El término historiografía proviene de historiógrafo, y este del griego ἱστοριογράφος historiográphos, de ἱστορία historía 'historia' y -γράφος gráphos, de la raíz de γράφειν gráphein 'escribir'; el que escribe (o describe) la historia.
La historiografía es el arte de escribirla, pero la historiografía es también la ciencia que se encarga de estudiar la historia. El énfasis en su condición de "arte" (τέχνη tékhnē) o "ciencia" (ἐπιστήμη epistḗmē) es uno de los objetos de debate metodológico más importante entre los historiadores, con abundante participación de intelectuales que han reflexionado sobre ello, dada su posición central en la cultura. Para una parte de ellos, ni siquiera puede hablarse de "historia" en singular, puesto que la condición de relato de sus productos los convierte en "historias" en plural. Para la mayor parte de los historiadores contemporáneos, en cambio, es irrenunciable la condición científica de la historia, o al menos la aspiración a tal condición ("ciencia en construcción" ), e incluso está muy extendida la visión que no percibe ambos rasgos (ciencia y arte) como estrictamente incompatibles sino como complementarios.
Las diferentes disciplinas que sirven para el estudio historiográfico se agrupan con el nombre de «ciencias y técnicas historiográficas» (paleografía -que incluiría la epigrafía y papirología-, documentación o ciencias documentales, sigilografía, diplomática, codicología, numismática, etc.).
Al especialista en historiografía se le denomina historiógrafo
o historiador. Si la historia es una ciencia cuyo objeto de estudio es el pasado de la humanidad, cuestión en que la mayoría pero no todos los historiadores concuerdan, se tiene que someter al método científico, que aunque no pueda ser aplicado en todos los extremos de las ciencias experimentales, sí puede hacerlo a un nivel equiparable a las llamadas ciencias sociales.
Un tercer concepto confluyente a la hora de definir la historia como fuente de conocimiento es la «teoría de la historia», que puede llamarse también «historiología» (término acuñado por José Ortega y Gasset). Su papel es estudiar «la estructura, leyes y condiciones de la realidad histórica», mientras que la «historiografía» es, a la vez: el relato mismo de la historia, el arte de escribirla, y el estudio científico de sus fuentes, productos y autores.
Es imposible acabar con la polisemia y la superposición de estos tres términos, pero simplificando al máximo se puede definir:
La filosofía de la historia es la rama de la filosofía que concierne al significado de la historia humana, si es que lo tiene. Especula un posible fin teleológico de su desarrollo, o sea, se pregunta si hay un diseño, propósito, principio director o finalidad en el proceso de la historia humana. No debe confundirse con los tres conceptos anteriores, de los que se separa claramente. Si su objeto es la verdad o el deber ser, si la historia es cíclica o lineal, o existe la idea de progreso en ella, son materias ajenas a la historia y la historiografía propiamente dichas, que trata esta disciplina. Un enfoque intelectual que tampoco contribuye mucho a entender la ciencia histórica como tal es la subordinación del punto de vista filosófico a la historicidad, considerando toda la realidad como el producto de un devenir histórico: ese sería el lugar del historicismo, corriente filosófica que puede extenderse a otras ciencias, como la geografía.
Una vez despejada la cuestión meramente nominal, queda para la historiografía por tanto el análisis de la historia escrita, las descripciones del pasado; específicamente de los enfoques en la narración, interpretaciones, visiones de mundo, uso de las evidencias o documentación y métodos de presentación por los historiadores; y también el estudio de estos mismos, a la vez sujetos y objetos de la ciencia.
La historiografía, más llanamente, es la manera en que la historia se ha escrito. En un amplio sentido, la historiografía se refiere a la metodología y a las prácticas de la escritura de la historia. En un sentido más específico, se refiere a escribir sobre la historia en sí.
Para investigar e interpretar las sociedades, los historiadores recurren a fuentes históricas, es decir, a testimonios escritos o materiales, que permiten reconstruir los acontecimientos históricos.
Es importante distinguir la materia prima del trabajo de los historiadores (fuente primaria) de los productos semielaborados o terminados (fuente secundaria e incluso fuente terciaria). Una fuente primaria procede directamente de la época que se está investigando, o lo que es lo mismo, tienen que haber sido producidos paralela y contemporáneamente a los hechos. Son los testimonios de primera mano, es decir, las leyes, los tratados, las memorias, etc. Una fuente secundaria se ha elaborado con posterioridad al periodo estudiado. Fuentes secundarias son libros, artículos, mapas, etc., que reelaboran información obtenida con fuentes primarias.
Igualmente es importante denotar la diferencia entre fuente y documento y el estudio de las fuentes documentales: su clasificación, prelación y tipología (escritas, orales, arqueológicas); su tratamiento (reunión, crítica, contraste), y el mantener el respeto debido a las fuentes, fundamentalmente con su cita fiel. La originalidad del trabajo de los historiadores es un asunto delicado.
Historiografía es equivalente a cada parte de la producción historiográfica, o sea: al conjunto de escritos de los historiadores acerca de un tema o período histórico concreto. Por ejemplo, la frase «es muy escasa la historiografía sobre la vida cotidiana en el Japón en la era Meiji» quiere decir que hay pocos libros escritos sobre tal cuestión porque hasta el momento no ha recibido atención por parte de los historiadores, no porque su objeto de estudio sea poco relevante o porque haya pocas fuentes documentales que proporcionen documentación histórica para hacerlo.
También se utiliza el vocablo historiografía para hablar del conjunto de historiadores de una nación, por ejemplo, en frases semejantes a esta: «La historiografía española abrió sus brazos y sus archivos desde los años 1930 a los hispanistas franceses y anglosajones, que renovaron su metodología».
Es necesario diferenciar los dos términos usados más arriba: «producción historiográfica» y «documentación histórica», aunque en muchos casos coincida que los historiadores utilizan como documentación histórica precisamente la producción historiográfica anterior.
Por ejemplo: además de un conjunto de documentos archivísticos de la Casa de Contratación de Sevilla que se produjeron quizá solo para llevar una contabilidad; o de algún material arqueológico que se halle en una excavación en Perú, y que se depositó sin intención de que nadie lo encontrara; un historiador americanista tendrá que utilizar la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que fue escrita por Bartolomé de las Casas con un afán histórico indudable, además de con un propósito de la defensa de un interés o su propio punto de vista. Con eso último vemos otra insalvable característica de la historia que la peculiariza como ciencia: ningún historiador, por muy objetivo que pretenda ser, es ajeno a sus propios intereses, ideología o mentalidad ni puede sustraerse a su punto de vista particular. Como mucho puede intentar la intersubjetividad, es decir, tener en cuenta la existencia múltiples puntos de vista. Para el caso que nos sirve de ejemplo, contrastar las fuentes de Bartolomé de las Casas con las demás voces que se oyeron en la Junta de Valladolid, entre las que destacó la de su rival Juan Ginés de Sepúlveda, o incluso con la llamada «visión de los vencidos», que raramente se conserva, pero a veces sí, como ocurre con la Nueva Crónica y Buen Gobierno del inca Guaman Poma de Ayala
La reflexión sobre la posibilidad o imposibilidad de un enfoque objetivo lleva a la necesidad de superar la oposición entre objetividad (la de una inexistente ciencia "pura" que no se contamine con el científico) y subjetividad (implicada en los intereses, ideología y limitaciones de éste) con el concepto de intersubjetividad, que obliga a considerar la tarea del historiador, como la de cualquier científico, como un producto social, inseparable del resto de la cultura humana, en diálogo con los demás historiadores y con la sociedad entera.
La historia no tiene más remedio que seguir la tendencia a la especialización que tiene cualquier disciplina científica. El conocimiento de toda la realidad es epistemológicamente imposible, aunque el esfuerzo de un conocimiento transversal, humanístico, de todas las partes de la historia, es exigible a quien verdaderamente quiera tener una visión correcta del pasado.
Así pues la historia debe segmentarse no solo porque el punto de vista del historiador esté contaminado de subjetividad e ideología, como habíamos visto, sino porque necesariamente debe optar por un punto de vista, al igual que un científico, si quiere observar su objeto, debe optar por utilizar un telescopio o un microscopio (o, de forma menos grosera, qué tipo de lente va a aplicar). Con el punto de vista se determina la selección de la parte de la realidad histórica que se toma como objeto, y que sin duda dará tanta información sobre el objeto estudiado como sobre las motivaciones del historiador que estudia. Esa visión sesgada puede ser inconsciente o consciente, asumida con más o menos cinismo por el historiador, y es distinta para cada época, para cada nacionalidad, religión, clase o ámbito en el que el historiador quiera situarse.
La inevitable pérdida que supone la segmentación, se compensa con la confianza en que otros historiadores harán otras selecciones, siempre sesgadas, que deben complementarse. La pretensión de conseguir una perspectiva holística, como pretende la historia total o la historia de las Civilizaciones, no sustituye la necesidad de todas y cada una de las perspectivas parciales como las que se tratan a continuación:
Los sesgos temporales van desde las periodizaciones clásicas Prehistoria, Edad Antigua, Edad Media, Edad Moderna o Edad Contemporánea, hasta las historias por siglos, reinados, etc. La periodización clásica (ver su justificación en «División del tiempo histórico») es discutible tanto por la necesidad de periodos de transición y solapamientos, como por no representar periodos coincidentes para todos los países del mundo (por lo que ha sido acusada de eurocéntrica).
Los anales fueron uno de los orígenes de la fijación de la memoria de los hechos históricos en muchas culturas (véase en su artículo y más abajo en Historiografía de Roma). Las crónicas (que ya en su nombre indican la intención del sesgo temporal) son usadas como reflejo de los acontecimientos notables de un periodo, habitualmente un reinado (véase en su artículo y más abajo en Historiografía de la Edad Media e Historiografía española medieval y moderna). La arcontología sería la limitación del registro histórico a la lista de nombres que ocupaban determinados cargos de importancia ordenados cronológicamente. De hecho, la misma cronología, disciplina auxiliar de la historia, nace en muchas civilizaciones asociada al cómputo del tiempo pasado que se fija en la memoria escrita por los nombres de los magistrados, como ocurría en Roma, donde era más corriente citar un año por ser el de los cónsules tal y cual. En el Antiguo Egipto, la datación del tiempo se hizo por años (Piedra de Palermo), años, meses y días de reinado del faraón (Canon Real de Turín), o dinastías (Manetón). Es muy significativo que en las culturas no históricas, que no fijan mediante la escritura la memoria de su pasado, es muy frecuente no plantearse la duración concreta del tiempo pasado más allá de unos pocos años, que pueden ser incluso menos que los que dura una vida humana. Todo lo que ocurre fuera de ello sería «hace mucho tiempo», o en «tiempo de los antepasados», que pasa a ser un tiempo mítico, ahistórico.
El tratamiento cronológico es el más usado por la mayor parte de los historiadores, pues es el que corresponde a la narración convencional, y el que permite enlazar las causas pasadas con los efectos en el presente o futuro. No obstante, se emplea de distinta manera: por ejemplo, el historiador siempre tiene que optar por un tratamiento sincrónico o diacrónico de su estudio de los hechos, aunque muchas veces hacen sucesivamente uno y otro.
Periodos o momentos especialmente atractivos para los historiadores terminan convirtiéndose, por la intensidad del debate y el volumen de la producción, en verdaderas especialidades, como la historia de la guerra civil española, la historia de la Revolución francesa, la soviética o la americana.
También son de consideración las diferentes concepciones del tiempo histórico, que según Fernand Braudel van desde la larga duración al acontecimiento puntual, pasando por la coyuntura.
Para el caso del periodo prehistórico, la radical diferencia de fuentes y método (así como la división burocrática de las cátedras universitarias) la hacen ser una ciencia muy distante de la que hacen los historiadores, sobre todo cuando tales fuentes y método se prolongan, dando primacía al uso de las fuentes arqueológicas y el estudio de la cultura material en periodos para los que ya hay fuentes escritas, hablándose entonces no de la Prehistoria, sino propiamente de la arqueología con sus propias periodizaciones arqueología clásica, arqueología medieval, incluso arqueología industrial. Menor diferencia puede hallarse con el uso de las fuentes orales en lo que se conoce con el nombre de historia oral. No obstante, hay que recordar lo ya dicho (véase más arriba sesgos temporales) sobre la primacía de las fuentes escritas y lo que éstas determinan la ciencia historiográfica y la propia conciencia de la historia en su protagonista —que es toda la humanidad—.
Como la historia continental, historia nacional, historia regional o la historia local. El papel de la historia nacional en la definición de las propias naciones es innegable (para España, por ejemplo, desde las Crónicas medievales hasta la historia del Padre Mariana (véase nacionalismo, nación española). Puede también verse, en este mismo artículo (historia de la historia), cómo se agrupan separadamente los historiadores por nacionalidad, además de por época o tendencia.
La geografía dispone de conceptos no más potentes pero sí menos arbitrarios, que han permitido edificar la prestigiosa rama de la geografía regional. La historia local es sin duda la de más fácil justificación y validez universal, siempre que supere el nivel de la simple erudición (que al menos siempre servirá como fuente primaria para obras de mayor ambición explicativa).
Son los que darían paso a una historia sectorial, presente en la historiografía desde muy antiguo, como ocurre con
Una manera de preguntarse cuál es el objeto de la historia es elegir qué merece ser conservado en la memoria, cuáles son los hechos memorables. ¿Lo son todos, o lo son solo los que cada historiador considera trascendentales? En la lista anterior tenemos las respuestas que cada uno puede dar.
Algunas de estas denominaciones encierran no una simple parcelación, sino visiones metodológicas opuestas o divergentes, que se han multiplicado en el último medio siglo. La historia es hoy más plural que nunca antes, escindida en multitud de especialidades, tan fragmentada que muchos de sus ramas no se comunican entre ellas, sin ver sujeto ni objeto común:
La fragmentación del objeto histórico puede inducir, en algunas ocasiones, a una limitación muy forzada de la perspectiva historiográfica. Llevada a un extremo, se puede reducir la historia a la ciencia auxiliar de la que se sirve para encontrar explicación a los hechos del pasado, como la economía, la demografía, la sociología, la antropología, la ecología, la geografía, etc.
En otras ocasiones, la limitación del campo de estudio produce realmente un género historiográfico:
Puede señalarse que hay géneros historiográficos que participan de la historia pero pueden llegar a alejarse más o menos de ella: un extremo lo ocuparían los terrenos de la ficción que ocupa la novela histórica, cuyo valor desigual no empaña su importancia. Otro extremo lo ocuparían la biografía y un género anejo, sistemático y extraordinariamente útil para la historia general como es la prosopografía. Vinculada con la historia desde el comienzo del registro escrito, una de las principales preocupaciones a la hora de fijar los datos fue lo que hoy llamamos arcontología (listas de reyes y dirigentes).
De una manera más declarada, las corrientes historiográficas suelen explicitar su metodología de forma combativa, como el providencialismo de origen cristiano (no hay que olvidar, que además de la tradición historiográfica griega de Heródoto o Tucídides, el origen de la historiografía occidental está fuertemente unida a la historia sagrada), o el Materialismo histórico de origen marxista (que triunfó en los ambientes intelectuales y universitarios europeo y americano a mediados del siglo XX d. C., quedando adormecido al menos desde la caída del muro de Berlín).
A veces las etiquetación de las corrientes es obra de sus detractores, con lo que los historiadores en ellas encasillados pueden o no estar conformes con la manera en que quedan definidos. Tal cosa podría decirse del mismo providencialismo, pero sería más propio para corrientes más modernas, como el positivismo, la historia evenemencial (de los acontecimientos), etc.
Interpretar la historiografía como parte del ambiente intelectual de la época en que surge es siempre necesario. Toda producción cultural es dependiente del modelo cultural existente, llámese a esto la moda, del estilo o el paradigma dominante en arte o filosofía; y es evidente que el registro de la historia es una producción cultural. La deconstrucción, el pensamiento débil o la posmodernidad, conceptos de finales del siglo XX d. C., han sido la incubadora de la presente deconstrucción de la historia, que para algunos solo es una narración. Una buena manera de distinguir la interpretación de la historia que tiene una corriente historiográfica es preguntarse a qué considera sujeto histórico o el protagonista verdadero de la historia.
Grupos de historiadores que comparten metodología (y se autopromocionan conjuntamente con el potente mecanismo publicación-cita) surgen a veces en torno a revistas, como la francesa Escuela de Annales (ver en este mismo artículo), la inglesa Past and Present o la italiana Quaderni Storici; grupos de investigación o las propias cátedras universitarias, que son la cúspide de la reproducción de las élites historiográficas, a través del clientelismo y el reconocimiento entre pares (peer review).
La aparición de la historia es equivalente a la de la escritura, pero la conciencia de estudiar el pasado o de dejar para el futuro un registro de la memoria es una elaboración más compleja que las anotaciones de los templos sumerios. Las estelas y relieves conmemorativos de batallas en Mesopotamia y Egipto ya son algo más aproximado.
El resto de las civilizaciones asiáticas alcanzan la escritura y la historia a su propio ritmo, compilan sus fuentes teológicas en forma de libros sagrados - en ocasiones con partes históricas (la Biblia hebrea) o sofisticaciones cronológicas (los Vedas hindúes)- registran sus propios Anales y finalmente su propia historiografía, particularmente la china, que tiene su Heródoto en Sima Qian (Memorias históricas, 109 a.C.–91 a.C.) y alcanzó una definición clásica de historia tipificada y oficial, con el Libro de los Han de Ban Gu (siglo I d. C.), que fijó un modelo repetido sucesivamente por los historiadores de los períodos siguientes en veinticinco "historias tipificadas", hasta 1928, en que apareció la última de tan monumental serie.
En la América precolombina, fuera de la civilización maya no hay textos de ningún modo comparables. Tanto en ese caso como en el del África subsahariana, las fuentes orales han sido tradicionalmente prioritarias. Son muy recientes (segunda mitad del siglo XX d. C.) los intentos de construir una historiografía africana. Aun así hay algunos casos excepcionales, como las bibliotecas de manuscritos de Tombuctú, conectadas con viajeros y conquistadores magrebíes, algunos de origen andalusí como León el Africano, conocido autor de Historia y descripción de África y de las extraordinarias cosas que contiene (1526).
No obstante, el desarrollo y variedad que ha alcanzado la historiografía en la Civilización Occidental es de un nivel distinto a todas ellas.
Los primeros cronistas griegos, que se interesaron sobre todo en los mitos de origen (los logógrafos), practicaban ya el recitado de acontecimientos. Su narración podía apoyarse en escritos, como era el caso de Hecateo de Mileto (segunda mitad del siglo VI d. C. a. C.). En el siglo V d. C. a. C., Heródoto de Halicarnaso se diferencia de ellos por su voluntad de distinguir lo verdadero de lo falso; por ello realiza su "investigación" (etimológicamente: "historia"). Una generación después, con Tucídides, esta preocupación se transforma en espíritu crítico, fundado sobre la confrontación de diversas fuentes orales y escritas. Su Historia de la guerra del Peloponeso puede ser vista como la primera verdadera obra historiográfica.
Los continuadores del nuevo género literario de Heródoto y Tucídides fueron muy numerosos en la Grecia Antigua y pueden contarse entre ellos Jenofonte (autor de la Anábasis), Posidonio, Ctesias, Apolodoro de Artemisa, Apolodoro de Atenas, Aristóbulo de Casandrea (ver literatura griega e historiografía helenística)
En el siglo II d. C. a. C., Polibio, en su Pragmateia (traducido también como "Historia"), tratando quizá de escribir una obra de geografía, aborda la cuestión de la sucesión de los regímenes políticos para explicar cómo su mundo ha entrado en la órbita romana. Es el primero en buscar causas intrínsecas al desarrollo de la historia más que evocar principios externos. En esas alturas del periodo helenístico, la Biblioteca y el Museo de Alejandría representaban la cumbre del afán griego por preservar la memoria del pasado, lo que implica su valoración como herramienta útil para el presente y el futuro.
La civilización romana dispone, a semejanza de los griegos Homero y Hesiodo, de mitos de origen que recogió Virgilio poetizados en la Eneida como un elemento del programa ideológico diseñado por Augusto. También al menos desde la República, mantuvo un cuidado especial por la recopilación de hechos en Anales, la legislación escrita y los archivos vinculados al sagrado de los templos. Hasta las guerras púnicas la recopilación de los principales sucesos acaecidos estaba a cargo de los pontífices, en forma de crónicas anuales.
La primera obra histórica completa latina es Los Orígenes de Catón (siglo III d. C. a. C.).
El contacto de Roma con el mundo mediterráneo, primero Cartago, y sobre todo Grecia, Egipto y Oriente fue fundamental para ampliar la visión y utilidad de su género histórico. Los historiadores (sean romanos o griegos) acompañarán en las campañas militares a los ejércitos, con el declarado fin de preservar su memoria a la posteridad, recopilar información de utilidad y justificar sus acciones. La lengua culta, el griego, se utilizará para este género a la par que la más sobria latina.
Salustio, el Tucídides romano, escribe De Coniuratione Catilinae (la Conjuración de Catilina, de la que es contemporáneo, 63 a. C.). Realiza un relato extenso de las causas lejanas de la conjuración, así como de la ambiciones de Catilina, retratado como un noble degenerado y sin escrúpulos. En Bellum Ingurthinum (guerra de Yugurta rey de los númidas, 111 a. C. a 105 a. C.), denuncia un escándalo colonial. Historiae era su obra más ambiciosa y madura, conservada parcialmente, que abarcaba en cinco libros los doce años transcurridos desde la muerte de Sila en el 78 a. C. hasta el 67 a. C. No es la precisión histórica lo que le interesa, sino la narración de unos hechos con sus causas y consecuencias, así como la posibilidad de esclarecer el desarrollo del proceso de la degeneración en que la República se vio inmersa. Aparte del individuo, el objeto de su observación se centra en las clases sociales y las facciones políticas: idealiza un pasado virtuoso, y detecta un proceso de decadencia que atribuye a los vicios morales, a la discordia social y al abuso del poder por parte de las distintas facciones políticas.
Julio César con su Commentarii Rerum Gestarum, acerca de dos de las más grandes acciones bélicas que llevó a cabo: la guerra de las Galias (58 a. C.-52 a. C.) (De Bello Gallico) y la guerra civil (49 a. C.-48 a. C.) (De Bello Civili).
Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.), con los 142 libros de Ab Urbe Condita, divididos en grupos de diez libros que se conocen con el nombre de "décadas", que se han perdido en su mayor parte, escribe una gran historia nacional, cuyo único tema es Roma ("fortuna populi romani") y cuyos únicos actores son el Senado y el pueblo de Roma ("senatus populusque romanus" o SPQR). Su propósito general es ético y didáctico; sus métodos fueron los del griego Isócrates del siglo IV d. C. a. C.: es el deber de la historia decir la verdad y ser imparcial, pero la verdad debe presentarse con una forma elaborada y literaria. Utiliza como fuente a los primeros analistas y a Polibio, pero su patriotismo le lleva a deformar la realidad en detrimento de lo exterior y a un escaso espíritu crítico. Es historiador de gabinete, no viaja ni conoce personalmente los escenarios de los hechos que describe.
Publio Cornelio Tácito (55-120 d. C.), el gran historiador del Imperio bajo los Flavios, es sobre todo un investigador de las causas.
La nómina de historiadores de época romana es extensísima, tanto en lengua latina (Plinio el Viejo, Suetonio...) como en griega (Estrabón, Plutarco).
En la decadencia de Roma, el cristianismo vendrá a dar un cambio metodológico radical, introduciendo el providencialismo de Agustín de Hipona. Es ejemplo Orosio, presbítero hispano de Braga (Historiae adversum paganus).
La historiografía medieval se escribe principalmente por hagiógrafos, cronistas, miembros del clero episcopal cercanos al poder, o por monjes. Se escriben genealogías, anales áridos, listas cronológicas de acontecimientos sucedidos en los reinos de sus soberanos (anales reales) o sucesión de abades (anales monásticos); vidas (biografías de carácter edificante, como las de los santos merovingios, o más tarde de los reyes de Francia), e historias que cuentan el nacimiento de una nación cristiana, exaltan una dinastía o, al contrario, fustigan a los malvados desde una perspectiva religiosa. Esta historia, de la que son muestra Moisés de Corene (Historia de Armenia, siglo V d. C.), Isidoro de Sevilla (Etimologías e Historia Gothorum, siglo VII d. C.), Beda el Venerable (Historia eclesiástica del pueblo inglés, siglo VIII d. C.), Pablo el Diácono (Historia gentis Langobadorum, siglo VIII d. C.), Eginhardo (Vita Karoli Magni, siglo IX d. C.) o Néstor el Cronista (Primera crónica rusa, siglos XI al XII); es providencialista, de inspiración agustinista, e inscribe las acciones de los hombres en los designios de Dios. Hay que esperar al siglo XIV d. C. para que cronistas como el francés Froissart o el florentino Matteo Villani se interesen por el pueblo, gran ausente de la producción de este periodo.
El egipcio Ibn Abd al-Hakam escribió Futuh Misr wa’l-Maghrib ("Conquistas de Egipto y del Magreb"), donde recopila las fuentes de los siglos VII al IX. Otros historiadores árabes medievales fueron Al-Jahiz, Al-Hadani y Al-Masudi (a quien se comparaba con Heródoto). De familia andalusí emigrada, el tunecino Ibn Jaldún (finales del siglo XIV d. C. comienzos del XV) ha sido muy valorado por como precedente de la filosofía de la historia y sus planteamientos innovadores en los terrenos de la economía y sociología de su Al-Muqaddimah ("Prolegómenos" o "Introducción" a su obra, planteada como una historia universal).
Para la historiografía española, tanto cristiana como musulmana, véase su sección.
Durante el Renacimiento, el humanismo aporta un gusto renovado por el estudio de los textos antiguos, griegos o latinos, pero también por el estudio de nuevos soportes: las inscripciones (epigrafía), las monedas (numismática) o las cartas, diplomas y otros documentos (diplomática). Estas nuevas ciencias auxiliares de la época moderna contribuyen a enriquecer los métodos de los historiadores: en 1681 Dom Mabillon indica los criterios que permiten determinar la autenticidad de un acta por la comparación de fuentes diferentes en De Re Diplomática. En Nápoles, más de doscientos años antes, Lorenzo Valla al servicio de Alfonso V de Aragón había conseguido demostrar la falsedad de la pseudo-Donación de Constantino. Giorgio Vasari con sus Vidas de artistas nos ofrece a la vez una fuente y un método historiográfico para la historia del Arte.
En esta época la historia no se diferencia de la geografía ni siquiera de las ciencias naturales. Se dividía en dos partes: la historia general (la que hoy llamaríamos historia) y la historia natural (ciencias naturales y geografía). Este sentido amplio de historia se explica por la etimología del término (ver Historia#Etimología).
La cuestión de la unidad del reino que plantean las guerras de religión de Francia en el siglo XVI d. C. dan origen a trabajos de historiadores que pertenecen a la corriente llamada historia perfecta, que muestra que la unidad política y religiosa de la Francia moderna es necesaria, al derivarse de sus orígenes galos (Etienne Pasquier, Recherches de la France). El providencialismo de autores como Bossuet (Discurso sobre la historia universal, 1681), tiende a devaluar la significación de cualquier cambio histórico.
En paralelo, la historia se muestra como instrumento de poder: se pone al servicio de los príncipes, desde Maquiavelo y Guicciardini hasta los panegiristas de Luis XIV, entre los que se cuenta Jean Racine.
No era esto ninguna novedad, y la historiografía española es quizá el ejemplo más completo de un secular esfuerzo por mantener la continuidad de la memoria escrita del pasado, que tan buen servicio dio desde las Crónicas medievales que justificaban la Reconquista, para afianzar el poder de los reyes en los distintos reinos cristianos.
Para Asturias, León y Castilla se encadenan sucesivamente en un conjunto muy completo, que comienza realmente con dos crónicas redactadas en territorio andalusí:
En el siglo XV d. C. la recopilación cronística se multiplicó:
En los otros reinos cristianos peninsulares, la literatura cronística es algo más tardía, pero produce la primera historia general de España en una lengua romance: el Liber regum, redactado entre 1194 y 1211 en aragonés, que cuenta la historia de los distintos reinos cristianos desde los orígenes míticos de la historia peninsular. El Condado de Aragón produce en 851 la Passio beatissimarum birginum Nunilonis atque Alodie. Y del posterior reino contamos con los Anales de San Juan de la Peña, del siglo XII d. C., que fueron copiados en la Crónica homónima. Del mismo siglo data una Breve historia ribagorzana de los reyes de Aragón. También se produjo allí la Estoria de los godos (1252 o 1253), primera versión en lengua vernácula de la Historia de rebus Hispaniae.
Para la Corona de Aragón, tras las Gesta veterum Comitum Barcinonensium et Regum Aragonensium (iniciada el siglo XII d. C. y continuada hasta el XIV), se destacan el Llibre dels feits o Crónica de Jaime I el Conquistador; la Crónica de San Juan de la Peña o de Pedro el Ceremonioso; la de Ramón Muntaner, que cubre el periodo 1207-1328, incluyendo la famosa expedición de los almogávares, en la que participó; y la de Bernat Desclot Llibre del rei En Pere d'Aragó e dels seus antecessors passats (segunda mitad del siglo XIII d. C.).
Completan el panorama peninsular la Crónica de los Reyes de Navarra (1454) del Príncipe de Viana (compuesta para justificar su aspiración al trono) y los Annales Portugaleses Veteres (987-1079).
Después de la unificación de los Reyes Católicos, ya en la Edad Moderna, continúa explícitamente con esa misma función la monumental Historia de España del Padre Mariana (De Rebus Hispaniae libri XX, 1592, aumentada a treinta libros en su propia traducción al castellano en 1601), célebre por otro lado por su defensa del tiranicidio en De Rege et regis institutione escrita para la educación de Felipe III. Otros cronistas del siglo XVI d. C. son Florián de Ocampo y Ambrosio de Morales (continuando este la Crónica General en cinco libros iniciada por aquel); Jerónimo Zurita (Anales de la Corona de Aragón) y Esteban de Garibay (Compendio historial de las chronicas y universal historia de todos los reynos de España).
La historiografía barroca incluye fantasiosas manipulaciones históricas, como los plomos del Sacromonte o los falsos cronicones de Ramón de la Higuera y Antonio Lupián Zapata. Fray Prudencio de Sandoval continúa la crónica de Ocampo y Morales y redacta una Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V; Pedro de Salazar y Mendoza un Origen de las dignidades seglares de Castilla y León, y Bartolomé Leonardo de Argensola los Anales de Aragón.
A finales del siglo XVII d. C., la reflexión sobre la historiografía misma surge en España como necesidad derivada de la acumulación de tan ingente corpus cronístico, siendo su primer intento la Noticia y juicio de los más principales historiadores de España, de Gaspar Ibáñez de Segovia, Marqués de Mondéjar (publicado tras su muerte en 1708).
Otros géneros historiográficos también se cultivan desde la Edad Media, como el tratamiento de una figura aislada (ciclo de el Cid), y ya en el siglo XV d. C. las memorias (Leonor López de Córdoba, circa 1400), la biografía (El Victorial de Gutierre Díez de Games, Generaciones y Semblanzas de Fernán Pérez de Guzmán) y la relación de un hecho puntual, como el Libro del paso honroso de Suero de Quiñones, de Rodríguez de Lena. Los libros de viajes como el de Pedro Tafur o el de Ruy González de Clavijo (que fue embajador ante Tamerlán), proporcionan informaciones muy valiosas.
Muhammad al-Razi realiza (en la primera mitad del siglo X d. C. de la era cristiana, IV de la Hégira) la primera historia general de la península ibérica, Ajbar Mutuk al-andalus que continuaron otros al-Razi: su hijo Ahmad (llamado en castellano el moro Rasis) y el de éste (Isa ben Ahmad). Esta historia se divulgó en los reinos cristianos con el nombre de Crónica del moro Rasis y se utilizó por Jiménez de Rada.
Aríb de Córdoba, secretario de al-Hakam II, escribió una Crónica de su gobierno, y en el mismo reinado Muhammad al-Jusaní (muerto en 361/971) el Kitáb al-qudá bi-Qurtuba, historia de los cadíes (jueces) de Córdoba.
En época de Almanzor se escribe una historia controladísima, como es la de Ibn Asim, significativamente titulada al-Ma´atir al-camiriyya (Gestas amiríes), obra que solo conocemos por referencias.
Entre los historiadores del siglo XI d. C. (V de la Hégira), la edad de oro coincidente con la descomposición del califato y los reinos de taifas, sobresalen los cordobeses Ibn Hazm (Fisal o Historia crítica de las religiones, sectas y escuelas) e Ibn Hayyán (Muqtabis el Matín).
En el siglo XIII d. C., el alcireño Ibn Amira escribió la Kitab Raih Mayurqa (Libro del reino de Mallorca).
Ya fuera del periodo de presencia musulmana en Al-Andalus completa la historiografía islámica clásica Al-Maqqari, con su Nafh al-Tib (siglos XVI-XVII), que reúne muchas fuentes anteriores. Las fuentes musulmanas son, en general, peor conocidas, e incluirían las posteriores a la Reconquista, como la poco conocida Historia de Ibn Idhari (siglo XVI d. C.).
Las primeras obras de historia de América, desde las relaciones del mismo Cristóbal Colón, su hijo Hernando y muchos otros descubridores y conquistadores como Hernán Cortés o Bernal Díaz del Castillo (Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España), tienen un claro carácter justificativo. La aportación en sentido contrario de Bartolomé de las Casas (Brevísima relación de la destrucción de las Indias) fue tan trascendental que dio origen a la polémica de los justos títulos, en que le dio réplica Juan Ginés de Sepúlveda; e incluso a la llamada Leyenda negra al divulgarse por toda Europa como propaganda antiespañola. La visión de los indígenas, que vieron sus documentos y cultura material saqueados y destruidos, fue posible por algunos casos excepcionales, como el inca Felipe Guamán Poma de Ayala.
Oficialmente el cargo de Cronista de Indias se inicia con la documentación reunida por Pedro Mártir de Anglería que se pasa en 1526 a Fray Antonio de Guevara, Cronista de Castilla; y con Juan Gómez de Velasco que hace lo propio con los papeles del cosmógrafo mayor Alonso de Santa Cruz, a los que suma el cargo de cronista. Antonio de Herrera es nombrado Cronista Mayor de Indias en 1596, y publica entre 1601 y 1615 la Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y Tierra Firme del mar Océano, conocida como Décadas. Antonio de León Pinelo (criado en Lima, que había recopilado las Leyes de Indias), Antonio de Solís y Pedro Fernández del Pulgar cubrieron el cargo durante el siglo XVII d. C.. En el siglo XVIII d. C. la institución se refunda con la creación de otras dos, muy importantes para el mantenimiento de la memoria y la historiografía española: la Real Academia de la Historia y el Archivo General de Indias. Aún tuvo tiempo de destacar la figura de Juan Bautista Muñoz (Historia del Nuevo Mundo, que no completó).
En el siglo XVIII d. C., tuvo lugar un cambio fundamental: los planteamientos intelectuales de la Ilustración de una parte, y de otra el descubrimiento de la alteridad en otras culturas ajenas a la europea (el exotismo, el mito del buen salvaje), suscita un nuevo espíritu crítico (aunque de hecho, son parecidas circunstancias a las que se podían ver en Heródoto). Se ponen en cuestión los prejuicios culturales y el universalismo clásico.
El descubrimiento de Pompeya renueva el interés por la Antigüedad clásica (Neoclasicismo) y proporciona materiales que inauguran una naciente ciencia de la arqueología. Las naciones europeas alejadas del Mediterráneo buscan sus orígenes históricos en mitos y leyendas que a veces se inventan (el Ossian de James Macpherson, que simuló haber encontrado al Homero celta).
También se interesan en las costumbres nacionales los franceses Fenelon, Voltaire (Historia del imperio de Rusia bajo Pedro el Grande y El siglo de Luis XIV, 1751) y Montesquieu, que teoriza sobre ello en El espíritu de las leyes. En Inglaterra, Edward Gibbon escribe su monumental Historia del Declive y Caída del Imperio romano (1776-1788), donde hace de la precisión un aspecto esencial del trabajo del historiador.
Los límites de la historiografía del siglo XVIII d. C. son la sumisión a la moral y la inclusión de juicios de parte, con lo que su objeto permanece limitado.
En España destaca la España Sagrada del padre agustino Enrique Flórez, recopilación de documentos de historia eclesiástica, expuesta con criterio ultraconservador (1747 y continuada tras su muerte hasta el siglo XX d. C.) y la Historia crítica de España del jesuita desterrado Juan Francisco Masdeu; desde una perspectiva más ilustrada tendríamos al regalista Melchor Rafael de Macanaz, al crítico Gregorio Mayans y Siscar (uno de sus discípulos, Francisco Cerdá y Rico, intentó emular a Lorenzo Valla discutiendo la veracidad del medieval voto de Santiago), y más avanzado el siglo al propio Gaspar Melchor de Jovellanos, Juan Sempere y Guarinos, Eugenio Larruga y Boneta (Memorias políticas y económicas), y el espléndido documento recopilatorio que es el Viaje de España de Antonio Ponz. Intermedio entre ambas tendencias se encuentra el caso de Juan Pablo Forner, casticista en su famosa Oración apologética por España y su mérito literario (1786) y reformista en otras obras, publicadas después de su muerte.
Es un periodo rico en cambios, tanto en la manera de concebir la historia como en la de escribirla.
En Francia se la considera como una disciplina intelectual distinta de otros géneros literarios desde el comienzo del siglo, cuando los historiadores se profesionalizan y fundan los archivos nacionales franceses (1808). En 1821 se crea la Ecole nationale des Chartes, primera gran institución para la enseñanza de la historia.
En Alemania, esta evolución se había producido antes, y estaba presente en las universidades de la Edad Moderna. La institucionalización de la disciplina da lugar a vastos corpus que reúnen y transcriben sistemáticamente las fuentes. El más conocido es Monumenta Germaniae historica, desde 1819. La historia gana una dimensión de erudición, pero también de actualidad. Pretende rivalizar con las demás ciencias, sobre todo con el gran desarrollo que están teniendo estas. Theodor Mommsen contribuye a dar a la erudición las bases críticas, en su Römische Geschischte (Historia de Roma) 1845-1846, además de colaborar en el citado Monumenta Germaniae historica y Corpus Inscriptionum Latinarum.
En Francia, desde los años 1860, el historiador Fustel de Coulanges escribe la historia no es un arte, es una ciencia pura, como la física o la geología. Sin embargo la historia se implica en el debate de su época y está influida por las grandes ideologías, como el liberalismo de Alexis de Tocqueville y François Guizot. Sobre todo, se deja influir por el nacionalismo e incluso el racismo. Coulanges y Mommsen trasladan al debate historiográfico el enfrentamiento de la guerra francoprusiana de 1870. Cada historiador tiende a encontrar las cualidades de su pueblo (el "genio"). Se fundan las grandes historias nacionales.
Los historiadores románticos, como Augustin Thierry y Jules Michelet, manteniendo la calidad de la reflexión y la explotación crítica de las fuentes, no recelan de explayarse en el estilo y la mantienen como un arte. Los progresos metodológicos no impiden contribuir a las ideas políticas de su tiempo. Michelet, en su Historia de la Revolución francesa (1847-1853), contribuye igualmente a la definición de la nación francesa contra la dictadura de los Bonaparte, así como al revanchismo antiprusiano (murió poco después de la batalla de Sedán). Con la III República, la enseñanza de la historia se conforma como un instrumento de propaganda al servicio de la formación de los ciudadanos, y continuará siéndolo durante el siglo XX d. C..
Otro de los fundadores de la historiografía en el siglo XIX d. C. fue Leopold Von Ranke, que era muy crítico con las fuentes usadas en historia. Estaba en contra de los análisis y las racionalizaciones. Su adagio era escribir la historia tal como fue. Quería relatos de testigos visuales, enfatizando sobre su punto de vista. Importantes historiadores alemanes del siglo XIX d. C., que no participaron de su pretensión de objetividad, fueron Johann Gustav Droysen (fijó el concepto de helenismo) y Heinrich von Treitschke (de importante actividad política, que acuñó el lema antisemita ¡Los judíos son nuestra desgracia!). Hans Delbrück desarrolló la historia militar.
El papel epistemológico de la ciencia de la historia se ve sujeto a los grandes esquemas intelectuales que se construyen a partir de corrientes filosóficas como el positivismo y el historicismo. El historicismo es dominante entre los seguidores de Ranke en Alemania, con un acusado componente idealista: las ideas son las raíces del proceso histórico al encarnarse en hombres o instituciones. El positivismo es dominante en Francia (Coulanges, Hippolyte Taine), donde la historiografía es más analítica que narrativa, evitando explicaciones trascendentales y buscando en la misma naturaleza de las cosas la explicación última de los hechos. En Inglaterra se produjo una síntesis ecléctica y moderada de positivismo e historicismo (lord Acton, John B. Bury, ambos catedráticos de Cambridge).
La propuesta de Wilhelm Dilthey de separación de campos entre las ciencias naturales, objetivas; y las ciencias del espíritu, subjetivas, situaba a la historia entre estas. Su deseo era superar tanto el eruditismo entendido como mero coleccionismo de hechos individuales, como el recurso a métodos de ciencias ajenas a la historia, por lo que optaba por leyes psicológicas para garantizar el carácter científico de la interpretación de los acontecimientos.
Hegel y Marx introducen el cambio social en la historia. Los historiadores anteriores se habían centrado en los ciclos de auge y decadencia de gobernantes y naciones. Una nueva disciplina emergente aporta el análisis y la comparación a gran escala: la sociología. Desde la historia del arte, estudios como el de Jacob Burckhardt sobre el Renacimiento se convierten en la referencia para entender los fenómenos culturales. La arqueología pone en contacto el mito con la realidad histórica, tanto en Egipto como en Mesopotamia y Grecia (Heinrich Schliemann en Troya, Micenas y Tirinto, y más tarde Arthur Evans en Creta); todo ello en un ambiente romántico y aventurero que se va depurando para hacerse científico, aunque no desaparece, como prueba la tardía aportación de Howard Carter (Tutankamón) y la imagen popular de los arqueólogos que perpetúa el cine (Indiana Jones). La antropología aplicada a la explicación de los mitos produjo el monumental trabajo de James George Frazer (La rama dorada), a partir del cual la historiadores pudieron replantearse su punto de vista sobre la relación de las sociedades humanas de todas las épocas con la magia, la religión e incluso la ciencia.
Durante el siglo XIX d. C., España mantiene al menos su patrimonio documental con la creación de la Biblioteca Nacional y el Archivo Histórico Nacional, pero no se distingue por una gran renovación de su historiografía que, aparte del arabismo de Pascual de Gayangos o de la historia económica de Manuel Colmeiro, aparece escindida entre una corriente liberal (Modesto Lafuente y Zamalloa, Juan Valera), y otra tradicionalista, cuya cumbre, el erudito y polígrafo Marcelino Menéndez y Pelayo (Historia de los heterodoxos españoles), es una digna continuación de la tradición que nace con san Isidoro y pasa por la Historia del padre Mariana y por la España sagrada del padre Flórez.
La historia va asentándose como una ciencia social, una disciplina científica implicada en la sociedad. A principios del siglo XX d. C., la historia había adquirido una dimensión científica incontestable, un papel destacado en la educación y una estructura institucional sólida. A las Academias, los departamentos universitarios y las revistas especializadas, se fueron añadiendo las asociaciones profesionales, como la American Historical Association, fundada en 1884.
Instalada en el mundo de la enseñanza, erudita, la disciplina se influencia por una versión empobrecida del positivismo de Auguste Comte. Pretendiendo objetividad, la historia limita su objeto: el hecho o acontecimiento aislado, en el centro del trabajo del historiador, se considera como la única referencia que responde correctamente al imperativo de objetividad. Tampoco se ocupa de establecer relaciones de causalidad, sustituyendo por retórica el discurso que se pretendía científico.
Simultáneamente y en contraste, se desarrollan disciplinas anejas que tienden a la generalización, como historia cultural o la historia de las ideas, con Johan Huizinga (El otoño de la Edad Media) o Paul Hazard (La crisis de la conciencia europea) entre sus iniciadores. Ensayistas como Oswald Spengler (La decadencia de Occidente) y Arnold J. Toynbee (Un estudio de la Historia) en famosa controversia, publican profundas reflexiones sobre el concepto mismo de civilización que junto con la Rebelión de las Masas o España invertebrada de José Ortega y Gasset se divulgaron extraordinariamente, al ser el reflejo del pesimismo intelectual de entreguerras. Más cercano al método del historiador, y no menos profundo, es el trabajo de sus contemporáneos el belga Henri Pirenne (Mahoma y Carlomagno), o el australiano Vere Gordon Childe (padre del concepto Revolución neolítica).
No obstante, la principal transformación de la historia de los acontecimientos viene de aportes exteriores: Por un lado el materialismo histórico de inspiración marxista, que introduce la economía en las preocupaciones del historiador. Por otro lado, la perturbación causada en la historiografía por los desarrollos políticos, técnicos, económicos o sociales que conoce el mundo, sin olvidar los conflictos mundiales. Nuevas ciencias auxiliares aparecen o se desarrollan considerablemente: arqueología, demografía, sociología y antropología, bajo la influencia del estructuralismo.
En torno a la revista Annales d’histoire économique et sociale, fundada por Lucien Febvre y Marc Bloch en 1928, surgió na corriente de pensamiento (la llamada escuela de Annales) que agrandó el campo de la disciplina al solicitar la confluencia de otras ciencias, en particular la sociología; y más genéricamente transformó la historia ampliando su objeto más allá del acontecimiento e inscribiéndola en la larga duración (longue durée). Tras el paréntesis de la segunda guerra mundial, Fernand Braudel continúa la revista y recurre por primera vez a la geografía, la economía política y la sociología para elaborar su tesis de economía-mundo (ejemplo clásico es El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en tiempo de Felipe II).
El papel del testimonio histórico cambia: permanece en el centro de las preocupaciones del historiador, pero ya no es el objeto, sino que se le considera como un útil para construir la historia, útil que puede ser obtenido en cualquier dominio del conocimiento. Una constelación de autores más o menos próximos a Annales participan de esa renovación metodológica que llena las décadas centrales del siglo XX d. C. (Georges Lefebvre, Ernest Labrousse).
La visión de la Edad Media cambia completamente tras una relectura crítica de las fuentes, que tienen su mejor parte justo en lo que no mencionan (Georges Duby).
Privilegiando la larga duración al tiempo corto de la historia de los acontecimientos, muchos historiadores proponen repensar el campo de la historia desde Annales, entre ellos Emmanuel Le Roy Ladurie o Pierre Goubert.
Otros historiadores franceses, fuera de Annales, Philippe Ariès, Jean Delumeau y Michel Foucault, este último en las fronteras de la filosofía, describen la historia de los temas de la vida diaria, como la muerte, el miedo y la sexualidad. Quieren que la historia escriba sobre todos los temas, y que todas las preguntas se respondan.
Desde una orientación completamente opuesta (la derecha católica), Roland Mousnier realizó una aportación decisiva a la historia social del Antiguo Régimen, negando la existencia de lucha de clases e incluso de estas mismas, en beneficio de lo que describe como una sociedad de órdenes y relaciones clientelares.
"Nueva historia" es la denominación, popularizada por Pierre Nora y Jacques Le Goff (Hacer la Historia, 1973), que designa la corriente historiográfica que anima la tercera generación de Annales. La nueva historia trata de establecer una historia serial de las mentalidades, es decir, de las representaciones colectivas y de las estructuras mentales de las sociedades.
También ubicada dentro de la tercera generación de la escuela de Annales, la corriente historiográfica denominada "nueva historia cultural" comienza en 1966 y aún persiste en la actualidad. Tiene como claro referente la nueva historia antropológica, rama de la antropología, cuyos máximos exponentes del tema fueron Bronislaw Malinowski y Clifford Geertz. Al igual que las dos primeras generaciones de Annales, esta corriente maneja la interdisciplinariedad con otras ciencias sociales; además de contar con la antropología, también cuenta con la colaboración de sociólogos, psicólogos, lingüistas, etc.
Entre sus representantes más significativos están Peter Burke, Roger Chartier, Robert Darnton, Patrice Higonnet, Lynn Hunt, Keith Jerkins y Sarah Maza. Su objeto de estudio se centra en las culturas a lo largo de la historia, entendiéndose por "culturas" según la definición de Clifford Geertz en su método de la "descripción densa", a la dimensión simbólica de la acción como un conjunto de significados heredados y expresados simbólicamente en los hábitos de la vida cotidiana. La historia cultural considera que todas las sociedades del pasado han tenido cultura, sin hacer juicios de valor en considerar a unas mejores o peores que otras. Otro principio clave de esta corriente historiográfica, es aplicar el concepto de la "otredad", es decir, ver al "otro" desde "el otro" a las demás culturas. Consideran que no existe una cultura homogénea, sino que hay "subculturas" insertas a su vez, dentro de otras culturas, civilizaciones o regiones. La cultura, es concebida como la tradición recibida y modificada por quienes la han heredado, y que a su vez, han hecho una "construcción simbólica" de las sociedades.
Se ha dicho que cada generación tiene derecho a reescribir la historia.Karl Popper) y no pseudocientíficamente, como haría lo que se denomina de forma peyorativa revisionismo historiográfico es algo de difícil evaluación. Una prueba de toque sería detectar si el revisionista es un outsider del mundo académico, que se dedica al uso político de la historia, cosa que por otra parte es vicio común: la historia siempre se ha usado como arma en la transformación social, y los medios académicos no han sido nunca una excepción. En historiografía, ciencia social, es difícil ver si nos encontramos ante un cambio de paradigma como los que estudió Thomas Kuhn para las ciencias experimentales (Historia de las revoluciones científicas), fundamentalmente porque nunca hay un consenso tan universalmente compartido como para entender que la desviación de él sea una revolución.
En el ámbito académico, la revisión de las formas de entender el pasado forma parte de la tarea del historiador profesional. Hasta qué punto esa revisión se plantea científicamente, como un falseamiento de las certidumbres anteriormente establecidas (Una de las grandes polémicas revisionistas (en el buen sentido) vino con el segundo centenario de la Revolución francesa (1989). Autores de tendencia estructuralista, cercanos a Annales (François Furet o Denis Richet), sintetizaron los estudios de las décadas de 1970 y 1980 en lo que pretendía ser un nuevo paradigma interpretativo alternativo al marxista que había dominado la historia social del periodo: Albert Soboul, Jacques Godechot, y más recientemente Claude Mazauric, Michel Vovelle o Crane Brinton (Anatomía de la Revolución). Lejano de ambas tendencias, Simon Schama y los nuevos narrativistas hacen una historia cultural de lo político y muy narrativa, anti-estructuralista y de tintes tendencialmente conservadores (iniciada por Richard Cobb ya en la década de 1970). También mantiene distancia frente a la nouvelle Histoire Politique de René Rémond. Arno Mayer se lamenta de que la revisión haya dado cancha a un uso político de la historia en el que se condenan a priori las revoluciones como inherentemente perversas.
Por otra parte el uso de la historia para celebrar acontecimientos que cumplen años "redondos" (centenarios, decenarios, etc.) es una ocasión de lucimiento profesional para los historiadores, de acercamiento de la disciplina al gran público y de coartada para distintos tipos de justificaciones. El bicentenario de Estados Unidos (1976) había sido un precedente difícil de superar en cuanto a impacto mediático y coste económico. Las últimas que recordamos para España fueron la de la guerra civil española (1976, con la innovadora exposición del Palacio de Cristal de los Jardines del Retiro comisariada por Javier Tusell; 1986, cincuentenario que se aprovechó también para recordar particularmente a Antonio Machado, y García Lorca con la izquierda en el poder; 1996; 2006, con los debates sobre la memoria histórica), Carlos III (1988, en emulación de la paralela preparación del bicentenario francés), el Quinto Centenario del Encuentro entre dos Mundos (1992), Cánovas (1998), el Año Quijote (2005). Existe incluso una Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, que mantiene una apretada agenda.
Sin necesidad de conmemorar algo más concreto que su propia intemporalidad, pero con el mismo afán justificativo (en el que tiene milenios de ventaja) la Iglesia católica española ha realizado el conjunto de exposiciones más notable: Las edades del hombre,Castilla y León, que en sí mismas ya justificaban la visita. El mismo formato y comisario tenía Inmaculada, que conmemoraba el 150 aniversario del dogma (Catedral de la Almudena, Madrid, 2006) y que sirvió para compensar la reciente inauguración del edificio, de gusto y decoración discutidos. Inspirada en ellas se realizó por el gobierno navarro la exposición Las Edades de un Reino (Pamplona 2006, coincidiendo con la del centenario de San Francisco Javier en Javier).
repaso temático de asuntos religiosos ilustrado sucesivamente con distintos soportes histórico-artísticos exquisitamente seleccionados y expuestos (libros, música, escultura...) itinerante por las catedrales deLos Estados Unidos son muy pródigos en la experimentación de nuevos enfoques metodológicos, como
También es destacable el papel de Estados Unidos como receptor de intelectuales europeos antes y después de la segunda guerra mundial, como fue el caso de Mircea Eliade, el mayor renovador de la historia de las religiones o historia de las creencias (Lo sagrado y lo profano, El mito del Eterno Retorno).
Pero las principales aportaciones de los historiadores ingleses, que disponen de publicaciones comparables a Annales (Past and Present) están en el centro de la corriente principal de producción historiográfica, para el caso de esta revista, de tendencia marxista, entre los que figuran autores de la talla de E. P. Thompson, Eric Hobsbawm, Perry Anderson, Maurice Dobb, Christopher Hill, Rodney Hilton, Paul Sweezy, John Merrington... que en modo alguno debemos entender como una tendencia unitaria, pues, tras los años de la segunda guerra mundial y su posguerra (en que muchos de ellos funcionaron como el Grupo de historiadores del Partido Comunista de Gran Bretaña) fueron alejándose entre sí y de las posiciones marxistas ortodoxas, dando origen a lo que se ha venido en llamar tendencia marxiana. Las polémicas entre ellos y con autores no marxistas, como H. R. Trevor-Roper, se hicieron merecidamente famosas.
Cada autor debe verse a través de su posición personal, como los norteamericanos John Lukacs, Gertrude Himmelfarb, Peter Gay (perspectiva psicológica) o Immanuel Wallerstein (del campo de la historia económica y social, que ha desarrollado un concepto de sistema mundial en la línea de Fernand Braudel); los británicos Steven Runciman (medievalista imprescindible para las Cruzadas), E. H. Carr o Lawrence Stone; los canadienses Donald Creighton o Bruce Trigger (etnohistoriador y arqueólogo); o los ya citados Arno Mayer, Richard Cobb, Crane Brinton o Simon Schama.
En torno a la revista Quaderni Storici, un grupo de historiadores italianos desarrolló a partir de finales de siglo XX d. C. una innovadora extensión de la historia social que denominaron Microhistoria (Giovanni Levi, Carlo Ginzburg). Con alguna aproximación a este método, Carlo M. Cipolla hace sobre todo una historia económica de gran envergadura, así como reflexiones metodológicas interesantes (la parodia Allegro ma non troppo).
La introspección de los intelectuales alemanes ante su papel frente al nazismo y los distintos grados de responsabilidad de la nación, el pueblo o las clases dirigentes alemanas sobre las dos guerras mundiales y el convulso período de entreguerras que presenció el surgimiento del nazismo fue objeto de la atención de historiadores de muy distintas tendencias, como Gerhard Ritter Hans-Ulrich Wehler o Karl Dietrich Bracher. La denominada polémica de los historiadores de los años ochenta entre el filósofo Jürgen Habermas (que sostenía la presencia constante del nazismo) e historiadores como Ernst Nolte y Joachim Fest (quienes pretendían tomar distancia frente a "ese pasado que no pasa" analizando cuestiones tan espinosas como el Holocausto desde una perspectiva que a sus oponentes parecía casi justificadora, equiparando nazismo y comunismo) presidió la década de los ochenta, previa a la reunificación alemana de 1989.
La disponibilidad de materia prima documental en los archivos españoles atraen a profesionales formados en las universidades europeas o norteamericanas, en una especie de fuga de cerebros al revés que renovó la metodología y las perspectivas de los historiadores españoles.
Maurice Legendre fue uno de los iniciadores del hispanismo francés a través de la Casa de Velázquez, siguiéndole una impresionante nómina: Marcel Bataillon (con su imprescindible Erasmo en España), Pierre Vilar (Cataluña en la España Moderna y su breve pero influyente Historia de España), Bartolomé Bennassar (modelo de cómo la historia local puede integrarse en la corriente central de la historiografía de vanguardia con su Valladolid en el siglo de oro), Georges Demerson, Joseph Pérez (autoridad para las Comunidades, la Inquisición, los judíos...), Jean Sarrailh (ejemplo de síntesis de una época con La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII d. C.)...
El hispanismo anglosajón tiene como uno de sus decanos a Gerald Brenan (observador de El laberinto español desde su atalaya en las Alpujarras), secundado por una lista no menos impresionante que la francesa: Hugh Thomas (durante mucho tiempo el autor más citado de su especialidad con Spanish Civil War), John Elliott (que con El Conde-Duque de Olivares ha dado muestra de cómo puede una biografía reflejar una época), John Lynch, Henry Kamen, Ian Gibson (irlandés nacionalizado español, autor de imprescindibles biografías de los gigantes culturales del siglo XX d. C.), Paul Preston, Gabriel Jackson, Stanley G. Payne, Raymond Carr, Geoffrey Parker, Edward Malefakis...
Entretanto, las universidades españolas se vacían por la guerra civil y el exilio interior y exterior. A la mitad del siglo XX d. C. podía contemplarse repartido por todo el mundo un nutrido grupo de individualidades: Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Julio Caro Baroja, José Antonio Maravall, Jaume Vicens Vives (a quien se debe entre otras aportaciones, la creación del Índice Histórico Español en 1952), Antonio Domínguez Ortiz, Luis García de Valdeavellano, Ramón Carande y Thovar...
En la posguerra se crea el CSIC, en cuyo organigrama se incluyen departamentos de historia. La requisa de papeles por el bando vencedor con fines represivos y su concentración permitirán el funcionamiento de una sección del Archivo Histórico Nacional en Salamanca especializada en la guerra civil española (desde 1999 denominado Archivo General de la Guerra Civil Española). Fue centro de una polémica que trascendió el ámbito de lo historiográfico para entrar completamente en el ámbito de lo político, muy intensa entre 2004 y 2006, por la devolución a la Generalidad de Cataluña de los originarios de esta institución y de otras catalanas (los llamados papeles de Salamanca), que se puede considerar como parte de la polémica simultánea en torno a la llamada recuperación de la memoria histórica.
En la segunda mitad del siglo XX d. C. se produce una intensa renovación metodológica en todas las ramas de la ciencia histórica, y se multiplican los departamentos universitarios. Algunos historiadores vuelven del exilio, donde se habían mantenido como referentes de una forma de hacer historia no sometida a censura, es el caso de Manuel Tuñón de Lara, preocupado por la reflexión metodológica (materialismo histórico) a la vez que mantiene una postura militante en política. Es de destacar la labor efectuada, también en Francia, por la editorial Ruedo Ibérico, cuyos libros se distribuían de forma semiclandestina, así como de algunas en México (Fondo de Cultura Económica).
Hay una división clara entre una minoría de historiadores conservadores (Luis Suárez Fernández, Ricardo de la Cierva) y una mayoría abiertos a las nuevas tendencias, que no forman una corriente historiográfica unida. Ver Gonzalo Anes, Julio Aróstegui, Miguel Artola, Ángel Bahamonde, Bartolomé Clavero, Manuel Espadas Burgos, Manuel Fernández Álvarez, Emiliano Fernández de Pinedo, Josep Fontana, Jordi Nadal, Gabriel Tortella, Javier Tusell, Julio Valdeón Baruque...
Son reseñables las figuras destacadas en campos de estudio concretos: la de Francisco Tomás y Valiente y Alfonso García-Gallo en la historia del Derecho, la de Emilio García Gómez en el arabismo, la de Guillermo Céspedes del Castillo en americanística, la de Antonio García y Bellido y Antonio Blanco Freijeiro en la arqueología, las de Pedro Bosch Gimpera, Luis Pericot, Juan Maluquer o Emiliano Aguirre en la prehistoria (la de este último vinculada al inicio del excepcional yacimiento de Atapuerca, cuyo estudio es continuado por Juan Luis Arsuaga, Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro que han puesto a la prehistoria española en el centro de la atención mundial).
No puede dejarse de referir lo que podría llamarse la historia excéntrica, o alejada del "consenso" o campo central del trabajo de los historiadores "oficiales". Siempre ha habido literatura semejante, y podría recordarse un ejemplo notable, como Ignacio Olagüe y su libro La Revolución islámica en Occidente, que pretendía probar la inexistencia de invasión árabe en el siglo VIII d. C., y que obtuvo algún eco en los años 1960 y 1970.
En la actualidad el debate en torno a la Segunda República Española, la Revolución de octubre de 1934 y la Guerra Civil Española, que afecta incluso a cuestiones tan aparentemente peregrinas como qué fecha tomar como comienzo de ésta, está llenando los estantes de los supermercados con una literatura que algunos llaman revisionismo histórico, por paralelismo con el negacionismo del Holocausto. La necesidad de que determinadas afirmaciones o negaciones historiográficas sean objeto de sanción penal es objeto de debate.
No es la española la única historiografía que debe enfrentarse con la excentricidad: el caso más llamativo de los últimos años ha sido seguramente el de la atribución del descubrimiento de América al almirante chino Zheng He.
Sobrepasar la frontera de la historia excéntrica es entrar de lleno en el fraude histórico, en el que hay egregios precedentes: desde la Donación de Constantino (que justificó el poder temporal de los papas) a los Protocolos de los Sabios de Sión (que alimentaron el antisemitismo y están en el origen de la Conspiración Judeomasónica). El caso reciente más estrafalario (sin llegar al éxito de los anteriores, por lo que como mucho se puede comparar a los intentos fallidos de falsificar la historia, como los plomos del Sacromonte), es el de los famosos (y falsos) Diarios de Hitler publicados por la revista Stern en 1983, con los que un historiador tan serio como Trevor Roper fue engañado o se dejó engañar. El último en desvelarse, de momento, es el de los documentos falsificados e introducidos en archivos británicos que sustentaron los libros donde Martin Allen revelaba extrañas conspiraciones durante la Segunda Guerra Mundial.
La utilización de la historiografía para falsear la historia es tan antigua como la propia disciplina (habría que remontarse al menos hasta Ramsés II y la batalla de Kadesh), pero en el siglo XX d. C. la capacidad que alcanza el Estado y los medios de comunicación de masas (llamados cuarto poder) permitieron a los regímenes totalitarios jugar con la posibilidad de cambiar la historia, no solo hacia el futuro, sino hacia el pasado. La novela 1984 de George Orwell (1948) es un testimonio de lo verosímil que esto resultaba. Las fotografías retocadas fueron una especialidad no solo de Stalin contra Trotsky, sino del mismo Francisco Franco con Hitler. El propio Winston Churchill tenía claro, incluso desde la democracia, que "La historia será amable conmigo, porque tengo la intención de escribirla". La reflexión acerca de si la historia es escrita por los vencedores es una tarea más propia de los filósofos de la historia.
Lo cierto es que en historia todo cambia, nada es permanente, y mucho menos su ocultamiento, como prueba el debate sobre la subasta al alza de malignidad entre izquierdas y derechas, que aún dará para muchos libros como el de Stéphane Courtois (El libro negro del comunismo, 1997) y su respuesta El libro negro del capitalismo.
Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española (2014). «historiógrafo». Diccionario de la lengua española (23.ª edición). Madrid: Espasa. ISBN 978-84-670-4189-7.
Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española (2014). «historia». Diccionario de la lengua española (23.ª edición). Madrid: Espasa. ISBN 978-84-670-4189-7.
Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española (2014). «grafo». Diccionario de la lengua española (23.ª edición). Madrid: Espasa. ISBN 978-84-670-4189-7.
La historia no fue nunca una ciencia exacta, sino un método para recobrar y reflejar el pasado. No una epistéme, sino una téchne, como se decía en griego. Y se articula como una serie de "historias".
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