1808, con una composición basada en La rendición de Breda, de Velázquez.
Agustina de Aragón durante los sitios de Zaragoza, en un cuadro pintado por David Wilkie en 1828.
En los territorios españoles de América, las noticias de 1808 causaron una movilización social semejante solo en parte a la que ocurrió en la Península. El vacío de poder fue también cubierto con Juntas locales, que también fueron derivando en posturas cada vez más revolucionarias. En su caso, caracterizadas por el independentismo cada vez más obvio del grupo social de los criollos, que culminó en declaraciones de independencia. La acogida a los diputados americanos en las Cortes de Cádiz, que concibió la nación española definida en la Constitución como la reunión de los españoles de ambos hemisferios, no representó una oferta lo suficientemente atractiva como para impedir que los movimientos independentistas, apoyados por Inglaterra, siguieran el ejemplo de las anteriores emancipaciones de Estados Unidos y Haití, negándose a ningún tipo de solución intermedia que no fuera la independencia absoluta. La imposición militar de la autoridad española sobre los núcleos independentistas no consiguió ser los suficientemente sólida, especialmente tras el pronunciamiento de Rafael del Riego en Cabezas de San Juan (enero de 1820), que desvió hacia el conflicto interno peninsular las tropas previstas para ser embarcadas hacia América. Las campañas de Simón Bolívar desde Venezuela y José de San Martín desde Argentina acorralaron en los Andes centrales a las últimas tropas españolas, que fueron derrotadas definitivamente en la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824). La independencia de México y América Central se produjo de forma autónoma y relativamente pacífica, estableciéndose el mandato personal, con título de Emperador, de Agustín de Iturbide. Solo Cuba y Puerto Rico, además de Filipinas, quedaron sujetas a la metrópoli, situación que duraría hasta 1898.
La liberación de Fernando VII por Napoleón (Tratado de Valençay, 11 de diciembre de 1813) significó la no continuación de las hostilidades por parte de España, lo que de cara al futuro significó la pérdida de todo apoyo británico. En el interior, los absolutistas (o serviles, como eran denominados por los liberales) se configuraron ideológicamente en torno a un documento: el Manifiesto de los Persas, que solicitaba al rey la restauración de la situación institucional y sociopolítica anterior a 1808. Incluso se escenificó una espontánea recepción del rey por el pueblo, que desenganchó los caballos de su carruaje para tirar de él por ellos mismos, al grito de ¡Vivan las cadenas!. Receptivo de esas ideas, Fernando se negó a reconocer ninguna validez a la Constitución o a la legislación gaditana, y ejerció el poder sin ningún tipo de límites. Comenzó una activa persecución política, tanto de los liberales (por muy fernandinos que fueran) como de los afrancesados.
Tampoco los militares se libraron de la purga, consciente el rey de que no podía fiarse de la mayor parte de un ejército que ya no era la institución estamental del Antiguo Régimen, sino formado en su mayor parte por jóvenes promocionados por méritos de guerra, hijos segundones que en otras circunstancias se hubieran convertido en clérigos, o incluso antiguos clérigos que habían colgado sus hábitos, o guerrilleros de cualquier origen social. Muchos de los que no salieron al exilio fueron encarcelados, desterrados o perdieron sus cargos (como el Empecinado). Más fiabilidad para el control social se esperaba de una institución restablecida: la Inquisición.
La única posibilidad de retomar el proceso revolucionario liberal era el pronunciamiento militar, que se intentó repetidamente, siempre sin éxito, lo que condujo a nuevos exilios (Espoz y Mina). Juan Díaz Porlier, Joaquín Vidal o Luis Lacy y Gautier mueren en acción, o son detenidos y fusilados.
Los restaurados privilegios de nobleza y clero agravaron la quiebra del sistema fiscal, convertida en crónica por los intereses de la deuda y en imposible de equilibrar por la pérdida de las rentas americanas. Presionado por Estados Unidos, el rey obtiene algunos recursos financieros por la venta de las Floridas; que se emplean en la compra al zar ruso Alejandro I de una flota de barcos que debería transportar un ejército a América. Los retrasos resultantes del mal estado de esos barcos (algunos no estaban en condiciones de volver a navegar) estuvieron entre las causas de que la acumulación de tropas acantonadas en torno a Cádiz se volviera cada vez un elemento políticamente más peligroso.
El ejército expedicionario no partió a sofocar la revolución americana, sino que el 1 de enero de 1820 se convirtió él mismo en un ejército revolucionario, en nombre de la Constitución y bajo las órdenes del coronel Riego. Tras un accidentado periplo, se logró que las noticias de la rebelión convocaran la adhesión de las ciudades organizadas de nuevo en Juntas; mientras que el rey queda reducido a la inacción por falta de militares dispuestos a apoyarle. Finalmente jura la Constitución de Cádiz con la famosa frase «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». La evidencia de la insinceridad de tal juramento quedó reflejada en la letra del Trágala, una canción satírica convertida en himno liberal.
Durante el Trienio las Sociedades Patrióticas y la prensa procuraron la extensión de los conceptos liberales; mientras que las Cortes, elegidas por el sistema de sufragio universal indirecto, repusieron la legislación gaditana (abolición de señoríos y mayorazgos, desamortización, cierre de conventos, supresión de la mitad del diezmo), y ejercieron el papel clave que les daba la Constitución de 1812 en nombre de la soberanía nacional, sin tener en cuenta la voluntad de un rey del que no podían esperar ninguna colaboración institucional. La división política en el espacio institucional se estableció entre los doceañistas o liberales moderados, partidarios de la continuidad de la Constitución vigente, incluso si eso significaba mantener un equilibrio de poderes con el rey); y los veinteañistas o liberales exaltados, partidarios de redactar una nueva constitución que acentuara todavía más el predominio del legislativo, y de llevar las reformas a su máximo grado de transformación revolucionaria (algunos de ellos, minoritarios, eran declaradamente republicanos). Los gobiernos iniciales fueron formados por los moderados (Evaristo Pérez de Castro, Eusebio Bardají Azara, José Gabriel de Silva y Bazán —marqués de Santa Cruz—, y Francisco Martínez de la Rosa). Tras las segundas elecciones, que tuvieron lugar en marzo de 1822, las nuevas Cortes, presididas por Riego, estaban claramente dominadas por los exaltados. En julio de ese mismo año, se produce una maniobra del rey para reconducir la situación política a su favor, utilizando el descontento de un cuerpo militar afín (sublevación de la Guardia Real), que es neutralizado por la Milicia Nacional en un enfrentamiento en la Plaza Mayor de Madrid (7 de julio). Se forma entonces un gobierno exaltado encabezado por Evaristo Fernández de San Miguel (6 de agosto).
La brevedad del periodo hizo que la mayor parte de la legislación del trienio no se llegara a hacer efectiva (la ley de venta de realengos y baldíos para los campesinos, el nuevo sistema fiscal proporcional, etc.) Únicamente cuestiones como la articulación del mercado nacional, eliminando las aduanas interiores y estableciendo un fuerte proteccionismo agrario, tuvieron alguna continuidad. También la nueva división provincial, que no obstante no se hizo efectiva hasta 1833.
La influencia de los acontecimientos de España fue trascendente en Europa, especialmente en Portugal e Italia (donde se desencadenan revoluciones similares, basadas en el modelo conspirativo de sociedades secretas y el protagonismo de jóvenes militares, que incluso toman el texto de la Constitución de Cádiz como modelo), de modo que la historiografía denomina al conjunto del proceso como revolución de 1820.
La reacción absolutista en el interior se manifestó en la decidida resistencia de buena parte del clero (especialmente del alto clero y del clero regular); apoyaron partidas de campesinos desposeídos de tierra y promovieron conspiraciones, con el obvio apoyo del rey (la denominada Regencia de Urgel). No obstante, la fuerza decisiva vino del exterior: la legitimista y reaccionaria Europa de la Restauración o del Congreso de Viena, firme partidaria del intervencionismo, no podía consentir el contagio revolucionario. Las potencias de la Santa Alianza, reunidas en el Congreso de Verona (22 de noviembre de 1822) encomendaron a un ejército francés (que recibió la denominación de los Cien Mil Hijos de San Luis) el restablecimiento del poder absoluto del rey legítimo.
La vuelta del absolutismo trajo consigo la vuelta a la represión política de los liberales. Se creó la policía política, se ahorcó a Rafael de Riego y otra nueva oleada de exiliados salió del país. Los militares liberales volvieron a recurrir a las sociedades secretas, las conspiraciones y los pronunciamientos, que de nuevo se saldaron con fracasos y ejecuciones (El Empecinado, Torrijos, Mariana Pineda, etc.) Las delaciones requeridas por la policía dieron lugar a personajes sórdidos, como la madrileña Tía Cotilla.
No obstante, a pesar de la denominación historiográfica (fruto de las vivencias de los afectados), la intensidad represiva de la ominosa fue menor que durante el sexenio absolutista; e incluso la relajación de la represión se hizo patente a medida que se acercaba el final del periodo, cuando la evidencia de que no habría un sucesor varón (incluso cuando tras tres matrimonios estériles el rey consiguió tener descendencia, fue una hija, Isabel, nacida en 1830) hizo que buena parte de la corte, en torno a la reina María Cristina y los aristócratas menos reaccionarios, presionaran al rey, cada vez más débil, para que derogara la Ley Sálica que impedía la sucesión femenina. Los elementos más absolutistas de nobleza y clero se agruparon en torno al hermano del rey, Carlos María Isidro, que de quedar en vigor la Ley Sálica sería el heredero del trono. Los cristinos vieron en el acercamiento a los elementos más moderados de entre los liberales la jugada más plausible, y se los fueron atrayendo con medidas como la amnistía de 1832-1833, que permitió que muchos volvieran del exilio. Entre tanto, los carlistas fueron valorando la salida insurreccional (Guerra de los Agraviados o Malcontents) preludiada por la actividad, en zonas rurales especialmente propicias, de grupos como Los Apostólicos.
La camarilla absolutista (el grupo cercano a la cámara real, que se vio sometido a un mecanismo de selección inversa ) se vio incapaz de solucionar la apremiante situación hacendística, sobre todo en ese momento, al haber perdido los ingresos de las colonias. No había más remedio que recurrir a políticos ilustrados. De la actividad técnica de estos surgieron la ley de minas, los aranceles proteccionistas para la industria, la promulgación del Código de comercio (1829) o la división provincial de Javier de Burgos (1833). Las tímidas transformaciones económicas estaban en la práctica abriendo la puerta al liberalismo. Tampoco los absolutistas podían contar con el apoyo exterior: la revolución de 1830 había establecido en Francia una monarquía burguesa (la de Luis Felipe).
El 29 de septiembre de 1833, la hija de Fernando VII, Isabel II, heredaba la corona sin haber cumplido los tres años, bajo la regencia a su madre María Cristina. La negativa a aceptar la sucesión por parte de los carlistas inició una verdadera guerra civil en la que los dos bandos dibujaban una fractura ideológica y social: en un bando, los partidarios del Antiguo Régimen, que a grandes rasgos eran la mayor parte del clero, y buena parte de la baja nobleza y de los campesinos de la mitad norte de España; en el otro, los partidarios del Nuevo Régimen, que a grandes rasgos eran las clases medias y la plebe urbana (encabezadas por los más concienciados políticamente: unos 13 000 exiliados a los que una nueva amnistía permitió regresar, numerosos presos que fueron excarcelados, los nuevos dirigentes locales surgidos de las elecciones municipales de noviembre, y la mayor parte de la oficialidad del ejército, a la que se permitió acceder a los puestos clave en el mando). La aristocracia se dividió siguiendo criterios de oportunidad, de implantación en el territorio y de posición en la corte. Muchas familias quedaron dolorosamente divididas, y en extensas zonas se evidenció geográficamente el enfrentamiento al quedar las ciudades, donde se organizaban juntas y se reclutaban milicias nacionales liberales, rodeadas por un campo donde se armaban partidas carlistas (los voluntarios realistas habían quedado disueltos). La movilización popular parecía recordar, en ambos bandos, la de 1808, en un caso con un espíritu claramente revolucionario, en el otro claramente reaccionario.
En la corte, los gobiernos de signo más o menos liberal (Cea Bermúdez —absolutista moderado—, Martínez de la Rosa —liberal moderado—, Mendizábal, Istúriz y Calatrava —liberales progresistas—, que inauguraron el título de Presidente del Consejo de Ministros de España —anteriormente se usaba el de Secretario de Estado—) no conseguían una victoria decisiva en la guerra y se enfrentaban a graves aprietos financieros, que no se pudieron encauzar hasta la desamortización eclesiástica o de Mendizábal, una decisión trascendental: al mismo tiempo que privaba de recursos económicos al principal enemigo social e ideológico del Nuevo Régimen (el clero), construía una nueva clase social de propietarios agrícolas de origen social variado —nobles, burgueses o campesinos enriquecidos, que en la mitad sur de España conformaron una verdadera oligarquía terrateniente— que le debían su fortuna; y al aceptar como medio de pago en las subastas los títulos de la deuda pública, revalorizaba esta y permitía la restauración del crédito internacional y la sostenibilidad hacendística (garantizada en un futuro por las contribuciones a pagar por esas tierras, antes exentas fiscalmente y ahora liberadas de las manos muertas que las apartaban del mercado). La abolición del régimen señorial no significó (como había ocurrido durante la Revolución francesa con el histórico decreto de abolición del feudalismo de 4 de agosto de 1789) una revolución social que diera la propiedad a los campesinos. Para el caso de los señores laicos, la confusa distinción entre señoríos solariegos y jurisdiccionales, de origen remotísimo e imposible comprobación de títulos, terminó llevando a un masivo reconocimiento judicial de la propiedad plena a los antiguos señores, que únicamente vieron alterada su situación jurídica y quedaron desprotegidos ante el mercado libre por la desaparición de la institución del mayorazgo (es decir, que quedaban libres para vender o legar a su voluntad, pero también expuestos a perder su propiedad en caso de mala gestión).
El anticlericalismo se convirtió en una fuerza social de importancia creciente, manifestada violentamente a partir de la matanza de frailes de 1834 en Madrid (17 de julio, durante una epidemia de cólera, del que corrieron rumores que era debido al envenenamiento de las fuentes). Al año siguiente (1835) se produjo una generalizada quema de conventos por varios puntos de España. La represión antiliberal efectuada por el bando carlista llegó a extremos con represalias de gran violencia (Ramón Cabrera el Tigre del Maestrazgo).
Institucionalmente, se gobernaba de acuerdo con una carta otorgada: el Estatuto Real de 1834, que ni reconocía la soberanía nacional ni derechos o libertades reconocidos por sí mismos, sino concedidos por voluntad real, y que introducía fuertes mecanismos de control de la representación popular (bicameralismo, elecciones indirectas con sufragio censitario muy restringido para el Estamento de Procuradores —0',15 % de la población— y un Estamento de Próceres con miembros natos de la aristocracia y el alto clero).
El texto siguió en vigor hasta que el motín de los sargentos de la Granja (12 de agosto de 1836) obligó a la reina regente a reponer la vigencia de la Constitución de 1812. Al año siguiente se recondujo la situación con un texto más conservador: la Constitución española de 1837 que, aunque basada en el principio revolucionario de la soberanía nacional, establecía un equilibrio de poderes entre Cortes y Corona favorable a esta, y mantenía el bicameralismo (con los nuevos nombres de Congreso y Senado). El sistema electoral, aunque introducía por primera vez la elección directa, seguía siendo favorable a los más ricos (un sufragio censitario solo ligeramente ampliado: 257 908 electores, un 2,2 % de la población). Se sustituyó la confesionalidad por el reconocimiento de la obligación de mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles. Se produjo en ese momento la escisión entre liberales moderados (muchos de ellos antiguos exaltados del trienio, evolucionados hacia el moderantismo) como el conde de Toreno, Alcalá Galiano y el general Narváez, que disfrutaron de la confianza de la Regente y formaron gobierno hasta 1840 (Evaristo Pérez de Castro); y progresistas como Mendizábal, Olózaga y el general Espartero (marginados de esa confianza, pero cuyo apoyo político y militar continuó siendo decisivo).
Al quedar los carlistas sin apoyo internacional y sin recursos, el general Maroto se avino a negociar la paz con Espartero (el abrazo de Vergara, 31 de agosto de 1839), dando a la oficialidad carlista la posibilidad de integrarse en el ejército nacional. La mayor parte de la nobleza carlista pasó a aceptar, con mayor o menor gusto, la nueva situación. Otra circunstancia definitoria del Nuevo Régimen, el centralismo político frente al reconocimiento carlista de los fueros, quedaba mitigado para las Provincias Vascongadas y Navarra (la ley de 25 de octubre de 1839, en vez de abolir los fueros, los confirmaba sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía). El foco carlista de Morella (Ramón Cabrera) resistió varios meses más (30 de mayo de 1840).
La situación de María Cristina en la regencia estaba comprometida desde su mismo inicio en 1833 por el matrimonio secreto que contrajo, al poco de enviudar, con un militar de la corte (Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, al que se ennobleció como duque de Riánsares) con el que tuvo ocho hijos. El prestigio y el control sobre el ejército que había alcanzado el general Espartero le ponía en una posición clave para convertirse en una alternativa de poder. Los intentos de atraérsele mediante el ennoblecimiento, e incluso nombrándole presidente del consejo de ministros, no evitaron las discrepancias profundas entre el general y la regente, especialmente acerca del papel de la Milicia Nacional y de la autonomía de los ayuntamientos; asunto que provocó la dimisión de Espartero (15 de junio). Sucesivas sublevaciones contra María Cristina de las ciudades más importantes, obligaron finalmente a esta a abdicar, renunciando al ejercicio de la regencia y a la custodia de sus hijas, incluida la Reina Isabel, en favor del general (12 de octubre de 1840).
La reina regente María Cristina de Borbón.
Francisco Martínez de la Rosa, apodado Rosita la pastelera por su intento de conciliar el liberalismo con los intereses aristocráticos.
Juan Álvarez Mendizábal, el impulsor de la desamortización eclesiástica.
Tomás de Zumalacárregui, el principal general carlista hasta su muerte en 1835.
Los intelectuales (muchos de ellos, de inquietudes políticas, retornados de un exilio fértil en influencias) implantaron el nuevo gusto romántico, que se extendió a la poesía (José de Espronceda), al teatro (el duque de Rivas) y a una prensa de gran pluralidad e ingenio, estimulada por los debates políticos y literarios y cuya supervivencia siempre se vio amenazada por la censura y la precariedad económica. Entre las muchas figuras del periodismo destacaron Alberto Lista, Manuel Bretón de los Herreros, Serafín Estébanez Calderón, Juan Nicasio Gallego, Antonio Ros de Olano, Ramón Mesonero Romanos y, sobre todas ellas, el extraordinario articulista Mariano José de Larra, que consiguió plasmar la vida cotidiana y los más graves asuntos en expresiones sucintas y geniales, que se han convertido en tópicos muy extendidos (Vuelva usted mañana, Escribir en Madrid es llorar, Aquí yace media España, murió de la otra media). El entierro de Larra (suicidado el 13 de enero de 1837) fue uno de los momentos más particulares de la vida artística española, y significó el pase de testigo del romanticismo español al joven José Zorrilla.
La regencia le fue confirmada a Espartero por una votación de las Cortes (8 de marzo de 1841), que también consideraron la posibilidad de otorgársela a otros candidatos, o a una terna.
Los gobiernos progresistas procedieron a aplicar la ley de desamortización del clero secular, garantizando por parte del Estado el mantenimiento de las parroquias y de los seminarios. Se intentó diseñar un sistema educativo nacional en el que la Iglesia no tuviera un papel predominante, pero ante la carencia de medios, la implantación de un sistema educativo digno de tal nombre no se consiguió hasta la segunda mitad del siglo, ya bajo presupuestos moderados y neocatólicos. La formación de los ciudadanos y la construcción de una historia nacional (a través del patrocinio de géneros como la pintura de historia) se veían como una de las principales exigencias de la construcción del Estado liberal.
El compromiso alcanzado en Vergara con los fueros vascos se rompió con la ley de 29 de octubre de 1841, que los abolía en su totalidad.
Se procuró incentivar la actividad económica aplicando los principios librecambistas, lo que atrajo inversiones de capital extranjero (principalmente inglés, francés y belga) a sectores como la minería y las finanzas. Las nuevas desigualdades originaron la denominada cuestión social. El naciente núcleo industrial textil catalán, que ya había presenciado el surgimiento de movilizaciones obreras (la fábrica El Vapor, de los hermanos Bonaplata, inaugurada en 1832 ya había sufrido un ataque de carácter ludita en 1835 —coincidiendo con la quema de conventos—); al tiempo que continuaba su proceso de modernización tecnológica (recepción de las selfactinas, que más tarde ocasionarían conflictos), acogía ahora los principales apoyos a la parte más radical del liberalismo progresista (los futuros demócratas y republicanos, aún no presentados con esas denominaciones). Los intereses proteccionistas tanto de patronos como de obreros, convirtieron Barcelona en un foco de protestas contra Espartero, que llegó a la sublevación. El regente optó por la represión más violenta, bombardeando la ciudad el 3 de diciembre de 1842 y ejecutando posteriormente a los líderes de la revuelta.
La hostilidad de políticos y militares (Manuel Cortina, Joaquín María López, el general Juan Prim), que rechazaban su expeditiva manera de resolver no solo ese conflicto sino toda la vida política (había disuelto las Cortes y gobernaba de modo prácticamente dictatorial) le dejaba cada vez más aislado. Las elecciones dieron el triunfo a la facción progresista de Salustiano Olózaga, muy crítica con Espartero, y este las impugnó. El 11 de junio, un golpe militar conjunto de espadones moderados y progresistas (alguno de ellos desde el exilio, por haber protagonizado pronunciamientos anteriores: Narváez, O'Donnell, Serrano y Prim), consiguió el apoyo de la mayor parte del ejército, incluso de las tropas enviadas por el propio Espartero para combatirlos (Torrejón de Ardoz, 22 de julio); con lo que el regente se vio obligado a exiliarse en Inglaterra, la principal beneficiada de su política económica (30 de julio de 1843).
El problema de renovar la regencia se obvió al decidir que Isabel podía ser declarada mayor de edad (10 de noviembre de 1843) y ejercer por sí misma sus funciones; que enseguida demostraron estar en plena sintonía con el moderantismo, tras un periodo de intrigas parlamentarias protagonizadas por el progresista Salustiano Olózaga y Luis González Bravo (pasado a las filas moderadas), que se saldó con el triunfo de este y el exilio de Olózaga. Hubo incluso un fallido pronunciamiento militar de carácter progresista (la Rebelión de Boné, en Alicante, de enero a marzo de 1844).
El general Ramón Narváez quedó como líder del partido moderado y asumió la presidencia del consejo de ministros (3 de mayo de 1844), comenzando una época de estabilidad política en la que los progresistas quedaron relegados a la oposición sin posibilidades de acceder a las posiciones de poder que se negociaban en las camarillas palaciegas.
El 13 de mayo de 1844 se creó la Guardia Civil, un cuerpo militar desplegado en el territorio en casas cuartel para garantizar el orden y la ley, especialmente en el medio rural; era claramente una contrafigura de la Milicia Nacional.
El 4 de julio de 1844 se revisó la abolición de los fueros vascos y navarros llevada a cabo por Espartero, y se restauraron parcialmente, aunque no en lo tocante a cuestiones como el pase foral, las aduanas interiores o los procedimientos electorales.
La Ley de Ayuntamientos de 1845 restringía fuertemente la autonomía municipal en pro del centralismo, otorgando al gobierno el nombramiento de los alcaldes. El mismo año se promulgó la Constitución de 1845, muy similar a la de 1837 (60 de los 77 artículos eran idénticos), pero reformada en un sentido más acorde con el liberalismo doctrinario. En lugar de la soberanía nacional establecía la soberanía compartida entre las Cortes y el Rey, con preeminencia de este, que podía convocar y disolver las Cámaras sin limitaciones. Se confirmaba la confesionalidad católica del Estado. Regulaba los derechos del ciudadano, que quedaron fuertemente restringidos, como la libertad de expresión limitada por la censura (una cuestión crucial ante la vitalidad que había alcanzado la prensa en España). Desaparecía la Milicia Nacional. El sistema electoral, que se estableció por la Ley Electoral de 1846, continuó siendo un sufragio censitario fuertemente oligárquico, que limitaba aún más el derecho al voto, restringido a 97 000 electores (varones mayores de 25 años que superaran un determinado nivel de renta, mayor que el previsto hasta entonces), el 0,8 % de la población total. El gobierno de Juan Bravo Murillo intentó que se aprobara una constitución aún más restrictiva (texto publicado en la Gaceta de Madrid el 2 de diciembre de 1852), pero la fuerte oposición expresada por todo el arco parlamentario hicieron a la reina desistir del proyecto y obligó a Bravo Murillo a presentar la dimisión.
El Concordato de 1851 restableció las buenas relaciones con la Santa Sede. El papa reconoció a Isabel II como reina (distinguiéndola con la rosa de oro, la principal condecoración papal) y aceptó la pérdida de los bienes eclesiásticos ya desamortizados, tranquilizando las conciencias de sus compradores. A cambio el Estado español se comprometió a mantener el presupuesto de culto y clero con el que se cubrirían las necesidades del clero secular; así como garantizar la catolicidad de la enseñanza, en la que la Iglesia tendrá un papel decisivo, así como en la censura de las publicaciones. La corte de Isabel II se convirtió en una verdadera corte de los milagros a causa del ascendiente que sobre la reina alcanzaron algunos religiosos (san Antonio María Claret y sor Patrocinio, la monja de las llagas). La confluencia de la intelectualidad católica y tradicionalista con el moderantismo dio lugar al movimiento de los neocatólicos (marqués de Viluma, Donoso Cortés, Jaime Balmes).
La corrupción política que incluía a destacados financieros (el marqués de Salamanca) y a una creciente familia real (la de la reina y su consorte —su primo Francisco de Asís de Borbón—, la de su madre y padrastro —la expulsada María Cristina y su marido morganático, a quienes se permitió regresar en 1844—, y la de los Montpensier —hermana y cuñado de la reina—, casados el mismo día que ella en un fastuoso doble enlace real e instalados en España desde su expulsión de Francia con motivo de la revolución de 1848—), acompañó al tímido despegue del capitalismo español; mientras que las finanzas públicas se ordenaron con la reforma tributaria de 1845 (conocida, por el nombre de sus impulsores, como reforma fiscal Mon-Santillán). Más que en una fracasada revolución industrial española, el crecimiento económico se centró, ante la ausencia de capital nacional, en negocios de banca y sociedades financieras sustentados sobre las fuentes de riqueza naturales (el crecimiento de la superficie cultivada y la puesta en explotación de numerosas minas) y un naciente tendido de líneas ferroviarias, todo ello con amplia participación extranjera en medio de sonoros escándalos, que facilitaron la vuelta al poder de los progresistas.
Sor Patrocinio la monja de las llagas.
El autoritarismo de Narváez, y la imposibilidad de contrarrestarlo por vías institucionales, empujó a la oposición a la solución militar: un pronunciamiento llevado a cabo por el general Leopoldo O'Donnell en Vicálvaro (la Vicalvarada, 28 de junio de 1854). El fracaso inicial llevó a O'Donell a retirarse hacia el sur, donde contactó con el general Serrano, junto con el que proclamó el manifiesto de Manzanares (redactado por Antonio Cánovas del Castillo, 7 de julio), que dotó al movimiento de un programa político y le consiguió el gran respaldo popular que reclamaba; lo que precipitó su triunfo.
Las Juntas de gobierno que deben irse constituyendo en las provincias libres; las Cortes generales que luego se reúnan; la misma nación, en fin, fijará las bases definitivas de la regeneración liberal a que aspiramos. Nosotros tenemos consagradas a la voluntad nacional nuestras espadas, y no las envainaremos hasta que ella esté cumplida.
El apoyo masivo del ejército no llegó hasta que Espartero aceptó encabezar la iniciativa. La reina le nombró presidente del consejo de ministros y se formó un gabinete progresista.
O'Donnell creó la Unión Liberal, un partido ecléctico que procuraba integrar a moderados y progresistas. Las nuevas Cortes constituyentes redactaron un texto constitucional que no llegó a aprobarse ni entrar en vigor (la que hubiera sido la Constitución de 1856).
La actividad más trascendente del bienio progresista consistió en su legislación económica: se procuró encauzar la legalidad del desarrollo capitalista, cerrando el ciclo de privatizaciones de la tierra con la ley desarmotizadora de Madoz (3 de mayo de 1855), que se aplicó, además de a muchas propiedades eclesiásticas todavía no afectadas, a las órdenes militares y otras instituciones, fundamentalmente los propios y comunales (tierras de propiedad municipal cuyo arrendamiento se utilizaba para cubrir servicios prestados por los ayuntamientos o bien se explotaban en común por los habitantes del municipio); y se legisló sobre minas, finanzas e inversiones de capital (creación de sociedades anónimas). El propio Madoz facilitó el derribo de las murallas de Barcelona (una medida largo tiempo demandada por el ayuntamiento, a la que se había opuesto Espartero y que estuvo entre las causas del bombardeo de 1842), permitiendo el trazado del ensanche (Plan Cerdá, 1860) al igual que en otras ciudades, que fueron conformando su desarrollo urbano bajo los nuevos principios higienistas propios de los modernos barrios burgueses (Plan Castro de Madrid, 1860, Canal de Isabel II, 1858). La pérdida de patrimonio histórico que suponían tales derribos y reformas, se sumó a las de la desamortización, que había dejado desprotegidos miles de edificios religiosos (incluso universitarios como los de los de Alcalá); pero se asumía como una necesidad del progreso que fácilmente acalló cualquier voz de protesta (como la del poeta Gustavo Adolfo Bécquer o la de su hermano el pintor Valeriano Domínguez Bécquer y otros —Valentín Carderera, Jenaro Pérez Villaamil— que emprendieron proyectos de conservación de la memoria de ese mundo en trance de desaparecer, al menos en sus imágenes).
Se ordenó el sistema ferroviario que se extendió con cierta dificultad siguiendo un esquema radial de baja densidad, con centro en Madrid y concesionado a grandes compañías (Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante —los Rotschild—; Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España —los Péreire—). En las décadas siguientes la industrialización tuvo mayor continuidad, pudiéndose comprobar las ventajas de la integración de un incipiente mercado nacional. Las relaciones de producción capitalistas, tanto en el entorno urbano como en el rural, comenzaban a generar conflictos sociales de nueva naturaleza (la lucha de clases), que en los escasos núcleos industriales encontró expresión en un naciente movimiento obrero que tomaba conciencia de su oposición de intereses con los propietarios del capital (movilizaciones de 1855 en Barcelona o Valladolid ); mientras que en el campo se manifestaba de forma similar entre la gran masa de jornaleros desposeídos y la nueva oligarquía de propietarios. La connivencia de intereses entre la oligarquía terrateniente castellano-andaluza, de vocación exportadora ante la debilidad y desarticulación del mercado interior, y la apertura al exterior facilitada por una política librecambista que aceptara las inversiones extranjeras, se vio estimulada por una coyuntura especialmente favorable durante la guerra de Crimea (1853-1856).
Leopoldo O'Donnell, llevó a cabo el pronunciamiento en Vicálvaro que apartó a los moderados del poder. Más tarde estaría al frente del gobierno de la Unión Liberal.
Pascual Madoz, responsable de la legislación que completó el proceso desamortizador.
La agitación social provocó la ruptura entre Espartero y O'Donnell. La presidencia de este (de julio a octubre de 1856) procuró llevar a cabo una política ecléctica que satisficiera a todo el espectro político, siendo el primer gobierno que no realizó la tradicional renovación de los funcionarios para situar a los adictos y dejar como cesantes a los opuestos. De hecho, sus medidas significaron una profunda revisión de la labor del bienio, con la disolución de la Milicia Nacional y la vuelta a la Constitución de 1845, a la que se añadió un Acta Adicional para la ampliación de derechos, que tuvo apenas un mes de vigencia. Dado lo imposible de mantener la apariencia de centralidad, la reina optó por llamar de nuevo a Narváez, que ocupó la presidencia un año completo, de octubre de 1856 a octubre de 1857.
La medida más trascendente del bienio moderado fue la promulgación de la Ley de Instrucción Pública o ley Moyano, que estableció el sistema educativo que, con pocas modificaciones, siguió vigente durante más de un siglo.
La crisis económica de 1857 llevó a Narváez a dimitir, siendo sucedido por los breves gobiernos de Armero e Istúriz.
El naciente movimiento republicano abanderó la ocupación de tierras en el campo andaluz, sufriendo la represión y los fusilamientos masivos ordenados por Narváez (El Arahal en 1857 y Loja en 1861). En las ciudades el alto precio de los alimentos y los impuestos indirectos (consumos) provocaban motines de subsistencias y motines de consumos también inspirados por el republicanismo. El sistema de reclutamiento (quintas) y el servicio militar de ocho años, eximible por el pago de una cuota o un reemplazista, producía injusticias cada vez peor soportadas, que la política de prestigio exterior del periodo posterior no hará más que exacerbar.
Monumento a Claudio Moyano.
El 30 de junio de 1858, O'Donnell formó un nuevo gobierno, que junto con el siguiente conformarían los de más larga duración de la época, hasta principios de 1863. Durante este periodo se mantuvo la recuperación económica y se controló la corrupción electoral y la propia desunión en el partido.
Se invirtió en grandes obras públicas, se desarrolló la red ferroviaria y el ejército, se continuó con la desamortización pero entregando parte de la deuda pública a la Iglesia y reponiendo el Concordato de 1851. Se aprobaron también una serie de importantes leyes que seguirían repercutiendo más adelante. Sin embargo siguió habiendo mucha corrupción política y económica, y tampoco se llegó a aprobar la prometida ley de prensa quedándose así sin apoyo parlamentario.
Se intentó emprender una política exterior de prestigio, con presencia en Marruecos (guerra de África, 1859-1860) y en lugares tan lejanos como el sureste asiático (guerra de Cochinchina, 1858-1862).
Los progresistas y los moderados se aliaron para presionar a la Unión Liberal provocando la dimisión de O'Donnell (marzo de 1863). Sin embargo la sustitución del gobierno no fue fácil, dado que los partidos tradicionales estaban inmersos en graves disensiones internas. La reina, negándose a convocar elecciones como se le pedía desde la oposición, fue formando sucesivos gobiernos moderados bajo presidencia del marqués de Miraflores, Lorenzo Arrazola y Alejandro Mon, hasta que finalmente se volvió a llamar al principal espadón del moderantismo, Narváez (septiembre de 1864). Intentó reconciliarse con los progresistas integrándolos en el gobierno, a lo que estos se negaron. El autoritarismo de Narváez se reforzó, privándose incluso del apoyo de algunos de sus ministros. La nueva crisis desembocó en el retorno de O'Donnell (junio de 1865). Se aprobó una ley para aumentar el censo electoral en 400 000 votantes y se convocaron elecciones a Cortes; pero sin el apoyo de los progresistas no se consiguió un gobierno estable y se produjo la vuelta de Narváez (10 de junio de 1866).
La crisis política se complicó con una grave crisis económica (los valores españoles caían en la bolsa de París, y el negocio ferroviario se deterioraba). Los militares progresistas y demócratas intentaron de nuevo la salida del pronunciamiento, con sucesivos fracasos (el general Prim en Villarejo de Salvanés y los sargentos del cuartel de San Gil el 22 de junio de 1866). La reacción de Narváez fue actuar con mano dura con la oposición política (disolución de las Cortes, exilio del general Serrano y de los Montpensier) e intelectual (cierre de las Escuelas de Magisterio y destitución de profesores agnósticos como Emilio Castelar —la denominada cuestión universitaria— que había provocado la protesta estudiantil de la Noche de San Daniel —10 de abril de 1865—, saldada con catorce muertos y un centenar de heridos).
Las dos principales figuras del periodo mueren en un breve intervalo (Leopoldo O'Donnell el 5 de noviembre de 1867 y Ramón María Narváez el 23 de abril de 1868). De este se cuenta que, en su lecho de muerte, al solicitarle el sacerdote que perdonase a sus enemigos, respondió «Padre, no tengo enemigos; los he matado a todos».
La reina formaba apresuradamente gabinetes de breve duración, con Luis González Bravo como nuevo hombre fuerte cuya única perspectiva era continuar la política de represión y destierros de militares y políticos. El exilio, lejos de reforzar a las fuerzas conservadoras, sirvió para incrementar el radicalismo y la formación de un selecto grupo de intelectuales españoles, que se pusieron en contacto con todo tipo de nuevas ideas que circulaban por Londres, París o Bruselas (Pi i Margall se verá muy influido por sus lecturas de Proudhon); y para que la élite política española de todos los grupos situados entre el centro y la izquierda, en tan difíciles circunstancias, se viese obligada a alcanzar un punto de acuerdo en lo esencial. Reunidos en una ciudad belga, un grupo de unionistas (Serrano), progresistas (Prim y Práxedes Mateo Sagasta) y demócratas (Nicolás María Rivero y Emilio Castelar) acordó el denominado pacto de Ostende.
El 19 de septiembre de 1868, los generales Prim y Serrano y el almirante Topete se levantan en armas en Cádiz. Un ejército dirigido por Serrano se dirigió desde el sur a Madrid, venciendo en la batalla de Alcolea (28 de septiembre) al enviado por el gobierno para interceptarle. La Reina, que estaba veraneando en San Sebastián, cruzó la frontera francesa y desde el exilio mantendrá su pretensión de derecho al trono, sin abdicar en su hijo Alfonso hasta dos años más tarde.
La expulsión de la desprestigiada reina era una de los principales reivindicaciones de la "Gloriosa Revolución", cuyos lemas fueron «¡Abajo la raza espuria de los Borbones!» y «¡Viva España con Honra!».juntas locales como en 1808, 1836 o 1854. Se volvió a organizar la Milicia Nacional, con el nombre de Voluntarios de la Libertad.
La movilización popular fue muy importante. De nuevo se organizaronSerrano, al asumir la jefatura del gobierno provisional como una regencia (18 de junio), procuró moderar la deriva extremista de la revolución disolviendo las juntas y declarando que la monarquía seguiría siendo la forma de gobierno; y convocó elecciones a Cortes. Entre las primeras medidas se produjo la supresión del impuesto de los consumos, se proclamó el fin de las quintas de reclutamiento y se estableció el sufragio universal masculino. Las órdenes religiosas que operaban desde 1837 quedaron disueltas, cerrando monasterios y confiscando sus bienes, y se realizó un inventario de los objetos de arte de las iglesias, que pasaron a engrosar el patrimonio nacional; la orientación anticlerical del nuevo régimen provocó la ruptura de las relaciones con la Santa Sede.
La revolución concitó la confluencia de múltiples intereses. Además de los grupos políticos de Ostende, fue apoyada por los sectores financieros e industriales, conscientes de que el gobierno isabelino era incapaz de superar la crisis económica.
Desde el principio, el nuevo gobierno tuvo que hacer frente al estallido del problema colonial cubano, largo tiempo gestado y en el que se complicaban las peticiones de autonomía local con el problema de la abolición de la esclavitud (constantemente retrasada por la influencia del grupo de presión esclavista, dominante en las esferas económicas —Antonio López, futuro marqués de Comillas—, mientras que el grupo antiesclavista dominaba en el ambiente intelectual —Julio Vizcarrondo, Rafael María de Labra—). La guerra abierta estalló el 10 de octubre de 1868 con el Grito de Yara (Céspedes), que aprovechó la revolución en la metrópoli para declarar la independencia.
Se convocaron en diciembre de 1868 elecciones municipales, con sufragio universal masculino, donde los republicanos obtuvieron importantes parcelas de poder (veinte capitales de provincia, entre ellas Barcelona, Valencia y La Coruña).
A comienzos de 1869 se convocaron las primeras elecciones parlamentarias españolas con elección directa mediante sufragio universal masculino. El panorama parlamentario que surgió de ellas era multipartidista, permitiendo una mayoría de unionistas y progresistas, pero con una amplia representación de los republicanos, y grupos menos importantes de carlistas y demócratas.
La Constitución de 1869, la primera democrática de la historia de España, proclamaba la soberanía nacional y establecía la monarquía parlamentaria con división estricta de poderes, en el que el gobierno es responsable ante las Cortes (bicamerales) y el poder judicial es independiente. El reconocimiento de derechos y libertades era amplio y detallado (derecho al voto, inviolabilidad del domicilio, libertad de enseñanza, de expresión, de residencia, de reunión y asociación); se aseguraba la libertad de cultos y se mantienía el presupuesto de culto y clero católico. Se introdujo el juicio por jurado. Se esbozaba una descentralización territorial en provincias y ayuntamientos, y se apuntaba la posibilidad de reforma del estatus de los territorios coloniales.
A falta de rey, Serrano se convirtió en regente, mientras Prim formó los primeros gobiernos, con Sagasta y Ruiz Zorrilla en los principales ministerios. Sagasta, desde el ministerio de gobernación, reprimió los focos de federalismo que se mantenían activos desde la revolución. Se encargó al ejército (general Antonio Caballero de Rodas) la represión de los levantamientos republicanos en Andalucía, Extremadura, Cataluña y Aragón, que para octubre de 1869 habían quedado liquidados.
Las medidas económicas de Laureano Figuerola (arancel librecambista, reordenación bancaria —el germen de lo que sería el Banco de España—, y monetaria —creación de la peseta, 1869—) restauraron la confianza internacional. Los valores españoles subieron en París, se volvía a atraer capitales extranjeros y el ferrocarril experimentó un nuevo impulso. Una nueva ley de minas hizo crecer actividad en las cuencas mineras diseminadas por la geografía peninsular (Riotinto, Almadén, Cartagena, Asturias, Vizcaya), lo que significó para la ría de Bilbao el desarrollo de una importante siderurgia.
El problema cubano se intentó remediar en 1870 con dos medidas voluntaristas, pero poco eficaces: la ley Moret, que pretendía una abolición progresiva (libertad de vientres —al nacer— y libertad de los esclavos al alcanzar los 60 años de edad), y la concesión de autonomía para Puerto Rico.
La guerra de Cuba suscitó una nueva causa de descontento popular. Se decretaron nuevas quintas, respondidas con manifestaciones antimilitaristas pidiendo su supresión (protagonizadas por las madres de los reclutas), especialmente importantes en Barcelona, donde se recurrió al ejército para disolverlas.
En esa misma ciudad, el principal centro industrial de España y la ciudad que contaba con una clase obrera más numerosa, había alcanzado notable eco el el internacionalismo proletario tras la llegada en 1868 de Giuseppe Fanelli, recibido por la izquierda demócrata y republicana (Fernando Garrido, que en el exilio se había decantado ya por el socialismo —La Democracia y el Socialismo, con prólogo de Mazzini— y José María Orense, su principal polemista, desde un republicanismo individualista). A su influencia, y a la actividad de los primeros líderes locales, como Anselmo Lorenzo, Francisco Mora y Tomás González Morago, se debe la convocatoria del Congreso de Barcelona o I Congreso de la Federación Regional Española —FRE— donde se creó la Sección Española de la Asociación Internacional de Trabajadores, 1870; mientras que en el Congreso de Zaragoza de 1872 se produjo la ruptura entre marxistas o socialistas y bakuninistas o anarquistas, al igual que había sucedido en el Congreso de La Haya del mismo año. El predominio del anarquismo en España era muy evidente en este periodo, debido tanto a su más temprana llegada (Fanelli era próximo a Bakunin, mientras que Paul Lafargue —que llegó más tarde a España, tras la derrota de la Comuna en 1871— era yerno de Marx y fue el introductor del marxismo) como a las condiciones objetivas que presentaba un país con una industrialización más débil, con predominio de la fuerza de trabajo agrícola, y de posición periférica en el capitalismo europeo (similar al caso ruso). La difusión de las distintas organizaciones e ideologías del movimiento obrero español se produjo inicialmente por los núcleos industriales catalanes y valencianos, y en el campo andaluz (de predominio anarquista); mientras que los núcleos madrileño y vasco, de implantación posterior, tuvieron predominio socialista. Las reivindicaciones iniciales incluían, además de cuestiones de naturaleza laboral, cuestiones políticas como la libertad de reunión y de asociación; mientras que, en el campo, la gran esperanza que se planteaba como una solución redentora a las míseras condiciones de vida, era el reparto de la tierra entre los jornaleros. El factor movilizador más importante fueron las protestas antimilitaristas, que en ocasiones se convirtieron en verdaderas sublevaciones, como la de Jerez de marzo de 1869, reprimida de forma sangrienta por el ejército.
Fernando Garrido, Élie Reclus, José María Orense (sentado), Aristide Rey y Giuseppe Fanelli, fotografía de 1869.
El primer grupo de militantes españoles de la Internacional, con Fanelli. Fotografía de 1869.
Paul Lafargue, fotografía de 1871.
Anselmo Lorenzo, el abuelo del anarquismo español.
El asunto político interno que absorbió el principal interés, y que alcanzó una gran repercusión internacional, fue la búsqueda de un candidato idóneo para ocupar el trono. Descartado, por razones ideológicas obvias, el pretendiente carlista (Carlos VII, que estaba sopesando sus opciones de llegar al trono por vías pacíficas o por un levantamiento en armas, que se produciría finalmente en 1872 —la tercera guerra carlista—), se barajaron diversos nombres; como el propio Espartero (el último de los ayacuchos, ya con 72 años, pero que aún viviría 11 más), el duque de Montpensier (cuñado de Isabel II) y un selecto grupo de pretendientes europeos, entre los que estaban Fernando de Sajonia-Coburgo-Gotha (padre del rey de Portugal —la unión entre Portugal y España era promovida por el movimiento iberista—) y Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen (apoyado por Otto von Bismarck —canciller de Guillermo de Prusia— y rechazado por Napoleón III de Francia, cuyo enfrentamiento por esta causa estuvo entre las que llevaron a la guerra franco-prusiana —telegrama de Ems, 13 de julio de 1870—). Finalmente el elegido será Amadeo, duque de Aosta, hijo de Víctor Manuel II de Italia, de la Casa de Saboya, representante de la monarquía más liberal de Europa, cuyo papel en la unificación italiana la mantenía en un duro enfrentamiento con el propio papa.
El 30 de diciembre de 1871 llegaba Amadeo de Saboya al puerto de Cartagena, donde recibió la noticia de la muerte del general Prim, su principal valedor, víctima de un atentado en Madrid tres días antes. El promotor del magnicidio aún es un enigma. Desde entonces se viene especulando con distintas posibilidades: el grupo de presión pro-esclavista en beneficio de sus intereses, o cualquiera de los muchos enemigos políticos de dentro o fuera de España que se había granjeado con el asunto de la elección real, como el duque de Montpensier, los republicanos, o incluso alguna facción de la masonería (a la que pertenecía).
Amadeo I se comportó como un monarca liberal, con escrupuloso respeto a la Constitución y una exquisita neutralidad política, que no obstante no le consiguieron el apoyo de ninguno de los grupos sociales o políticos. La aristocracia y las clases altas, mayoritariamente borbónicas, le hicieron el vacío.
Los principales líderes del periodo fueron del partido progresista, que se escindió en el Partido Constitucional de Sagasta, aliado con alfonsinos y unionistas; y el Partido Radical en torno a Ruiz Zorrilla, que buscó apoyos en todo el espectro de las Cortes, desde los republicanos hasta los carlistas. Los grupos así establecidos se enfrentaron a propósito de temas sociales, como la abolición de la esclavitud y el problema de la Internacional. Sagasta acusaba a la organización de provocar constantes levantamientos, y la ilegalizó. Ruiz Zorrilla se empeñó en abolir la esclavitud, para lo que el apoyo del rey, cuya opinión antiesclavista era notoria, no fue determinante, dada su situación institucional. El grupo de presión proesclavista continuó con su política de obstaculización por todos los medios, que incluyeron la subvención económica a la sublevación carlista y contactos con los alfosinos de Cánovas (cuyo propio hermano era un destacado líder de los negreros).
Al problema cubano, que se alargaba, se añadió la tercera guerra carlista. En mayo de 1872, el pretendiente Carlos María de Borbón y Austria-Este (Carlos VII) entraba en Navarra alzando en armas un ejército; pero al poco tiempo el Ejército del Norte, dirigido personalmente por Serrano (que ocupaba el cargo de presidente del consejo de ministros), le obligó a volver a Francia al derrotarle en la batalla de Oroquieta. En una evidente imitación del abrazo de Vergara de Espartero, Serrano ofreció a los carlistas unas condiciones de rendición tan favorables (la convención de Amorebieta), que fueron rechazadas por las Cortes; lo que movió a Serrano a pedir al rey la suspensión de garantías constitucionales. Al no obtenerla del rey, dimitió. Tampoco todos los carlistas (empezando por el propio pretendiente, que consideró traidores a los firmantes), se avinieron a las condiciones de la convención; con lo que continuaron las partidas, especialmente por Navarra y Cataluña, a veces convertidas en simple bandolerismo. El carlismo se estaba identificando cada vez más con la recuperación de los fueros vascos y navarros; que el pretendiente declaró restaurados en julio de 1872, así como abolidos los Decretos de Nueva Planta que suprimieron los fueros en la Corona de Aragón en el siglo XVIII, lo que intensificó la fuerza de la revuelta, especialmente en zonas rurales de Cataluña y, con menor intensidad, en otras de Aragón y Valencia.
Amadeo, deseoso de encontrar una causa para renunciar al trono y volver a Italia, la encontró en una grave crisis entre el gobierno de Ruíz Zorrilla y el cuerpo de artillería. El rey expresó su apoyo a los militares, y el Congreso al gobierno, con lo que Amadeo I quedó justificado para presentar su abdicación el 11 de febrero de 1873. Esa misma noche, las Cortes, conscientes sus diputados de la imposibilidad de encontrar ningún candidato para ocupar el trono vacante, proclamaron la Primera República Española.
El pretendiente carlista, Carlos María de Borbón y Austria-Este, en un dibujo de la revista Vanity Fair (1876).
El líder de los independentistas cubanos, Carlos Manuel de Céspedes.
Dibujo satírico publicado en La Flaca el 1 de marzo de 1873. A menos de un mes de su proclamación, la Niña Bonita de la República, asentada sobre las Cortes Constituyentes, aparece dividida entre los unitarios y los federales (identificados con traje burgués y obrero, respectivamente), y estos entre los transigentes y los intransigentes (representados por el perro enfrentado al gallo).
El 11 de febrero de 1873, el Congreso proclamó la República por 256 votos a favor y 32 en contra. Los republicanos estaban divididos entre una minoría de unitarios (Emilio Castelar, Nicolás Salmerón, Eugenio García Ruiz, Antonio de los Ríos Rosas), cuyo peso político fue mucho mayor que su precaria representación; y una mayoría de federales, a su vez divididos entre transigentes (Francisco Pi y Margall) e intransigentes (José María Orense). Durante los dos años escasos en que se desarrolló la experiencia republicana, se operó siempre en precariedad institucional. En el contexto internacional, únicamente Estados Unidos y Suiza reconocieron al nuevo régimen, mientras que las potencias europeas optaron por mantenerse a la expectativa (Francia y Alemania acababan de salir de la guerra Franco-Prusiana, uno de cuyos motivos fueron las maniobras por interferir en las candidaturas al trono español).
Estanislao Figueras, republicano moderado, fue elegido por las Cortes como Jefe del Poder Ejecutivo, y formó gobierno exclusivamente con republicanos de ambas tendencias (Castelar, Pi —que actuaba como hombre fuerte del gobierno desde el ministerio de Gobernación—, Salmerón y el general Acosta —ministro de Guerra—). Con sus primeros decretos se abolieron los títulos de nobleza, se reorganizaron los Voluntarios de la Libertad y se anunciaba una próxima abolición de la esclavitud, además de convocar una Asamblea Constituyente. El proyecto de Constitución de 1873 se fue elaborando con dificultad y no llegó a entrar nunca en vigor. Establecía una República federal de 17 Estados y varios territorios de ultramar, cada uno con su propia Constitución. Los municipios tendrían una Constitución local y división de poderes entre alcaldía, ayuntamientos y tribunales locales. En el Estado central, el poder ejecutivo lo ejercería un jefe de gobierno nombrado por el Presidente. El legislativo lo desempeñarían dos cámaras, ambas de elección directa, con un Senado formado por cuatro representantes de cada Estado, y un Congreso con un diputado por 50 000 habitantes. El judicial lo presidiría un Tribunal Supremo constituido por tres magistrados de cada Estado. Se confiaba al Presidente un llamado poder de relación con los demás poderes y los Estados Federales. La separación Iglesia-Estado era total.
Enseguida surgieron movimientos partidarios de profundizar de forma más radical en las reformas, desde un punto de vista territorial o social: en Barcelona se proclamó la República Federal democrática de la que Cataluña sería un estado. Las primeras organizaciones propias del movimiento obrero español comienzan a tener una presencia pública activa, solicitando medidas como la reducción de jornada o el aumento de salarios. En Málaga, los internacionalistas se hicieron con el poder municipal, y en el campo andaluz y extremeño los jornaleros ocuparon tierras.
Desde el extremo opuesto del espectro de los revolucionarios de 1868, el general Serrano intentó dar un golpe de estado, que fracasó.
Pi y Margall fue proclamado Presidente de la República en junio, dimitiendo al cabo de un mes ante el agravamiento de los tres frentes de oposición violenta: la sublevación carlista (que aumentaba sus apoyos y su extensión territorial, con el guerrillero Savalls sembrando el pánico en Cataluña), la continuidad de la guerra de Cuba, y el surgimiento de una revolución cantonal por parte de los más extremistas de entre los republicanos federales (especialmente fuerte en el cantón de Cartagena).
Salmerón asumió el ejecutivo con una decisión que terminará siendo fatal para la continuidad de la República: reprimir la sublevación cantonal mediante el ejército, que estaba bajo el control de generales alfonsinos (monárquicos partidarios del príncipe Alfonso, hijo de Isabel II). Pavía fue enviado a Andalucía, Martínez Campos a Valencia y López Domínguez a Cartagena. Salmerón dimitió el 7 de septiembre tras negarse a firmar las condenas a muerte de unos militares cantonalistas, atrapado entre las opuestas presiones de su propio partido (Eduardo Palanca) y de los militares (Pavía). Simultáneamente había estallado una crisis internacional que implicaba a Estados Unidos y el Reino Unido en el conflicto cubano como consecuencia del apresamiento en Cuba del buque Virginius y el fusilamiento de 53 de sus tripulantes, entre ellos ciudadanos estadounidenses y británicos.
El siguiente presidente, Castelar, procuró la solución diplomática del conflicto internacional, mientras que, invocando poderes especiales, cerró las Cortes hasta enero, con el argumento de que el poder ejecutivo debía emplearse sin restricciones en la solución el problema cubano, carlista y cantonal. Su presidencia no sobreviviría a la apertura del siguiente periodo de sesiones, el 2 de enero de 1874.
Estanislao Figueras, primer presidente de la República (el título utilizado era el de Presidente del Poder Ejecutivo).
Francisco Pi y Margall, segundo presidente.
Nicolás Salmerón, tercer presidente.
Emilio Castelar, cuarto presidente; en el periodo de la Restauración presionó a Sagasta para que restableciera las libertades conseguidas durante el Sexenio a cambio de su apoyo.
El 3 de enero de 1874, el general Manuel Pavía interrumpió violentamente una sesión de las Cortes, que acababan de retirar la confianza a Castelar (a pesar de que la acción no tuvo la espectacularidad con que se la describió popularmente, la expresión el caballo de Pavía pasó a ser un tópico político español similar al de ruido de sables, con los que se alude a la amenaza de golpe de estado militar). El vacío de poder llevó a formar un gobierno de concentración que puso la Presidencia de la República en manos de Serrano, quien en la práctica no se sometió a los controles constitucionales, considerándose su mandato (casi un año entero) como una verdadera dictadura.
En medio de una grave situación financiera, se enfrentó a los problemas políticos al tiempo que se dedicó con firmeza a intentar sofocar los tres frentes bélicos abiertos: la sublevación cantonal aún fuerte en Cartagena, la tercera guerra carlista y la guerra de Cuba. Formó gobierno con los republicanos unitarios de Eugenio García Ruiz, con José de Echegaray en Hacienda, que puso orden las finanzas dando forma al Banco de España. Sagasta, presidente del consejo de ministros desde septiembre (los presidentes del poder ejecutivo del periodo anterior asumían ambos cargos, mientras que Serrano prefería designar a otro para ese cargo, quedando él en una posición institucionalmente similar a la de los reyes), ilegalizó de nuevo la sección española de la Internacional y cerró sedes y periódicos revolucionarios, disolviendo grupos como los Voluntarios de la Libertad.
Inmediatamente las potencias europeas, con Alemania a la cabeza, reconocieron al nuevo régimen.
Alfonso, el hijo de Isabel II, que estaba recibiendo formación militar en Inglaterra, envió desde la Real Academia de Sandhurst un mensaje a los españoles (el manifiesto de Sandhurst) promovido por el partido alfonsino, el grupo más moderado de entre los monárquicos españoles, liderados por Antonio Cánovas del Castillo. En un tono conciliador, declaraba haber aprendido la lección derivada de la expulsión de su madre y su propósito de nunca dejar de ser buen español, ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal; procurándose el apoyo de una amplia zona del espectro político, entre los reaccionarios y los liberales moderados.
Mientras tanto, la coyuntura bélica se prolongaba en las regiones con implantación carlista. Los ejércitos del gobierno, dirigidos por el propio general Serrano, contuvieron a los carlistas en Navarra, consiguieron levantar el sitio de Bilbao y acometieron una ofensiva en la zona de Cuenca.
El 29 de diciembre de 1874 el general Martínez Campos inició una sublevación en Sagunto en favor del príncipe Alfonso. Serrano optó por reconocer los hechos consumados y no oponerse al pronunciamiento; llamando a formar gobierno a Cánovas, líder del partido alfonsino, pero que no veía con buenos ojos el protagonismo militar en la vuelta de los borbones al trono. Consiguió marginar al general sublevado, quedando el gobierno en manos civiles.
Antonio Cánovas del Castillo, máximo dirigente del Partido Conservador, promovió un sistema bipartidista de alternancia política junto al Partido Liberal de Sagasta.
Práxedes Mateo Sagasta, fundador del Partido Liberal y siete veces presidente de gobierno. Fue también ingeniero, un destacado masón y gran maestre del Gran Oriente de España.
Monumento al general Arsenio Martínez Campos, por Mariano Benlliure. Su ubicación en el parque del Retiro de Madrid dio origen a cierta interpretación maliciosa, puesto que da la espalda al cercano Monumento a Alfonso XII.
Con la restauración borbónica, el nuevo rey confirmó en el poder a Cánovas, que convocó elecciones en enero del año siguiente con el sistema previsto en la Constitución de 1869 (sufragio universal), que le proporcionaron una abrumadora mayoría de monárquicos conservadores afines a su gobierno. La redacción de la Constitución española de 1876 fue encargada a una comisión de notables elegida por el mismo Cánovas y presidida por Manuel Alonso Martínez, que se presentó a las Cortes y fue aprobada sin grandes cambios el 30 de junio. Se optó por no precisar el sistema electoral (con lo que las siguientes elecciones se harían por sufragio censitario hasta 1890). La soberanía se compartía entre Rey y Cortes, en un sistema parlamentario bicameral que dejaba al poder ejecutivo el ejercicio de un poder muy amplio. El reconocimiento de las libertades públicas quedaba matizado. Se definía la confesionalidad católica del estado y la tolerancia hacia otras religiones.
Para la estabilidad del sistema político, Cánovas, que organizó en su torno el Partido Liberal-Conservador, era consciente de la necesidad de contar con una oposición dinástica, es decir, fiel a la monarquía parlamentaria alfonsina. En 1879 Sagasta, apoyado por Emilio Castelar, creó el Partido Liberal-Fusionista que integraba a progresistas y demócratas desencantados con el republicanismo. A partir del pacto de El Pardo (24 de noviembre de 1885, ante la posibilidad de que estallara una crisis política a la muerte de Alfonso XII) el acuerdo entre Cánovas y Sagasta estableció un turnismo casi automático para que ambos partidos se sucedieran en el poder, lo que implicaba que los conservadores debían aceptar que los liberales recuperaran paulatinamente las conquistas políticas del sexenio (libertad de prensa, derecho de asociación o el sufragio universal). El control de las elecciones a través del ministerio de Gobernación (encasillado de los candidatos) se convirtió en el punto clave del un sistema que en su base se apoyaba en el denominado caciquismo: el predominio local de personalidades de gran prestigio social y posición económica, a partir de los cuales se establecían redes clientelares y se manipulaban los resultados (pucherazo).
al fondo de una botica:
—Yo no sé,
don José,
cómo son los liberales
tan perros, tan inmorales.
—¡Oh, tranquilícese usté!
Pasados los carnavales
vendrán los conservadores,
buenos administradores
de su casa.
Todo llega y todo pasa.
Nada eterno:
ni gobierno
que perdure,
ni mal que cien años dure.
A pesar de la estabilidad característica del sistema canovista, no dejó de haber disensiones dentro de los partidos dinásticos, protagonizadas por personalidades como Francisco Silvela (muy crítico con el caciquismo, lo que no le impidió ser ministro de Gobernación), Francisco Romero Robledo o Raimundo Fernández Villaverde en el partido conservador y Segismundo Moret o Eugenio Montero Ríos en el liberal.
Los partidos no dinásticos quedaban en la práctica fuera de toda posibilidad de alcanzar el poder, aunque a finales de siglo comenzaron a obtener alguna representación en circunscripciones urbanas, más difíciles de manipular. Eso fue lo que permitió al naciente movimiento catalanista (en torno a Enric Prat de la Riba —Unió Catalanista, 1891, Bases de Manresa, 1892—) llegar al parlamento (Liga Regionalista, 1901); mientras que el Partido Nacionalista Vasco de Sabino Arana, mucho más radical, tardó varios años más.
Bartomeu Robert, uno de los cuatro elegidos por la Liga en 1901, con Sebastián Torres, Alberto Rusiñol y Lluís Domènech.
El movimiento obrero se reorganizó con la creación de partidos y sindicatos de ideología marxista (PSOE (1879) y UGT (1888), bajo el liderazgo de Pablo Iglesias, que optó por la participación electoral, con mayor implantación en Madrid y el País Vasco) o anarquista (Federación de Trabajadores de la Región Española (1881) que optaron por la no intervención en el sistema político, con mayor implantación en Cataluña y Andalucía). Una confusa red de grupos e individualidades anarquistas desarrollaron prácticas de la denominada acción directa, que incluían, junto a medidas pacíficas, otras violentas (propaganda por el hecho) con atentados terroristas en algunos casos muy espectaculares (bomba del Liceo de Barcelona (1893), asesinato de Cánovas en 1897), y en otros casos manipulados por las propias autoridades (La Mano Negra, 1882-1884).
Ejecución en Jerez de siete anarquistas acusados de pertenecer a La Mano Negra, 1884 (ilustración de una revista francesa de 1892).
Reconstrucción artística del asesinato de Cánovas por Michele Angiolillo.
La denominada cuestión universitaria fue el principal conflicto de la vida intelectual y uno de los asuntos políticos más definitorios del nuevo sistema: la Circular de Orovio de 1875 (por el marqués de Orovio, ministro de Fomento) limitó de forma sustancial la libertad de cátedra al obligar a mantener las enseñanzas en términos que no afectaran al catolicismo y la monarquía. Un buen número de catedráticos universitarios, identificados como krausistas (Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Teodoro Sainz Rueda, Nicolás Salmerón, Augusto González Linares) fueron expulsados de la universidad y un grupo de ellos se reunió para continuar la docencia fuera de la universidad, en la Institución Libre de Enseñanza, que inició una renovación pedagógica de gran trascendencia.
Refugio de La Pedriza que lleva el nombre de Giner de los Ríos desde su primera construcción en 1914. Las excursiones en la naturaleza fueron uno de los recursos educativos innovadores de la Institución Libre de Enseñanza.
Un decidido esfuerzo militar, dirigido por Martínez Campos, acabó con la resistencia carlista, lo que se aprovechó para abolir el sistema foral de las tres provincias vascas (1876). La supervivencia de los fueros navarros se vio cuestionada más tarde, en 1893, pero una movilización popular frenó tales pretensiones (gamazada). El conflicto de Cuba se recondujo, tras la llegada a la isla del propio Martínez Campos, hacia la negociación por la Paz de Zanjón (1878). La promesa de autogobierno y de aplicación la ley antiesclavista de Moret (retrasada hasta 1886) no se sustanció en reformas suficientes para evitar la insatisfacción de los independentistas cubanos y la frustración de las expectativas de los autonomistas, lo que, veinte años más tarde terminó por llevar a una nueva guerra, esta vez con la decisiva intervención de los Estados Unidos, el denominado desastre del 98; cuyas consecuencias internas, más allá del fin de la mayor parte del imperio colonial, fueron decisivas intelectual y políticamente (regeneracionismo, generación del 98), abriendo la denominada crisis de la restauración.
Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX significaron una crisis económica de gran intensidad. Tras la epidemia de cólera de 1885, que se cebó en las hacinadas e insalubres barriadas obreras disparando la mortalidad a niveles catastróficos; una profunda crisis agrícola, de origen climático y biológico (malas cosechas cerealísticas, epidemia de la filoxera, que destruyó las viñas), se vio agravada por la estructura socioeconómica del campo español, que no había afrontado la mecanización ni otras transformaciones de la revolución agrícola, y llegó al menos hasta 1902. Las jornadas eran largas y agotadoras, con salarios paupérrimos, a veces incluso sometidos al destajo. Las condiciones de vida se deterioraron fuertemente, disparándose la mortalidad infantil, mientras el resto de los datos demográficos correspondían aún a cifras propias de una sociedad preindustrial. Sometidos a fuertes pérdidas, los terratenientes se mostraban cada vez más opuestos a las reivindicaciones de los jornaleros, intensificándose la confrontación. Miles de jornaleros andaluces secundaron las huelgas pidiendo tierras. Otras regiones con una estructura de propiedad menos concentrada no por ello se libraron de los conflictos sociales que acompañaron a los procesos de transformación que dejaron su reflejo incluso en la literatura, que pasó del costumbrismo a la denuncia social (los de la huerta valenciana inmortalizados por Vicente Blasco Ibáñez, los de Asturias por Leopoldo Alas). Donde las condiciones lo hacían particularmente propicio, funcionó la válvula de escape de la emigración, especialmente a América, pero también a Francia o a Argelia; siendo particularmente intensa en Galicia y otras zonas del norte de España, donde algunas figuras retornadas con éxito (los indianos) contribuyeron con su prestigio a la popularización del ideal social del enriquecimiento por el trabajo duro en lejanas tierras.
En el País Vasco se produjo una industrialización basada en la minería del hierro, exportado a Inglaterra por la ría de Bilbao. La conveniencia de retornar con carga de carbón inglés provocó la creación de una siderurgia local, y el florecimiento de sectores asociados, como la construcción naval y las instituciones financieras (notablemente, la banca vasca —incluso la santanderina— fue mucho más sólida que la catalana). Al mismo tiempo que las relaciones sociales tradicionales del campo vasco (el caserío) entraban en crisis, y conducían a muchos a una emigración similar a la gallega, se producía un movimiento opuesto de llegada de emigrantes castellanohablantes a trabajar en las nuevas industrias. El invevitable choque cultural se expresó en todo tipo de conflictos e ideologías alternativas, como el socialismo y el nacionalismo vasco, y a complejas trayectorias personales, como las de Miguel de Unamuno, Pío Baroja o Tomás Meabe.
Tomás Meabe fue comisionado desde el nacionalismo vasco para estudiar el marxismo, con el fin de combatirlo mejor. Tras entrar en contacto con la literatura y los grupos socialistas, se unió a ellos.
Miguel de Unamuno estuvo inicialmente cercano al socialismo (en sus primeras publicaciones apoyó la huelga de tranviarios de Bilbao), se volcó a la búsqueda del Ser de España en el paisaje y el paisanaje castellano, lo que le llevó renunciar a cualquier europeización (polémica ¡Que inventen ellos! con José Ortega y Gasset), para terminar su vida con una sonora defensa de la inteligencia contra el fascismo.
Pío Baroja, que compartió con Unamuno la trayectoria intelectual de la denominada generación del 98, mantuvo una personalidad más anarquizante. De formación médica, proponía en política tratamientos radicales: El carlismo se cura leyendo y el nacionalismo viajando.
Simultáneamente la burguesía catalana estaba viviendo una verdadera fiebre del oro (periodo de la Exposición Universal de 1888) que se prolongó en medio de una fortísima conflictividad social (Semana Trágica de 1909, crisis de 1917, años de plomo de pistolerismo patronal-sindical) en la época dorada que llega al menos hasta la Exposición Internacional de 1929. La vitalidad de Barcelona la convirtió en la verdadera capital económica de España, beneficiada incluso por la repatriación de capitales tras la pérdida de Cuba; y un foco artístico a nivel europeo (modernismo catalán, noucentisme). El abismo social que separaba a pobres y ricos incrementó la influencia del anarquismo en Cataluña, con consecuencias políticas trascendentes y prolongadas en el tiempo.
En toda España, la imagen del anarquismo ante la opinión pública quedó fuertemente marcada por la decisión de pequeños grupos de activistas de elegir el magnicidio como medida de propaganda por el hecho más eficaz. Tras la bomba del Teatro del Liceo (1893), el Atentado de la Procesión del Corpus (1897) y el asesinato de Cánovas (1897), se produjo un atentado fallido contra la boda de Alfonso XII (Mateo Morral, 1906) y los asesinatos de los presidentes José Canalejas (1912) y Eduardo Dato (1921).
Las transformaciones sociales, como en el resto de Europa, fueron estimulando a una minoría de mujeres a demandar su incorporación a distintos ámbitos de la vida cultural, suscitando todo tipo de rechazos y obstáculos que la retrasaron. Concepción Arenal tuvo que asistir a las clases de derecho disfrazada de hombre; Cecilia Böhl de Faber tuvo que ocultarse bajo el masculinísimo pseudónimo de Fernán Caballero; mientras que casos como el de María de la O Lejárraga fueron todavía más humillantes (era la autora de buena parte de las obras firmadas por su marido Gregorio Martínez Sierra) . Sometida a una autorización especial entre 1880 y 1910, la presencia de mujeres en la universidad siguió siendo una rareza hasta los años treinta. El mundo literario fue aceptándolas con cuentagotas (Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán, Concha Espina, Carmen de Burgos). La incorporación al trabajo industrial de las clases bajas fue mucho más temprana, sometida a salarios inferiores a los varones.
Monumento a Emilia Pardo Bazán.
Monumento a Concha Espina.
La inestabilidad política hacía sucederse rápidamente a los gobiernos de signo conservador y liberal, y dentro de cada partido se producían toda clase de escisiones, disensiones e intrigas. El espíritu del regeneracionismo imperaba en la toma de decisiones reformistas en lo económico y social, con medidas como la Ley de repoblación interior de 1907 (Augusto González Besada) y un plan de embalses para triplicar los regadíos (aplicación de la política hidráulica de Joaquín Costa o Lucas Mallada); retrasadas por la falta de una recursos económicos que se disputaban con el sostenimiento de un ejército desproporcionado (más mandos que soldados) y la reconstrucción de una marina de guerra que ya no tenía imperio que defender. En 1908 se puso en marcha el Instituto Nacional de Previsión, germen de las políticas de protección social propias de un estado social como el que se había implantado en la Alemania de Bismarck.
El campo de la ciencia, la educación y la cultura, experimentó un impulso significativo, hasta tal punto que desde 1906 (año de la concesión del Premio Nobel de medicina a Santiago Ramón y Cajal) se puede hablar de una edad de plata de las ciencias y las letras españolas que duraría treinta años (hasta la Guerra Civil). Se creó el Ministerio de Educación, obligándose el Estado a asumir el salario de los maestros. En 1907 se creó la Junta para Ampliación de Estudios, órgano de investigación científica de orientación institucionista presidido por el recién premiado. El mismo movimiento obrero se orientaba a la educación popular (los ateneos libertarios, las escuelas modernas anarquistas y las casas del pueblo socialistas).
Tras el desastre de 1898, la única salida al imperialismo español era la vocación africanista. Una intensa actividad diplomática llevó a obtener una presencia colonial en el protectorado de Marruecos, que se obtuvo precisamente por lo oportuno que resultaba a las potencias europeas conceder a España, una potencia de poca consideración, lo que resultaría amenazante conceder a Alemania o a Francia (Tratado de Algeciras, 7 de abril de 1906). La exigencia de un nuevo esfuerzo militar llevó a movilizar grandes contingentes de reclutas obligatorios (con el injusto sistema de quintas y la exclusión de los que pagaran la cuota de 6000 reales). Las movilizaciones antimilitaristas provocaron una grave sublevación en Barcelona en julio de 1909 (la Semana Trágica), que amenazó con extenderse y tuvo que ser sofocada con el ejército y la llamada de los reservistas. Los disturbios tuvieron un fuerte componente anticlerical, promovido por el dirigente radical Alejandro Lerroux (jóvenes bárbaros), con quema de conventos e iglesias. El gobierno conservador de Antonio Maura declaró el estado de sitio en todo el país, y se detuvo a miles de personas, a las que se aplicó la jurisdicción militar y se sometió a consejos de guerra. El más sonado fue el de Francisco Ferrer Guardia, creador de las escuelas modernas anarquistas. A pesar de las protestas de la opinión pública internacional, se cumplió la sentencia, que le condenaba a muerte como responsable de la instigación de los disturbios (13 de octubre). La presión sobre Maura le obligó a dimitir (21 de octubre).
El turno de los liberales llevó al gobierno a José Canalejas, que procuró frenar las reivindicaciones populares mediante reformas legislativas, como la obligatoriedad del servicio militar que acabara con la injusticia del soldado de cuota y frenara el creciente antimilitarismo, y el intento de frenar el creciente anticlericalismo reforzando el carácter laico del Estado. Ante la negativa papal a negociar el Concordato de 1851, optó por limitar unilateralmente la actividad de las órdenes religiosas (Ley del Candado, diciembre de 1910). La orientación social de las medidas gubernamentales incluyeron la sustitución de los consumos por un impuesto progresivo sobre las rentas urbanas y un impulso a la enseñanza primaria. No obstante, cuando tuvo que hacer frente a estallidos sociales, no dudó en emplearse con firmeza, como en la militarización que acabó con la huelga de los ferroviarios de 1912.
La neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuestionada por aliadófilos (más numerosos en la izquierda) y germanófilos (más numerosos en la derecha), trajo consigo un aumento importante de la demanda de todo tipo de productos destinados a la exportación, a pesar de la opción política por el proteccionismo industrial promovido por los catalanes de la Liga, que habían conseguido una cuota relativamente importante de poder político y autonomía local (Mancomunitat Catalana, 1913) y aspiraban a ser determinantes en la política nacional (Francesc Cambó). Los precios subían por el aumento de las exportaciones, mientras que los salarios no lo hacían al mismo ritmo, produciendo un descenso sustancial del poder adquisitivo de los obreros mientras los empresarios veían aumentar sus márgenes de beneficio. Las desigualdades sociales intensificaron la afiliación sindical a la Unión General de los Trabajadores (UGT, socialista) y la Confederación Nacional del Trabajo (CNT, anarquista, fundada en 1910).
La crisis de 1917 estalló como consecuencia de cuatro graves problemas: el problema político (inadecuación de las instituciones a una sociedad cada vez más moderna y una opinión pública cada vez más consciente, sobre todo en las zonas urbanas no sometidas al caciquismo), el problema económico-social (descenso del nivel de vida e intensificación de las reivindicaciones obreras), el problema militar (descontento de la oficialidad media y baja por la política de ascensos y por el descenso de los salarios reales), y el problema catalán (incremento de la presión regionalista, respondida por la presión de los militares españolistas desde el asunto del ¡Cu-Cut!, de 1905). Una asamblea de diputados reunida en Barcelona planteó la posibilidad de una alternativa a los partidos dinásticos y la regeneración del régimen político. Simultáneamente se produjo una huelga general (convocada por la UGT y apoyada por la CNT). El gobierno conservador de Eduardo Dato contestó con la represión, enviando a prisión o al exilio a los dirigentes de las protestas (los socialistas Francisco Largo Caballero, Julián Besteiro, Indalecio Prieto, Andrés Saborit y Daniel Anguiano o el republicano Marcelino Domingo —todos ellos con gran futuro político—). Se formó un gobierno de concentración de liberales y conservadores, y las siguientes elecciones arrojaron resultados inciertos.
El fin del ciclo económico coincidió con el fin de la Primera Guerra Mundial y la catástrofe demográfica de la denominada gripe española (la prensa española, a diferencia de la de los países beligerantes, no estaba sometida a censura de guerra y podía informar de la epidemia). No obstante, a esas alturas del siglo XX las cifras demográficas de los años "normales" ya respondían a las de una transición demográfica iniciada, con una creciente población urbana; y los datos de la estructura económica a las de un país inmerso en un proceso de industrialización, con la mayor parte de la fuerza de trabajo a disposición del mercado, más allá de los circuitos aldeanos del autoabastecimiento, aunque con un claro atraso relativo, lejos de los niveles de desarrollo que ya habían convertido a algunos países en verdaderas sociedades de consumo.
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho donde yago.
Una imprudente maniobra militar en África, respaldada personalmente por el rey,desastre de Annual (22 de julio de 1921, con cerca de diez mil muertos). La investigación parlamentaria del escándalo (Expediente Picasso) amenazó con desestabilizar los centros de poder del sistema canovista: la monarquía y el ejército.
condujo alSimultáneamente, se asistía a un recrudecimiento de los conflictos sociales, tanto en zonas urbanas como rurales: los denominados trienio bolchevique de Andalucía (huelgas y revueltas campesinas que llevaron a la declaración del estado de guerra en mayo de 1919) y años de plomo de Barcelona (caracterizados por el pistolerismo de la patronal y la acción directa o violencia anarquista de grupos de trabajadores, y la política de dura represión contra estos del gobernador Severiano Martínez Anido, que enrarecían cada vez más la vida social catalana).
El capitán general de Barcelona, Miguel Primo de Rivera, dio un golpe de Estado el 13 de septiembre de 1923, con la inmediata aceptación del rey, sin que hubiera fuertes reacciones de oposición ni en la esfera política ni en la social, mientras que los intelectuales se dividían: oposición de Unamuno (que fue desterrado) y aceptación de Ortega.
Se impuso entonces una dictadura que, en los primeros años, recibió toda clase de apoyos sociales, desde la burguesía catalana hasta la UGT de Largo Caballero, mientras los partidos dinásticos aceptaban la suspensión de la Constitución. La popularidad del régimen quedó fortalecida con una solución militar, en forma de operación de gran envergadura, al problema de Marruecos, para la que se contó con la ayuda de Francia: el desembarco de Alhucemas (8 de septiembre de 1925). Se nacionalizaron sectores estratégicos, como el petrolífero y el telefónico, en los que se establecieron grandes compañías monopolísiticas (CAMPSA y la Compañía Telefónica Nacional). Una ambiciosa política de obras públicas de espíritu regeneracionista (construcción de carreteras y embalses, regadíos, repoblación forestal) dinamizó el empleo y la actividad económica, una vez establecida por la fuerza la paz social. Parecían ser las virtudes terapéuticas del cirujano de hierro que había pronosticado Joaquín Costa.
Con el tiempo, el régimen fue derivando en un corporativismo que en algunos extremos recordaba a la Italia fascista de Mussolini, incluso con la creación de un movimiento político con vocación de partido único (partido político, pero apolítico: la Unión Patriótica). La sustitución del inicial directorio militar por un directorio civil (3 de diciembre de 1925), que incluyó a políticos ajenos a los partidos tradicionales (José Calvo Sotelo, Galo Ponte, Eduardo Callejo), inició una institucionalización del régimen (fundación de la Organización Corporativa Nacional (1926), convocatoria de una Asamblea Nacional Consultiva (1927), inicio de la redacción de un nuevo texto constitucional —la Constitución de 1929, que no llegó a completarse—), que cada vez demostraba más intenciones de prolongarse en el tiempo, frente a su pretendida provisionalidad inicial.
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